Se llama Oso y como el animal que le presta el nombre es peludo, de movimientos toscamente graciosos y para quienes lo ven por primera vez les despierta esa ternura propia de los osos de peluche. Yo tuve uno de esos juguetes con brazos extendidos que no abandonaban nunca su empeño perpetuo de ser estrechado, y ahora este otro oso con un corazón que no es de fantasía como aquel que dormitaba a veces en una repisa, un oso que ladra, gruñe y se acobarda, me ha devuelto los días exterminados en la memoria de un compañerito siempre conmigo.
Oso es peludo, motoso y la mayor parte del tiempo blanco cuando el lodo de algún charco persistente luego de un día de diminuta lluvia no se le trepa por entre las patas y conquista su vientre porque entonces él es dudosamente de pelo blanco hasta que el agua al que tanto teme le devuelve su identidad perdida. Es pequeño, algo más grande que el gato más grande que haya visto nunca pero con el tamaño suficiente para hacer de una almohada su colchón entero. Desde luego él entiende a su manera la comodidad porque a veces ha preferido amanecer sobre uno de los zapatos de mamá y todavía en casa no hay quien haya reunido la valentía suficiente para mostrarle que hay mejores maneras de dejarse vencer por el sueño porque nos lo hace saber con una siniestra sonrisa ahuecada en la oscuridad.
Lo he olvidado a veces cuando me lo preguntan pero él es un chitzú y sí, algún largo día compartido entre ambos me ha parecido que él mismo reafirma su raza en uno de sus estornudos. Si su origen es chino como dicen no habrá sido lo único que nos haya llegado a casa desde ese remoto país aunque este otro visitante es de tan ingrata recordación que hasta se nos hace invisible y de hecho lo es. De cualquier modo no deja de ser inquietante que de muy cachorro Oso haya sido separado de los suyos, de su madre cuadrúpeda quien quiera fuera y del resto de sus hermanos que conformaban la camada, y que desde el primer día si resumió su pesar cerca al umbral de nuestra puerta, terminó disuelto al instante de volver a vernos como fue evidente por sucesivos y vigorosos movimientos de su cola inquieta. Aquella vez ese pequeño huérfano en un mundo ajeno había decidido sin más abandonar su propia familia para entregarse a unos perfectos extraños.
Oso a veces es Oso pero también Osito u Osín dependiendo de cómo se me antoje llamarlo y de todas las formas él devuelve una mirada de alerta y a veces una cabeza que se yergue como una esfinge recuperada del sopor a la que le condenaron las arenas del desierto. Todo él es entonces un signo de interrogación aguardando la orden que rompa el suspenso de sus patas. Un solo chasquido de mi mano y pronto debajo de ella se estremece un entusiasmo de piruetas sin cesar. Y así al acariciar a mi perro que no se aparta de mi lado, me llega el raro convencimiento de que no obstante ser el amo que impone su soberanía, soy yo quien finalmente se pregunta si la vida tiene algún sentido mientras mi peludo súbdito no deja de ovillarse sobre el suelo abandonado en un espasmo de felicidad.
Esta sabia criatura es muy hogareña y no tiene el espíritu explorador de otros caninos. Jamás será un sabueso que desentierre un desdichado que agoniza bajo una pila de escombros ni tampoco completará un circuito de obstáculos en una feria de domingo. De hecho el miedo a sus congéneres es más fuerte a su curiosidad por olfatearlos. Lo he visto tensar el extremo de la correa en los días de paseo para investigar al perro más cercano, y trémulo darse media vuelta cuando le corresponden el interés. Sus amigos son en cambio los postes enmohecidos, los arbustos en los que prospera el olvido y sobre todo ciertos rincones del césped donde otros dejaron su rastro y él se deja impregnar contorsionando el cuerpo con las ansias de un niño en una guardería solitaria que persigue las sombras de los que nunca podrá alcanzar.
Mezcla de portero irredimible de nuestra casa, peludo terapista antiestrés, asceta al que le transcurren todas las horas en su hocico resignado, y también por qué no, estropeador profesional de los adornos y plantitas de mamá, Oso ha venido renovando fielmente día tras día por unos cinco años ese extraño deseo de ser uno entre nosotros sin mayor beneficio que un puñado de croquetas en las orillas de su plato y poco más. Así habrá de transcurrir su perruna vida de un dichoso tedio al pie de nuestros sofás o sobre ellos, relamiéndose ausente debajo de las mesas o sillas o reiventando alguna ropa vieja como su juguete favorito hasta que, entre cabizbajo y estremecido, la muerte le arrebate su intacta promesa de afecto perpetuo. Por lo pronto al menos en esto se parece mucho a ese oso de peluche con el que jugaba de niño cuyos brazos permanecían en una búsqueda de abrazo permanente, salvo que este oso que la vida me obsequia ahora tiene un corazón que no es de fantasía.
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