La nieve entre las lápidas resplandece con la Luna más que durante el día y sobre la sábana blanca que cubre la tierra hay aún pisadas de las últimas personas que entraron, varias horas antes del anochecer, y que salieron apenas quince minutos después de que el guardián anunciara que iba a clausurar el camposanto. La cancela suena al cerrarse con un chirrido, al que sigue un golpe que hace eco sobre el silencio y despierta a Mercedes, medio recostada sobre la losa gris de la tumba de su marido.
En los primeros segundos mira a su alrededor, alejando el sueño de sus ojos y sus miembros. Atusa su melena canosa y alisa con las manos su vestido negro de algodón, frunciendo los labios pálidos. Empieza a sentir horror antes de averiguar qué sucede, como si por instinto rechazara encontrarse donde solo los muertos descansan tranquilos. Como contrapunto a su luto, el blanco de la tapia lindera y el gris de las estelas que marcan los lugares de enterramiento se hacen fuertes y rutilan, fantasmagóricos, entre el hielo y la nieve. El viento suena quejumbroso contra mármol y granito, rozando apenas las hojas cristalizadas de agua y los pétalos marchitos de flores ofrecidas a alguien que ya no puede olerlas; este olor emparedado en humedad y vela encendida acentúa el desasosiego de Mercedes, que se alza sobre sus piernas lívidas y camina, al paso más acelerado que le permiten los años, hacia la verja. Pisa sin darse cuenta sobre huellas que tardarán en desaparecer y a cada poco se apoya sobre una losa desconocida.
En su viaje pasa por delante de viejos incondicionales de los cuales solo queda el nombre, pero no se detiene a pensar en ellos y a cavilar sobre el pasado porque le obsesiona el futuro inmediato y espera que implique abandonar el cementerio. No ve ni oye nada que la amenace, pero le abruman la incertidumbre y las posibilidades del espacio arbolado de piedra, que arroja sombras flexibles a su alrededor mientras trata de no perderse en ellas. Procura no detenerse cerca del mausoleo familiar de los Belda que, como la familia en vida, era el más soberbio de aquellos panteones.
Está llegando a la puerta y de lejos ve ya que no podrá salir: intuye el cerrojo echado, el guardián se fue y se llevó las llaves consigo. Llega y se agarra al hierro forjado y mira hacia afuera, atemorizada y sin decidirse a gritar para pedir ayuda. Sus ojos cluecos lagrimean por el esfuerzo de sacudir la puerta, más para interrumpir el silencio del viento que esperando abrirla. Deja su empeño, se emboza más el abrigo negro y vuelve el rostro al camposanto y la espalda al exterior.
La soledad es algo a lo que está acostumbrada, pero ni siquiera ella cree que pueda estar pasándole esto: tener que permanecer una noche entera en el cementerio helado, velando a su marido como si estuviera en una habitación. En este escepticismo se abandona a sí misma y regresa a la tumba sobre la que despertó, entre temblores y miradas temerosas a los sepulcros. La nieve deja que pase sobre ella, no se escapa ni un suspiro al ser aplastada y el frío deja de ser oído para limitarse a la piel.
No es la primera vez que le sorprende el cierre del cementerio llorando a su esposo y despierta de pronto allí, confundida, febril, con el corazón oprimido de angustia y el rostro pálido como la Luna y las lápidas. No le consolaría saber que había muchos otros, mujeres, maridos e hijos, que pasaban por lo mismo noche tras noche, dormidos una vez sobre la tumba de alguien y ahora eternamente despiertos.
Vuelve a inclinarse, llorosa, sobre la lápida gris donde la hierba helada no había cubierto aún el nombre de su marido, lo cual sí había hecho con el de ella.
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