El viejo saco azul con parches en los codos, la corbata maltrecha y el nudo un poco virado hacia la izquierda sobre una camisa blanca un tanto percudida. El pantalón planchado como le habían enseñado varios años atrás y un lustre en sus zapatos negros que debió haber tomado un poco más que un par de minutos de dedicación. Parado en una esquina, aguardaba el sujeto su turno para despedirse. Le hubiera gustado hacerlo antes. Le hubiera gustado hacerlo con un pisco y al ritmo de cajón, pero el tiempo se encargó de que eso no sucediera.
Ya iban ochenta y siete largos años y aún seguía preguntándose cuántos más serían. Estaba cansado que siempre le resten edad, que siempre le digan «te encuentras muy bien, tienes para varios años más». La verdad ya no quería esos años de más. Se sentía quinceañero, no por las fuerzas que tenía al no utilizar un bastón para caminar, lo hacía por las invitaciones que tenía cada mes, si no eran cada quincena. Lamentablemente no se ponía un saco y corbata para ir a bailar, se alistaba para ir a ver gente lágrimas derramar.
Seis años habían pasado luego de la despedida más dura para él. Después de aquella madrugada, el sol nunca volvió a brillar igual. El frío y el dolor en los huesos eran nada con la sensación de aquel día. La alegría de chispazos de esperanzas se iba igual de rápido como llegaba. Desde que tuvo dieciocho solo había vivido para hacerla sonreír, nada más le había importado. Perdió su trabajo varias veces, ella lo seguía amando. Conseguía uno mejor y ella siempre lo estuvo acompañando. Llegaron épocas feas, malos entendidos pero nunca se hicieron para atrás. Fiestas, bailes, un valse por aquí y otro por allá. Llegaron los hijos, los nietos y en Navidad la casa cada vez se llenaba más. Caminar juntos por el parque. Contarle chistes subidos de tono y que ella se moleste. Hablar de las novelas de las tardes, esas excesivamente problemáticas para él y románticas para ella. Bailar al mediodía escuchando la radio y cosquillas más que de vez en cuando. Prepararle una cena y un poema en su aniversario y que ella le cante por la mañanas las canciones de su diario. Todo eso era parte de su mente y recuerdos que llegaban junto con el ocaso. Aquella partida rápida y repentina le quitó a la mujer de su vida y su mente repetía que un ángel había ganado ya en vida. Aunque su familia lo visitaba y sus nietos con él jugaban, ya no tenía alguien con quien recordar años de gloria y pasiones encontradas.
Era la nueva despedida la que le había hecho usar una vez más su viejo saco azul, la que ahora le quitaba a otro amigo, su primer y último amigo. Ya no quedaba nadie de su generación. No entendía de conversaciones en las reuniones. La música le alteraba en las fiestas y no tenía con quién quejarse de ella y añorar la de su juventud. Las personas van y vienen, pero los amigos son para toda la vida. Sin embargo, «cuando se acaba la vida ¿qué?» se preguntaba siempre. Lo había conocido agarrándose a trompadas en la playa. Desde ahí siempre estuvieron de plan en plan, de cacería en cacería, hasta que cada uno fue cazado y finalmente se casaron. Borracheras, noches de parranda, la vez que se enamoraron de la misma chica, las salidas de los jueves y las visitas al estadio. Todo pasaba por su mente cuando una joven interrumpió su pensamiento. La hija de su amigo, su ahijada, se acercaba a él con lentes oscuros y un pañuelo entre las manos. Un abrazo y el pésame era lo único que pensaba que podría darle. Un beso en la frente y un «estrellita brillando por ti estaré» le hizo recordar a ella las palabras de su padre.
Llegó su turno de acercarse, él lo sabía, lo sentía en el pecho. Su corazón se aceleraba con cada paso y sus manos le temblaban. «Frente a frente nuevamente, compadre. Frente a frente y tú siempre sonriente». Estuvo por diez minutos, para él fue una eternidad. «Ya nos veremos mañana para el último brindis, compadre. Con un pisquito te despediré».
Al regresar a su casa colgó el saco, sacó una camisa y la planchó por varios minutos hasta que quedó sin arrugas. Volvió a lustrar sus zapatos y se alistó para ir a dormir. Aquella noche su esposa y sus amigos lo esperaban para juntos brindar con pisco y a ritmo de cajón, como él tanto añoraba.
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