La molienda del tiempo

La molienda del tiempo

J. A. Gómez

13/08/2021

Allí está aquel viejo molino perdido de cualquier razón. Allí está cuan gigante pétreo custodio de mi niñez. No puedo evitar un fuerte escalofrío que recorre mi espalda haciéndose notar cuan mano impávida. Débil estado de ánimo, sí, tú, compartes mi torrente sanguíneo y aún persistes en tu arrogancia insípida.

Vomito en un segundo tantos recuerdos que siento empequeñecerme por momentos. Me tambaleo y me retuerzo de dolor tal cual mis carnes se hubiesen abierto ante aquella visión esperada a la vez que no aceptada.

Pobre molino desvencijado por el atropello vil del tiempo. Sus piedras redondeadas cuentan mil y una historias, tal vez más de las que deseo soportar. Mis ojos se alzan como alza vuelo el halcón para cazar al vuelo. Y con sus penetrantes pupilas diviso la techumbre parcialmente colapsada a modo de fantasmas desmembrados que dejan al desnudo sus entrañas heridas de muerte. Caducas cicatrices, aires gélidos pertenecientes a eras rancias y estaciones que a pesar de regresar, año tras año, ya nunca serán las mismas.

Vigas negras que confundo con tizones, raídas sin piedad por el devenir de siglos discretos y pasajeros, devoradores natos de nuestras propias circunstancias. Coronando su famélica estructura tejas rotas, fragmentos pertenecientes a trozos de historias por narrar. Despegadas canciones sin estribillo, violación del sacro lugar, epopeyas dadas por ciertas, cuentos sin moraleja y entremedias riadas a contracorriente.

Este notorio abandono arrastra vasos de cristal boca abajo, desolación en cada destello de su superficie y de nuevo, entremedias, conatos de remembranzas que acuden para golpearme.

Luce deslucido, ahogado por vegetación silvestre y desbocada. Ortigas, silvas, correhuelas, barrabás y la misma tierra revuelta cuan olas que van y vienen mordisqueando viejos rompeolas. La naturaleza también tiene memoria y suspira paciente, doliente… ¡ardiente!.

Sus hijas escalan el muro de piedra y a una mis recuerdos levantan campamento… creo que vienen para quedarse. Masa verde y viva para tapizar despreocupadamente con su alfombra de trompetas blancas lo que antes era la atarjea. Uno dice: ¡qué se le va a hacer! Y otros replican: ¿qué pudimos haber hecho?.

Hermosos y frondosos árboles se disponen sobre mi cabeza sin orden ni concierto. Poderosos troncos y engrosadas ramas listas para sombrear este imaginario lienzo perdido del mal ayer. Pues calentaráse la mañana, achicaráse mi corazón y llorarán mis ojos sangre espartana. No tanto por sus piedras desalineadas sino por lo que han dejado de representar.

El riachuelo tampoco está donde siempre había corrido rumboso y titilante, desviado por aquel entonces, hábilmente, hacia la acequia. Ahora matos gruesos de verde esperanza ocupan su lugar con férrea displicencia. Detesto lidiar entre sombras borrosas y subir para evitar ir subiendo. ¡Maldita sea! no tener tiempo suficiente para disfrutar de la vida que nos ha sido entregada. ¡Maldito yo! Por recordar hasta el sangrado este pasado desplazado por líneas paralelas. Una y dos notas musicales consentidas, vívela, el canto del ave del paraíso, besos brindados con pétalos por labios y entonces… instantáneamente… ¡otra vez recuerdo!.

Cuando de crío jugaba a no crecer… creciendo. Mojaba mis pies en aquella agua bendita que creía me desvelaría los misterios del tiempo infinito. No fue así… niñez perdida a sorbos cortos y en extensión se apura la vida. Empero ¡qué buenos momentos!. Cierto, momentos e instantes atrapados en un rollo de película que no regresarán por más que rebobinemos. Algunos perduran grabados a fuego, fotograma a fotograma, mientras otros son depositados, a hurtadillas, en el cajón del olvido.

Pienso mucho en ello y en ello no hay maldad pues no hiero a nadie más que a mí mismo. Oteo derredor compungido, olisqueo en el aire lo que ahora es y cierto día fue. Y de tal forma nada tienen en común deseo y realidad.

Mujeres tristes y mujeres alegres con grandes cestos sobre sus cabezas, caminando despreocupadamente, sin perder equilibrio. Hombres parcos en palabras y hombres parlanchines, todos sin afeitar y rostros cincelados, grosso modo, por soleadas tardes de agosto. Faldas largas, camisas anchas y remangadas, monos color cielo o color mar, cuerdas de esparto por cinturones y viejos pañuelos de cuatro puntas a modo de sombreros de paja. ¡El viejo molino lleva mi misma dirección!…

Ayer entre sus paredes chismes varios acompasados rítmicamente al son de las muelas trituradoras del grano. Paisanos de a pie, hombres de dos piernas, mujeres de dos brazos y todos a una boca pegados. Motes consentidos, voces elevadas, frentes perladas de sudor, desfallecimiento y él… nuevamente él. Sí, tú, tiempo inflexible y ponzoñoso que sentado en tu trono ves hechos y circunstancias pasar de puntillas.

Molino y molienda constituían punto de encuentro para muchas familias campesinas residentes en un país que comenzaba a modernizarse. Lo recuerdo, eso y muchas cosas más y sea pues dulce o amargo tan cierto hecho. Cuando echo la vista atrás recuerdo aquellas plantaciones de cerezos y a éstos floreciendo allá por marzo y abril. Regalaban al caminante una efímera belleza sin igual. ¿Qué habrá sido de ellos?. Trozo y parte aromatizados con la sal de la vida y ese agridulce sabor a meses deshojados.

Jazmines floridos desde finales de primavera hasta principios del otoño, ferias de ganado rumiante, caminos atestados de historias, sonrisas tristes tristemente desdentadas y fiestas patronales de fuegos de palenque y reunión. ¿Qué habrá sido de todo ello?…

El hoy no es como debiera, aquí y ahora nada pueden aportar que merezca la pena. Por veces algunas urracas graznando, por veces el viento entre los árboles susurrando añejas maldades y algunas veces, sin previo aviso, escucho gritos provenientes de este silencio sepulcral.

¡Ay! Mi viejo y malherido molino pétreo. Destartalado y de cuerpo mutilado. Caducas moliendas del grano que han perdido memoria. Mudo aquel sonido a fricción interpretado por ángeles custodios, aquel olor a día de fiesta y aquellas ropas níveas que siempre debían ser sacudidas. Pareces verme con ojos penitentes e incluso pareces reconocerme.

Siento lastima y siento rabia contenida. Ambas sensaciones se agarran con tesón a sus piedras centenarias electrocutando mi columna vertebral. Añicos de tejas sobre el tupido piso danzan al son de la decrepitud. ¡Ay! martirio y don de la palabra, bien sea escrita o bien sea oral. Pausa perpetua e inquebrantable donde antes había trabajos de molienda; maíz y centeno de grano a fina harina, saco a saco. De vuelta chismes de pilón, murmullo del riachuelo y claroscuros filtrados entre la arboleda. De nuevo recuerdos del ayer que se escurrió tras dos pestañeos.

¿Qué me he perdido en esta forzada ausencia?. He regresado a mis orígenes años después de haberme ido y me cuesta reconocer cantos y perfiles que salpican las calles. Aún menos conozco a sus gentes, éstas parecen moverse como mar de plástico en el océano, dejándose llevar por las corrientes. ¿Tanto han cambiado? ¿O tal vez sea yo quién lo ha hecho?. Quizás así sea… ¿extraño entre extraños?.

Ojeo los restos del viejo molino y en ello siento perder parte de mi infancia. Mejor no darle más vueltas. Recordar hace daño, atribulado, embargado por emociones varias y ninguna gusta pintar a color. Veraz, lo es, esta emulsión efervescente cuyas remembranzas no se evaporarán jamás. Años de ausencia y ausencia por años que aprietan mi alma con premura. De serlo por los dioses que será. Ahora y aquí, aquí y ahora, valga la redundancia, retorno al paraíso dinamitado. Descorazonado y melancólico sé que he perdido parte de mí. Aquella rabia contenida muerde fuerte mientras la dama de nombre lastima se ahoga en cubos de agua y aceite.

¿Éramos así? ¿Eran así? ¿Era así?. Ancianos sentados a la sombra con sus posaderas prensando bancos de piedra. Inconfundibles boinas y torturados bastones de nogal. Colilla en el labio inferior y gesto serio aseverando la poca disposición de las nuevas generaciones. Encogidos de hombros, aceptando y aceptándose, dando por buenas las razones que a bien tuvo brindarles la vida. Tiempo y recuerdos… recuerdos y tiempo. Verdugos impasibles que no conocen de piedad pues no son ellos quienes ubican su cuello bajo el peso del hacha.

Cierto día le pregunté a un viejo que mascaba tabaco qué había pasado con el molino del valle del mentón. Él, mirándome extrañado guardó silencio, lanzó un escupitajo al suelo antes de entornar los ojos. Parecía ido. No reconoció en mí al niño que fui ni yo reconocí al anciano en qué habíase convertido aquel paisano. Tras un segundo escupitajo me contestó con voz grave:

-Hijo, el molino ya no muele, de eso hace mucho. Ahora es el tiempo quien mueve sus muelas, machacándolas lentamente. Eso mismo pasa con todo y con todos pues todos somos como ese destartalado molino.

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