El señor de las sillas de ruedas

El señor que arregla las sillas de ruedas de medio Lima es Giancarlo Ramírez. Cuando maneja su auto, da la impresión que no necesita de un aparato para trasladarse, sin embargo, Giancarlo sí requiere de una silla de ruedas. La utiliza cuando recorre distancias cortas; por ejemplo, si va de su casa a la bodega de la esquina o si visita a sus causas del barrio; pero si viaja desde Ate hasta Ventanilla o Huacho, coge su silla, la desarma como un juguete transformer, la sube a su auto plateado y enrumba con la radio a todo volumen. El señor que arregla las sillas de ruedas conoce de autos y de mecánica desde los trece años. Tiene caña, dicen sus amigos de Ate.

Antes de cumplir los dieciocho, Giancarlo estrenó su primer auto. Un viejo Toyota rojo, que su padre lo había arreglado, sirvió para salir con sus amigos y darse una vuelta por la Costa Verde enamorando a las chiquillas que llegaban a las playas. Antes de cumplir la mayoría de edad, era un deportista nato. Practicaba natación y atletismo como ningún otro en su colegio. En cada torneo, las medallas y los diplomas iban a parar a las manos del alumno Ramírez. Además, era el delantero indiscutible en los partidos de fulbito que jugaba en una cancha de tierra. Entonces era el causa Ramírez, el broder Giancarlo. Todo cambió cuando cumplió los dieciocho. Apenas le entregaron su DNI azul, tramitó su brevete y reemplazó el auto viejo por una moto nueva.

Abandonó los deportes. La moto se convirtió en su alimento de cada día. El deseo de vivir intensamente se impuso a la actitud sensata que generalmente muestran los jóvenes de casa.

Un día, a pocas semanas de cumplir los diecinueve, decidió participar en su primer pique de motos con sus causas más avezados. Iban a más de 100 km/h por la avenida Metropolitana. Sin miedo, y sin casco, desafiaban los semáforos en rojo, los autos y las camionetas. Ese día, se estrelló contra un poste de luz. El impacto fue brutal. La columna, los brazos y las costillas quedaron fracturadas, quebradas como ramas secas. ¿Acaso un impacto de esa naturaleza no puede dejar fracturada también una parte del alma? Ese día, la vida de Giancarlo Ramírez dio un giro radical.

***

Han pasado veinte años. Ahora tiene 38.

A las 10:30 a. m., el óvalo de Santa Anita acoge una procesión atípica. Sin andas, ni velas, ni sahumerios, la gente camina con morrales colgados del hombro, con los brazos agitándolos como aspas de molino; algunos jóvenes están despeinados y con las manos en los bolsillos como cuidando su billetera de cualquier peligro; otros, deambulan sumidos en sus audífonos lejos del ruido urbano; un ejército de vendedores ambulantes intervienen las veredas convirtiéndolas en ferias donde ofrecen sus productos. Desayunos, ropas, zapatos, juguetes, abarrotes, ungüentos exóticos. A esa hora, muy puntual, en la esquina del KFC está Giancarlo con su auto plateado. Saca una mano por la ventanilla y hace señas.

—¡Walter, pasa! —dice abriendo la puerta desde adentro.

«Iremos a ver al señor Enrique porque su silla está malograda». Mientras maneja su auto, explica cómo su padre le contactó por móvil con este señor. «Vende golosinas, cerca al paradero del Mercado Ceres y su silla de ruedas está hasta las patas, amarrada cada llanta con alambres». Cuando Giancarlo tiene neumáticos que ya no los usa, pero que todavía son útiles, los regala a las personas necesitadas. En muchos casos, también arregla las sillas sin cobrar nada. «Hay personas discapacitadas que no tienen para comprar una silla y se desplazan hasta en patinetas improvisadas».

Una semana antes, lo acompañé hasta San Juan de Miraflores a visitar a la pintora Juana Montes porque su silla de ruedas tenía el freno averiado. Con 29 años, estaba inmovilizada por una rara enfermedad congénita. Aún así, pintaba cuadros de paisajes andinos o de las mascotas que tenía en casa. Pinceles, óleos, lienzos abundaban desordenadamente por su taller. Ese día, Giancarlo reparó los frenos de la silla en menos de media hora. Un alicate, un ratchet con su juego de dados, un martillo y su gran destreza en el manejo de estas herramientas le permitieron terminar en poco tiempo.

Ahora, la reparación de la silla del señor Enrique demoró casi tres horas. «Sin la silla no podemos hacer nada, no solo es un aparato para desplazarnos; aunque sea difícil de entender, la silla nos da seguridad».

Muchos años después de su accidente, Giancarlo aprendió a reparar sillas de ruedas. En todo ese tiempo, había trabajado en mil oficios. Ayudó a su hermano en obras de construcción como maestro contratista; diseñó páginas web y hasta se aventuró como empresario gastronómico. Sin embargo, cuando un amigo que conoció por internet le comentó sobre el oficio de reparar sillas de ruedas, Giancarlo aceptó el reto de aprenderlo. No sabía mucho pero era muy hábil para captar las cosas; además, antes de los dieciocho había ayudado a su padre en las labores de mecánico, de reparar cocinas y otras tareas afines. Tal vez, por eso, a las pocas semanas, ya armaba y desarmaba diferentes tipos de sillas. Mecánicas o eléctricas, de cuatro ruedas o de seis, eran desmanteladas para examinar la funcionalidad de cada parte.

El mismo amigo de internet, al ver la dedicación que derrochaba Giancarlo, le prestó su auto. Con una palanca adaptada al acelerador y al freno, aprendió a manejar en nuevas condiciones; luego empezó a visitar a las personas con sillas de ruedas averiadas. Desde esa vez, no se ha detenido.

Con ese auto plateado ha recorrido cada distrito de Lima, ha sorteado los baches de las pistas y el terrible tráfico limeño. Ha comprendido que la marca de dureza en algunos rostros es producto de una realidad implacable e injusta; que esos rostros también pueden transformarse en semblantes amigables, de buena gente, si se actúa con desinterés absoluto.

Etiquetas: crónica relato social

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