¿Qué hace a un barrio ser lo que es? Supongo que estoy capacitado para responder bien a esa pregunta. Vivo en uno que se acababa de fundar cuando tenía t res años y ahora mismo, más de cuarenta años después, si me asomo a la ventana veo el mismo parque y las mismas casas de toda la vida. Y si el tiempo se encapricha lo suficiente, a lo lejos en el horizonte alcanzo a distinguir lo que la neblina, el vaho y la distancia normalmente no me lo permiten: el mar del Callao y ese par de islas huérfanas de la tierra firme que de pronto surgen bajo un sol radiante que como una lámpara furtiva las redime de su ausencia casi perpetua del paisaje. Pero para papá y para muchos de sus compañeros de la Federación de Empleados Bancarios, aquel glorioso primero de mayo de 1976, en un viaje inverso que los alejaba del Callao, iban a terminar de descubrir aquello que no necesitaría de ninguna lámpara furtiva para hacerse realidad concreta detrás del asombro de sus manos enternecidas: las paredes y los muros de sus flamantes hogares propios en el naciente barrio del Parque de los Bancarios.
Que nadie subestime a esas cajas apiladas con descuido en un rincón. En una de esas cajas se decidió que yo viviera a la espalda de un parque, centro de todos los juegos, y estuve obligado a buscar a mis amigos en lugar de ser buscado por ellos, y por culpa de una de esas cajas me he pasado la vida caminando al menos un par de cuadras de ida y otras dos de vuelta para llegar a la tienda más cercana en vez de cruzar solo una pista. Y es que una de esas cajas modestas y quizá maltrechas fue usada como el ánfora donde unos papelitos prolongaron en cada doblez suyo el suspenso de establecer en qué lote le correspondería vivir a cada uno de esos ochenta fundadores de nuestro barrio. Un leve giro en la muñeca de papá delante de esa caja decisiva y todo habría sido tan distinto a tener que vivir en un pasaje con nombre de marinero, y ahora mismo tal vez podría contar genuinamente cómo una palmera que se derrumba trae abajo parte del muro de una casa en lugar de solo imaginarlo en el relato de mis vecinos que sí presenciaron el prodigio de la naturaleza imponiéndose fortuita sobre la frágil voluntad de la gente.
Mala fortuna o no en esos extraños designios, lo cierto es que papá recibió esta misma casa donde escribo esto a salvo por el momento de terremotos y de palmeras que sucumben a la gravedad. Y como he dicho si me asomo a la ventana puedo ver el mismo parque y las mismas casas de siempre pero ese primero de mayo del 76 papá se asomó a una ventana donde todo lo que yo conozco aún estaba por ocurrir. Todo estaba por inventarse en nuestras vidas, por ser revelado con la urgencia con la que ocurren las cosas delante de nosotros, por ser deformado en un recuerdo poco fiel, por ser olvidado sin remedio. Ni tan siquiera había llegado a su bolsillo la primera moneda que el señor Neptalí desapareció entre sus manos e hizo reaparecer detrás de la oreja de uno de nosotros porque aún no era gastada en aquella tienda donde la moneda precursora fuera puesta camino a su breve mágico destino. Hubo de ser una copa empuñada por todo lo alto en un majestuoso brindis durante las celebraciones de la entrega de las llaves a sus propietarios, la que despertó de su largo letargo polvoriento a esta parte de la ciudad que hasta entonces había permanecido bajo el eterno tedio del sol y de las estrellas.
Atrás habían quedado los sobresaltos de esos ochenta expedicionarios en la búsqueda del terreno sobre qué cimentar el sueño de la casa propia. Desde 1970 fatigaron diversas zonas del Callao donde la ausencia del cemento aún hacía válida la palabra rústico para enfatizar lo que el índice señalaba a la distancia sin que se encuentre mayor obstáculo en el camino. Y hasta un establo de vacas cerca a la paz irremediable de un cementerio fue concebido sin sus mansos cuadrúpedos y sin su fecunda leche en las deliberaciones de quienes creían posible reconvertirlo en la urbanización que pretendían hacer suya. Pero los bovinos derrotaron a esa tropa decidida de empleados bancarios sin mayor esfuerzo que sus apacibles mugidos y persistieron en su rumiante existencia mientras el sueño inmobiliario tuvo que postergarse de manera ciertamente poco digna.
Así transcurrió la afanosa búsqueda hasta que la suerte dio tregua a papá y a sus compañeros liderados por el siempre discreto señor José Ludeña cuando una expropiación a la sexta etapa de la Hacienda Maranga les reservó el terreno que tanto les había sido esquivo. Desde un inicio solo tuvieron cabida suficiente para cincuenta familias pero las treinta que faltaban se completaron con un juego de influencias resuelto detrás de un escritorio poderoso que evitó la escisión del grupo en poseedores y desposeídos. Con los ochenta lotes ya por fin asignados se empezó el largo proceso de dar forma a lo que serían nuestras casas, interrumpido por la constante falta de materiales como ocurrió con el entarimado de maderas finas llamado parqué que se adhería al suelo con una capa de infernal brea hirviente y que el vecino Jorge Díaz hubo de traer sobre las cóncavas espaldas de un par de camiones en un viaje remoto a la selva. Definitivamente cuando era niño y mis soldados se apostaban en una batalla invadiendo todo ese parqué sobre el que morían y volvían a nacer, no hubieran necesitado una misión tan a la medida de su espíritu aventurero que replicar el tortuoso traslado de aquello que estaba exactamente debajo de sus ametralladoras y espadas.
La cooperativa que se organizó para financiar el levantamiento de mi casa y la de mis vecinos más próximos era la Cooperativa de Vivienda Limitada Número 501. Quiere decir que en alguna parte otras quinientas cooperativas se pusieron en marcha para dar techo a sus agremiados. Y no digo nada de las que vinieran después. Este destino compartido por muchos convierte a la historia de la fundación del barrio donde crecí de pretendidamente singular a una simple historia común. Se trata de solo tres manzanas de viviendas petrificadas en el azar de mirar por siempre al parque o dar la espalda a él. A cualquiera le tomaría unos cinco minutos pasar por enfrente de cada una de esas casas y en su inerte recorrido no encontraría algo más interesante que una palmera gigante de hojas envejecidas cuyo grueso y espinoso tallo lleva impregnada la profecía de hacia dónde caerá. Para descubrir aquello que lo convierte en verdad en único tendría que regresar a la pregunta inicial con que inicié este relato: qué hace entonces a un barrio ser lo qué es.
Creo que la respuesta más exacta consiste en aquella que define al barrio como ese lugar donde siempre se está o donde siempre se quiere estar. Es lo que hicieron los ochenta fundadores del Parque de los Bancarios. Emprendieron juntos el caro propósito de encontrar el lugar dónde vivir. Dónde despertarse con pereza por las mañanas. Dónde dejar fuera el peligro una vez cerrada la puerta tras de ellos. Dónde los persiga la felicidad a sus hijos. Y en su afanosa búsqueda eligieron este preciso lugar y no otro. Estas tres manzanas alrededor de un pequeño romance verde que danza con el viento en el rumor de las hojas de sus arbustos, pero que como la vida también sabe de enojos y hace caer con estropicios una de sus palmeras sobre un muro o es incierto también como la vida misma en la forma de otra palmera desmesurada que bamboleándose desliza desde lo alto su propia sinuosa interrogante.
Los fundadores hicieron suyo este lugar, se lo arrebataron al eterno tedio del sol y las estrellas, inventaron la sombra donde jamás hubo sombra, y luego sus calles recién asfaltadas los condujeron a destinos breves de donde volvían con una tibia promesa de alimento al fondo de una bolsa de tela o a otros más lejanos como cuando el trabajo les apremiaba llegar a tiempo, o a otros destinos más inhóspitos para la memoria, pero al final esas mismas calles de innoble gris los traían de regreso a casa, al dulce hogar, donde los suyos, un buen sillón y el parpadeo del televisor filtrándose por el resquicio de una puerta en medio del arrullo de la oscuridad les daban la vaga certeza que alguna vez aquí les alcanzaría la muerte pero que no habría mejor sitio dónde aguardarla mientras viene por ti.
Transcurridos ya cuarentaicinco años desde su fundación el Parque de los Bancarios persiste en ser ese lugar donde siempre se está o donde se quiere estar para aquellos fundadores que aún siguen entre nosotros y para sus descendientes. Que a otros les seduzca lo nuevo por conocer, que otros contemplen la puesta de sol inaudita, que los eclipses los sepulten en su unánime sombra, que en ese remoto acantilado dejen la huella que nadie más dejó. Yo que he estuve aquí desde los orígenes del barrio, que me hice grande como sus casas y he envejecido a la par de la herrumbre acumulada en el hierro de puertas y ventanas, de cada una de sus púas erizadas en las cornisas contra los intrusos, prefiero que mi destino sea como esas monedas del recordado señor Neptalí que aunque parezcan haberse ido reaparecen donde estuvieron siempre.
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Este relato ha sido posible gracias al testimonio del señor José Ludeña Chávez, abanderado del Parque de los Bancarios y gran amigo de papá.
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