El daño
Canícula / el tiempo de perros en celo

Arquínigo Cépeda empezó a morir por partes, a plazos. Se lo dijo a Hilda aquella madrugada cuando ella lo había buscado deseosa debajo de las frazadas, caldeada y vigorosa, gobernada por la inesperada canícula de diciembre.

—Está muerto. ¿Sabes? Mi brazo no sirve.

Hilda pellizcó varias veces el brazo entumecido de su marido, pero Arquínigo apenas advertía que unas delicadas tenacillas lo mordisqueaban sin herirle. Sofocado, intentó palpar los muslos de su mujer, y sintió, por todo síntoma, un súbito aguijonazo en el hombro y el brazo rígido y pesado como una roca. 

Arquínigo procuró dormir para no pensar en su brazo, pero el aleteo de una mariposa negra que, luego de oscilar sobre su rostro, había ido a posarse en una viga, se lo impidió. Arquínigo, con un sabor metálico en la boca, se sentó en la cama, exploró su brazo agarrotado: no había nada inusual en su musculatura ni en la textura de su piel. Luego, con la otra mano encontró una sandalia debajo de la cama y la lanzó hacia la mariposa que insolente terminaba de esconderse en una rendija del tejado.

—¡Plaga! —masculló.

Aquel día todo fue silencio. Hilda le puso los zapatos, le ayudó a sorber el café, lo bañó porque era sábado y hacía un calor implacable, lo acomodó en su silla de paja al amparo de la sombra de un viejo cedrón en medio del patio, y ella se sentó frente a él a eternizarse en su tejido, en una chompa que Arquínigo había deseado caprichosamente para el próximo otoño. Pero esta vez ella no le preguntó si le gustaba el nuevo punto del entramado, si no le intrigaba como otras veces la artificiosa urdiembre de las mangas; porque ahora, en silencio, trataba de justificar de algún modo el padecimiento de su marido; y recordó que Arquínigo se había golpeado un dedo con el martillo cuando cerraba una rendija de la puerta, pero luego se percató fastidiada que ello había sucedido hace un mes y en la otra mano. Arquínigo Cépeda, por su lado, creía que acaso su mal se debía a la ponzoña de una ortiga que lo había alcanzado ayer mientras deshierbaba su jardín, pero inmediatamente advirtió que tantas veces en el pasado otros herbajes aún más venenosos le habían punzado sin mayores secuelas que una que otra ridícula inflamación. Una breve brisa caliente agitó las ramas del cedrón y los extrajo de sus cavilaciones; Arquínigo vio la oscilación de las hojas del árbol, miró el cielo despejado, el sol como un punto sobre su cabeza y dijo malhumorado que eran las doce. Hilda, renunciando a su obra, se internó en la cocina.

No había forma de saber qué lo aquejaba, por qué la derechura de su extremidad… En una semana, las cosas empeoraron. Su brazo había adquirido un color morado y empezaban a acentuarse los filamentos de la pulpa. Hilda lloró cuando vio a su marido coger su palito de tejer y atravesarse la mano sin mayor dificultad ni secuela. Los días siguientes, cuando Arquínigo encontró un ciempiés en su plato y un búho cantó en el rugoso cedrón, Hilda se encargó de acopiar remedios y conjuros, de preguntar a las gentes por ciertos secretos milagrosos, de ciertas enjundias prodigiosas, tal como lo había hecho en el pasado ya para recuperar la fertilidad de su esposo, ya para que ella misma entierre para siempre su historia antes de Arquínigo. De modo que ahora podía verse a Arquínigo con un collar de plumas de colibrí o con bigotes de zorro detrás de la oreja. Pero el brazo de Arquínigo seguía alejándose del mundo. Y sólo cuando los baños con excremento humano y petróleo, la infusión de ombligo de recién nacido, el agua de tierra de fogón y Santamaría, el imán envuelto en pañuelo floreado y el polvo de tres imágenes diluido en agua bendita fracasaron, entonces visitaron al médico.

Aunque el diagnóstico fue obvio y el dictamen inapelable, Arquínigo se resistió a ser mutilado. Ninguna súplica ni explicación conmovió al médico del distrito, y en una semana, Arquínigo Cépeda había vuelto a su casa sin el brazo izquierdo.

Fue un mes extraño para Arquínigo, sobre todo porque tenía que acostumbrarse a las vendas que lo arropaban, y adaptarse a la vida como un fragmento abominable y sin sentido. Pero finalmente aceptó la carencia y el hecho de perpetuarse en su patio, inservible, sentado a ver pasar los días al pie de su sarmentoso cedrón, a ver cómo las golondrinas instalaban sus nidos en la atmósfera inalcanzable de las tejas.

—¿Los ves? —preguntó una mañana—. Pondrán huevos y cuando revienten alguien morirá.

Hilda, por no azuzar el mal agüero, no dijo que alguna mañana también había visto a una libélula llevarse entre sus patas un ovillo de pelo del peine de Arquínigo.

—Quizá —musitó sin levantar los ojos de su tejido—. No puedo avanzar esta chompa. ¿Por qué será?
En un par de días, cuando Arquínigo despertó con una pierna seca, se sinceró:

—Me están trabajando.

«¿Quién?», preguntó ella con los ojos. Hilda sabía lo que pensaba Arquínigo, pero ella aún lo culpaba por no darle hijos y acaso también por separarla de su querencia. Hilda recordó a quien no debía y sintió una calidez en el vientre, un entusiasmo lúbrico que se enredaba en su cintura de mujer madura. Arquínigo ahora no la miraba, no quería sino que el pasado fuera mentira. Hilda sintió inundada la vejiga y se fue a la letrina a evacuar un poderoso chorro dorado. Contempló su menuda mata de pelo caracoleado, palpó su sexo desatendido y pensó en el ayer, cuando Arquínigo no era nadie en su vida, y ella ya había conocido hombre y había querido como hembra.

En un mes Arquínigo había perdido la pierna. No quería oír los gemidos secretos de Hilda cuando salía al baño de noche y tardaba hasta que las golondrinas se revolvían en el tejado. Arquínigo Cépeda olvidó el uso de la palabra y los gestos cuando perdió el otro brazo y la otra pierna, y acaso porque Hilda —él lo sabía— le había empezado a sentir asco y a tenerle por estorbo por la forma en que lo limpiaba de sus excretas, por la mueca secreta que se formaba en su rostro cuando lo cargaba como un bebé, como un trozo de carne informe, como un pez incompleto, como una cosa ridícula para ponerla en el bolsillo…

En el otoño, cuando los huevos de las golondrinas reventaron, Arquínigo Cépeda murió. Hilda tuvo vergüenza de que el cuerpo mínimo de su esposo hiciera parecer más vacío y amplio el cajón, de modo que rellenó las partes sobrantes con las pertenencias de Arquínigo, aún la chompa que no había terminado de tejer. Al velorio asistió todo el pueblo, y todos lo lloraron y compadecieron. Hilda también lloró quizá por remedo o por el deshonroso recelo de quedarse sola; pero a pesar de las lágrimas y de la oscuridad de la primera noche del funeral, logró reconocer entre los visitantes a un hombre arrancado del pasado, a un varón que había vuelto por lo suyo y que, sentado en una silla de paja bajo el aroma de un cedrón, había empezado a acostumbrarse a la casa.

—¿Por qué lloras? —reclamó el hombre cuando Hilda se sentó a su lado.

—No sabes el trabajo que cuesta morirse —dijo ella, y llorando sonrió.

Una mariposa negra, aleteando sobre el difunto, se deshizo en la noche.

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