Fábula del cardenal y el mono

Fábula del cardenal y el mono

Malena Olmedo

15/01/2022

El cardenal de Angulema, señor de la Iglesia de la Santísima Reliquia de Nuestro Señor del Huerto (modesta edificación cuya aguja menor se alzaba cincuenta metros por encima de la cabeza de los más altos transeúntes de las vías romanas y que podía albergar entre sus columnas, recubiertas de enredaderas en mármol talladas, a dos centenares de penitentes), señor de Angulema y cardenal de la curia del mundo cristiano y católico, se levantó ese día (como tantos otros) pleno de una plena placidez que le hacía sentir que su cuerpo era el mundo entero en el que Dios se manifestaba.

Claro que el Dios del cardenal de Angulema era un Dios bastante particular, como lo es el Dios de cada uno. El suyo se avenía con el genio de quién el cardenal era o creía ser: un hombre de ciencias, cultura, nobles sentimientos y hedonismo, todo ello en su justa medida.

Nacido bajo el honroso signo de la Francia previa a la Revolución, por desacuerdos menores con los descendientes del Rey Sol su familia había emigrado a Roma antes de que el desastre francés estallara, buscando refugio en el palacete de un pariente paterno que cardenal era, y que había guiado los primeros pasos del pequeño Cécil (nombre que ostentase en su infancia el señorísimo y actual cardenal de Angulema) en los vericuetos eclesiásticos. La primera enseñanza que el pasado cardenal de Angulema diese al futuro cardenal había tenido lugar frente a un muro de los baños del palacio cardenalicio. Había olvidado el presente cardenal el fresco que en esa pared había (el viejo cardenal había mandado pintar, años más tarde, bucólicas escenas de sátiros y ninfas por encima de él) pero no así las palabras galas de su cardenalicio pariente: 

«El mundo, querido sobrino -había dicho el cardenal, que no era exactamente su tío- se divide en pares irreconciliables. Macho y hembra, blanco y negro, hombre y animal, bien y mal. La Iglesia, nuestra Santa Iglesia -se había santiguado -está dividida y subdividida y vuelta a subdividir, siempre en pares. Tenemos, por ejemplo, dos grandes reinos: los Fanáticos y los Devotos. Cada uno de estos se divide a su vez en dos clases: los Severos y los Accesibles. Después se tienen dos órdenes, los Gatos y las Palomas. Cada quien es así, una variedad, producto de una de dos familias, uno de dos géneros y alguna de las dos especies -había mirado al pequeño Cécil fijamente- Vas a tener que memorizártelo, sobrino, pues tus beatos padres quieren que seas alguien acá.» 

El futuro cardenal había asentido, pensando en ir a jugar a los jardines que camino de los baños del palacio (construidos a la moda turca) había visto, plan que resultó truncado cuando el viejo cardenal lo llevó a una oficina desde cuyas ventanas podía verse a las mujeres que se bañaban en el Tíber (pero el pequeño Cécil, que ignoraba todavía a las formas femeninas, no supo apreciarlo) y puso entre sus manos un grueso libro de tapas de cuero rojo. «Esto, querido sobrino, es todo lo que tenés que saber por ahora. Los rezos y la teología vienen después. Estudiá.» Y se había quedado ahí con él, vigilando con un ojo su estudio y a las mujeres del Tíber con el otro.

El viejo cardenal era un adepto de las teorías de Linneo; de abundantes cartas intercambiadas con el maestro sueco había concebido como una broma la idea de clasificar tipológicamente a la curia vaticana, produciendo el libro que el pequeño Cécil estudiaba en vez de disfrutar de posibles horas de ocio; libro que los habitantes de Roma habían terminado por tomar muy en serio pues ofrecía a su parecer una detallada descripción del intrincado mundo que se había formado al interior de la vaticana ciudad. Claro que como gran parte de las edades de los habitantes de ese mundo habían superado ya los sexagenarios dígitos, es decir, el umbral de la vejez dieciochesca-decimonona, el Tratado del viejo cardenal de Angulema habría debido ser actualizado con regularidad a causa de la defunción de varios de los entes ahí descriptos. El futuro cardenal cuando era ya, no el pequeño, sino el joven Cécil, se había encargado esta tarea en los meses del cambio de siglo, cuando a causa del período de Interregno el viejo cardenal se había trasladado a Venecia con el resto de los miembros del Cónclave, dejando desatendido al inveterado centro del mundo cristiano. Su trabajo en las continuas reactualizaciones del Tratado había sido bien reconocido. Así, cuando le fue dado al viejo cardenal de Angulema abandonar, entre coros angelicales y divinas aureolas este mundo (experimentaba el viejo cardenal con ciertas drogas recreativas en el momento de su pasaje al celeste más allá) ascendió por voto unánime al trono cardenalicio el joven Cécil, amén de sus pocos años y una negligente formación espiritual.

Ya hemos escrito que el presente cardenal de Angulema, y señor de la Iglesia de la Santísima Reliquia de Nuestro Señor del Huerto (que albergaba entre sus decorados muros un trocito del cartílago de la romana oreja de un legionario, cercenada y vuelta a unir con la carne en menos de media hora, cosa de un milenio y tres cuartos atrás) «(…) era o creía ser: un hombre de ciencias, cultura, nobles sentimientos y hedonismo, todo ello en su justa medida.» Nadie le hubiera negado ese juicioso juicio sobre sí mismo, no sólo por la idiotez de negarle la razón a un cardenal, sino también por lo justamente correcto que era, por lo general, el de Angulema.

Como a su predecesor, le apasionaban al presente cardenal ciertos asuntos de la ciencia, de la cultura, de la teología y de la ética; orientado cada uno de ellos a la reflexión sobre el tema que de su mayor interés era: las superioridades que Dios había instaurado en el mundo y cómo estas empíricamente se justificaban. Si humanos y animales, hombres y mujeres, nobles y pobres se diferenciaban jerárquicamente, opinaba el cardenal, nuestro dignísimo Dios habría dejado en sus cuerpos marcas de la superioridad de unos, de la inferioridad de otros.

Tenía su origen esta inquietud en que, realizando sus clasificaciones para el Tratado cuando era el joven Cécil, el cardenal había podido observar que en ocasiones un Devoto Severo Palomino de la familia de los Zapallos, Monetario en su género, Gallina en su especie y con el nombre varietal de Archidiácono de San Emiliano, ocupaba en las jerarquías clericales un lugar intermedio entre un Devoto Accesible Gatuno Lechuguino Sapiente Aguileño (llamado Pius Septimus o el Papa, para acortar) y un Fanático Severo Gatuno Zapallar Sapiente Aguileño (el Padre General Franciszek Kareu, superior de los jesuitas). Como el joven Cécil había notado, el Archidiácono de San Emiliano estaba o había estado entre Baranaba Chiaramonti (alias el Papa) y el ruso jesuita no por su título, su afiliaciones o sus orígenes, sino por obra y gracia de ciertas características corporales: buena digestión, prestancia agradable, cuerdas vocales resistentes, sueño ligero, castidad etc. Dicho de otra forma, ya siendo el joven Cécil, el cardenal de Angulema se había percatado de que los hombres podían ser clasificados de dos formas, una espiritual y otra material, que se entremezclaban dando lugar no a una ordenada jerarquía de estamentos, sino a un tapiz de intersecciones entre variedades clasificables según los seis niveles de Linneo que al individuo antecedían.

Dado que el mundo podía dividirse según varios binomios en vez de por uno solo y fundamental; sin que pertenecer a uno de ellos implicase necesariamente insertarse en un otro específico, las clasificaciones de variedades no serían independientes en cada plano sino que se cruzarían entre sí: en tanto los individuos no valiesen por sus partes, sino por el todo, las jerarquías no podrían resultar definitivas; con lo que barbaridades tales como las ocurridas en París por la época en la que él llegase a Roma, la entronización de un miembro de la baja nobleza corsa (que había atentado incluso contra la santa intocabilidad de la Iglesia) o las protestas en el Nuevo Mundo y los rumores de movimientos abolicionistas, quedarían casi justificados. Eran pensamientos inquietantes, que el señor de la Iglesia de la Santísima Reliquia de Nuestro Señor del Huerto sólo se atrevía a abordar con una copa de vino del Chianti al lado.

Cualquiera diría que la reflexión sobre tales temas ocuparía demasiadas horas y nervios del cardenal de Angulema, pero lo cierto es que (habiendo sido un asiduo lector de los griegos en su infancia) aplicaba a su vida la máxima de «todo en su justa medida» y hubiera considerado completamente inmoral el dejarse absorber por el estudio de los órdenes mundanos. Así, cuando interrumpía sus reflexiones un paje para preguntarle si a su cardenalicia excelencia algo se le ofrecía, inventaba el cardenal de Angulema una necesidad o antojo que lo salvase de ocuparse demasiado de justificar el lugar que él y los de su clase ocupaban en la jerarquía de los hombres y demás seres que bajo el sol respiraban.

Entre los demás asuntos en los que el presente cardenal de Angulema volcaba su interés estaban la cetrería (sus halcones eran famosos a lo largo y ancho del Imperio de la cruz), la botánica (reducido este interés, por la misma máxima de ma non troppo, a cortos paseos por sus fragantes jardines), la música (tenía en su haber a una sirvienta especializada en tocar con infinita delicadeza las cuerdas de un arpa dorada), la filantropía (daba abundantes ayudas económicas a las mujeres de mala vida, y caramelos a los chiquitos callejeros con hermanas de bellos ojos) y la lectura de libros orientales. La oración, por su parte, suponía (cosa que, como afirmaba, era imprescindible para un simple servidor del Padre) para él, adorar a Dios más que nada en las mundanas manifestaciones que regalaba a los hombres de bien (como el cardenal de Angulema, por ejemplo).

Era, entonces, el cardenal de Angulema y señor de la Iglesia de la Santísima Reliquia de Nuestro Señor del Huerto, aquel quien se levantó un día (ese día, el que se narra acá) como tantos otros, pleno de una plena placidez que le hacía sentir que su cuerpo era el mundo entero en el que su Dios particular se hacía presente. Se levantó ese día el cardenal como si levitase, desayunó (el desayuno no le cayó pesado, pudo aliviar sus tripas con facilidad) y, tras pasear entre matas de alverjillas y lavandas, decidió hacerse llevar en su litera hasta el mercado del Ponte Sant’Angelo para hacer un poco de beneficencia a esas horas de la mañana, antes de que el sol empezase a apretar.

Vestido en carmesí, con cadenas de oro y ribetes de armiño, era el cardenal todo un espectáculo, visible para el pueblo romano por atrás de las traslúcidas cortinas de su litera. Se inclinaban a su paso (como bien debía hacerse). De vez en cuando, arrojaba el cardenal una moneda de plata (o cinco de bronce) y la gente lo vitoreaba (como también debían hacer).

Cuando llegó con su séquito al mercado y se bajó de la litera, lo primero que hizo el cardenal fue llevar un bordado pañuelo de batista impregnado de perfumes provenzales a su delicada nariz: el sol empezaba golpear las calles romanas levantando los olores.

Primero llegó el pescado, los restos que todavía no habían sido vendidos y cuyo precio, al haberse visto expuestos al calor del astro solar, se vería reducido drásticamente en las horas siguientes. Su aroma era denso, dulce hasta llegar a la náusea, fatídico. Después lo alcanzaron las especies turcas, transportadas por el mar y por rectos caminos surcados tan sólo por caravanas protegidas por guardias con las más finas armas orientales; guardias presentes todavía en Roma, a ambos lados de los puestos donde la pimienta, el clavo, la canela y otros polvos de raras propiedades se amontonaban en coloridas montañas. El cardenal se santiguó cuando pasó junto a esos herejes de piel oscura.

Seguían a los árabes los carniceros con sus hordas de moscas y charcos de sangre en las calles de piedra que el cardenal esquivó en puntas de pie, deteniéndose un par de minutos ante un puesto conocido ya de otras visitas, para examinar un par de desolladas cabezas de cordero, que ordenó en perfecto latín a uno de sus hombres, comprar para cenarlas esa noche. Pasando aquel reino oloroso a vida derramada, se encontraba un bosque de hierbas entrelazadas en palos, apiladas en cajas de madera, encerradas en bolsas de blanco lino. Apartó el cardenal en este punto el pañuelo de su nariz, mas no lo guardó todavía en su manga, preparado para cualquier eventualidad.

Mientras tanto, los visitantes del mercado, vendedores, ladrones y viajeros de otros lares hundían el rostro al verlo. Alguno que otro se santiguó o hizo intentos de besar su mano anillada, la cola de su manto. Reconocían todos ellos el poder de Dios en el cielo, de la Iglesia en la Tierra y del cardenal en el mercado. El cardenal que fuese una vez el pequeño y el joven Cécil (así como otros cuantos apodos) sonreía al pasar entre ellos y recaudaba sonrisas a cambio. No era ni muy amado ni muy odiado por el pueblo de Roma y, siendo ese un día tan hermoso, nadie veía motivos para realizar una ofensa a tan encumbrada figura (y tan rodeada de guardias).

Habían llegado a los tenderetes de los orfebres y joyeros. Aceptó el cardenal un vaso de limonada, que cató uno de sus hombres mientras él hundía sus anillados dedos en un lío de cadenas de falso oro. Terminó pescando una de la que colgaba un trozo de cristal pintado de azul: un zafiro perfecto, legítimo para los ojos y la piel de aquellos que no conocían el tacto de los verdaderos tesoros de la tierra. Dio nueve monedas de cobre por la limonada y el collar. Cuando continuó con su séquito el camino, guardó discretamente el colgante entre los pliegues de sus vestiduras. Antes de que bajase y volviese a subir el sol, pensó el cardenal, perdiéndose en ensueños, reposaría entre los marfileños…

-¡Vengan señores, vengan a ver la última maravilla de las salvajes tierras Africanas! ¡Vengan señores y señoras, traigan a sus hijos, traigan sus bolsas llenas, abran sus ojos de asombro! 

Molestos por los gritos que lo distraían de sus meditaciones acerca de las bellezas que Dios pusiera en la tierra, se frunció el cardenalicio entrecejo y se clavaron los angulemenses ojos en un hombrecito contrahecho, de brillantes turbante y ropas que, subido a los hombros de un negro gigantesco, dejaba sus cuerdas vocales en el aire (viciado con el tufo a sudor y metal de esa parte del mercado). El hombrecito, al ver al cardenal soltó un chiflido e hizo una reverencia desde toda la altura a la que se elevaba.

-Su excelentísima señoría ¡hónrenos con su beata presencia! ¡Venga a ver lo que en otro lugar de la tierra no podrá encontrar! ¡La maravilla de las maravillas! ¡El hombre-bestia! ¡Un rey transformado en mono!

Alzaba una mano el cardenal para negarse (le parecía una broma de pésimo gusto que alguien dijera esas cosas), cuando el hombrecito bajó de un salto al suelo y, antes de que los guardias del cardenal actuasen (el calor entorpecía sus reacciones), agarró a su Eminencia de una roja manga rematada en fino armiño y lo arrastró entre el gentío hasta una carpa de sedas de colores situada casi en la orilla del río.

Es necesario aclarar, en defensa del cardenal (y para hacer justicia a la clase de hombre que él era) que consideró durante un volátil segundo ofrecer resistencia al tenaz movimiento que se le era impuesto, pero que, por el bien de la preciosa túnica que no había sido un regalo del cielo (una lira el material para confeccionarla, diez soldi para el sastre; treinta centesimi de sueldo para las mujeres que cada dos meses la lavaban, y había vestido por primera vez esa túnica en el catorce, así que eran… ciento ochenta y un liras, diez soldi, más que suficiente para santiguarse ante la idea de ver tanto esfuerzo destrozado por las manitos de un impertinente) había seguido al hombrecito hasta que éste se frenó frente a la mencionada carpa y, con otra reverencia, lo invitó a entrar. El cardenal acomodó su ropa, recuperó el aliento, giró la cabeza para buscar a sus guardias y, cuando llegaron estos a su lado, se dobló por la cintura y se deslizó por las solapas de tela.

La carpa era más amplia de lo que por afuera parecía. El incienso flotaba por doquier y el cardenal pudo ver, a la luz de un brasero que en el centro de la casa de tela había, a un mono muy gordo vestido con ropas parecidas a las del hombrecito, incluido el bordado turbante. El mono fumaba de un narguile y tomaba vino de la enjoyada copa que una mujer encadenada y vestida a la turca moda le ofrecía.

-Fue encontrado en las altas cumbres del inaccesible Atlas -anunció el hombrecito- Decenas de exploradores perdieron la vida en el intento de capturarlo. Con sus colmillos y sus garras este ser de otro mundo…

-Enano -se rió el cardenal- este ser otromundiano es solamente un mico gordo. Lo más fantástico que hay en él es la ropa.

El hombrecito escondió la ofuscación en su voz tras una melosidad obsequiosa.

-Pero, excelencia ¿cuándo vio usted a un mono fumando y bebiendo? ¿a un simio de estas dimensiones? ¿con gestos tan expresivos? Le aseguro, Eminencia, que este ser que tiene ante usted no es sino -su tono se volvió susurrante, fervoroso- el Sha de la Persia, convertido en bestia por esa bruja vislumbrada por los griegos en sus viajes. La tal Medea, concubina de Satanás, vencida siglos atrás en dura batalla por…

El cardenal dejó de escucharlo. Tuvo que admitirse que nunca había visto a un mono que fumase y bebiera como ese. Era una bizarría, una extravagancia, de las que inflamaban en los hombres aquellos humores que los llevaban a adentrarse en recónditos vericuetos del pensamiento, peligrosos precipicios de la mente.

El hombrecito decía que se trataba un rey transformado en simio, pero el cardenal se preguntó en ese instante si no sería el mono ese, siendo mermanete un mico y no un humano encantado, la prueba que confirmaba sus más hondos temores. Pues, si un animal podía adoptar características humanas al punto de parecer un hombre, sería posible imaginar que los plebeyos pudiesen adquirir sin problemas, casi por ley natural, los rasgos propios de la nobleza. El cardenal perdió el aliento. ¿Serían acaso todos los seres humanos… iguales?

El cardenal no se consideraba más sabio de lo que uno tenía que ser, ni menos crédulo de lo aconsejable. Fue por eso que se le ocurrió que si la vista de ese mono había reavivado tales pensamientos en su bendecida cabeza, bien podría producir ideas semejantes en las mentes de la plebe y de otros que tales cosas no deberían pensar siquiera. Casi tembló al imaginar los horrores parisinos que relatados escuchara, llenando de sangre las calles de Roma, la Iglesia de San Pedro. Y, si un corso sin raigambre se había alzado de las cenizas de la Francia para arrasar con el mismo derecho divino de la curia ¿podría acaso un pueblerino cualquiera llegar a tomar el control de Roma; un cualquiera anteponerse a aquellos dignos por mérito y, sobre todo, por sangre, de ocupar la silla de los santos?

El cardenal se santiguó. Tendría que confesar, más tarde, esas ideas heréticas, y, sobre todo, asegurarse de que nadie más se impregnase de esas vanas y terribles fantasías. Con una seña del cardenal, sacó su hombre de mayor confianza una bolsita de cuero rojo llena de pesadas monedas.

-¿Cuánto por el mono? -quiso saber el señor de la Iglesia de la Santísima Reliquia de Nuestro Señor del Huerto.

-¿Por el Sha de la Persia? -losojos del hombrecito brillaron como las joyas falsas del mercado.

Lo que siguió fue un largo cruce de ofertas y respuestas que terminó con el cardenal creyendo haber pagado demasiado y con el hombrecito sintiéndose estafado a medias (después de todo no era fácil encontrar un mono de ese tamaño y habilidades, para hacer pasar por el Sha de la Persia).

En vez de subir de nuevo a su litera, el cardenal caminó por las calles guiando al supuesto Sha con una soga que alrededor del cuello le habían puesto “por si quisiere volver a sus lares” (según había dicho el hombrecito). El mono se mantenía inmutable, tan regio que competía en prestancia con su Eminencia. Todavía llevaba sus ropas el mico, con lo que contribuyó ese paseo a aumentar la popularidad del cardenal entre el pueblo romano: después de todo, les ofrecía gratis lo que (por regla general) hubieran tenido que pagar por ver.

Era larga la caminata que el cardenal había emprendido por no encerrarse con un mono en su litera, cosa menos digna todavía que pasear con él por entre el gentío. El sol pegaba desde lo alto así que el cardenal ordenó a uno de sus hombres que comprase dos naranjas, una para el simio y otra para sí. El cardenal se acuclilló un poquito y, tras haber pelado su naranja, le ofreció la otra al mono. Los ojos animales lo miraron un segundo a los suyos (su Eminencia se estremeció ante la humanidad que reflejaban… pero, se dijo, los asesinos de todo un régimen instaurado por Dios, todos aquellos anarquistas que rompían el orden mundano tenían también ojos similares, ojos humanos) para luego fijarse en la fruta, que el simio peló con hábiles dedos y llevó, con gestos exquisitos, a su boca adelantada. El cardenal se santiguó de nuevo y uno de sus subordinados se acercó, solícito.

-¿Su Eminencia pasó algo?

-Este mico -lo señaló el cardenal- es una cosa digna de ver -reprimió el impulso de volver a santiguarse- Sigamos camino.

No ocurrieron más percances en la ruta al palacio cardenalicio, pero una vez en los jardines de árboles fragantes dejó suelto el cardenal al mono e indicó a sus hombres que lo desvistiesen, esperando que, al encontrarse en su estado natural, subiese el animal al más alto de sus plátanos o hiciese alguna otra monería, pero decepcionado se vio. Dando muestras de gran pudor y escándalo, soltando un muy ofendido chillido, volvió el mono a cubrirse de ropa como un nuevo Adán inspirado por las parras. De inmediato dieron media vuelta los hombres del cardenal hasta que las prendas se asentaron sobre las peludas carnes. El señor de la Iglesia de la Santísima Reliquia de Nuestro Señor del Huerto hizo una reverencia.

-Mis más cumplidas disculpas, caballero.

El mono bajó dignamente la cabeza y, ante el brazo extendido del cardenal, se encaminó al
interior de la suntuosa residencia. Bajo las instrucciones del cardenal se le fue asignado un
espacioso cuarto con vista a los jardines, una chimenea, cama con dosel y (después de que el
cardenal reflexionase un poco acerca de las posibilidades que la Creación guardaba) dos de las
sirvientas favoritas del cardenal para que atendiesen toda necesida que pudiera surgir.
Frugal, como siempre hasta cierto punto, almorzaba el cardenal frutas (servidas en una bandeja
de plata) y se acercaba en la cena a los extremos de la gula: en todo y en conjunto, había que
mantener la mesura. Como ciertas de sus ocupaciones eclesiásticas lo mantenían ocupado pasadas
las primeras horas de la mañana, no fue hasta que el sol se hubiera escondido que volvió a
encontrarse con el mono, sentado ya a la mesa.
El cardenal era una importante figura de la vida social romana. Estaba invitado esa noche a
una de las reuniones que mensualmente se llevaban a cabo sin conocimiento explícito del Sumo
Pontífice (al que por un asunto de escrúpulos nadie alguna vez se había atrevido a invitar) y la
mayoría de los altos Fanáticos* en los derruidos aposentos que ocupasen los Borgia siglos atrás.
Eran estos eventos un súmmum de exclusividad y decadencia en todos los sentidos, así como un
acelerador de la destrucción que el abandono impuesto a los cuartos desde los tiempos de Julio II
había iniciado en esos cuartos. Sin embargo, prefirió obviar el cardenal de Angulema tan deliciosa
invitación para dedicar las horas de la noche al mono. Podría decirse que había triunfado en él el
hombre de ciencias que, de no haber sido por las mesuras que su moral imponía a su carácter,
quizás hubiera sido. Debe aclararse que, para quedar bien con Dios y con el Diablo, envió el
cardenal a uno de sus sirvientes a la borgiana reunión, con estrictas instrucciones anotadas, una
de sus túnicas (la más vieja de todas) y el collar del falso zafiro comprado esa mañana, listo para
ser entregado a su destinataria. Arreglado ese asunto, retiró el cardenal de su cabeza el rojo
solideo, acomodó en sus manos los múltiples anillos y salió de sus estancias personales.
Se sentaba el mico ya en el comedor del palacio, recto en la silla y con la más severa expresión
pintada en su cara. Antes de que el cardenal hubiera remojado sus manos en el aguamanil lo hizo
él; cuando los sirvientes del cardenal trajeron la sopa (de ajo y caracoles) en vez de simplemente
sorber el líquido tibio (la cocina no quedaba tan cerca del comedor como para poder decir que era
un alimento caliente), agarrar con los dedos los gastrópodos hervidos y llevarlos a su boca
(deleznable hábito que el cardenal en la intimidad de algunas cenas solitarias llevaba a cabo
siempre que hubiera sopas de moluscos) usó el mono con tanta precisión los cubiertos que el
cardenal se atragantó al verlo.
[*Siguiendo la clasificación trazada en el Tratado de los angulemenses cardenales, se designaban
Fanáticos a aquellos que en la orientación de sus creencias religiosas habían resultado unos obtusos,
en la humilde opinión de los clasificadores.]
Mientras tosía, desesperado y con los ojos empañados de lágrimas, sintió dos fuertes golpes en
sus omóplatos que ayudaron a que se desprendiera de su garganta el trocito de caracol atravesado.
Cuando pudo volver a respirar tranquilo, vio el cardenal a dos de sus sirvientes congelados en
mitad de una carrera por ir a ayudarlo, mirando en su dirección con el asombro tatuado en las
caras. El cardenal dobló el dolorido cuello y descubrió que el mono, y nadie más, era quien lo había
ayudado. Se santiguó y, en un acto de fervorosa incomprensión, abrumado por las maravillas que
en ese día había presenciado y desolado por lo que ellas probaban (el final de las clasificaciones
precisas, de las jerarquías justificadas por natura) puso las manos en los hombros del mono vestido
de raso y, temblándole la voz, pronunció, solemne:
-Hijo, si hablás ahora, te bautizo.
Con suma gravedad, el mono abrió la boca y…

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