“La interpretación es la venganza que se toma el intelecto sobre el arte”

Susan Sontag

Había conocido a Julio en los happenings de la calle Suipacha. En esa época yo sufría un bloqueo creativo elefantiásico, y me limitaba a pasar los días (las noches) en el Pílades, un bar en una casona del siglo XIX reciclada. Fue Julio el que me sugirió el plan, forjado entre gin-tonics acodados en una mesa y respirando volutas de humo.

–Vale la pena Daniel, no te quepa la menor duda. La seguridad no es fácil de burlar, pero con los datos que te pasé no deberías tener problema. El tema es salir de ahí.

Julio era morrudo como un marinero, con la piel curtida y ojos juntitos y afables. Cuando hablaba lo hacía con voz ronca y arrastrando las palabras, era uno de esos tipos que te caen bien de entrada. Esa salida había durado hasta las 4 de la mañana, y Julio había tenido una de las noches en las que se abría de par en par, con el corazón embebido de nostalgia y alcohol. Entre vaso y vaso intercalaba profundas reflexiones con delirios megalómanos, que a veces terminaban siendo lo mismo. Esa noche me contó detalladamente su plan. Recuerdo que salí del Pílades con la mente nublada, pero haciendo un esfuerzo para retener sus palabras, con temor de no recordar nada al día siguiente.

Ahora son las 7 de la tarde y a pesar de que el sol se ya se está escondiendo detrás de los edificios de la calle Yrigoyen, la humedad sigue y hace que la remera se me pegue a la espalda. Me paro frente a la puerta del Museo Thalen y miro a mi alrededor. El edificio es un bloque monolítico de cemento con escasas ventanas, el último grito de vaya uno a saber que corriente de arquitectura. Lo cierto es que el edificio parece fuera de lugar al lado del resto de las fachadas, como si hubiera sido creado por un niño gigante con un baldecito de playa.

En la fila tengo a cinco personas adelante, que a medida que ingresan obedecen las órdenes de dos guardias vestidos de gris, y ponen sus carteras y bolsos en la cinta transportadora para pasarla por el escáner. Acto seguido, los visitantes pasan por un detector de metales, y son sometidos a la vara invasora de un tercer guardia, más viejo que los anteriores y con cara de trasnochado.

Con gesto casual coloco la mochila sobre la cinta, y el guardia más viejo presiona un botón y la mochila desaparece fagocitada dentro del escáner. Con mi mejor cara de póker y sin dejar de mirarlo, atravieso el umbral del detector de metales. Silencio. Mejor así. Me coloco la mochila en los hombros y entro al museo. Una nena llora, quiere irse, pero su madre la arrastra al interior bajo la promesa de comprarle algo en la tienda de recuerdos. La nena se calla, aspirándose los mocos, y se deja llevar.

El vestíbulo principal del Thalen está inundado de luz, gracias a una cúpula de acrílico transparente que parece amplificar los rayos del sol, aún en el ocaso. A mi derecha, el típico escritorio de información, custodiado por una señorita con la sonrisa emplastada en su cara y la piel tirante por el rodete que remataba su peinado.

Ahora la cuestión es esperar. Mezclarse entre la gente, poner cara bovina y mirar un punto fijo de alguna pintura al azar. Camino pausado mirando las pinturas colgadas en las paredes blancas, impolutas. Casi que me atraen más las paredes que estos cuadros insípidos, enmohecidos.

Me gusta la chica de información. Si no estuviera tan estado tan metido en la situación le tiraría, en plan galancete. Seguramente ella está cansada de los tipos que se le acercan y sabihondos le tiran encima los clichés de siempre. Pero ahora era otra cosa. Tal vez más adelante, cuando sea propicio.

La gente va saliendo, la señorita de información despide al último rezagado de la fila, y los guardias con los mismos ademanes cansados bajan la cortina metálica de la entrada. El alivio a los turistas se les nota en la cara. Ya no hace falta fingir interés en las pinturas, ni se necesita impresionar a sus amigos. Ahora pueden ir a hacer lo que realmente quieren hacer, y tachar la visita al museo de la lista de actividades, todo con la conciencia tranquila.

Ahora es cuando se pone interesante, porque no tengo mucho tiempo. Según lo que me había dicho Julio, a la derecha se extendía un salón alargado, con cinco pinturas por lado y al final, “cuando el expresionismo se vuelve cubismo por un capricho de los cráneos que manejan el museo”, iba a estar el pasillo disimulado por una cortina verde gastada.

Camino por el pasillo que da la puerta del cuartito para guardar objetos de limpieza. Miro de un lado a otro y abro la puerta con la llave que me dio Julio. El personal de limpieza ya hizo su trabajo, solo queda esperar al último vigilador que haga su recorrido y para cerciorarse de que todos los visitantes hayan salido. En el cuarto de la limpieza estoy a salvo porque el vigilador no tiene llave. Eso también me lo dijo Julio. Apoyo la mochila en el piso para descansar y me quedo diez minutos con la oreja apoyada a la puerta, tratando se escuchar lo que sucede del otro lado. Primero unos murmullos y después nada. Me tranquilizo, pero igual dejo pasar otros cinco minutos para estar completamente seguro. Abro la puerta y deambulo orondo como un gato por el museo. A partir de ahora es todo rítmico. Un, dos, tres, cuatro. Cruzo el hall principal. La cámara comienza a dar la vuelta hacia donde estoy parado. Un, dos, tres, cuatro, salto subiendo la escalera.

En el segundo piso el problema no es tanto las cámaras, ya que seguramente los guardias de seguridad están mirando un partido de fútbol, o lo que sea que miren, sino las alarmas. Sé que al terminar la faena las alarmas sonarán, pero sé que cuento con unos minutos para escapar antes de que los distraídos guardias espabilen.

Sigo con la danza de las cámaras un buen rato. Mis ojos ya están acostumbrados a la penumbra, casi que me divierto. Llego al ala este, que es la que estoy buscando. Esta es la parte difícil, ya que dos láseres prácticamente invisibles cruzan la sala, una a la altura de los tobillos y el otro a la altura del pecho. Me tomo unos minutos para memorizar la secuencia que tengo anotada y me paro con seguridad antes de los haces y levanto una pierna por sobre un láser, agacho la cabeza para pasar por el medio de los dos, como quien pasa un alambrado de campo. Una vez del otro lado, me incorporo y contemplo el tríptico de Gramajo Alsina. Durante unos segundos me quedo atrapado en el énfasis en las caras de la multitud expectante, como interpelando al espectador. El corazón se me salta, a sabiendas de que he llegado al lugar.

**

Cuando suena la alarma no lo pienso dos veces y corro hasta la ventana, la abro con manos temblorosas y me tiro sobre un arbusto con los brazos abiertos para amortiguar la caída. Me paro y me alejo rengueando, mientras escucho a los guardias que ya están llegando al primer piso. Antes de perderme entre el callejón lateral, no puedo evitar la tentación de mirar hacia atrás, y veo a un guardia asomado por la ventana. La cara de incredulidad le brilla a la luz de la luna.

Vandalismo en el museo Thalen

Buenos Aires. 15 de abril de 2020.

Un extraño suceso ocurrió ayer en el museo Thalen. Cerca de la medianoche, un hombre burló la seguridad y se introdujo en el edificio. Los guardias de seguridad llegaron al ala este armados y preparados para atrapar al ladrón, pero para sorpresa de los oficiales la pared estaba rayada con trazos gruesos de grafiti, bombas de pintura diseminadas aquí y allá, presumiblemente trazados con la prisa de la huida. Las cámaras de seguridad solo captaron en video de un hombre encapuchado que en el plazo de un minuto arroja el contenido que llevaba en una mochila.

Los motivos del agresor no parecen estar claros, aunque los daños materiales fueron tasados preliminarmente mayores al millón de dólares, teniendo en cuenta el valor de mercado del tríptico del célebre artista Gramajo Alsina.

La policía se encuentra trabajando juntamente con la división de delitos contra la cultura y las autoridades del museo.

***

El celular suena y vibra en la mesa ratona del comedor, haciendo tambalear el vaso de cerveza doble equis que sólo compro en ocasiones especiales. La espuma se incrementa y no me decido entre atender o quedarme mirando el vaso. O tal vez sólo sé quién llamaba y quiero prolongar el suspenso.

–¿Lo hiciste Daniel? –Siento la respiración ansiosa que me llega del otro lado de la línea.

–Ya está Julito. Está hecho –Me avergüenzo un poco por la voz quebradiza -Estoy muy acelerado loco. Pero está hecho –En dos minutos le cuento la historia. Podría jurar que hay lágrimas rodando por las mejillas de Julio.

Un éxito inesperado.

Buenos Aires 23 de abril de 2020. La saga del invasor que pintó una de las paredes (o intervino las instalaciones, según las propias palabras del curador Albert Horston), ha tomado un giro sorpresivo. El museo está batiendo récords de concurrencia, desde el hecho delictivo devenido en artístico los directivos del Thalen están eufóricos. Y van por más, ya se encontrarían buscando al perpetrador/autor de la intervención, pero ya no para atraparlo y llevarlo a las autoridades sino para ofrecerle una exposición individual, con toda el ala este a su disposición.

Las autoridades del museo, encabezadas por el Dr. Zimmer, ya se encuentran en tratativas con los artistas que actualmente están exhibiendo en el mencionado sector del museo para que sus obras sean mostradas en el anexo del museo Thalen.

***

–Años trabajando como personal de limpieza en el museo Danielito, no sabés lo que era eso. Ver cada hijo de puta sin talento exponiendo sus piezas ahí, sólo porque habían puesto la tarasca. Después volvía a casa y en la estación de subte había un tipo que pintaba una maravilla, lo mejor que había visto. Pero nunca en su vida iba a poder figurar, por no tener los “contactos adecuados”. Son ironías del arte y de la vida. Eso por sí solo no me cambió, hasta que un día vi uno de tus cuadros en la Rivage. Me gustaron enormemente. Me obsesionaron te diría. Pero tenías que ser alguien dispuesto a entrenar, porque forzosamente la obra tenía que realizarse en una cantidad limitada de tiempo, de 30 segundos a un minuto, máximo.

“Cuando me contaste de la técnica que te aplicabas vi la oportunidad. Como una especie de monólogo interior en literatura, pero con pinceles, hilos, cartón, y todo lo que pudiera alterar el estado de un objeto y agregarle información. Esa misma noche, en la fiesta de la calle Suipacha, supe que había encontrado al candidato ideal”.

***

Suena el teléfono justo cuando estoy por sorber mi gin tonic. Es el organizador del museo de arte moderno, que me llama para ofrecerme la muestra de la semana que viene.

–¡Querido Daniel! ¿Cómo estás? ¿Cómo estamos para el lunes? ¿Tenés las obras listas?

Me tomo mi tiempo para terminar saborear el trago antes de contestar. La victoria se saborea en los pequeños gestos.

–Sabe lo que pasa Garismendi, esto es improvisación pura. Como Coltrane. Unos días antes de la muestra recreo las obras. Digo recreo porque ya están pintadas, ya existen en un plano que no es el nuestro. –Espero que el snob de Garismendi no note la risa ahogada que me es imposible evitar.

Qué grande Julito. Sé que la vida no me cambió, pero tiene sus momentos. Decía:

–Hay que levantarse de la mediocridad. ¿Y si la mediocridad es subjetiva? Con más razón debemos asomar la cabeza. ¿Legal o ilegal? En este caso, no tiene grandes consecuencias. La legalidad o ilegalidad se ha definido teóricamente para llegar al bien común. ¿Y qué mejor que romper con estructuras arcaicas? El arte es inútil desde un punto de vista productivo, ya lo sabemos, pero me niego a ser clasificado en esos términos. Gracias Daniel y hasta siempre. Es mejor que no me busques. Llevo el orgullo de haberte ayudado a mostrar tu trabajo. La prensa hurgaría en mi vida si se enteraran.

“Mejor así. Me voy a explorar museos, otras ciudades. Tiene que haber más Danieles por descubrir, aunque, como decís vos, no les cambie la vida.”

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