Y que sea la dulzura.

Tremendamente aterrador resulta sentirse fallando en el hecho de SER, de existir. Como si eso fuese posible. SOMOS de todos modos, existimos. Es algo en lo que no podemos fallar, tal vez en lo único. Y somos exactamente como podemos en cada momento. Recibir el mensaje de la necesidad de cambiar genera en nuestro interior una alarma de “ERROR”, muy parecida a la que aparece en cualquier computadora o dispositivo electrónico moderno cuando algo entra en discordancia con el sistema, o simplemente no es reconocido por él. Y no sólo los autoexigentes y perfeccionistas nos sentimos frustrados con esto. Todos, casi sin excepción, queremos SER o EXISTIR en un estado medianamente decoroso de acierto. A nadie le gusta ser un ERROR del sistema.

Desde chicos vamos recibiendo correcciones y comandos de cómo es “mejor” hacer las cosas. Y si esos mensajes vienen de los que son llamados “autoridad”, los asumimos como ciertos. Aun cuando nos rebelemos ante ello, lo hacemos porque consideramos que es algo ante lo que hay que oponerse. Le damos suficiente entidad como para necesitar combatirla. Pero eso es otro tema.

Estas llamadas “autoridades” son generalmente, las personas que más queremos o admiramos. Y ellos nos dicen, de alguna manera, que algo no está bien en nosotros, de modo que necesita ser modificado. “Así no se hace”, “eso no se dice”, “tenés que hacerlo así”, “dejá de hacer eso”, etc. Poco a poco vamos creando un parámetro de comparación constante que determina el grado de acierto de nuestro comportamiento y llega un momento en que esto se vuelve tan automático que no podemos distinguirlo como una herramienta. Cuando hay alguna disonancia entre lo que creemos que debería ser y lo que vivimos, desde algún lugar interno surge el mensaje de “error”. Probablemente sea nuestro cerebro primitivo, que se ocupa de otorgarnos la seguridad necesaria para sobrevivir con la manada. Pero la emocionalidad no es tan lineal, como en el viejo entretenimiento de búsqueda de las 7 diferencias entre dos imágenes aparentemente iguales. Lo subjetivo juega su rol también. En el mejor de los casos, nos culpamos por no ser como deberíamos, y en el peor (la mayoría de las veces), depositamos esa frustración en otra persona, la que se nos cruce justo en ese momento.

Quienes me conocen saben que cuento con un ritmo considerado más acelerado que el promedio de las personas (que así lo consideran), como una especie de configuración de fábrica que me acompañó desde el nacimiento, tal vez desde antes. Y es algo que frecuentemente me recuerdan quienes me rodean. Esto puede ser beneficioso para los demás en algún contexto “utilitario”, pero en general siento que es una característica marcada como algo que debería ser cambiado. Es algo siempre me ha resonado como un mensaje de “error” en mi sistema. Notarlo me produce un tipo de enojo que no había podido explicar hasta hoy. No por la intensidad sino por la calidad, una sensación tan extraña… como de que mi naturaleza en el actuar no “debería” ser así.

Pero hoy mismo recordé que alguien me preguntó alguna vez: “¿a quién le molesta tu ritmo “acelerado”? ¿A vos o a los demás?”. Fue la primera vez que sentí que mis tiempos no eran un error, que mi manera de sentir la vida no necesitaba ser cambiada. Y al recordar esto entiendo que ese estado de molestia tan extraña y displacentera sólo se produce por sentir la falta de aceptación.

Verdaderamente somos los primeros que debemos aceptarnos, pero ese “debemos” no siempre es tan sencillo. A veces necesitamos la validación de los demás. Esta cuestión de vivir en comunidad no es simplemente un acto de cooperación material, el reconocimiento del otro es también una necesidad.

En el mundo autodenominado “espiritual” se repite una y otra vez que todos somos un solo gran SER, y a la vez que cada uno tiene que hacerse cargo de sus propios temas internos. Esto parece bastante saludable en un contexto comunitario, pero también lo es saber que lo bueno también se comparte, que somos UNO en cada cosa que nos pasa, incluso en esta necesidad de sentirnos a gusto en el ritmo propio y sabernos aceptados con él.

Los momentos de fragilidad, donde se ven desafiadas nuestras sombras, es ahí donde más se necesita la aceptación externa y si fuera posible, con dulzura. Es ahí, justo donde no podemos ver, en ese punto ciego donde se nos esconde la salida, cuando más necesitamos la validación. No para sostener nuestras sombras, sino para poder quedarnos lo suficiente en ese espacio como para poder transitarlo de verdad y así transformarlo. De otro modo, sólo queremos escapar de ahí, sólo queremos enterrarlo de nuevo. No es sencillo tolerar estar a oscuras, sintiendo lo que escondimos con tanto cuidado toda la vida por ser doloroso o desagradable, sin el apoyo y la contención de lo externo. Se vuelve demasiado hostil.

La noche oscura del alma se vive múltiples veces, así cuentan algunos. Se vive en soledad también, pero eso no quita que tengamos un entorno de apoyo que nos ayude a transitarla. Y si el que construimos hasta este momento no puede sostenernos, podemos construir otro. Podemos seguir buscando, no tenemos por qué quedarnos allí. No somos un error, no vamos en un ritmo equivocado. Sólo SOMOS y es nuestro propio ritmo, nuestro compás. A veces podrán acompañarnos algunos y otras veces otros, pero que sea siempre con dulzura.

P/D: Que sea la música también…

Etiquetas: autorritmo cambio

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