Las ruinas de Viejocastillo (ep. 2)

Las ruinas de Viejocastillo (ep. 2)

Calzochico

08/12/2021

2. Regresando a casa

Traicionado por los nervios propios del entusiasmo, emoción muy dada a acercar a quienes la padecen a los turbulentos dominios de la precipitación, Segismundo necesitó de unos minutos para encontrar el rastro que él mismo había dejado al abandonar el sendero. Una vez logró hallarlo, lo siguió con atención, pues temía extraviarse, algo que un recién nombrado guardián de los caminos no podía permitirse, se dijo. Pero las huellas le parecieron tan nítidas al niño que éste no tardó en dar por sentado que ni adrede las perdería de vista.

Una vez en la vereda, Segismundo se sacudió la camisola y los pantalones sin apenas percatarse de lo que hacía y orientó sus pasos de vuelta a casa. No llevaba mucho recorrido cuando recordó que había un par de amigos a quienes, supuso, podría gustar aquella historia suya la cual estaba ansioso por contar, así que resolvió pasar a verlos antes de regresar junto con sus padres. Durante el camino, para amenizar el mismo, Segismundo pensó en colocarse su singular yelmo en la cabeza y jugar un rato, pero desechó aquella idea casi al instante, ya que era más de su apetencia el rememorar para sus adentros la heroicidad que había protagonizado.

No pocas veces se vio Segismundo evocando el instante en que sujetaba al anciano cuando éste caía, del mismo modo que también se regocijó cuando rememoró estar de rodillas en el momento en que recibía su título. “Un nombramiento que se ajuste a tu talla, en estatura y edad”, había dicho aquel vagabundo. Y él, aunque acogió de buen grado tal ofrecimiento, no pudo evitar que se le pasase por la cabeza que cabía la posibilidad de que el anciano no estuviese en sus cabales. La mente de ese hombre bien podía estar discurriendo por los inquietantes senderos de la demencia, que tanto alejan de la razón a quienes los transitan, como una vez había oído decir a alguien que se refería a los que ya no razonan con normalidad. Sin embargo, Segismundo concluyó que, aunque la locura fuese dueña de la cabeza del viejo, se trataba de un detalle que no tenía por qué deslucir su hazaña.

Llegó un momento en que el sendero comenzó a serpentear al tiempo que ascendía entre dos lomas gemelas a las que los lugareños llamaban Las Hermanas. Al culminar la subida, sin nada que pudiera entorpecer la vista del viajero, Segismundo pudo contemplar la empalizada que rodeaba Casahermosa. Sus edificios, de estructura sencilla, se erigían a los pies de un solitario monte, más bajo que alto, conocido como Dedochico. En la ladera que miraba al lado contrario del que ocupaba el pueblo, es decir al Este, rebosante de magníficas coníferas que, llenas de vida, emergían de la tierra en los lugares más insospechados de aquella elevación, había una vieja fortaleza derruida cuya siniestra silueta era posible divisar desde aquel mismo lugar, aunque sólo a medias dada la densa espesura que la envolvía.

Aquel bastión no había sido construido en la cima o en sus proximidades, como era la costumbre, sino que fue levantado a media altura aprovechando un vasto saliente al que sólo se podía acceder por un único lugar, y que acababa en un profundo precipicio que circundaba el resto, lo que debió haber hecho de ese baluarte un emplazamiento prácticamente inexpugnable en los lejanos días del pasado, cuando su aspecto, antes de caer en desuso, fue, sin duda, magnifico.

No eran pocos los extraños rumores que corrían acerca de aquel sitio. El más extraordinario afirmaba que las entrañas de la fortaleza, las cuales se adentraban en las profundidades mismas de la montaña, escondían un secreto tan antiguo como el propio mundo, y advertía de la importancia de no desvelar nunca su enigmática naturaleza, si es que llegaba a saberse. Sin embargo, nadie que hubiese explorado los misteriosos restos de aquellas ruinas reconoció a su regreso haber visto, pese a lo mucho que había buscado, ningún pasadizo ni ninguna otra cosa que llamase su atención, a excepción de los propios despojos, cuya desoladora presencia quedaba lejos de pasar inadvertida.

Sin embargo, aquel rumor fue ganando gran celebridad según pasaba el tiempo, y acabó sirviendo de inspiración a bardos y trovadores, quienes crearon no pocas canciones sobre ese lugar, Viejocastillo, las cuales hablaban, claro está, de cámaras secretas repletas de tesoros de un valor incalculable. Para los más escépticos de entre los que escuchaban tales composiciones, bien podían ser una descarada exageración con la que despertar el interés de los oyentes más soñadores e ingenuos, puesto que, si disponían de algún dinero, serían muy capaces de pagar más a cambio de escuchar más. “¡Supercherías! ¡Sandeces! ¡Un verdadero disparate!”, acostumbraban a decir malhumorados los habitantes de Casahermosa cuando opinaban acerca de aquellas historias con todo foráneo que mostrase, como solían comentar entre ellos, una molesta curiosidad al respecto.

Sin duda, los lugareños, quienes gustaban de la vida tranquila, no eran amigos de ver a gente extraña con hábitos no menos extraños pululando por los alrededores, y sólo recibían con amabilidad, aunque con reservas, a quienes visitaban su tierra con algún propósito que ellos pudieran advertir razonable, como podían ser los negocios. Así, la rudeza y antipatía la reservaban para los curiosos y, en especial, los buscadores de fortuna, a quienes pretendían espantar a base de asperezas y, por supuesto, negando toda posibilidad de que existiera algo en las ruinas que mereciera la pena buscar. De ese modo, esperaban rendir los ánimos de aquellas almas aventureras, y que con ellos, a la hora de su partida, marchase ese mismo mensaje, con la pretensión de que llegase a oídos de otros de igual naturaleza o peor calaña, estos últimos dignos de temer y en ocasiones causantes de fechorías que no tendrían cabida en la cabeza de nadie con una pizca de sentido común.

Pese a que aquellas gentes de Casahermosa no cesaban de repetir que tan sólo un montón de piedras aguardaban a quienes fuesen a Viejocastillo en busca de magníficos tesoros, grutas oscuras y enigmáticos secretos, en su intimidad pensaban de distinta forma, y entre ellos apenas trataban el asunto cuando caía la noche, pues lo que quedaba de aquel baluarte les despertaba un temor reverencial que les venía acompañando desde los días de su niñez, después de todo, en efecto, conocían muy bien aquellas historias que tan lejos habían llegado, ya que las más antiguas tenían su origen allí mismo, y fueron sus propios antepasados quienes las dieron a conocer, aunque nadie pensaba en eso.

Segismundo recordó que el anciano había hablado algo acerca de un asunto que debía atender poco antes de perderlo de vista, y no pudo evitar preguntarse si guardaría relación con las ruinas. No le pareció que así fuese, puesto que no había mostrado el menor interés por conocer detalle acerca de la vieja fortaleza, lo que sí hacían muchos otros forasteros, algunos de los cuales poseían miradas inquietantes capaces de helar el alma de un niño, como era su caso.

Una repentina brisa hizo susurrar las hojas de un delgado pero resistente olivo de retorcidas ramas que crecía a pocos pasos de donde se encontraba Segismundo. Éste lo contempló pensativo, y se preguntó si, como decían los mayores, sería aquella la voz del viento. “Y si lo es, ¿habrá querido decirme algo?”. El crío se encogió de hombros, sorprendido de su propia pregunta, y continuó su camino. Su estómago empezaba a advertirle de que pronto llegaría el momento de sentarse a la mesa y comer, pero seguía queriendo ver antes a sus amigos, quienes, al contrario que él, habían tenido la mañana ocupada con sus obligaciones. Segismundo apresuró el paso.

Al llegar al ancho portón de la empalizada, el chiquillo se topó con un guardia quien se abrazaba con desgana a su lanza. El hombre, que parecía estar ausente, bostezó abriendo la boca de par en par. Segismundo tuvo la ocurrencia de detenerse y ponerse de nuevo el cubo, tras lo cual miró al lancero a través de los orificios. Lo conocía desde que tenía memoria. Nadie más había entonces cerca de ellos.

—Se presenta Segismundo Hojaparda, guardián de los caminos, que regresa de su patrulla de exploración por los alrededores —dijo solemne.

El guardia miró al niño con curiosidad. Al verlo con aquel yelmo, visión que no le era nueva, esbozó una sonrisa. Al instante, adoptó una actitud más seria y apropiada para la tarea que le había sido encomendada, pero no con objeto de reprender al chiquillo, sino para bromear con él.

—¡Salve, Segismundo! —devolvió el saludo el hombre—. Hace un rato que partiste tras esa panda de truhanes. ¿Lograste atraparlos? ¿Y qué tal con ese ogro? ¿O se trataba de un gigante en esta ocasión? ¿Dragón tal vez? —el guardia, por medio de un gesto, pareció dudar—. ¿Qué era hoy nuestro viejo roble? Cuéntame tus hazañas del día, Segismundo, y explícame eso de guardián de los caminos, que no me viene a la cabeza haberlo oído antes. ¿Qué nuevas traes de más allá de la empalizada? Vamos, habla ya, que estoy ansioso por saber.

El niño, con el cubo aún puesto, respondió encantado de poder explayarse en su juego con Elíseo, que así se llamaba el hombre:

—A los truhanes les di caza bien pronto. Y luego corrí tras unos cuatreros. Lo curioso es que, quien ayer fue gigante benévolo, hoy era un malvado ogro al que vencí en singular combate. Sus demonios alados me maldijeron al derrotarlo —dijo, refiriéndose a los pájaros que, asustados, habían levantado el vuelo cuando golpeó el tronco del roble en cuyas ramas se hallaban posados—, pero para entonces yo ya estaba demasiado lejos de sus malas artes.

—¿Y por qué eres ahora guardián de los caminos? —preguntó Elíseo, con un muy bien disimulado interés.

—Rescaté a un poderoso mago de una trampa mortal. Como pago, él me brindó su gratitud y este título que ahora ostento, que se ajusta a mi talla, en estatura y edad, según me dijo.

Elíseo, maravillado por aquella contestación, rio de buena gana.

—Como de costumbre, llevas a cabo proezas que nos hacen empequeñecer al resto —dijo—. Pasa, Segismundo Hojaparda. Tu presencia aquí es bienvenida, como ya sabes.

Antes de traspasar el umbral del portón, Segismundo dedicó a Elíseo una graciosa reverencia a la que éste respondió de igual modo. Luego, los pies del niño, calzados con unas viejas botas de piel, fueron recibidos por las adoquinadas calles de Casahermosa, que, más estrechas que anchas, discurrían entre edificios de blanca fachada y desembocaban, de cuando en cuando, en plazas que eran adornadas con modestas fuentes o con estatuas no demasiado ostentosas las cuales honraban a distintas celebridades del pasado.

El chiquillo, con el cubo puesto en la cabeza y la espada en la mano, siempre a la carrera y esquivando a algún que otro atareado transeúnte, llegó a la puerta de una sastrería frente a la cual se detuvo jadeante. Llamó a la misma luego de recobrar el aliento y aguardó impaciente, lo que le llevó a pretender golpear de nuevo la madera con los nudillos, justo cuando, desde dentro, alguien abría. El crío, con tanto nervio, no pudo evitar precipitarse hacia delante y dar en la cara de una niña algo mayor que él, quien estalló en un quejido que más se debía a la desagradable sorpresa que al dolor que acababa de serle infligido.

—¡Segismundo, pero qué estás haciendo! —exclamó con estridencia la zagala, que se llevó ambas manos al rostro y retrocedió presurosa, todo casi al mismo tiempo.

El involuntario agresor, espantado de su propia torpeza, dejó escapar un lamento y dio un brinco hacia atrás. De no llevar puesto aquel cubo, el rubor que encendía su descompuesto semblante habría saltado a la vista de cualquiera que mirase.

—¡Lo siento mucho, Lorena! La puerta dejó de estar en su sitio y de repente estabas tú en su lugar —se disculpó avergonzado.

La aludida, más alta y delgada que Segismundo, de largos cabellos castaños los cuales caían rizados por debajo de sus hombros, retiró las manos de la cara, dejando ver unas bellas facciones donde asomaban unos grandes y hermosos ojos marrones en los que era difícil no perderse.

—Ya —se limitó a responder Lorena, que contempló a Segismundo, al que sacaba un año, desde la altura que le otorgaban los tres dedos de diferencia que existían a su favor si se atendía a los hombros de ambos—. Di lo que sea. Ya sabes que por las mañanas ayudo a mi madre con las telas y no debo entretenerme.

Segismundo tenía intención de hacer partícipe a Lorena de su aventura, pero el accidentado encuentro entre ambos le había hecho olvidar tal cuestión. Tras lo dicho por la niña, hubo un silencio que el chiquillo no supo remediar y que se prolongó más de lo necesario. Entonces, cuando parecía que las palabras saldrían al fin de entre sus labios, Segismundo tan sólo pudo titubear algo ininteligible, lo que resultó tan frustrante para él como confuso para la chiquilla.

—¿Saldrás a jugar esta tarde? —logró decir al fin.

A Lorena no le sorprendió aquella pregunta tanto como el tiempo que el niño había necesitado para formularla, lo que le hizo ser víctima de la perplejidad por un instante.

—¿Llamas a mi casa justo antes de comer, tomándome además por la puerta, para saber si saldré a jugar luego? —preguntó incrédula—. Sí, supongo que sí —contestó después.

—¡Pues hasta la tarde entonces! —se despidió con premura Segismundo, quien, un tanto avergonzado, se giró presto sobre sus talones y comenzó a caminar atropelladamente. Lorena, que no salía de su desconcierto, lo siguió con la mirada—. Jugaremos a brujas y caballeros —dijo el niño, mientras se alejaba. De repente se detuvo en seco y se volvió una última vez—. Y a guardianes de caminos, claro —añadió finalmente.

Segismundo, que finalmente había echado a correr, presa aún de los nervios, concluyó no ver por el momento a su otro amigo. Luego pensó en Lorena, y sintió tristeza al recordar su desacierto al propinarle con el puño en la cara al abrir ella la puerta. Para quienes lo conocían, no era ningún secreto que allá donde iba llevaba consigo su torpeza, de la cual no tenía forma de librarse. El chiquillo, un tanto cabizbajo, recorrió el resto del camino deteniéndose en cada fuente con la que se iba topando, pues albergaba la esperanza de ver alguna rana zambullida en sus aguas, o cualquier otra cosa que pudiera llamar su atención y le hiciese olvidar, al menos por un tiempo, aquella metedura de pata. No tardó en llegar a casa.

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