Recuerdo esa tarde de verano en Necochea, volvía a casa después de una jornada extenuante de trabajo, después de estar fuera todo el día y lidiar con los clientes que durante una semana entera no pararon de estallarme el celular con pedidos, pese a hacer hincapié en que estuve enfermo. Iba caminando por la calle, pegado al cordón donde se juntaban las piedritas del asfalto con la arena que levantaba el viento desde la playa. Prendí un pucho, no toleré el humo después de semejante gripe, y lo apagué. Seguro ese fue el cigarrillo más corto de mi vida.
Había llegado a casa, me quedé un rato parado en la puerta pensando en que necesitaba un poco de tranquilidad porque no me sentía del todo bien. Había ido a trabajar por el simple hecho de salir un rato de tanto llanto, griterío y un ambiente lleno de virus, pero sobretodo necesitaba despejarme. Salí a llenarme todos los sentidos del ruido del mar, cebarme unos ricos mates y creerme un superhéroe que se siente óptimo para salir a afrontar el día… ¿Pero a quién quería engañar? No podía con mi vida, mucho menos podía con el día después de una gripe intensa.
Decidí tomarme unos minutos para pasar por el almacén de Doña Haydee, una señora un tanto mayor que nos conocía desde que éramos muy chicos, a mí y a mi hermano. La saludé desde la puerta, sin entrar porque ella es grande y yo no tenía barbijo, tampoco había terminado de salir de la gripe. Sentía un gran aprecio por esa mujer porque estuvo presente desde que tenemos memoria y siempre fue muy amable con la familia. Le pedí una cerveza y me senté en la puerta de casa dispuesto a disfrutar como si fuesen los últimos minutos de este mundo, así me lo propuse. Debo admitir que el ruido que hace la lata al abrirla me despierta una sed mayor a la que tenía antes de comprarla. El primer sorbo fue un completo placer, sobre todo después de una semana de dieta estricta y antibióticos.
Me senté en la pared de la entrada, por suerte el clima en el barrio era tranquilo: Poco caudal de autos, sin gente caminando por las calles. Solo se escuchaba el canto de los pájaros de ese momento exacto donde de a poco va cayendo la tarde. Un Sol fuerte pero no de los que queman, el Sol de la tarde, el Sol de las cinco y pico, esa luz brillante que dura apenas un rato. A medida que iba cayendo la tarde y las luces se iban encendiendo, se olía el olor a carbón quemarse.
–Seguro son los vecinos de la otra cuadra…– Dije a lo bajo apretando los dientes por no poder ser yo quien estuviese haciendo un asado.
Mientras iba por la mitad de la cerveza, se encendió la luz de uno de los dúplex que se encuentran frente a casa. Hacía un tiempo se había mudado una parejita con un bebé y, poco después, una chica joven en el dúplex de al lado. Recuerdo ese día en que salí para el trabajo y ella estaba intentando entrar unos muebles porque el flete la había dejado de garpe con las últimas cosas. Me enojé mucho porque era una chica sola, con la puerta abierta de par en par para entrar cosas que una mujer no debería hacer sin ayuda, entonces me presenté y le consulté si necesitaba algo, pero se negó. De ahí en más, me pareció mucho más interesante. Autosuficiente. Como me gustan a mí. Así solía ser Belén antes de que nos pusiéramos a salir.
-Cualquier inconveniente que tengas, cualquier cosa que necesites, mi nombre es Juan Pablo. Vivo justo acá en frente, si yo no estoy podés hablarle a mi pareja. – Le dije como quien no quiere la cosa. Tiempo después, esas palabras me jugarían una mala pasada.
Pasó el tiempo y Jimena -así se llamaba mi vecina- siempre era simpática conmigo cada vez que coincidíamos, pero muy cordial. Correcta. Distante. Lo que ella no sabía es que eso me gustaba cada vez un poco más. Por meses fue así hasta que un día nos pusimos a hablar en la puerta de Doña Haydee y me contó que ella trabajaba en una editorial marplatense haciendo columnas de historias de personas al azar: Mientras estaba tomando un café en un bar y escuchaba una historia, la anotaba y luego la escribía dejándole siempre su propia impronta. Honestamente, me parecía muy interesante lo que me contaba y su trabajo. Una persona atenta a historias ajenas e interesada por ellas, me parecía increíble… Con el tiempo entendí que quien me parecía increíble era Jimena.
Misteriosamente no volvimos a coincidir en el barrio, pensé que quizás habría cambiado de horario o que había comenzado a trabajar desde su casa, pero ni en mis momentos de corte, donde volvía a casa a descansar, la veía. Entonces decidí sentarme en la vereda a esperarla: Se me terminaba la cerveza, el Sol bajaba y nadie llegaba. Al rato, la luz del primer piso se encendió y ahí estaba ella. Entre luz tenue, cortinas que dejaban ver una silueta un tanto inquieta que iba y venía, la pude ver. Seguí cada movimiento que me permitía ver, hasta que finalmente, gracias a la brisa veraniega que corría las cortinas, pude verla con su taza preferida de té, sus lentes, su rodete, escribiendo en su escritorio completamente concentrada en su trabajo. Nunca me había dado cuenta de lo penetrante que podía ser mirar a alguien tan abocado a su profesión, hasta que la conocí a ella, quien antes de cerrar un poco su ventana y verme a mí en la vereda de en frente, me sonrió y siguió con sus columnas de historias de gente común.
Desde esa tarde, salí todos los días a hacer mandados y tomarme un ratito de más para sentarme en la puerta de casa y poder verla.
Aunque sea desde lejos.
Sin siquiera poder hablarle.
Mientras me preguntaba…
¿Escribiría sobre mí?
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