Se despertó en la oscura madrugada y estiró los brazos bostezando: aún tenía sueño. Dejó caer ambos brazos a los lados del cuerpo. No hacía frío ni calor: era primavera, la época del año sin temperaturas extremas en las que no era necesario el uso de ventiladores ni estufas. No se levantó para ir al baño o calmar la sed, ni tampoco se quejó por algún dolor o malestar; por lo que esas no eran las causas por las que había despertado. Dio media vuelta en la cama de un costado al otro. Una noche para descansar y levantarse cuando tuviera ganas, sobre todo después de haber estado jugando al fútbol toda la tarde del sábado bajo los rayos del sol. Partido, revancha y desempate: “Ganamos dos, perdimos uno”, le había comentado al caer la tarde a su hermano cuando este preparaba el bolso con ropa para marcharse a lo de un amigo del secundario.

Llegada la noche y después de cenar había subido al dormitorio casi de inmediato. Leyó un poco de uno de los libros de cuentos de terror y fantasmas a los que era afecto. La madre le decía que tales lecturas dificultaban el sueño, pero él se distraía y entretenía con ellas. Disfrutaba de la temática y ponía mucho interés en el vocabulario, ya que las palabras que le resultaban desconocidas y atractivas, previa búsqueda del significado, las incorporaba a los relatos que escribía. Pues uno de sus pasatiempos favoritos consistía en crear historias de terror ambientadas en antiguos cementerios y casas abandonadas habitadas por espíritus donde lo sobrenatural ocurría a cada instante. Si bien no pretendía venderlos, como hizo una vez Stephen King en la adolescencia con los compañeros del colegio, si había expresado que buscaba impresionar a aquellos amigos tan fans como él de ese tipo de historias. «Cuando sea grande quiero ser escritor», le había confesado una vez al hermano. Terminada la lectura y después de levantarse a apagar la luz y volver a la cama, tras unos minutos, se había dormido, y luego en medio de la noche algo le había interrumpido el sueño.

Después de unos instantes de quietud en que parecía volver a dormirse, un suceso lo sacó de su sopor: un ruido ajeno, que no debía ser, en el interior del dormitorio. Giró, levantó levemente la cabeza y dirigió la mirada en la oscuridad en dirección a la puerta de la habitación, intentado dilucidar que había producido el sonido o quizás sí sólo lo había imaginado. El lugar permanecía por completo en tinieblas. Si bien en esa época amanecía más temprano, no se vislumbraba el menor resquicio de luz penetrando por las rendijas de las persianas que le permitiera ver que ocurría dentro, lo cual indicaba que todavía faltaba para la salida del sol. Además, esa noche de luna nueva incrementaba la falta de luminosidad.

Entonces, comenzó el infortunio: un soplido leve, pero tenebroso, amplificándose en el silencio de la habitación. Ahora no había dudas y el instinto lo obligó a meter la cabeza bajo las sábanas. Nada dijo, nada preguntó, ni siquiera se oyó un balbuceo: el espanto le había amordazado la voz. Prisionero bajo las mantas, ante el acecho de una presencia desconocida, unos leves movimientos de la cabeza denotaban su negación. Sumido en la oscuridad, no era difícil intuir que intentaba convencerse asimismo repitiendo que todo tenía explicación, que no había nada que temer; lo sobrenatural solo existía en las historias que leía. Apretó los puños tensando las sábanas. ¿Sabría el intruso que él estaba ahí?

No tenía a quien acudir. El hermano, mayor que él y compañero de cuarto, pernoctaba esa noche en otra casa, y la habitación de los padres se encontraba en el piso inferior; era un largo trecho para correr por la escalera en busca de auxilio. Además, el sonido se había originado entre la puerta y su cama, pegada a la ventana. No existía otra vía de escape, a menos que se levantara a toda velocidad, abriera en forma pronta la ventana, luego la persiana en una locura de ínfimos segundos, y saltara desde una altura imposible de tres metros sobre el jardín. Los diez años no eran una edad adecuada para tal salto, quizás ni un adulto saldría ileso de semejante caída.

Un suave crujido del piso flotante de madera no una, sino dos veces, acercándose el sonido hacia él, agregó mayor tensión. Podría defenderse en caso de un ataque si tuviera algún elemento contundente cerca; pero por desgracia había ordenado la pieza, y las paletas, minipalos de golf, zapatillas y otros descansaban en el armario en los respectivos espacios y cajas. Sólo le quedaba maldecir la ocurrencia de guardar todo justo ese día, y encomendarse a Dios.

El crujido mutó en la compresión de las patas de la silla en la que descansaba arrugada la ropa que se colocaría al levantarse: el desconocido se había posado allí con la probable intención de averiguar que era ese bulto bajo las sábanas. ¿Serviría la almohada como defensa? Ante el acecho cercano permaneció inmóvil, paralizado, cinco, diez minutos de tenso silencio que debieron parecerle horas en los cuales horrorizado ante la cercanía de esa presencia le daba tiempo para fantasear en forma desbocada sobre la apariencia que tendría y preguntarse por qué le pasaba esto a él y no a otro.

Tras esos minutos comenzó a oírse un soplido, un fluir de bocanadas de aire en una y otra dirección: la respiración del intruso resonando horrísona, torturándolo, unas veces entrecortada, otras casi inaudible. Cada inspiración era el impulso hacia el ataque, cada espiración el frío cálculo para el momento adecuado de realizarlo. Las sábanas se le adherían en falsa coraza al cuerpo mientras la oscuridad lo aplastaba, y entonces, en el punto de mayor tensión, giro despacio el cuerpo hacia donde se hallaba la mesita de luz y sacó con esfuerzo la mano en forma lenta por debajo de la sábana en dirección a ella. Pero en esta sólo descansaban un par de lapiceras y un cuaderno donde escribía las ideas para los relatos y anotaba las palabras cuyo significado buscaba en la web. La mano se deslizo hacia el compartimento inferior de la mesita. ¡Por supuesto!, allí, abandonada, yacía desenchufada la vieja lámpara del mueble: inutilizada, estropeada desde hacía meses, con ella podría hacerle frente, pero debía actuar de prisa antes que lo atacara. Percibió un movimiento del visitante sobre el asiento que lo hizo detenerse. Tras unos breves momentos, expectante, sin que se oyera nada, reanudó la búsqueda del objeto, pero un leve y bronco ruido gutural emergiendo de las sombras lo paralizó: había sido descubierto No había tiempo para más, ya debía tomar la lámpara y golpear hasta donde la fuerza le alcanzara.

Demasiado tarde, el extraño fue más rápido, y de manera sorpresiva tuvo en un salto el peso infame de este sobre él; y desbordado, sometido, pero con las cuerdas vocales al fin liberadas por la descarga de un miedo atroz, gritó, giró, y prisionero de las sábanas, asomando el rostro entre ellas, chilló a más no poder.

—¡Aghhh!

—¡Wow, wow!

—¿Eh…?

Una húmeda y áspera lengua le bañó la cara.

—¿Qué pasa ahí arriba? —escuchó vociferar a su padre mientras pasos apurados subían por las escaleras.

Se abrió la puerta con un golpe seco, la lámpara de la habitación se encendió y pudo ver al bóxer de la casa que jadeaba y agitaba su cola hecha rabo, festejando la repentina reunión familiar.

—¡Qué susto! ¿Qué pasó, Julián, que diste semejante grito? Te dije que no leyeras esas cosas que te dan pesadillas —expresó la madre.

Al lado de ella, el padre sostenía una botella de licor por el mango empuñándola como si fuera un arma.

—No, nada —atinó a decir—, me asustó Magú. No sé como hizo para meterse en la pieza —añadió abochornado.

—Lo dejé entrar cuando dormías para que te hiciera compañía, como no está José, para que no te sintieras sólo, fue mala idea parece —explicó el padre.

—Pero si vos no les dejás meter el perro en la pieza —dijo ella incrédula mirándolo.

—Y…, me dio lástima, me ablandé. Vamos, Magú, abajo —dijo saliendo de la habitación y palmeándose una de las piernas. El animal obedeció y lo siguió.

—Bueno, ya pasó, menos mal que no fue nada —dijo ella aliviada y tratando de no darle más importancia al asunto.

—¿Qué hora es? —quiso saber Julián.

—Casi la una.

—¡Ah!, creí que eran como las cuatro.

—No, falta todavía, te fuiste a acostar temprano, nosotros estábamos levantados mirando televisión, justo nos íbamos a la cama —le aclaró—. ¿Te dejo prendida la luz? —preguntó mientras acomodaba un poco el desorden que el muchacho había hecho con las sábanas.

—No, apagala, no tengo miedo —expresó con el propósito de demostrar valor por lo ocurrido.

—Bueno, dormí bien entonces y no pienses en cosas feas —dijo sonriendo sentada sobre la cama, al lado de él. Le besó la frente y se despidió:

—Hasta mañana.

—Hasta mañana —respondió Julián.

Ella apagó la luz, salió y cerró la puerta.

De nuevo solo en la habitación, respiró profundo y suspiró aliviado porque no existieran las fantasías producidas por su imaginación. Cerró los ojos y, en minutos, otra vez somnoliento, cayó dormido sin percatarse del suave y leve crujido de la puerta persiana del vestidor, abriéndose en la todavía inacabada noche, mientras desde dentro, a la altura por sobre el tirador, asomaba insidiosa y amenazante una callosa garra con largas y afiladas pezuñas cubiertas de un duro y ralo pelaje…, mi pelaje.

FIN

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