El árbol sin frutos

El árbol sin frutos

Claudio E. Vives

24/04/2022

—Disculpe, no he podido dejar de notar que ha estado observando este árbol con cierto disgusto. ¿Lo invadió alguna plaga? —le pregunté al viejo vecino.

—No, nada de eso. Simplemente estoy esperando que me provea con los frutos que tiene que darme y que en forma obstinada se niega en dar —contestó con fastidio.

Tras meditar esta sorpresiva respuesta, sin llegar a entender la naturaleza de la misma, insistí.

—No comprendo, ¿podría especificar un poco más si no le molesta?

—No debería, ya que mi respuesta fue tan clara como el agua, pero dado que veo no ha captado mi mensaje, le daré el gusto y le especificaré a lo que me refiero —y a continuación agregó:

—Este árbol al que usted vio que miraba con cierta molestia es de mi propiedad, como habrá adivinado. Yo he sido quien cavó la tierra y quien puso la semilla para que creciera en mi terreno. Cuando una plaga lo atacaba la eliminaba. Dejé que las raíces se nutrieran de cuanto había a su alrededor, y ubicándolo en la mejor zona del jardín le he permitido que tomara del sol y la lluvia lo que necesitaba para crecer. Es por ello y dado que se encuentra transitando la etapa más lúcida de la vida, y puesto que yo me encuentro en el ocaso, demando me dé aquello que me debe, y me provea de frutos con los cuales alimentarme y vivir en mis últimos años.

—¿Y cuál es el fruto que da?

—Eso no interesa, ni viene al caso. No soy exigente. No espero grandes cosas. Sólo quiero lo suficiente y necesario para sobrevivir. Yo le di la vida y lo dejé crecer a mis expensas permitiéndole que tomara lo que necesitaba del terreno, por lo que después de los beneficios que le he otorgado, ¿acaso le parece que pido demasiado? —me retrucó elevando la voz y dirigiéndome una mirada poco amigable.

—No lo sé, parecería que no —contesté confundido y algo nervioso por su reacción, de todos modos pregunté:

—¿Y si es de esa clase de árbol que no los da?, no todos lo hacen.

—¡Imposible! —dijo con furia—, yo lo sembré y créame cuando le digo que sé muy bien el propósito con el que lo hice.

No era la reacción que esperaba. Me puse tenso por ese comportamiento, pero en vez de retirarme, traté de justificar.

—¿No existirá la posibilidad de que necesitara de algún tipo de cuidado especial, del que usted no estaba enterado?

Ahora sí mi pregunta pareció calmarlo un poco, y con un tono didáctico me dijo:

—¿Ve usted aquel árbol en la vereda? ¿Sí? ¿Ve aquel otro, y el de más allá y el más lejano? Nadie los ha cuidado. Se han desarrollado en forma esplendorosa y han dado frutos sin que muchos esperaran algo de ellos. Un árbol es un árbol, y no hay nada que usted ni yo podamos hacer para modificar esa verdad. Han crecido durante millones de años y no han necesitado cuidados intensivos ni especiales. Mi tierra es mejor que la que usted puede encontrar allí. ¿Por qué habría yo de desvelarme cuando él tenía todo al alcance para crecer sano y vigoroso? Ya es bastante soportar lo que me hace. He sido paciente por demás.

—¿A que se refiere? —inquirí intrigado.

—¿Cree usted que cuando tengo frío me abriga con la espesura de sus ramas, siquiera con la frondosidad de las hojas? ¿Piensa usted que cuando el sol me castiga en calurosas tardes de verano, me protege con su sombra? Si necesito leña, ¿no debería proporcionármela? Mire usted la cantidad de ramas que posee. ¿Puede contarlas? Apostaría que perdería la cuenta a la mitad. Pues sépalo, no hace nada de lo que acabo de decirle, debo ir donde él y tomar lo que necesito. Y no me venga con el asunto de las raíces, se que lo ha hecho por egoísmo y para no atender mis necesidades.

Me abstraje del anciano y observé el árbol. Al prestar atención a la constitución: tronco, ramas y hojas, parecía uno más, pero al detenerme en los detalles la idea cambiaba. Varias de las ramas estaban en una extraña configuración, entremezcladas retorciéndose unas sobre otras, algunas de ellas secas debido a este particular estrangulamiento y otras se arrastraban por el suelo en forma grotesca. De estas últimas, unas parecían haber sucumbido derrotadas, retorciéndose ante un peso que no pudieron sostener, y otras parecían arrastrarse inclinadas en tono de súplica. El tronco, algo delgado y quizás frágil, se hallaba torcido en un arco no muy pronunciado debido al peso de la parte superior, que se encontraba repartido en la copa en forma desproporcionada. Las hojas transitaban entre el color verde primaveral al marrón marchito del otoño, sin definirse por ninguno de los dos. Pero lo más extraño era que no se veía ser viviente sobre él; ni pájaros, orugas u otros insectos.

—¿Habrá posibilidad que no lo haya regado lo suficiente?

—La lluvia se encarga de eso —respondió asombrándose de que no viera algo tan obvio.

—¿Le ha proporcionado los fertilizantes que necesitaba? —insistí.

—Ya le dicho que esta tierra es magnífica, mejor que la de los otros árboles que le señalé con anterioridad —expresó en tono cansino ante mis argumentos.

Hice un último intento desesperado.

—¿Le ha hablado?, dicen que las plantas crecen mejor cuando les hablan.

El viejo me miró y con aire resignado expresó:

—No sólo veo que no ha entendido nada de lo que he dicho, sino que tampoco ha prestado siquiera atención a mis palabras.

Después de eludir mi última duda, se dirigió hacia el árbol y comenzó a dar vueltas alrededor de este.

Iba a interrogarlo sobre el particular, pero se adelantó a la pregunta.

—Cientos de veces giro en derredor de él, día y noche a la espera del milagro, pero este nunca llega, por lo que sólo puedo conformarme con cortar algunas ramas para alimentar el fuego de la chimenea, aún cuando su quema es pobre y se extingue en pocos minutos, y sé que su madera es inservible para proveerme la construcción de un refugio en caso de necesidad, y estoy seguro, ¡por supuesto que lo estoy!, que esto lo hace con toda intención para llevarme la contra.

Continuó con el ritual hasta que cansado se retiró a su casa, y al rato salió de ella portando una pequeña sierra en una de las manos y una gran bolsa vacía en la otra.

FIN

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