Estaba decidido, hacía unos minutos habíamos quedado para tomar un café.
Timbra, abro la puerta, entra y lo miro firmemente. Él se deja arrastrar solemne por la fuerza de mis pupilas dilatadas. Y sabe perfectamente lo que viene a continuación de esa mirada, incluso ansía que suceda.
Envueltos por una gravedad anormal, él comienza a caminar hacia atrás y yo avanzo siguiendo su paso hasta chocar con el primer mueble que nos ancle a este mundo.
Y sumergidos en nuestro delicioso ritual sagrado, él se acomoda sobre aquella superficie plana, echando la cabeza hacia atrás y dejando a mi completa disposición su prominente cuerpo.
Deslizo la yema de mis dedos por su torso en dirección sur hasta toparme con el hueco propicio para sumergir mis manos y desnudar su piel a mi gusto. Aquello era pura virilidad entre mis circundantes manos que con firmeza me otorgaban tan exquisito banquete. La curva de mi paladar dosificaba de buen gusto su punzante deslizar, quien bien arropado por mi húmeda lengua, se dejaba acariciar a mi antojo, hasta saciarnos por completo.
Ardidos, mojados, sosegados y deseando más de los mismo. Quien invita, atiende, decide y comparte.
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