Yoyo, la biografía

Ciegos&Sicarios 

Yoyo, la biografía 

Primera parte – La Infancia

I

La perrada rodeaba su cadáver. Esos perros del suburbio tenían adoración por los muertos. Su peculiar aroma, el sabor de la sangre coagulada. Los muertos eran un desafío cálido y húmedo a su voracidad. Pero no se atrevieron con el cuerpo de Yoyo. Lo rodeaban, sí, pero para venerarlo. Un muerto que congelaba su naturaleza zoológica.
Yoyo, el príncipe de los sicarios ciegos, yacía muerto a metros del Cementerio de Villegas. Lo asesinaron, algo que nunca, nadie, creyó posible.
Todos somos mortales, menos Yoyo, así se creía. Pero Yoyo también resultó mortal. Una calamidad indescriptible.
Durante mucho tiempo se sospechó que esa muerte era una fábula inventada por el propio Yoyo. Gente escéptica que duda de las noticias que difundían programas de TV y pasquines impresos. Gente que no aceptaba fácilmente la charlatanería de pseudo periodistas y locutores devenidos en analistas de la realidad. ¡Analistas! El propio Yoyo se burlaba de ellos y por ellos sentía un profundo desprecio. ¡Mercenarios! Así los calificaba. Para Yoyo todos era como “el gordo lasanata”. Y con ello estaba todo dicho.
Pero si en verdad Yoyo había sido muerto en una calle suburbana, sin aviso, sin que pudiera defenderse, el mundo se había desquiciado sin remedio. Además, y por consecuencia, quedaba demostrado que Dios, el Dios de los sicarios, había dejado de existir o había abandonado su misión y desde ese momento, hasta el más insignificante de los mortales, podía atreverse a una empresa semejante. El orden natural de las cosas estaba acabado.
Toda la religiosidad resumida en las hazañas de Yoyo se había hecho añicos con una pequeña arma calibre 6,35 en manos de un total desconocido. Un calibre demasiado pequeño para una hazaña demasiado grande.
La bala que disparó esa arma de insignificante calibre atravesó toda su cabeza. Entró a la altura de la nuca y salió algo por encima del arco superciliar izquierdo. El orificio mostraba una delicada trayectoria con una desviación de derecha izquierda. Resultado, una perforación en esa redonda eminencia ósea del cráneo sobre la cavidad ocular izquierda, justo en la porción anterior del hueso frontal, a la altura de la tupida y renegrida ceja, por encima del borde de la órbita. La bala se llevó a su paso hueso, algo de piel, poco de carne y provocó un espumarajo de sangre que salió por la boca y bajó por el cuello hasta el pecho lampiño.
Yacía boca abajo, despatarrado. Una imagen desconsoladora y ese desconsuelo era el que expresaba la jauría, la que sin mediar ninguna señal, sin mediar ningún aviso, comenzó a aullar desgarrando el silencio que siguió al ruido del disparo.
Los aullidos espantaron a los vecinos. Los más se encerraron en sus casas, echaron llave a las puertas, cerraron sus persianas, y se metieron en sus camas como si eso los pudiera poner a salvo de una catástrofe segura.
Unos pocos se asomaron intrigados por la ceremonia que la jauría hacía ante el muerto.
A la jauría se sumaban cada vez más animales, grandes y pequeños, sarnosos, purulentos, luciendo unos collares de gusanos que caían de las orejas a sus patas lastimadas. Venían del este y del oeste, del horizonte más cercano, donde abundaban unas casuchas miserables. Salían de entre las tumbas del viejo cementerio. Al acercarse a la ronda, los recién llegados se colocaban respetando las jerarquías, conservando la distancia con los machos alfa que el orden de la manada sostenía desde los tiempos originales de la especie.
El cielo se nubló en un instante, puso a la escena un color gris plomizo y una humedad que hedía a tumbas recién escarbadas diseminaba el espanto genuino de los cementerios. La mañana se hizo fría y resbaladiza, amorfa.
La calle fue más gris que de costumbre y la jauría así como empezó su canto se llamó a silencio.
Minutos más tarde, el grito de una mujer desesperada se oyó a la distancia. Era un grito cargado de violencia y de rencor. Cuando acabó el grito, quedó el espanto entre vecinos y animales.

II

No fue ceguera repentina, fue de nacimiento. La de Yoyo no era como la de aquel de los ojos que parecían sanos, que el iris se presentaba nítido, luminoso, la esclerótica blanca, compacta como porcelana1.
Yoyo no tenía prácticamente pupilas, las que tenía eran pequeñas, deformes, y eso le daba a su rostro una expresión que podía ser nefasta y singularmente siniestra. Las córneas eran grises y acuosas, lo que hacía a sus ojos aún más perturbadores.
Para él la ceguera nunca fue una desgracia. Fue un atajo para hallar su propia naturaleza. Fue sicario y nunca se involucró en una secta maléfica que aspirara a dominar el mundo desde la oscuridad. La oscuridad fue su modo de interpretar todas las cosas y no una perturbación. La luz era a veces un calor, un sopor breve, un tanto húmedo o no. Un enigma. La oscuridad fue su seguridad, el lugar protector. No supo del color ni sintió curiosidad por los colores, aunque percibía las formas de una manera singular y a través de ellas intuía el significado de los colores.
En los olores y sonidos se basaba su reconocimiento del mundo. Reconocer el mundo por el tacto le llevó más tiempo, pero durante su primera infancia su sensibilidad se desarrolló de modo extremo y podría decir sin ánimo a exagerar que hasta parecía ver por las yemas de sus dedos.
La madre sufrió mucho por la ceguera del hijo y ella se achacaba las culpas de por qué el niño había nacido ciego. ¿Era alcohólica? No. Pues entonces drogadicta. De ningún modo. Lo sería y lo llevaba bien oculto. Para nada. No era adicta a ninguna droga. ¿Enfermedades venéreas? Nunca fue tratada por ello. Tal vez no era santa, pero era devota a su manera. Santa. Yoyo diría “santísima”. Ni que lo hubiera concebido el Espíritu Santo. Pero esto lo dijo mucha antes de que Atencio le contara la verdad. Yoyo no hablaba de su concepción, pero lo haría llegado el momento.
La mujer explicaba la desgracia del niño a un hecho totalmente fortuito. Un accidente más del espíritu que de la anatomía. Sueños. Pesadillas. ¿Quién se atrevería a contradecirla?
Argumentaría: Los sueños nacen y se experimentan en una dimensión diferente a la realidad material. Esto decía la mujer. Tienen un origen en la acción de creer, porque creer es la base de toda condición humana apreciada. Los sueños permiten creer en cosas que serían repudiadas mientras las personas se mantienen despiertas. Y la mujer llevaba estas conclusiones a niveles muy superiores. En una falla del estado de la credulidad adjudicaba el origen de la ceguera de Yoyo. Su hijo era ciego por un yerro en el sueño de su madre.
Alguna vez lo habló con Yoyo. Yoyo no tomó en serio sus digresiones, nunca las creyó.
Pero si en algo no estaba equivocada era cuando afirmaba que había una diferencia fundamental entre los ciegos de nacimiento y los que habían adquirido la ceguera por enfermedad o por un accidente. Los segundos, los que habían enfermado de ceguera o se habían accidentado, eran diagnosticables, hasta se podía experimentar con su ceguera. Peor destino que aquellos ciegos de nacimiento que son descartados de una para una hipotética recuperación. En cambio, los otros, son sometidos a toda clase de experimentos con el argumento “la ciencia siempre depara sorpresas”. Los más recios y firmes seguidores de Yoyo se contaban entre aquellos que habían adquirido la ceguera. Fueron tantos sus sufrimientos, tantos los experimentos a los que fueron sometidos como animalitos de laboratorio, que su resentimiento era extraordinario y su decisión tanto como su rencor.
Médicos, científicos, técnicos, manosantas, curanderos, todos experimentaron con esos desgraciados y probaron desde sofisticados artefactos insertándolos en el cerebro y estableciendo extrañas conexiones en los nervios ópticos a ridículos procedimientos que llamaríamos torturas. A algunos llegaron a reemplazar sus ojos por otros artificiales, atormentando su humanidad sin reparar que lo único que estaban procurando era una persona llena de odios.
Por ello la mujer estaba totalmente convencida que la humanidad en su descreimiento y fanatismo marchaba a pasos agigantados a establecer una generación (¿o degeneración?) de cíborg que acabaría organizando el Apocalipsis en el que la humanidad verdadera sucumbiría sin remedio.
Pero los ciegos por enfermedad o accidente no podían acceder al dominio del mundo real de la ceguera, ese estaba reservado para los otros. En ese mundo, ellos permanecían en los suburbios, en la periferia del mundo de los no videntes y eran bien considerados, pero incapaces de acceder al mando de las huestes de la mafia de los ciegos cuya máxima autoridad llegaría a ser en un sicario incomparable.
Los ciegos de nacimiento eran un asunto divino o deberían serlo. Así, divino, sin más. Esto pensaba la mujer antes de debatir sobre los siete puntos del Informe Sobre Ciegos que colocaba a Dios en otro sistema de desavenencias y ultrajes.
Dios, no dudaba la mujer, tenía que ser ciego. Era una exigencia que hizo bastante antes de despotricar sobre otros asuntos de deidades. No había otra posibilidad. Era eso o nada. Nada.
Luego decía, nadie que viera los horrores que unos hombres comenten contra otros podía mantenerse alejado e indiferente ante tantos crímenes. Sí, como ella creía, Dios era ciego, esa percepción sería muy diferente, tal como le ocurría a Yoyo. La maldad tenía otro volumen, la idiotez incluso parecía apenas un defecto disimulable. Hasta el más idiota podía emitir un olor o un sonido que ningún otro ser más que un ciego podía captar y comprender qué belleza o qué inteligencia escondía ese idiota. El mundo de lo oculto era el gran hábitat de los ciegos de nacimiento.
¿Qué cómo se llamó la mujer? Para nosotros ella nunca tuvo nombre, no quiso que trascendiera. Su hijo no se llamó Yoyo, está de más señalarlo. Yoyo fue un apelativo. No como un apodo, más bien como un calificativo. Exactamente un calificativo. “Tú eres Yoyo, mi hijo”. Así le hablaba, aunque para el niño entonces esas cinco palabras no significaran gran cosa.

III

Yoyo podía significar muchas cosas. Por algo la madre lo llamó de ese modo. Yoyo y no “Yoyó”, que suena muy diferente y, es seguro, significa algo totalmente distinto.
“Yoyo querido” o “Querido Yoyo” o “Hijo Mío”. Así lo llamaba. Nunca usó el diminutivo de Yoyo porque la mujer lo consideraba humillante. Solo Yoyo. ¿Un acróstico? Si así fue nunca, nadie lo pensó de ese modo. ¿Un enigma? Era más probable.
Ella lo educó, hizo de su educación un arte. Lo guio, desde que nació, en reconocer aromas, en descifrar formas. No colores, la mujer abjuró de los colores hasta tal punto que pintó ella misma las paredes, pisos y cielorrasos de negro. Usó colores solo para marcas y señales para su propia atención y lo hizo con total discreción. Oscuridad adherida en techos y paredes. Colgó en las pocas ventanas de la casa cortinas negras y así la oscuridad se hizo densa como ella suponía, era densa la oscuridad en la cabeza de su hijo. Compartió la oscuridad porque era una madre dispuesta a seguir el destino del hijo amado.
Oscuridad divina, porque la ceguera de Yoyo, creía la mujer, no era un mar de leche blanca anegándole los ojos.2 Era oscura, pegajosa, penetrante. O podía haber sido la leche negra de la madrugada. Otra vez Paul Celan volviendo desde su poética. Paul Celan y la leche negra de la madrugada que padeció esa muchacha a quien mató un esbirro del que nunca se supo el nombre, la misma que sobrevivió a dos disparos por la espalda el día que se votaba por primera vez la ley de legalización del aborto. Sobrevivir a un esbirro para morir a manos de un esbirro, qué patético destino.
Pero entonces se trataba de Alemania, donde la muerte era un maestro. En Argentina también la muerte era un maestro, no un aprendiz, un maestro. Bien podía establecerse un paralelo entre aquella Alemania y esa Argentina. Grupos de tarea matando gente y arrojándola al mar, mar adentro, a los pies amarrados gruesos bloques de cemento para que los condenados se hundieran-hundieran hasta el fondo marino donde la pudrición acabaría con su torturada humanidad. Sonando las aspas de los helicópteros ¡zaf! ¡zaf! ¡zaf! Golpe del metal contra el viento marino.
Leche negra de la madrugada, podría ser, nos habría dicho la mujer, pero nunca un mar de leche blanca anegándole los ojos. Oscuridad divina en la sustancia íntima del hijo.
¿Esa oscuridad determinó el destino del muchachito? Sí, por completo.
Aunque creía la mujer que era difícil hablar del destino de un niño ciego. ¿Los niños ciegos tendrán destino ante maestros de la muerte? ¿O serán ellos mismos los maestros? No estaba segura de la respuesta, pero no vaciló ni un instante cuál debería ser la correcta. Maestros. Maestro de la muerte. Sicario. El Dios ciego fuera loado. A su gloria nos rendimos.
¿Y si ella moría? Esto se preguntaba. ¿Y si ella cometía la torpeza de morir antes de que el muchacho estuviera preparado al menos para sobrevivir en un mundo donde los ciegos están condenados por prejuicios?
Imaginaba a su hijo acosado por perversos seres de tamaño minúsculo, pero poderosos, arrastrando su ceguera en los andenes del subterráneo, vendiendo chucherías para sobrevivir, mientras la gente aborrecía en silencio su presencia y un ridículo Informador escribía páginas y páginas en su contra para demostrar que era un talismán de muerte ese cieguito vendedor de porquerías en la vía pública. ¿Ese era el destino que merecía Yoyo, su pequeño hijo?
Y no fueran a decirle que deliraba, que inventaba persecuciones donde no las había. ¿No estaba lleno el mundo de lugares donde refugiar a los niños ciegos y huérfanos? ¿No le repetían esto vecinas y vecinos como verdades incuestionables?
¿No había instituciones guiadas por amorosas monjas, dedicados sacerdotes o sacerdotisas, que cuidaban de jóvenes ciegos como si fueran sus propios hijos? ¿No le decía el cura de la capilla que la Iglesia se ocuparía de Yoyo si algo le ocurría a ella? Pero Dios nos libre, así le decía el cura que miraba al niño de una manera que a la mujer le daba náuseas.
No creía en las afirmaciones de los vecinos, ni en la falsa piedad del sacerdote. Ella recibió por accidente el “Informe sobre ciegos”3, ella que había dedicado horas, días, meses, años a poner a cubierto a su hijo de esos modernos rastreadores, leyó lo que un fulano estaba por publicar sobre los ciegos. Ese día comprendió que los prejuicios de los videntes podían ser como los más horribles tormentos; prejuicios crueles que ella nunca había imaginado podía sentir una persona contra otra. Una crueldad descrita en decenas de páginas, alabada con comentarios elogiosos escritos en los márgenes de las hojas mecanografiadas, elogios de quienes detestan a los ciegos por el solo hecho de ser ciegos y no por otra cosa.
Ella odió al escritor más que a nadie y también a los comentadores que se regodeaban como el monstruo que decían devoraba a la mucama empezando por los dedos para luego comerla íntegra, trozo a trozo.
¿Qué sería de su hijo en un mundo donde los hombres pueden escribir “Informes sobre ciegos” y devorar mucamas indefensas desde las falanges de los dedos a las vísceras más nutritivas, pasar por grandes pensadores mientras su hijo, como muchos otros hijos ciegos, deberían andar por el mundo dando explicaciones de crímenes que no cometieron?
Sectas. Conspiraciones. Perversiones. Una persecución acometida por hombres que dicen pueden devorar a una mujer encerrados en el cubículo de un ascensor de un edificio de una céntrica calle de Buenos Aires. Gente que se quedó en la superficie de los sucesos que, en realidad, nunca alcanzaron a comprender.

IV

La madre tomó prolijas notas del “Informe” y luego de leerlo y releerlo concienzudamente, llegó a la conclusión de que su hijo debía aprender el arte de defenderse a como diera lugar. Allí empezó la venganza.
El arma que eligió para él fue un estilete, un fino acero, filudo, aunque hubiese preferido a aquellos cuchillos rituales, largas cuchillas obsidianas que hasta podían decapitar un caballo de un solo golpe. Pero de cómo Yoyo llegó a adquirir gran habilidad con su estilete se dirá más adelante, cuando corresponda.
La mujer leyó una y otra vez el Informe como fuera dicho, tomó prolijas notas, como también fue dicho. Usó distintos colores diferentes para subrayar el texto, lo hizo con total discreción, sin llamar la atención del niño. Los colores suenan de manera diferente unos de otros, y era seguro que Yoyo podía captar esos sonidos, aunque por su edad no estuviera en condición de saber a qué respondían.
Los colores fueron del más vibrante al más claro, de acuerdo al orden de importancia que ella atribuía a cada palabra o cada oración escrita. Las palabras y las oraciones reptaban entre héroes y tumbas, como camaleónicas serpientes listas a envenenar incrédulas y desprevenidas mentes. También recurrió a signos gramaticales y tachaduras.
Con prolija caligrafía copió en la primera hoja de una gorda libreta de hojas amarillas:
¡Oh, dioses de la noche!
¡Oh, dioses de las tinieblas, del incesto y del crimen,
¡de la melancolía y del suicidio!
¡Oh, dioses de las ratas y de las cavernas
de los murciélagos, de las cucarachas!
¡Oh, violentos, inescrutables dioses
del sueño y de la muerte!
En estos siete versos resumió todos sus alivios y preocupaciones en cuanto a las verdaderas intenciones de los videntes contra los ciegos como su pequeño hijo.
Noche. Tinieblas. Incesto. Crimen. Suicidio. Ratas. Murciélagos. Cucarachas. Sueño y muerte.
No había duda que comprendía perfectamente el significado de esos siete versos y de cada una de las palabras que seleccionó y que descartó. “No soy estúpida”, nos habría dicho si hubiésemos estado en posición de preguntarle sobre aquello. Luego “¿Necesito algo más para justificar mis preocupaciones y decisiones?”
Repasó sus anotaciones. Sobre la noche agregó al pie de sus notas amables palabras. Escribió que para Yoyo, la noche era un ámbito domesticado, accesible, un entorno palpable como una delicada muselina maleable. La noche era un redil propio donde podía emboscarse. En la noche había comunidad, sinapsis entre iguales, era el momento en que sonaban campanillas invisibles con que todos los ciegos del mundo se llamaban unos a los otros. La noche no era un riesgo sino un sosiego.
Sobre las tinieblas sufría una poderosa divergencia, porque ella, a diferencia de Yoyo, temía a las tinieblas en la que cohabitaban porciones de oscuridad y de luz en proporciones no definidas, los que hacía de esa simbiosis un claroscuro perturbador.
Estaba convencida de que del inframundo, donde las almas de los muertos acuden a su último destierro a tramar sus venganzas, surgió la “investigación sistemática” contra los ciegos, abundando en el sonido de un cencerro que una ciega agitaba para convocar a los videntes a comprar chucherías a metros de la Plaza de Mayo.
Pero para Yoyo, ¿qué desgracia podía surgir de las tinieblas? Tinieblas era oscuridad, el hábitat seguro de Yoyo. Tinieblas y oscuridad, si bien el común asociaba las tinieblas y la oscuridad a algo terrorífico, y ella también lo hacía, estaba persuadida que nunca el niño se vería afectado por terror alguno. Yoyo produciría su propia coraza impenetrable, el terror no lo apocaba, por el contrario, con el tiempo lo estimularía y convocar al terror sería una fuente de energía, de azúcares vitales que alimentarían su confianza y, en última instancia, su caótica y verdadera fe.
Lo que la madre no pudo prever es que Yoyo crearía su propio modo de aterrorizar. Él incubaría un elaborado sistema de terror que lo elevaría a la condición de un semidiós, un ente por encima del común de las personas. Sistematizó el terror en el filo agudo de sus estiletes. Era ver el muerto con el pequeño tajo a la altura de la nuca, cortando con precisión la médula, y saber que allí había estado Yoyo, el príncipe de los sicarios ciegos. Y su sola mención infundía espanto. Nunca se lo veía llegar ni partir donde el crimen y el homicidio se hundía en el misterio más perfecto…
A la madre el incesto le mereció una larga nota al pie de los siete versos. Ella se ocuparía de que todo aquello referido al sexo el niño lo supiera en la mayoría de edad. Y cuando ella apreciara que las hormonas empezaban a hacer de las suyas en la adolescencia, estaría vigilante controlando los hábitos del muchacho, tomando todos los recaudos que fueran necesarios para mantenerlo alejado de las tentaciones del sexo que suelen hacer a los hombres más estúpidos de lo que son habitualmente. Género en decadencia, la masculinidad, creía la mujer, debía ser acotada y reducida a los pocos puntos fuertes que el género masculino aún conservaba luego de tantos milenios de decrepitud.

Sabía que había quienes atribuían la malformación de Yoyo a algún suceso incestuoso en la vida de la mujer o de sus antecesores. La degeneración se transmite en los genes. Así le decían con malicia a la mujer cuando se le hablaba de ADN y esos misterios moleculares.
Nunca nadie le conoció marido, pero era madre (de ello se dirá cuando corresponda). Pocos recordaban la presencia de padre y madre. La palabra que se repetía cuando de ella se hablaba era incesto. Incesto esto, incesto aquello y luego muerte.
El incesto y la muerte están en el origen de la humanidad y esto lo sabía la mujer y luego el propio Yoyo. Del incesto podía decirse algunas cosas, de la muerte no había nada nuevo que decir.
Sol o Soledad, nunca se pudo saber cuál era su verdadero nombre y tampoco cómo había llegado a la vida de Yoyo ni qué la unió al príncipe de los sicarios ciegos, le hizo esta referencia bíblica a la que Yoyo no había prestado atención porque él no sentía apego por ninguna religión. Apenas creció fue un ateo lleno de determinación antirreligiosa. Esta fue una de las condiciones que alentaron su vocación en el sicariato.
Sol era hija de un fascista confeso, un hitleriano que vagaba en la frontera turbia de los apartados de la Inteligencia. Ella le dijo a Yoyo con voz meliflua y rostro angelical que Adán y Eva tuvieron muchos hijos y que estos se unieron en matrimonio unos con otros para poblar el mundo. Eso era incesto. No solo hermanos y hermanas se unieron sexualmente para reproducir la especie. Fue también de madres e hijos, de padres e hijas. Y eso era incesto. ¿Entonces, cuál era el pecado?
Interesante reflexión. Yoyo fue tomado por sorpresa por esa deducción sobre un texto de la Biblia. ¿Dios consintió esa unión? Así fue, le dijo Sol o Soledad, y la afirmación fue tan rotunda que a Yoyo le provocó un sentimiento de simpatía por aquellos seres perdidos en los textos de la religión primigenia que se atrevieron a alterar la naturaleza de las cosas de manera tan significativa y hacerlo constar en las páginas de la mismísima Biblia.
Sintió comunidad con esos atrevidos. Esa fue la primera vez que comprendió que su destino era también modificar el curso de los acontecimientos de manera esencial, alterar los órdenes establecidos, atreverse. Por entonces no había podido determinar cómo produciría esos cambios sustanciales y menos aún que lo haría usando los estiletes mortales, instrumento que le haría conocer su madre cuando promediaba los diez años de edad. En los asuntos de la muerte, la madre amorosa fue su primera y gran maestra.
Sol o Soledad también le dijo que Dios era muy vengativo y que convenía tener muy presente este dato; que así como en un acto de total brutalidad le arrancó una costilla Adán con el pretexto de la reproducción, se hartó de sus hijos como siempre los padres terminan hartándose de sus descendencias porque ven ellos sus propias miserias pero aumentadas.
Todos los hijos de Sodoma y Gomorra fueron castigados y Dios mandó destruir las ciudades del supuesto pecado, sin reconocer que fue Él mismo por su falta de escrúpulos y previsión, quien llevó a aquellos a practicar sus perversiones. Padres con hijas, madres con hijos, hermanos con hermanas y luego de todo ese ejercicio cotidiano del incesto, mandó a destruir las ciudades y transformar en estatua de sal a quien por curiosidad quiso apreciar los efectos de esa devastación.
Las palabras de Sol o Soledad, ayudó a Yoyo a ser un escéptico incorregible.
Insistió, ¿acaso ignoraba Dios que Lot, con sus formas de viejo chupacirios lameculos, había ofrecido a sus propias hijas para ser violadas por sus convecinos, los que, sin embargo, las despreciaron, pues preferían violar a los ángeles que Dios había enviado para avisar a los citadinos que serían atormentados y muertos cuando la destrucción de la ciudad? Y este argumento terminó por inclinar a Yoyo a su poderoso ateísmo. Eso de violar a los ángeles de parte de los convecinos de Lot le pareció una extravagancia indescriptible, ya que él no podía por entonces, y nunca pudo, definir la sustancia etérea de los ángeles y mucho menos su negada sexualidad.
En este punto tuvo que reconocer su madre y aunque no le causó ningún placer, que el autor del informe, su enemigo, tenía algunos argumentos que era prudente atender.
Escribió el autor del Informe:
1. Dios no existe.
2. Dios existe y es un canalla.
3. Dios existe, pero a veces duerme: sus pesadillas son nuestra existencia.
4. Dios existe, pero tiene accesos de locura: esos accesos son nuestra existencia.
5. Dios no es omnipresente, no puede estar en todas partes. A veces está ausente, ¿en otros mundos? ¿En otras cosas?
6. Dios es un pobre diablo, con un problema demasiado complicado para sus fuerzas. Lucha con la materia como un artista con su obra. Algunas veces, en algún momento logra ser Goya, pero generalmente es un desastre.
7. Dios fue derrotado antes de la Historia por el Príncipe de las Tinieblas. Y derrotado, convertido en presunto diablo, es doblemente desprestigiado, puesto que se le atribuye este universo calamitoso.
Ella no compartía el total de estas afirmaciones, solo algunas, pero Yoyo, ya dedicado a sus crímenes, se inclinó por considerar que Dios era todo un canalla. Eso le dio la tranquilidad suficiente para matar sin tener el menor remordimiento. Después de todo, era un sencillo asunto entre canallas. Para su comodidad, Yoyo difundió entre sus adoradores la creencia de que los sicarios ciegos tenían un propio Dios que cuidaba de ellos y de sus asuntos. Y su palabra fue suficiente para que todos esos súbditos crearan todos los rituales para ese Dios todo protector.
La palabra crimen fue subrayada por la mujer varias veces y con un grueso lápiz rojo, como esos que usan los albañiles o los carpinteros para marcar sus mediciones. El trazo sonó ronco y aunque estuvo segura de que Yoyo pudo oírlo, el muchacho debió refugiarse en la discreción para no angustiar a su madre.
Crimen. Ejercicio del crimen. Justo y necesario. Un sacramento. La Biblia está llena de asesinatos. Caín y Abel era cosa de principiantes. Caín mató a Abel, pero era seguro, creía la mujer, que Abel no era tan inocente como los escribas bíblicos lo querían mostrar.
La palabra y más aún el acto de suicidio era un acertijo. El único camino recordó alguien le dijo, es la muerte, la locura o el suicidio.
Ella no tenía modo de descifrar el real contenido de la palabra suicidio. Matar-matarse. Una relación que no alcanzaba a conjugar. Matar, no matar por matar porque eso era psicópatas, matar por orden, por trabajo, para establecer un nuevo ordenamiento, para habilitar una nueva era, era un acto lícito. Totalmente lícito. Desde los tiempos iniciales del reino de Dios se muere y se mata en proporciones equilibradas. Pero el suicidio era una abominación, ¿o no lo era? Tachó esta palabra y dedicó largos párrafos donde describió meticulosamente cómo educaría a Yoyo contra cualquier ideación suicida. Yoyo, podría jurarlo si estuviera entre nosotros, jamás pensó en suicidarse.
Ratas, murciélagos y cucarachas podían ser buenas compañías para Yoyo, cuando construyera en el mundo de los videntes su reino extraordinario. Con los murciélagos compartiría su ceguera y su particular sentido de la orientación. Hasta se convenció de que podía hacer una simbiosis entre los quirópteros y Yoyo y que este se aprovecharía de su complejo sistema de ultrasonidos de alta frecuencia inaudible para el oído humano. Yoyo, seguramente a esa altura de su vida, ya se habría alejado de la vulgar anatomía del Homo sapiens y recreado la propia, con ese magnífico sentido de la orientación que permitió desde hacía millones de años la perfección del vuelo de los murciélagos desde el eoceno a los tiempos modernos.
Sueño y muerte. La última anotación referida a los versos del autor del Informe. Sueño y muerte son la misma sustancia, esto escribió la mujer de puño y letra. Parecía exclamar ¡Sí, he sido yo! La letra mostraba disgusto. El último estadio, así escrito. Úl-ti-mo-es-ta-dio. Separado en sílabas intentando darle una fuerza que de por sí esas palabras carecían.
Luego escribió, en el sueño está la semilla de la mortalidad y en la muerte, el último acontecer del sueño. Sueño, pesadilla, muerte. O a la inversa, muerte, pesadilla y sueño. Tránsito del inframundo al mundo cotidiano.
Y propuso su propio tránsito del sueño a la muerte por un angosto pasadizo que nunca describió. Tal vez ella lo tuviera en mente, tal vez lo hubiera hablado en la intimidad con el niño, pero de ese conducto entre la vida y la muerte no dejó ni una sola letra escrita.
A los ciegos el “Informe” les atribuía un rostro abstracto. Sobre este asunto dejó sus anotaciones críticas. El de Yoyo no era un rostro abstracto. Esa creencia no estaba en el rostro, sino en la incapacidad de captar la esencia de una fisonomía, la revelación de un gesto.
El rostro de Yoyo podía ser perturbador, pero no era abstracto. Las pequeñas pupilas deformes espantaban al común de las personas y la mujer consideró que él debía aprovechar esa circunstancia a su favor. La unidad de las atrofiadas pupilas con las grisáceas y acuosas córneas daban sí un aspecto infernal que nadie se atrevía a observar por mucho tiempo.
También discrepó la mujer sobre el asunto de las lagartijas, animales de sangre fría y piel resbaladiza. Ella creyó que se refería a esos animales, sabandijas resbaladizas y pegajosas. Seres unisexuales, primores larvarios que expelen sus babas por las branquias.
¿Tenía Yoyo algún parentesco con esos animales de sangre fría y piel resbaladiza como afirmaba impúdicamente el “Informe” al describir las cualidades anatómicas de los ciegos?
Falso. Completamente falso. Nada más cálido que su suave piel que al tocarla provocaba un estremecimiento que no se podía sentir con ninguna otra cosa viva. Ella hasta podía palpar los latidos del pequeño corazón del niño, haciendo fluir la vida por arterias y venas y alcanzar por ese simple tacto casi un estadio orgásmico indescriptible.

V

El autor del Informe recordaba la fecha del 14 de junio. Dijo día frígido y lluvioso. Ella también lo recordaba, aunque no como un día frígido. Debió buscar muchas veces en el diccionario que significaba frígido. Leyó, frío, pero también leyó ausente el deseo o el goce sexual. No encontró explicación a esa descripción. El sexo rondaba el informe.
Para ella se trató de un bello día. El informador vigilaba a un ciego en la estación Palermo de la línea “D” de subterráneo. Para entonces ella lo vigilaba a él.
Todo el periplo hasta el bajo, la mujer lo recordaba vagamente. Una estupidez, pensó entonces, caminar por aquellas calles por donde desfilaban especuladores, rufianes, estafadores de guante blanco que esquilmaban con sus mentiras financieras a los pobres como ella.
También descendió a prudente distancia del informador hasta la Avenida Alem y como él se dirigió con mayor cautela en dirección al puerto. La mujer comprendió al instante, algo que no hizo el husmeador, que el ciego que llevaba la delantera ya había detectado la persecución. Una idiotez. El sonido de los zapatos rozando las baldosas, el jadeo agitado del perseguidor, su propio olor a sobaco, su aliento intestinal, todo denunciaba su presencia y el ciego, fornido morocho, se preparó para el contraataque. Vio cómo lo tomó del brazo. Captó su deseo de romper el hueso no en uno sino en varios tramos. Múltiples fracturas solo para darle al dolor una dimensión interesante.
El hombre huyó despavorido. Fue entonces que ella se acercó al ciego y le entregó una estampita y un pequeño chiche que provocó una risita en el hombre. Ella se quedó observando al cobarde que huía en dirección al centro y el ciego retribuyó la atención entregando a la mujer lo que parecía un recorte de cartulina blanca y le habló en voz baja sobre unos asuntos de los que se hablará cuando sea oportuno.
¿Qué había con aquello de Secta Sagrada de los Ciegos? Movía a risas. Era un artilugio de los videntes para liberar sus culpas. Ellos habían hecho a los ciegos demonios. Ellos lo habían colocado en el sitial de los tenebrosos príncipes de las tinieblas. No había elección. O se sucumbía a los caprichos de los videntes, esos que maquinaban todas las formas de exterminio sobre la faz de la tierra, o Yoyo se asumía como la evolución de los suyos y los llevaba al sitial del que habían sido despojados por seres insignificantes como el escribidor del Informe.
Tal vez de esto le habló el fornido y morocho ciego. La sabiduría adquiere caprichosa fisonomía. Los ciegos esperaban su propio mesías y nadie podía estar seguro de cuándo y cómo llegaría para liberarlos de tantas ignominias. ¿Yoyo? Pudo haber preguntado la mujer.

VI

La historia de Vidal Olmos era un refrito de una biografía. La mujer no se dejó engañar. Los tiempos no coincidían. Si el fulano ese había nacido en 1911, tenía por ese entonces ochenta y un años. Absurdo. El Informador era un hombre no mayor de cincuenta años. Tal vez algo menor. Yoyo nació en 1988, año de “La Marcha Blanca”. Aunque no sabemos qué edad tenía Yoyo cuando estos sucesos que se describen, está claro que no era un recién nacido. Era un niño, pequeño, pero era un niño que ya mostraba algunas de sus peculiares cualidades.
La descripción física del tal Vidal Olmos era más o menos aceptable. Salvo el color de los ojos que ella no pudo ver, el resto podía pasar por cierto. El morocho y fornido ciego lo hubiera confirmado si la mujer hubiese tenido la necesidad de preguntarle sobre ello. El ciego captó la fisonomía de su perseguidor y guardó para sí sus olores y sonidos. Vidal Olmos no tenía ninguna posibilidad de volver con su persecución sin ser de inmediato descubierto. Lo que no sabía el Informador y tampoco la mujer, es que ese conocimiento era transmisible a toda la comunidad. A partir de entonces, cualquier ciego en cualquier lugar captaría su presencia y pondría en alerta a todos los congéneres.
Luego el Informe insiste con el asunto de los sueños sin meditar que acaso que esos sueños bien pueden ser reflejos truncos de los tesoros de la sombra.
La repetición de un sueño sobre el que escribe el Informador, como si se tratara de algo espantoso, es común a los mortales. Yoyo repetía su sueño una o dos veces por noche y la propia mujer lo hacía aunque con menor frecuencia. Ninguno de los dos padeció un trastorno por ello.
El propio Yoyo, ya adulto, sostuvo que verse a sí mismo en un sueño no tenía ninguna implicancia extraordinaria ni era un suceso mágico y maligno. Dijo todos, nos hemos visto a nosotros mismos en alguna oportunidad, en sueño, ante un espejo, en un recuerdo, como si nuestro yo hubiera abandonado nuestro cuerpo y se nos mostrara en una dimensión hasta ese momento no conocida. Es algo totalmente natural.
Agregó, es cuando una parte del yo sale de la materia organizada como un cuerpo humano y cristaliza en una versión ontológica de nosotros mismos. Así se produce la visión. Porque en último caso, dijo Yoyo tomando una reflexión casual de su madre, qué hace real a una cosa en vez de otra.
Uno se ve a sí mismo y, al mismo tiempo, es como si viera a otro porque, y así lo describen todos los que disfrutaron de este fenómeno, se es uno y el otro al mismo tiempo.
Uno o los dos pueden hacer advertencias, es una discrepancia entre tiempo y espacio. El Informador escribió que el otro yo lo advierte de la sombra. Escribió, observo la sombra de esta pared en el suelo, y si esa sombra llega a moverse no sé lo que puede pasar, y toma ese movimiento como un símbolo, como una pasmosa advertencia. La alucinación de una sombra no es ni símbolo ni advertencia. Es una sustancia inherente a la oscuridad que tiende a alucinar para existir. Los videntes no pueden, sino atribuirle algo maligno a ese simple desplazamiento de la luz en una materia por demás desconocida.
El mundo de las sombras es patrimonio de los ciegos. Yoyo dominó las sombras con tanta facilidad que por ese simple hecho se lo atribuyó a un don especial. Sonidos, olores, sombras. Así fue construyendo su propio sistema sensorial.
Había que saberlo, y él lo supo de inmediato, las sombras mutan, reptan, ondulan, cavilan si se les place. Las sombras laten con vida propia. Ellas son parte del mundo no perceptible de los ciegos, están en sus dominios y completan su mundo. Ellos no les temen, las comparten y hacen de ella su compañía. Los videntes, en cambio, tiemblan al percibir cierto aleteo de una sombra, aunque sea insignificante.

VII
Casa pequeña. Donde vivía Yoyo y la madre era una casa pequeña. De esas llamadas “chorizo”; pequeñas casas de lotes angostos que fueron edificadas en época de Martínez de Hoz justo antes del derrumbe de su maldita “tablita cambiaria”.
Afuera dos árboles raquíticos, enfermizos. Puertas adentro, ningún lujo. Era una construcción austera, las paredes sin revoque lucían un salpicré mezquino. El baño y la cocina no había sido tratados con el salpicré. Cuando la mujer pintó de negro las paredes, techos y pisos, la casa se comprimió sobre sí misma como un agujero negro en el suburbio matancero del oeste.
El vapor del agua hirviendo en una enorme olla donde se cosía puchero, entregaba una nube que humedecía la piel de Yoyo y emplastaba el maquillaje de la mujer hasta volverlo una sustancia pastosa.
La casa era tan pequeña y había tantos muebles que resultaba sencillo llevarlos por delante. No Yoyo, quien se movía en el hogar con total seguridad. Sí, la madre, torpe, torpe, golpeándose las pantorrillas aquí y allá, una y otra vez, una y otra vez. Lucía los moretones como escarapelas en las piernas.
Dos habitaciones pequeñas, cocina y baño de espacios reducidos, un pequeño patio al que daban las habitaciones, la cocina y el baño, era toda la comodidad. Pero al fondo un enorme jardín. No jardín, un amplio lote en el que crecía un pasto salvaje. Yoyo, por el olor de la tierra, podía distinguir alteraciones en el terreno. Al centro un hundimiento de dos metros de largo por un metro de ancho, centímetro más, centímetro menos. A derecha e izquierda dos hundimientos algo menores, tal vez de metro y medio por lado. Un rectángulo y dos cuadrados.
Yoyo percibía la profundidad de las excavaciones. No le iba a preguntar nada a su madre sobre esas anomalías en el terreno del fondo de la casa. No temía la respuesta, comprendía que no era el momento oportuno de someter a la madre a un incómodo interrogatorio. Era un niño, pero asumía el silencio con la inteligencia de un adulto.
Antes de revelar los secretos de familia había que blindar al muchacho pensando en el futuro.
¿Y si me muero sin aviso? Esta pregunta alteraba el ánimo de la madre, algo que Yoyo notaba sin esfuerzo. Una premonición. Así lo tomaba la mujer. Y repetía ¿y si me muero sin aviso? Por ello la premura en acabar la lectura del informe y entrenar al hijo el uso de un arma excelente antes de hablar de asuntos prohibidos.
Todo el asunto de anarquistas era seguro que se tratara de un relato o notas del abuelo. No de él, no del padre, sí del abuelo. Bakunin, Kropotkin, Darwin, Peces y Marsupiales, Termodinámica, nombres y asuntos que para la mujer no significaban nada.
Ella podía decir de la Marcha Blanca, de la hiperinflación, del salariazo y la revolución productiva, de la nueva hiperinflación, del Plan Bonex, de las mentiras de Menem, del voto licuadora, pero todo aquello que leía en el Informe le parecía pura charlatanería, palabras y palabras para distraer de los temas importantes al lector desprevenido.
En el capítulo siete el autor volvió sobre lo que importaba a la mujer, los ciegos. En su gorda libreta volvieron las anotaciones. Mientras ella leía, Yoyo jugaba en el terreno del fondo haciendo marcaciones con una fina varilla que usaba de marcador. Ensayaba su capacidad de detectar aberraciones alrededor de su persona. Olores, movimientos, sonidos, estímulos eléctricos, sofisticados mecanismos que lo emparentaban más con otras especies que con los simples humanos.
La mujer prestó cierta atención al supuesto accidente de un tal Iglesias. Qué apellido. Iglesias. Qué cinismo. Un hombre padeciendo grandes huecos en su memoria. Muy cómodo. Mucho. Yoyo nunca usaría un subterfugio semejante, a matar o morir, así debían ser las cosas y así actuó hasta el último instante. La amnesia era una mascarada.
La ceguera de ese tal Iglesias fue provocada, de eso estaba segura la madre. No se trató de un accidente. Si la hubiesen llevado a un juicio, atestiguaría contra el Informador y lo haría con mucho placer. Nada más placentero que dejar en evidencia a un mentiroso cuyo único objetivo era destruir el mundo al que pertenecía su amadísimo hijo.
Años después Yoyo también afirmaría esa acusación contra el Informador y los haría ante el propio Iglesias, ya converso. Nada más sencillo que simular un accidente con azarosas mezclas de ácidos accidentalmente aproximados a un mechero encendido para que todo terminara en una dramática y muy conveniente explosión. Las salpicaduras del ácido hirviendo quemaron los ojos del hombre y el Informador obtuvo lo que para él era de vital importancia: un ciego adicto. ¡Qué error! Qué manera de ignorar cómo es el tránsito del vidente al no vidente cuando se está en una edad avanzada.
Equívoco; las sutiles transformaciones que alentaban al Informador a intentar penetrar el mundo de los ciegos no iban en el sentido que él les atribuía. Podría decirse de él que un mar de leche blanca anegaba sus ojos e inundaba su cavidad craneana, estropeando la sinapsis de sus enclenques neuronas.
Observar y esperar ¡eso era! Así decía burlonamente el propio Yoyo cuando se preparaba para una ejecución. Oler, sentir, percibir, vibrar y esperar. Luego, ejecutar. Fino-filoso-mortal estilete entrando por la base de la nuca y cortando la médula espinal.

VIII

Observar y esperar. Yin y yan. Tic y tac. Sístole y diástole. Tijeretic-tijeretac. Así funcionaba. Pero ningún intermediario llegaría al tal Iglesias para introducirlo en el reino de los ciegos. Eso sí era una idea baladí. Una ingenuidad de un vidente asumido como detective. Llegaría por su propia voluntad, sus visitantes estarían a su servicio y no al revés. Yoyo siempre su opuso a la coerción contra los suyos. Dejad que los hermanos vengan a mí. Eso daba seguridad a sus pares. Con los suyos ninguna dictadura. Por el contrario, una democracia “a lo grande”. Era el reino de los iguales y ellos los nuevos conspiradores de la igualdad; Yoyo solo su guía.
Si en algo acertaba el Informador fue en aquello de que temía que los ciegos hubiesen desencadenado la más estricta vigilancia. Tal vez la propia madre, tal vez el fornido y morocho ciego del incidente en el bajo, tal vez alguien de quien el Informador nunca hubiera sospechado. No Yoyo, claro está. Él era un niño extraordinario y estaba reservado para acciones trascendentes y no para espiar a un ingenuo vidente. ¡Qué creído era el tipo! ¡Confirmar sus ideas por el sonrojo de un pobre Juanito quien no tenía ni la menor idea de todo aquello! ¿Por qué habrían de dejarlo librado a sus delirios sin un estricto control?
Los ciegos acompañaron la metamorfosis del tal Iglesias. Lo que no sabía ni supo nunca el Informador es que ellos dejaron que él captara esa transformación. Fue un modo de comenzar a atormentarlo de manera imperceptible. Era una vieja técnica. Empezar a desestabilizar el fulano lenta y progresivamente. Si hubiese una medida para decir sobre esa táctica, se diría que era un trabajo milimétrico y a veces el avance se reducía a micrones. Lentamente. Nada de grandes avances. Eso provocaba que el fulano no percibiera cómo se aproximaba al abismo sin poder oponer ninguna resistencia. Era una técnica que Yoyo ejerció en su madurez con total maestría y que sus seguidores disfrutaban como pocas otras cosas. Eso aprendió de su madre, quien tal vez lo hizo de ese morocho y fornido ciego del bajo de quien recibió un mensaje del que se hablará cuando sea oportuno.
Lo más importante fue el error sobre la valoración de los silencios y cómo el tal Iglesias lo percibía. La madre anotó en su libreta con el grueso lápiz rojo “De pronto me quedaba callado y dejaba, por decirlo así, que un silencio total lo rodeara. Ahora bien: para un ciego, un silencio total a su alrededor es como para nosotros un abismo tenebroso que nos separa del resto del universo”. No pudo evitar la risotada. Yoyo supo al instante qué provocó esa carcajada de su madre y coincidió plenamente con las razones que movieron a esa carcajeada.
Escribió, el silencio no existe. El silencio es sonido y esa es una diferencia que el Informador nunca podría haber captado ni aunque se lo hubiera propuesto.
La madre escribió una sola palabra para describir ese fenómeno contradictorio silencio-sonido. Una sola palabra para definir que el silencio no puede existir sin el sonido. El sonido solo tiene sentido en el silencio que es un modo de existencia del sonido. La palabra que anotó al pie de sus comentarios fue “Beethoven”.
Beethoven. Sordo. Completamente sordo. Brutalmente sordo. Pero oyendo magníficos sonidos. Ese era un atributo que los ciegos compartían con los sordos. Oír sonidos en el silencio. Pero ellos, además, podían oler los silencios y en su matriz, los sonidos. Podían palparlos. Oler, tocar, sentir.
Fue dicho: ¿silencio total? No. Eso es sonido. Simple: el movimiento del aire al respirar. Inhalar y exhalar. Movimientos y sonidos por las vías respiratorios superiores hasta el último de los alvéolos. Y no solo el sonido del aire rozando los tejidos pulmonares, el sonido de la sangre recogiendo el oxígeno vital. ¡Y el informador creía, pobre, ingenuo, que él podría provocar un silencio total!
La desconfianza que el Informador provocaba en el tal Iglesias se manifestaba en un sonido para él imperceptible. En un olor imperceptible. El perfume de los sentimientos era tan potente como los sonidos del silencio. En una electricidad irreconocible.
Por último, el Informador recurrió a la fauna maldita para explicar su propia cobardía. Murciélago y reptil las formas del nuevo monstruo.
MONSTRUO. MONSTRUO.
La madre escribió con ira profunda dos veces la palabra “monstruo” con letras mayúsculas. Trazo duro y profundo. Vibrante. Se podía captar el odio en la escritura.
¿Monstruo? El eco de la flor guía al murciélago. ¿Había algo más bello y nunca monstruoso, que una flor sonando en la noche como una campana vegetal para convocar el murciélago a lamer su néctar y cargarse de polen? Un sonido dulce, y al mismo tiempo, la melaza de un silencio bajo la luna ascendiendo como un delicado escalofrío blanco. ¿Qué podían tener de monstruosos estos sucesos de sonido y silencio?
Pero como el murciélago podía no ser acusado de tanta monstruosidad, el Informador se las tomó con los reptiles. Ella subrayó la palabra ignorante.
Luego de la palabra ignorante escribió, de una manera imperceptible los indefensos generan sus propias envolturas protectoras. Crean a su imagen y semejanza su propio corion, recrean un cordón umbilical hasta la matriz poderosa de la especie, se sumergen en su propio amnios para nutrirse y protegerse.
Así será la evolución de Yoyo. Murciélago, reptil, humano, ciego, todo. Escribió la mujer, cuando fuera maduro por dentro (sin que en ello pesara su edad cronológica. N. del A.), no habría enigma en sus entrañas y solo paz y no tristeza. Así sería la evolución.
IX

Leyó en el Informe, “Entrar al universo de los ciegos”. Luego escribió en su cuaderno de notas estas seis palabras con prolija letra de imprenta.
Las separó en sílabas. Se podía escuchar al silabear su particular manera de leer. Voz de tonos graves, lijada, lectura pausada, segura. Luego un símbolo imposible de comprender.
Bibliotecas para ciegos. Coros para ciegos. Escuelas para ciegos. Albergues para ciegos. Enseguida, el hombre mata a su mujer y cuatro hijos con un hacha. Parecían relatos inconexos, sin relación unos con el otro. Biblioteca-coros, mata con una hacha a su mujer y cuatro hijos sin razón aparente.
Más abajo “este puesto lo espera”. Parece un aviso de una academia. Las apariencias engañan.
Biblioteca-coro-hacha-mata-este puesto lo espera.
Ella iba deduciendo el mensaje. ¡El éxito está al alcance de sus manos! ¿El éxito para qué empresa?
Se preguntó sin perder el ánimo, ¿qué se debe mirar de la persona que nos infunde temor y a la que tememos? Se respondió a sí misma, algunos dirán “los ojos”, otros “sus expresiones”. Pero ella sabía que había que mirar las manos. Los ojos no portan armas. La mirada puede ser abúlica mientras se descuartiza a un ser vivo que se retuerce de dolor mientras es desmembrado. Se puede tener una expresión bondadosa mientras se estrangula a un desgraciado.
¿Qué mirada tenía BTK mientras cometía sus crímenes? ¡Y era un diácono luterano que rezaba a la par de sus feligreses que ignoraban sus crímenes!
¿Qué expresión tendría el rostro de Edmund Kemper mientras mataba a su madre a golpes con un martillo de zapatero? A nadie debió importarle el aspecto de su semblante, pero era muy seguro que todos trataron de imaginar esas manos golpeando y golpeando con un martillo de zapatero hasta despedazar la cabeza de su madre. ¿Qué gesto tendría mientras mataba Cayetano Santos Godino? ¿Cómo no sería dulce la mirada penetrante de Robledo Puch? Intrascendente asunto de miradas y gestos. Lo importante estaba en las manos. El principio de toda arma es la mano. El arma es la continuidad del cuerpo en una forma determinada del metal. Lo que a ella importaba era lo que estaba al alcance de las manos del Informador.
Permitir al Informador “Entrar al universo de los ciegos” implicaba un grave riesgo para Yoyo, aunque el escriba no supiera aún de la existencia de su hijo. No debía permitirlo.
Llamó a su hijo y le propuso un juego. Ella diría una letra y él lo primero que viniera a su mente. Yoyo no respondió de manera inmediata, se tomó su tiempo. Eso, lejos de inquietar a la mujer, la serenó. Su hijo analizaba cada situación y era un excelente augurio. Medir antes de cortar. Pensar antes de actuar. Razonar y nunca dejarse llevar por emociones. Las emociones nublan la conciencia. Debía haber una adecuada mezcla de razón y emoción, primando la razón. Esto le enseñó desde los primeros tiempos. Enseñanza importante para quien luego iba a tener que razonar cada asesinato antes de producirlo. El equilibrio entre la muerte y la vida estaba también cifrado en el equilibrio entre la razón y la emoción. Matar con emoción era inadecuado. Matar sin razón, también. Pero algo de emoción debía haber en cada acto, el no sentir ninguna podía interpretarse como un síntoma de enfermedad y no de seguridad. Algo de sinrazón también debía contener cada acto. ¿Por qué el estilete y no un revólver? ¿Qué explicación razonable podía darle la mujer al niño? “Será tu distintivo”. ¿Y eso qué podría significar para un niño ciego al que debía enseñar a protegerse de informadores decididos a corromper el reino de los ciegos?
Este intríngulis le planteó la madre a Yoyo y no en una oportunidad. Y aunque parecía no haber razón para estas enseñanzas, Yoyo las comprendió y asimiló sin reparos. Esa química entre cerebro y alma fundó su evolución, modificó su ADN hasta hacerlo único e irreproducible. Yoyo, como será dicho, no tuvo descendencia. Con Fulana fue amor hasta su temprana muerte. ¿Qué fue de la mujer? De eso se dirá llegado el momento.
El juego entre madre e hijo no parecía tener mucho sentido. Pero los dos lo jugaron sin retaceo.
Yoyo respondió al llamado de su madre.
—¿De qué se trata? –preguntó por preguntar, no esperaba respuesta.
—Empecemos. –Fue todo lo que dijo la mujer y pronunció el nombre de la primera letra–. E.
—Estilete.
—N.
—Nuca.
—T.
—Tajo.
—R
—Recomendable.
—A.
—Agujero.
—R.
—Remate.
—A
—Acoso
—L.
—Llama.
—U.
—Urna.
—N.
—Naturaleza.
—I.
—Informante.
—V.
—Violencia.
—E.
—Emoción.
—R.
—Ruido.
—S.
—Silencio.
—O.
—Oscuridad.
—D.
—Dolor.
—E.
—Espacio.
—L.
—Línea.
—O.
—Olvido.
—S.
—Seguridad.
—C.
—Cerrojo
—I.
—Imposible.
—E.
—Esperanza.
—G.
—Grandeza.
—O.
—Orgullo.
—S. –La última letra que nombró.
—Sacrificio. –La última respuesta.
Luego Yoyo dijo “Entrar al universo de los ciegos”. E-n-t-r-a-r-a-l-u-n-i-v-e-r-s-o-d-e-l-o-s-c-i-e-g-o-s. Estas seis palabras y estas veintisiete letras empiezan en un estilete y culminan en un sacrificio. Todo lo demás se mueve entre el arma y el holocausto. El problema, dijo el pequeño, es que solo cuando amor y muerte se fusionen, es que alcanzaré el último estadio.
—¿Era esto lo que deseabas escuchar, madre? –preguntó Yoyo suavizando su voz al extremo.
Pero la madre no respondió, se limitó a sonreír.

X

Eso deseaba escuchar. Reservar una respuesta a veces era una prudente decisión. Para qué adelantar al niño en sus éxitos. Paciencia. La bifurcación de las emociones debía encontrar el punto exacto de su equilibrio.
Ella no presumía de sus éxitos. Su repentina muerte le impediría conocer el acabado de su obra.
Alguna vez sintió un temblor en las manos. Soñó con enfrentar un recuerdo, tal vez una muñeca, tal vez otro juguete que no se le presentaba con formas definidas y sintió ese temblor en las manos cuando las extendió para alcanzar el objeto del deseo. No había calidez en el recuerdo. Había si algo sofocante, como una opresión en el pecho que no la dejaba respirar. Se hallaba de repente en un lugar remoto, oscuro y húmedo. Había olor a materia en descomposición, pero eso no alcanzaba a perturbar sus sentidos. Al final de la visión estaba Yoyo. Yoyo era enorme y transpiraba, pero no hedía a muerte, sino a reencuentro. ¿Fuera él el sueño, fuera él el recuerdo anticipado de un porvenir que ella no vería? Todo terminaba con ese mismo temblor en las manos, un leve sopor y una repentina lipotimia por la que perdía el conocimiento. Luego la luz se evaporaba como un humo de color indefinido hasta llegar a nada. En la nada quedaba atrapada como quien queda preso de su imagen en un espejo luminoso.
Volvió a sus cavilaciones. Repasó el nombre de Norma mencionado en el Informe. ¿Qué le sugería ese nombre? Repitió varias veces “Norma”. Estudió la etimología del nombre que el Informador escribió. Norma, mujer que fija las reglas. Norma resentía del Informador. Ella también, aunque su resentimiento, con seguridad, no tenía el mismo origen que el de esa mujer.
Las reglas no las fijan las mujeres, se dijo a sí misma, eso es una falacia. Las reglas las fijan los hombres. Para las mujeres, para los sordos, para los rengos, para los ciegos, para todos los discriminados. En todos los ámbitos y en todos los tiempos las reglas las fijan los hombres. No resultó inesperado que a la nueva interlocutora del Informador la describiera de contextura enorme, mostrara un bigote y usara zapatos de hombre. Debió exclamar “¡Todas las lesbianas son iguales”! O podría haber exclamado como aquel “¡Las mujeres son una calamidad!” Hubiera sido más honesto. Pero no, a la otra mujer de nombre Inés, todo la ponía en simulación de la masculinidad, salvo, obviamente, por sus enormes pechos. Porque los pechos de las lesbianas debían ser voluminosos y amenazantes. Eso le otorgaba al Informador un plus exitoso en su debate con la histérica lesbiana.
La madre ardía furiosa y Yoyo podía escuchar ese sentimiento de ira que recorría la humanidad de su madre al paso de la sangre hasta por el último capilar. La ira suena de una manera tan particular que no había modo de que Yoyo no la oyera incluso en sus momentos inerciales. Y estaba el olor de la ira que no tiene igual, una fusión de odio y dulzura, de fuego y caramelo, como ningún otro sentimiento tenía.
Todo el discurso del Informador le resultó pura cháchara de un escéptico constipado. Ella insistía con que a los hombres les encantaba opinar y debatir sobre asuntos de mujeres. Lo que la inquietaba fue que esa discusión solo fue planificada para distraer a las víctimas de sus posibles calamidades. Porque en definitiva, mientras el Informador recitaba su discurso, su verdadera preocupación no estaba en el debate con la mujer a la que él le atribuía aspecto masculino, “salvo por sus enormes pechos”, sino en descubrir un posible mensajero de su imaginaria maldita secta de los ciegos. Su tertulia misógina era la cáscara de su perturbación verdadera, los ciegos.
Era posible que para el Informador fuera necesario acabar tanto con ciegos, seres demoníacos, seres del universo del mal, como con las lesbianas que, seguramente, estarían uno o dos escalones por debajo de esos demonios de ojos vacíos y por ello merecerían también el holocausto luego de sus principales enemigos. Leche negra de la madrugada para los abominados ciegos. Leche negra de la madrugada para las abominadas lesbianas. Maestros de la muerte donde se los reclamen, aparecerán.

XI

¿No era suficiente limpiar la mugre de los adinerados que tener que soportar a un Informador que se dedicaba a organizar una verdadera desgracia contra su hijo? Lo era y, sin embargo, la madre no solo se ocupó de preparar a Yoyo para su verdadero destino, sino que tuvo la inteligencia para ordenar una efectiva defensa tanto para el muchacho como para los demás ciegos que se fueron comunicando con él.
Toda la preparación se hizo en medio de una austeridad severa e infinitas lecturas. De cómo la madre se hizo de cuanto libro pudo se dirá en su momento. Austeridad y lecturas fueron influyentes en la formación de Yoyo. La austeridad “franciscana” modeló su carácter, le dio una base sólida que lo alejó del deseo de excesos, de lujuria y tentaciones. Yoyo era un verdadero asceta. Tuvo un solo amor y a ella dedicó su pasión. Las lecturas de su madre le dieron muchos conocimientos pero, por encima de todo, datos. Números, referencias, recreaciones. Lecturas. Lecturas y más lecturas. Eres quien eres por lo que lees o por lo que te leen.
La madre y el hijo no tenían fortuna más que su voluntad y sus libros, como queda dicho. Ella limpiaba casas de ricos y podía trabajar sin descanso durante meses.
Algunos biógrafos afirman que Yoyo debió recibir una pensión a la discapacidad de parte del Estado. No hay pruebas de ello porque como su nombre no fue Yoyo (esta fue la forma de llamarlo de su madre y luego de su corte cuando su espectacular reinado), no hay manera de corroborar el dato. Pero aceptemos que sí, que cobraba la modesta pensión como discapacitado.
La palabra “discapacitado” a Yoyo le causaba mucha gracia, en cambio, a su madre le provocaba un enojo que se esforzaba en disimular. ¡Discapacitado! ¡Ya verán! ¡Ya sentirán! Se corregía la mujer para mejor decir.
Yoyo se manifestaría a través de un filudo estilete de acero alemán, un bisturí especialmente modificado por su pedido. Yoyo sería el filo último, el corte trascendente entre la vida y la muerte. Eso exigía entrenar todos los sentidos a los que el propio Yoyo les agregó cuotas singulares de capacidades diferentes que hicieron de esos sentidos corporales sofisticados instrumentos en la lucha por escalar en la cadena alimentaria. Luego fue devorar a los enemigos, desintegrarlos como una pompa de sangre fluyendo entre la intransigencia de su gobierno, reducirlos a un reseco polvo de músculo y hueso molido, eructarlos, defecarlos, apoderarse de sus posiciones, repartir las riquezas obtenidas y provocar la fidelidad de sus pares. ¡Ya sentirían ese poder!
La casita en la que vivían fue comprada con dinero de los padres de la mujer. Los viejos juntaron todos sus ahorros, vendieron sus pocas alhajas, pulseras esclavas y anillos, y llegaron a juntar el dinero suficiente para comparar ese sucucho familiar que se alzó en terrenos fiscales.
Los dos murieron poco tiempo después, entristecidos por la extraña condición de la hija y por la ceguera del único nieto. Los viejos siempre la hicieron responsable de la relación con “ese” hombre. Así lo llamaban, “ese” hombre. “Ese” con malicia, con repulsa, con reproche. “Ese” de quien nunca se decía otra cosa, salvo “eso por algo fue”. Y ahí terminaba el diálogo.
Yoyo no los quiso, no quiso amarlos, decidió que no lo merecían, pero los toleraba. Se acostumbró a los lamentos de los viejos por su condición, aunque él los sorprendía con sus cada vez más extraordinarias habilidades. Con ellos comprendió el verdadero significado de aquella sentencia “no hay peor ciego que el que no quiere ver”. Peor ciego, mejor ciego, pobre ciego, absurdas definiciones, pero verdadero aquello del que no quiere ver. Yoyo sabía que sus abuelos nunca comprenderían su excepcional condición. Solo repetían “Ese” como se repite un maleficio. Y “ese” no tenía ni nombre ni rostro hasta que habló Atencio.
Yoyo no tenía más familia que su madre y sus abuelos. De “ese” no se habló más que eso, y él tampoco se mostró interesado en saber de él. En cambio, del Informador empezó a pedir explicaciones a su madre, quien nunca le retaceó ninguna sobre el enemigo común.
El asunto de la misoginia del Informador atrajo su atención. En un mundo donde lo permanente era la discriminación y la opresión, comprender realmente cómo su enemigo amenazaba a ciegos y mujeres le resultó de sumo interés. No se trataba de un estudio sociológico, un divertimento intelectual para luego divagar con aires doctorales sobre asuntos en los que nadie reparaba. Yoyo iba imaginando la venganza contra el Informador y, al mismo tiempo, definiendo aspectos esenciales de su personalidad. La manera de comprender a un enemigo, de descubrir sus fortalezas y debilidades, sería una virtud trascendente en su ascenso y dominio del sicariato y todos los negocios a él vinculados. Él podía descifrar aspectos ocultos de sus rivales, penetrar en sus íntimos tejidos espirituales y apropiarse de ese conocimiento para alcanzar la victoria en todas las batallas que se le presentaran.
Una mujer que polemizara con el Informador tenía que tener aspecto masculino. Ese era un dato significativo. Hasta debía tener bigotes, usar traje y zapatos de hombre. Quien tenía aspecto femenino era una especie de pelele de la otra, la “marimacho”, una palabra que Yoyo conoció de boca de su madre y por la cual no pudo contener una sonora carcajada. “Marimacho”, mujer que por su apariencia parece un hombre.
Primera enseñanza, para derrotar a un enemigo lo primero es denigrarlo. Esa era la táctica del Informador. Denigrar. Yoyo diría “vos no podés enfrentarme porque parecés un hombre, pero no lo sos. Sos un MARIMACHO”. Y se daba por satisfecho.
La violencia se invertía. No era él quien provocaba a las mujeres, sino que estas echaban fuego por los ojos. ¿Qué se puede esperar de una persona que echa fuego por los ojos? Luego, lanzaría llamas por la boca, por el culo, se encendería como una hoguera ante un enemigo impertérrito. El dominio de la calma en toda lucha es de suma importancia. El informador buscaba, y logró, hacer perder la calma a las mujeres. “Vos, MARIMACHO. Vos, estúpida o tilinga o minusválida mental”. Objetivo logrado. Luego bastó revestir sus resentimientos, su misoginia con frases rascadas de la olla de la filosofía berreta de los sabelotodos del bar “La Paz”. Los hombres y las mujeres son diferentes, y las que no comprenden este simple enunciado tornan en un cuchillo filosísimo y desinfectado. A Yoyo la provocó curiosidad el atributo de “desinfectado” del filoso cuchillo. Esa condición la aplicaría a su mortal estilete cuando dejó el plano de la teoría y junto a su madre realizó su primera ejecución. Resultaba un refinamiento, un giro de la exquisitez homicida. Aplaudió la expresión “desinfectado”. Y manifestó su aprobación en el mismo momento en que el Informador moría.
El diálogo, o monólogo en verdad, debía necesariamente derivar en un anatema, el objeto maldito, la sexualidad de la muchacha gobernada por el MARIMACHO. El Informador no podía eludir esa proposición “servilismo en la cama”. Mujer servil. Sexo servil. Todo el resto de la exposición del hombre solo fue un ejercicio de la provocación.
A Yoyo, sin embargo, le interesó esa resumen de la historia de Oncken. Mucho tiempo después supo a quién se refería el Informador. Invocar a Johann Gerhard Oncken le pareció una extravagancia propia de un mitómano. Para el informador el mundo se resumía a una larga serie de crímenes. No había esperanza alguna. Por donde se fuera no se encontraría sino más que guerras, degüellos, conspiraciones, torturas, golpes de Estado e inquisiciones. El oscurantismo era su definitivo refugio. El perseguir de ciegos volvía sus pasos a la oscuridad más íntima, la oscuridad del escéptico quien, en realidad, resultaba el ciego que no quiere ver. Magnífico.
Estas conclusiones a las que llegó Yoyo, siendo todavía un niño guiado por su madre, fueron decisorias el día de la ejecución a manos del Ciego del Círculo Naval. Cada cual muere como vive. De la oscuridad a la oscuridad. En la bolsa amniótica reina la oscuridad más cálida, en la tumba, la más fría. De la oscuridad a la oscuridad.

XII

La educación de un niño ciego puede inquietar a su madre. No a la de Yoyo. Tenía todo decidido sobre esa cuestión. Ella lo educaría, se haría cargo de esa empresa como se hacía cargo de todo lo que concerniera al destino de su hijo. Yoyo aprendería todo lo que fuera necesario no solo para su subsistencia sino para su encumbramiento. Forjar un héroe no es tarea fácil. Forjar un héroe ciego es inimaginable para el común de las personas. La mujer aprovechó su rara virtud de poder dormir pocas horas por día y parecer siempre fresca y animada, para elaborar y decidir noche a noche los contenidos de la educación de su hijo y los métodos que aplicaría para hacer exitosas sus enseñanzas.
Es oportuno hablar de los libros. Todo empezó con la lectura. Apenas en la cuna, o lo que hacía de cuna, la madre leía a Yoyo historias extraordinarias. Desde “Alicia en el país de las maravillas” a “Yo mataré a un monstruo por ti”. De Esopo a Elsa Bornemann. A medida que el niño fue creciendo, los autores y los temas fueron cambiando.
La gente no tiene acabada idea de cuántos libros se arrojan a la basura sin reparar en ese crimen. Ella supo recogerlos. Era como si tuviera un don especial para percibir dónde y cuándo alguien se deshacía de un libro. Tal vez algo de ese don heredó Yoyo, pero transformó ese atributo en otro. Percibir cosas que nadie podía hacerlo fue una virtud que a Yoyo le significó muchas veces salvar su vida. Se dirá que no fue así cuando lo sorprendió la muerte. Cierto. Pero de eso se dirá cuando corresponda.
El asunto es que ella se fue proveyendo de cuánto libro pudo. Otros compró, los menos, y otros pidió como obsequio a sus patrones. Algunos de estos creyeron que así podrían sacarse de encima libros viejos que no lucían en los anaqueles de las bibliotecas. La mujer supo que había personas que compraban libros solo para exhibirlos y no para leerlos. Le pareció inadmisible, pero supo sacar provecho de ello.
También llevó a Yoyo con ella a timbrear en casas de personas adineradas. Si era atendido su llamado, para sorpresa de los propietarios la mujer no pedía dinero, ropa o comida. Pedía libros. ¿Libros? Sí, libros. Grandes, pequeños, nuevos, viejos, rotos. Libros. Solo libros. Y la gente siempre encontraba alguno que regalarle. Ella los conmovía “los leo a mi hijito ciego”. Frente a un niño ciego hay que mostrarse conmovido. Yoyo pensaba entonces y siguió haciéndolo de grande, que ese sentimiento era una manifestación de la hipocresía. La gente no siente piedad por los ciegos, siente repulsa. Atender un pedido para un niño ciego sirve para mostrarse piadoso. ¿Quién le negaría un libro a una madre que lucha por educar a su desgraciado hijito ciego?
Era la época del “uno a uno” y la fantasía de que un peso era igual a un dólar hizo que la gente comprara libros por comprarlos, sin importarles que nunca los leería. Libros importados, porque la palabra “importado” tenía una magia a la que muchos no podían sustraerse. Libros impresos en España, Chile o Colombia, coloridos libros en papel ilustración mate o hueso, o en el níveo blanco del papel obra. Libros de tapas duras o blandas, cosidos o acaballados. Para madre e hijo fue un tesoro del que Yoyo nunca se deshizo. Llevaba su enorme biblioteca a donde fuera y aunque ya no estaba la madre para leerle, lo hacía Fulana, entre coito y coito. Yoyo disfrutaba las lecturas de su amada, tanto como copular con ella varias veces por noche. Los amores no se sujetan a ninguna fórmula.
En la pequeña casa de la infancia, casa atiborrada de muebles, también había libros por todos lados. Así como Yoyo aprendió a recordar la ubicación de cada mueble, también aprendió a reconocer los libros por sus olores. Primero distinguió nuevos de viejos, usados de otros que nunca habían sido leídos. Aprendió a distinguir el olor del papel, el grosor de las hojas, el olor de las encuadernaciones, de cada tapa de los cientos de volúmenes cuidadosamente apilados en las habitaciones. Captó sus imperceptibles relieves (fue su primera aproximación al Braille), de la tinta liviana de las lecturas simples, a la densidad de las tintas en los textos complejos. De cada palabra y de los infinitos números. En todos los casos Yoyo demostró una inteligencia asombrosa. Él se las componía para comprender desde asuntos filosóficos a cálculos matemáticos. Durante toda la infancia hasta la adolescencia, la madre se dedicó de manera obsesiva a dotarlo de todos los conocimientos que ella consideraba indispensables.
Junto a ese ejercicio del conocimiento, lo guió en la práctica metódica con el uso del estilete. El primero, una imitación perfecta que ella misma talló en madera. Tallar fue una habilidad que la mujer mostró sin saber nunca cómo la había adquirido.
El segundo, el que hizo tornear en excelente acero alemán y que se basó en el modelo de madera por ella tallado. Un trabajador metalúrgico de quien solo nos ha llegado su apodo, Tito, fue quien accedió a producir la pieza mortal sin interesarse nunca por qué la mujer le pidió fabricar ese filoso instrumento.
Libros y estilete, razón y fuerza, dos aspectos unidos y en lucha permanente para moldear el carácter y la inteligencia de quien iba a ser el príncipe de los sicarios ciegos, el único que se atrevió a desafiar el poder de “La Banda de los Comisarios”, de la que se dirá cuando llegue el momento.

XIII

Hubo un momento en la vida de la mujer que cesaron las anotaciones sobre el “Informe sobre ciegos”. No dejó ninguna explicación sobre esa interrupción. Tal vez se cansó de la misoginia pedante del autor. Tal vez. Tal vez enfermó su hijo o este demandó otras atenciones que hicieron que se distrajera del meticuloso estudio de dicho informe.
Cuando retomó sus escrituras sobre el informe se notó un cambio importante que reflejaba otro estado de ánimo muy distinto al que quedara en evidencia en sus anteriores anotaciones. Probablemente, fue el momento en que inició a Yoyo en el manejo del estilete. No lo sabemos. Pero algo mortal o vital, como se prefiera, debió ocurrir para que la mujer modificara su manera de comprender las ideas del Informador.
Se trató de una variación notable en el carácter de los trazos. Las letras se hicieron más densas; ya no se percibía una escritura fluida y suave, sino una trabajosa, como quien cincela la palabra; una escritura potente, inclemente. El papel se hundía comprimido por la presión de la mina del lápiz o el borde redondeado de una Bic tinta azul. La letra se imprimía sobre el papel como un grabado y hasta tal punto esto fue así, que ya no pudo escribir en el revés de las hojas de su libreta de anotaciones, de hacerlo, como lo hizo en una única ocasión, el papel se rompía fácilmente.
Luego de esa misteriosa interrupción, copió la siguiente frase
“Siempre consideré a la mujer un suburbio del mundo de los ciegos”.
Tras la frase dibujó una sucesión de círculos casi perfectos. Se trató de varios círculos de tamaños muy diferentes en un orden muy determinado, dibujados a mano alzada y no con un compás o siguiendo el borde de una taza, vaso, envase o algo de forma circular.
La clave de su pensamiento sobre la frase del escriba era la forma de los círculos. Ella, en una llamada al pie de página, denominó a esa clave “principio circular de la razón”. Principio y fin. Yoyo la llamó “Método del círculo perfecto”. Yoyo nunca explicó si este “método” enunciado por su madre tuvo importancia en su modo de percibir el mundo y de resolver sus conflictos. Pero él disertó sobre este misterio en una que otra oportunidad ante sus pares.
Dijo que se trataba de un mecanismo mental para simbolizar que todo lo que se presenta como infinito es a su vez finito y a la inversa, y que todo lo que se presenta de un modo es ese y otro al mismo tiempo.
El principio es la Mujer, explicó Yoyo repitiendo el razonamiento de su madre. La Mujer es el principio y el fin de todo. Amor y Odio. Útero y Odio. El Amor inicia el círculo y el Odio lo termina. Uno es el otro en determinadas condiciones. El Amor es luz y el Odio es la negación de la luz, pero no la oscuridad entendida como sistema de vida de los ciegos. En el reino de los videntes, luz y oscuridad van de a pares, en el de los ciegos, la luz es una referencia de la ciencia. Para los videntes no hay luz sin oscuridad ni esta podría ser reconocida si no existiera la luz.
La mujer, como concepto antropológico, en el razonamiento del informante, es un producto aditivo porque está a lo largo de toda la secuencia de vida. Donde se mire se la verá promoviendo el Amor y como receptáculo del Odio. Por ello puede y debe añadirse el don de la ceguera, que es oscuridad, expresión del Odio en su negación de la luz.
Yoyo usó la palabra “don” sin prejuicios y eso introdujo una definición opuesta a lo que el común de la gente considera sobre la Mujer y sobre la Ceguera, sobre el Amor y sobre el Odio.
La ceguera resultaba el universo concentrado y la mujer, Amor y Odio, su adición suburbana.
Ciegos y mujeres eran la adición, la suma que daba origen a un universo o multiverso, donde la real y lo irreal eran dos opuestos de la misma contradicción que fluían en el tiempo y el espacio. ¿Qué es eterno en el círculo propuesto por la madre de Yoyo? Tiempo y espacio, amor y odio, mujer y ceguera.
Las mujeres dejaron de ser meros adornos del suburbio para quienes “los únicos razonamientos que tienen importancia son los que de alguna manera se vinculan con la posición horizontal”. El Informador debía cerrar su propio círculo. Mujeres cuyo único valor era abrirse de piernas para ser penetradas por un Informador al paso; compañeras de chacales y reptiles, a quienes le crecerán alas y asesinarán bebés a su antojo. Ciegos de piel húmeda y fría que debían ser exterminados porque ya fuera dicho que en sus palacios crecerán espinos, / y en sus fortalezas, ortigas y cardos. / Será guarida de chacales / y refugio de las crías del cernícalo. / Los gatos monteses se juntarán con las hienas, / y la cabra salvaje llamará a su pareja. / También reposará Lilit, / y allí encontrará descanso para ella. / En él anidará la lechuza, / pondrá los huevos, incubará y cuidará las crías. / En sus sombras se juntarán los buitres, / cada uno con su pareja”.
¿A dónde conducía el razonamiento del Informador, según la mujer? A los “monstruos nocturnos”, “demonios de la noche”, a “Lilit”, como representación de Madre y madre, entendido como la Noche, la mala Noche, la gestación de la tiniebla en su anatomía humana.
La noche era la Oscuridad, donde atesoran los ciegos sus sueños y esperanzas. Círculo perfecto. Mujer igual oscuridad. Oscuridad igual ceguera. Ceguera y mujer en una simbiosis indestructible.
Por ellos los vicios y las mujeres conducen al universo de los ciegos, allí donde los Demonios con Alas vagaban por las noches y asaltaban a los hombres desprevenidos para robarles su semen y procrear monstruos. MONSTRUOS. MONSTRUOS con mayúsculas, como Yoyo.
Esta elucubración, se cree, estuvo en la base de la decisión de la mujer, ella (en verdad Yoyo, aunque finalmente no fue él quien cumplió ese deseo), debían asesinar al Informador, una decisión que ella, es seguro, no pudo ver. Acabar con él era el principio de un todo diferente. Llegaría la nueva Cábala, la de los ciegos y con ella, su dominio de los verdaderos suburbios del mundo.

XIV

Leímos esto de una biografía no autorizada que conservamos en lugar reservado:
“Yoyo camina. La vereda es un acertijo. Como un espejo azul, el cielo cae hasta el horizonte próximo. Yoyo es su propio camino. Así será, desde entonces, quien lo viera, sabría a dónde se dirigen los acontecimientos, solo bastaba seguirlo para alejar las dudas y temores. Yoyo era el camino. Yo soy el camino, la verdad y la vida. Parafraseando al Cristo del Evangelio de San Juan. Luego diría, nadie puede llegar a la verdad si no es a través mío. Esto se volvió el dogma de sus seguidores. La vida y la muerte adquirieron a través de él una dimensión hasta entonces imposible. Yoyo era la visión de un mundo inesperado.
Yoyo camina sin un aparente rumbo. Camina y se pone en contacto con el lugar que lo alberga y reconoce. Algunos vecinos lo espían a través de las celosías. Otros salen a la puerta de su casa para verlo pasar. Lo saludan y él responde amablemente el saludo. Yoyo es amable por naturaleza. Ama a sus vecinos y los protegerá cuando llegue el momento. Yoyo es él y todos, está unido a su comunidad por invisibles vasos comunicantes, una perfecta red capilar que lo alimenta con la sustancia más importante para él, la fidelidad. En esa simbiosis entre fe y ceguera reside gran parte de sus fortalezas y habilidades. Aún no se preocupaba de informadores y perseguidores. Sabía que no había llegado el momento. Ellos llegarían primero husmeando el terreno y luego acechándolo en vano. Entonces era prepararse, prepararse, prepararse. Eso era todo por el momento.
No había que olvidar los orígenes, así dijo en alguna oportunidad. Cuanto más profunda la raíz más indestructible es una causa. Raíz. Raíces. Arraigo. Por las raíces los nutrientes más vitales. ¿Acaso habría sobrevivido si ese vecindario hubiera resuelto someterlo, humillarlo, como era común en otros lados con los ciegos? ¿Y qué hubiera sido de su madre si esos vecinos no la hubieran cuidado con el mismo celo que lo hicieron con él?
Pobre mujer abandonada. Los hombres eran todos iguales. Pobre mujer abandonada repetían las chismosas comadres del barrio. Pero ella no se sentía una pobre mujer abandonada. Por el contrario. Estaba junto al niño y uno y otro se confundían en un mismo objetivo. Yoyo era un gesto insólito del Dios de los ciegos. Atribuía la madre semejante don divino y actuaba en consonancia.
¿Quién era el padre del niño? ¿Y eso qué importancia podría tener? Era una pregunta que no encontraba respuesta. La mujer nunca atendió a esa preocupación social. Todos somos huérfanos de una u otra manera. Hijos sin padre abundan en el mundo. ¿Quién huye de los hijos con cualquier pretexto? Los hombres. Las madres no lo hacen salvo a aquellas que un hombre las vació de amor. Ella era amor, y en ese modo del amor se reafirmaba y en él se hacía fuerte. Ella era el amor, la paternidad, una excusa del desamor. Los hombres siempre están de paso en la vida de las mujeres. Lo que está de paso hay que dejarlo que siga su camino. No proyecta el porvenir. Si no se puede dejarlos partir, exterminarlos.
Yoyo reiría siempre que le hablaran sobre su padre. Nunca se preocupó por eso. ¿Padre? Preguntaba. Luego echaba una sonora carcajada. ¿Padre? Al final la pregunta se repitió tantas veces que terminó por encontrar respuesta en la boca de Atencio.

Yoyo camina. Lleva una vara pintada de blanco, aun la madre no le ha comprado su bastón blanco. No lo ha hecho porque todavía debe definir el largo del estilete que ocultará en ese inocente bastón para ciegos. Ella está tallando el estilete sin apuro, talla el que servirá de guía para Tito, el tornero. El proyecto de un arma debe hacerse con paciencia, sin apuro, valorando cada detalle. La muerte en defensa propia no es un asunto ligero, merece ser tratada con respeto. Por eso ella no se apura en su trabajo.
La vara es larga y delgada, flexible. Llega a la altura del esternón. Su punta es roja; su empuñadura, de unos quince centímetros de largo, es negra y está hecha con una cinta que envuelve el extremo.
Yoyo lleva la vara como si esta tuviera vida propia. La vara se mueve y vibra por propia voluntad mientras camina. Parece olfatear el camino, oler la senda por donde el muchacho va despreocupado.
Si se lo ve de frente se puede decir que Yoyo es un niño de rasgos armoniosos. Sus retorcidas pupilas y brumosas córneas son dos sucesos acuosos y enigmáticos con los que se han familiarizado los vecinos. El espanto y la misericordia cedieron su lugar a la costumbre. Si se lo ve de espaldas, Yoyo se oscurece. Es una rara propiedad de su sombra la que adquiere una densidad desconocida. La cubre la espalda y confunde las dimensiones de su anatomía con la incógnita de la exageración de una sombra más que humana.
Hay que verlo andar, caminando con gracia. No tropieza ni cae en alguno de los muchos pozos que la vereda tiene. La vereda se ha hundido en varios lugares, efectos de las lluvias y el descuido. El barrio se ha empobrecido en los últimos años. Del festival del “uno a uno” a la olla popular medió solo unos pocos años. Aquel dormitorio de obreros laboriosos se transformó en un aguantadero de desocupados y desposeídos. Los menos changuean, los más mendigan y una legión de jóvenes sin futuros empieza a organizarse en pequeñas bandas de delincuentes. En ese extremo del suburbio citadino mandan los Comisarios. En el otro, un tipo que empieza a hacerse famoso entre el lumpenaje más inquieto, “Blacrrod”, un enigma surgido de las riberas del Camino Negro.
Para Yoyo ese barrio es su hogar. El hogar es el refugio. A él volverá siempre, ahí estará su amor esperándolo. Vaya asunto, ahí encontrará la muerte inesperada.
En el barrio nadie lo molesta, nadie lo apremia, todos lo animan y empiezan a creer que él será alguien importante como les dice su madre sin sonrojarse. Yoyo percibe esa admiración. Yoyo percibe todo lo que lo sucede a su alrededor de una manera única y extraordinaria. Los sonidos, los olores, las vibraciones, las insignificantes corrientes eléctricas que produce el roce de un sólido con otro, el calor que genera ese roce, los ecos lejanos. Todo ello al mismo tiempo es procesado por su prodigioso cerebro y así construye en su mente una aproximación casi perfecta al mundo real. Yoyo no cree en fantasmas pero sabrá utilizarlos.

XV

Las primeras caminatas no fueron sin sobresaltos. Esto no consta en la biografía ((¿apócrifa?4)) de Yoyo. Ignoramos por qué el supuesto biógrafo ignoró este dato para nada despreciable.
Tenés que salir, fue lo que la madre le dijo, en realidad ordenó al niño. Yoyo dudó.
La calle era hasta entonces un medio que desconocía; su noción de ella se limitaba a sonidos y olores todavía incompletos. Ese conocimiento lo alcanzó tiempo después.
Había aromas que lo confundían y sonidos que lo perturbaban, en especial los silencios. El silencio suena de un modo completamente desconocido para los videntes. No hay modo de alcanzar “el más profundo silencio” en un mundo sonoro como el nuestro. Oír el silencio es de enorme valor para un ciego. Los ciegos oyen el silencio y son los únicos que comprenden su verdadera naturaleza. Los sonidos nunca mienten, no pueden hacerlo. Por eso Yoyo amó la música porque la música está incapacitada de faltar a la verdad. Es ella como es y no hay máscara que la desfigure u oculte. Para Yoyo, si no existiera la música, el mundo no sería más que un lugar yermo y patético.
Todo es materia en movimiento y suena de todos los modos posibles. El simple roce de la pata de un insecto sobre la tierra, el movimiento de las lepismas en las húmedas oscuridades de las rendijas husmeando la vida de los humanos, el caminar hexápodo de los ácaros que llegan desde la prehistoria a nuestro hábitat y merodean nuestras rugosidades con total desparpajo, el germinar de la semilla, la antesis de una flor y su polinización mediante la dorada lluvia de polen sobre el húmedo pistilo.
¡Y los aromas tenían siempre algo perturbador! Olores vivos, olores muertos, olores en gestación o descomposición, olores pasados, olores futuros. Alumbramientos de los aromas en pequeñas moléculas de olor flotando a su albedrío y animando los epitelios que crean su propia química enlazando las emociones y los recuerdos.
Yoyo percibía todo en tropel y llevó algún tiempo ordenar, comprender y dominar sus sentidos.
Pero Yoyo obedeció. Desobedecer, ¿era una opción? No lo era.
Entre obedecer y no hacerlo hay una línea extraña, un espacio de tiempo vital que une esos dos extremos que conducen a abismos totalmente diferentes.
¿Caminaré solo? Preguntó en voz alta. La madre no respondió. Repitió ¿caminaré solo? Y la madre se mantuvo callada. Resuelve, encara, acepta. Los desafíos no avisan, llegan. Atreverse era todo.
Atreverse o acobardarse, ¿había otras opciones? Yoyo aceptó la orden. Desobedecer no era una opción.
Salió a la calle. Llevaba su larga varilla blanca con su extremo pintado de rojo.
Esa primera vez tropezó. Se golpeó. Se cayó. Se lastimó. Nunca antes le había ocurrido algo semejante. Persistió. Persistir por aquello de que el que pide obtiene, el que busca halla, y el que llama es respondido.
¿Cruzar la calle? Nunca lo había hecho. Las vecinas murmuraban, no ha de cruzar, lo va a pisar un coche. La madre no estaba junto a él, pero lo observaba a la distancia. Yoyo reconocía en su nuca, en su espalda, esa mirada, la sabía directa a sus dudas. Cruza. Cruza. La mirada exigía “cruza la calle, niño”.
Un paso y otro paso. La larga varilla blanca pareció perder su rigidez y adquirió la blandura de una soga. Tropezó con un tacho de basura. ¿Por qué habrían dejado ese tacho ahí? No era la cuestión, él lo sabía. Su varilla blanca no le advirtió la presencia del tacho. La varilla temblaba. ¿Por qué habrían dejado ese tacho ahí? Se interrogó para sí varias veces. No tenía importancia esa circunstancia. Con cuántas cosas se toparía a lo largo de su vida. Un tacho de basura lleno o vacío era inofensivo, olor a podrido, una mugre pegajosa, ningún atributo peligroso, nada más que eso. Nada significativo.
Un puñal, un revólver, un hombre emboscado, una mujer al acecho, eran cosas que ocurrirían y no se comportarían como el simple rodar por la calle de un tacho de basura con el que tropezó.
Yoyo bajó a la calle. La varilla precedió su descenso. La varilla tocó el concreto y por ella sintió el motor de un automóvil que venía en su dirección y que estaba a unos doscientos metros de distancia. Dio cuatro pasos. Si se hubiera podido medirlos se comprobaría con asombro que un paso distaba del otro a la misma distancia. Así surgió en Yoyo el estado manifiesto de su amor por la simetría o su ideación del reflejo perpetuo de los espejos que no podía ver pero sí suponer. Simetría en cuerpo y alma. Correspondencia exacta en forma, tamaño y posición de las partes de un todo. Lo aprendió de grande, tal vez Fulana le leyó esa definición con su erótica voz acaramelada.
Caminó sobre la calle, un paso, dos pasos, tres pasos, cuatro pasos. Se detuvo. Giró sobre su eje y quedó de frente al automóvil que avanzaba. Levantó su varilla y apuntó en dirección al automóvil.
Las vecinas enmudecieron, debieron gritar ¡cuidado! ¡Cuidado! Pero estaban en silencio, expectantes, tiesas como estatuas de sal, convertidas por un dios iracundo por mirar hacia donde estaba lo prohibido. Era milagro o muerte, qué más podía haber para aquel muchacho ciego con su varilla pintada de blanco.
Yoyo estaba tranquilo. La madre observaba a la distancia, también permanecía tranquila y sonreía satisfecha. Milagro. Milagro.
El automovilista detuvo la marcha a un metro, tal vez menos, de Yoyo. El chofer estaba confundido. Qué hacía un niño con una varilla blanca con su extremo pintado de rojo parado en medio de la calle apuntando con esa vara en dirección a su automóvil.
Pareció que el hombre iba a decir algo, se lo notaba nervioso y confundido. Tal vez iba a gritar, a insultar al muchacho parado desafiante frente a su automóvil. Se oyó desde una casa, ¡es ciego! Y eso devolvió cierto sosiego al hombre. ¡Y cómo dejan un ciego cruzar solo la calle! Gritó desaforado.
Pero de eso se trataba. No había cómo explicarlo.
Yoyo retomó su marcha y cruzó la calle hasta la vereda de enfrente. Al subir a la vereda sonrió satisfecho. Del otro lado de la calle la madre también rio dichosa.
El automovilista tardó unos minutos en recuperar la calma y seguir su camino. Repentinamente, el cielo cambió su fisonomía y adquirió un azul espectral que nunca antes había sido visto, y el viento se hizo cálido y uniforme.

XVI

Luego de lograr que Yoyo decidiera andar por su cuenta por la calle y de comprobar que el muchacho lo hacía cada vez con mayor seguridad, volvió a su lectura del Informe Sobre Ciegos. Sin embargo, quedó sin respuesta una pregunta que Yoyo le hizo luego de su primera y arriesgada caminata. Se trató de algo vinculado al pasado. Era la primera vez que Yoyo se interesaba por algo del pasado de su madre. Tal vez la excitación producto de su comportamiento ese día removió un recuerdo que permanecía en condición de alucinación e indujo a Yoyo a hacer esa pregunta.
Mucho tiempo después, ya hombre, explicó que el pasado adquiere volumen en el presente a través de los recuerdos y que él comprendía esos recuerdos porque hacían vibrar el alma de su madre de una manera singular. Una alucinación del recuerdo era un estado en el que Yoyo no podía distinguir el tiempo real ni si atravesaba un sueño o una epifanía.
Hay indicios sobre qué fue lo que preguntó Yoyo, pero eso se dirá cuando sea oportuno.
“Investigador del Mal”. Subrayó la mujer esta oración del informe. Luego la coloreó de rojo.
El Mal es una sustancia digerible, anotó al margen con letra muy pequeña. El “mal” se come, el “mal” se bebe, el “mal” se vivencia. Llega y se acomoda entre los huesos y el músculo y el pellejo. Toca los labios, la vulva, la vagina, hurga los senos. El MAL se erecta y eyacula su espuma. El MAL es todo y el escriba debió saberlo.
En esa autodefinición la mujer encontró la debilidad que buscaba. “Investigador del Mal”.
Buscar el Mal es bucear en lo hondo de humano, en lo profundo y hasta inconcebible. Nadie en su sano juicio lo hace. Y un canalla, alguien que se reconoce un canalla, menos que nadie.
El canalla no debe nunca buscar el mal porque de seguro ha de hallarlo. Porque ni los repudiables “venerados ancianos”, ni las “distinguidas matronas”, ni los “niñitos de blanco delantal”, ni esas muchachas frívolas de “buenas carreras en camas ajenas”, harían ese ejército de canallas sustantivos que marcharían al grito de ¡March! Para comer toda la mierda de todo el mundo.
Pero aquellos que detestan “a los pobres cieguitos” y buscan un submundo de atrocidades, no saben cuán cercan, están del MAL con mayúsculas donde hay demonios, MONSTRUOS, que juntan excrementos en bolsas cadavéricas para hacerlo comer a informantes que quieren limpiar el mundo de ciegos. El MAL entonces adquiere valor de sentencia. La auspiciada limpieza étnica concentrada en aquellos que no ven, pero pueden reconocer las substancias más íntimas de sus perseguidores es puesta en valor. Y la mujer anota “serán obligarlos a beber de su veneno hasta morir”.
Mal. Flores del Mal, el resquicio que buscó de sus enemigos.
La mujer leyó las Flores, tal vez en algunas noches cuando recreó el universo de aquellas que estremeciéndose como una serpiente entre las brazas, succionaron la médula de cada hueso, se proveyeron de la buena sangre del curioso escriba y chocaron los fragmentos de los esqueletos que alzándose en chirridos estremecían el alma de los escuchantes.
Yoyo las descubriría de la mano de su madre. Ella era, al fin y al cabo, también una flor del mal, de esas que mezclan en las sombrías y solitarias noches la espuma del placer con el llanto del suplicio ad finitum.
En ese giro de la letra en himno que leyó en la libreta de anotaciones de su madre, encontró Yoyo respuesta a muchos de sus interrogantes.

XVII

Por qué habría de creerle a un canalla. El mismo Informador así se calificaba a sí mismo. Este razonamiento era correcto. No debía creerle, por el contrario, debía refutar sus afirmaciones porque en la refutación encontraría más no fuera algo de verdad.
Si él decía que algo era negro, ella debía entender que en realidad era blanco. Debía saber leer el Informe y deducir las pistas correctas para dar con él. Su tiempo era escaso. Que el niño supiera andar solo por las calles del barrio le dio algo más de tiempo del que no disponía. Trabajar todo el día limpiando la mugre de adinerados no le dejaba mucho margen para proteger a Yoyo y cuidarlo de cualquier amenaza, y menos aún para perseguir al enemigo de su hijo. Ni el fornido morocho ni otros que eran sus compadres podían darle ayuda. Como siempre, estaba sola o prácticamente sola.
Un domingo dejó a Yoyo al cuidado de los vecinos. Él no precisaba que lo cuiden, pero sabía que aceptar esa orden aliviaba el ánimo de su madre.
Viajó hasta la calle Paso en el barrio de Once y buscó la pensión donde se hospedaba el Informador. Un cartel anunciaba “Hotel Alojamiento Familiar”. Llamó a su puerta. Era un edificio antiguo que tal vez en su época de esplendor fue una mansión o un petit hotel de los muchos que poblaron Buenos Aires en la época que la oligarquía tiraba manteca al techo, el juego que inventó “Macoco”5 el ricachón que despilfarraba el dinero a manos llenas.
Una mujer atendió su llamado. Era una rubia teñida, obesa y maquillada en exceso. Lo que más impresionaba de su rostro eran sus gruesos labios que lucían un color rojo intenso, rojo sangre.
La visitante preguntó por la señora Etchepareborda.
—¿Quién lo pregunta?
—¿Es usted la encargada?
—¿Quién lo pregunta? –replicó la mujerona.
—Alguien me mencionó sus pierrots de porcelana, los elefantes de bronce, los cisnes de vidrio, un Don Quijotes cromados y un gran Bambi de tamaño casi natural.
La mujer no pudo disimular su sorpresa.
—También dijo de un piano que usted dejó de tocar no bien falleció su marido –se persignó para impresionar a la mujerona– Dios lo tenga en la gloria.
—Soy la encargada, pero no sé quién es usted ni quién le dio esos datos.
—Solo quiero saber si aquí vive alguien que se hace llamar Fernando Vidal Olmos.
—No doy datos de mis inquilinos.
—Es un hombre peligroso.
—Acá está lleno de hombres peligrosos. Le puedo presentar una docena. Y si no le alcanza, tengo otra docena de vagos y borrachos. A yirar a otro piringundín.
—Solo me interesa ese tal Fernando Vidal Olmos.
—A mal lugar vino por una buchona. Raje de acá que esto no es un aguantadero, es un “hotel familiar”. ¿Ve ese cartelito que está ahí arriba? –dijo señalando la puerta de entrada–. Por si no sabe leer se lo repito “Hotel Alojamiento Familiar”. Rajá de acá. Ni putas ni fulleros, familia, ¡FAMILIA!
La mujer cerró la puerta y no atendió los insistentes llamados de la visitante. Se oyó desde afuera la voz de un hombre que preguntó “quién carajo golpea la puerta todo el tiempo”. Una loca, dijo la mujerona, una loca que quiere joderme.
—Si es una loca llamá a la policía.
—¡Callate pelotudo! Si llamo a la policía el primero en ir en cana vas a ser vos. Debe ser alguna con la que te encamaste y ahora viene a romperme los ovarios. Como si fuera la primera. Seguro le hablaste de mis adornos porque vos no podés tener ni la bragueta ni la boca cerrada.
El hombre soltó una carcajada.
—A quién le puede importar todas las mierdas que tenés de adorno. Un día te quemo todas las porquerías empezando por ese bicho asqueroso todo apolillado.
La mujer lanzó un alarido.
—Tocas mi Bambi y te corto las pelotas. Sabelo. Más apolillado está tu bicho y no se me ocurre prenderle fuego. ¿Con esas putas con la que andás usás forro por lo menos?
—Qué carajo te importa.
—A ver si me contagias tus mierdas. Un día te vas a morir sidoso, todo podrido.
—Podrido me tenés vos y no puedo hacer nada. Te aguanto porque no tengo dónde ir.
—Tomátela cuando quieras, hacete ciruja que roña es lo que te sobra. ¿No te gusta cómo estás acá? Seguí tu rumbo, me sobran tipos para cambiarme la lamparita y otras cosas.
Ella cree que lo último que escuchó fue “loca de mierda”, luego ya no se oyeron las voces del hombre y la mujer discutiendo.
Se fue, pero no estaba decepcionada. Estaba segura de que allí vivía el hombre que ella buscaba, la actitud de la encargada revelaba que estaba sobre una pista correcta. La mujer solo dijo “no doy datos de mis inquilinos”. Nunca negó que el tal Vidal Olmos no viviera en esa pensión.
El tipo que buscaba era de mediana altura, tez blanca, cabello castaño ni oscuro ni claro, color caca de bebé, se diría, gesto amargado, de tipo constipado. Esa descripción era suficiente para identificar a ese inquilino cuando abandonara la pensión para ir a trabajar, al mercadito o a comprar cigarrillos. Lo esperaría un día entero si fuera necesario, pero al final daría con él y entonces su vida y la de Yoyo empezaría a dirigirse en la dirección que ella esperaba.
La mujer caminó hasta la calle Venezuela a tomar el 96 de regreso al barrio. La tarde se evaporaba y el sonido de la ciudad se hacía algo intenso para esa hora.

XVIII

¿Quién diseñó la trampa del hombre bajito, llevando una pequeña valija y vestido de traje claro? La aparición de la madre en la pensión del Informador precipitó una decisión que estaba tomada.
En la gruesa libreta materna con letras mayúscula estaba escrito TRAMPA, pero no era la caligrafía de la mujer. Otro se tomó el trabajo de escribir esa palabra. Tal vez lo hizo para enseñar a Yoyo la dimensión de lo que estaba en juego.
Está dicho. No fue la madre la que ideó la encerrona, no estaba en sus posibilidades, tampoco Yoyo, quien todavía no estaba maduro para comandar una operación de persecución. La maquinaria de la venganza había sido puesta en marcha.
El mundo de los videntes, diría Yoyo ya hombre, es superficial. Los sucesos pasan ante sus ojos, pero ellos no pueden verlos realmente. Entre risas repetiría la vieja sentencia “no hay peor ciego que el que no quiere ver”. Los videntes apenas aprecian la superficie de los fenómenos, se quedan en la apariencia o, incluso, son engañados mediante ardides tan simples que a sus creadores termina dándoles vergüenza. La falsa apariencia gobierna el mundo de los crédulos.
Cuando una persona se autodefine como “investigador del MAL” debe saber bien de qué está hablando. Charlatanes en Buenos Aires sobran. Fanfarrones, cancheros, mitómanos, estafadores de todo tipo. Los peores son los escépticos porque esos recubren su ignorancia con frases altisonantes que memorizan extraídas de las solapas de libros que nunca han de leer.
Pero “investigadores del MAL” no abundan, por el contrario, es una condición rechazada. La sabiduría popular elude el MAL. MAL con mayúscula, porque existe el pequeño mal, intrascendente, casi inofensivo. La mezquindad del vecino, la envidia de la vecina, la pequeña injuria expuesta en una vereda o en la fachada de una casa. Pequeñas maldades que a diario abundan en la vida de las personas. Luego, si todo se mantiene dentro de cierta normalidad, vienen las expiaciones, las piedades reunidas en las oportunas ofrendas.
Gauchito Gil, San Expedito, Vírgenes milagreras, santos del Trabajo. La santería tiene un catálogo de milagreros para todos los males y para todos los deseos y para arrepentirse oportunamente de todas las pequeñas maldades que a diario se suceden en la vida de los seres comunes. Después de todo, el citadino es supersticioso. La ciudad produce sus propios fantasmas y conjuros para espantarlos. Y todo eso ocurre a diario, a nuestro alrededor, aunque eso nos asombre.
El tango es la manera de expresar todas las supercherías de la mejor manera. La mujer es el origen de todas las desgracias y la madre el bálsamo de todos sus consuelos. El mágico mundo del tango, desde el orillero al ciudadano, es un ejercicio de la metamorfosis de la superstición, porque el tango es, en última instancia, magia, idolatría y remedio. Todo es él como ninguna otra mítica creación.
Luego viene el fútbol que acepta todo tipo de cábalas. Rezos, ofrendas, pañuelos atados en sus puntas, caminatas a Luján sobre ampollas de sangre, donaciones. Tango y fútbol están en la sustancia primordial de los porteños. Resumen de manera humilde, bien y mal en su forma más humana.
Pero el MAL con mayúsculas está ahí, agazapado, expectante, discerniendo quienes serán sus próximas víctimas y por qué.
Porque lo que sale de las personas es lo que la contamina y alimenta el MAL. Esto dice la Biblia y no hay excusas para no aceptarlo. De dentro del corazón humano salen los malos pensamientos, la inmoralidad sexual, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, el engaño, el libertinaje, la envidia, la calumnia, la arrogancia y la necedad. Todos estos males vienen de la sustancia humana y contaminan a la persona. Los humildes saben que rehuir el MAL es sabio. La sabiduría no está en los libros, en los libros está el resumen de la sabiduría de tiempos pasados, pero el saber actual está en las generaciones que viven el hoy y el ahora.
Pero el Informador no solo pareció ignorar esta simple verdad, sino que creyó que podía manejar a su antojo asuntos que estaban muy por encima de sus capacidades.
El día que el fornido morocho atrapó a su perseguidor y lo zamarreó para darle un merecido susto y la mujer se quedó observando como aquel cobarde huía en dirección al centro, el ciego le habló en voz baja. De esa conversación no ha quedado registro. Pero sabemos por palabras del propio Yoyo que le entregó una pequeña tarjeta en la que estaba escrita con letra de imprenta una dirección. Guárdela y después la lee, le dijo y ella obedeció sin discutir.
Al regresar al hogar, Yoyo le recomendó leer la tarjeta. Ella no sintió asombro de que el niño supiera que portaba esa diminuta cartulina con unas letras mal dibujadas que referenciaban un nombre y una dirección.
Es acá nomás, en la villita, dijo la madre no sin cierta sorpresa. Yoyo agregó, es la casilla donde vive Atencio, el ciego de la villa.
La madre quiso saber cómo sabía de la presencia de Atencio. Yoyo rio, dijo los ciegos siempre nos encontramos. No hubo más que decir.
Atencio, a pocas cuadras de la casa de Yoyo y su madre se había instalado una villa. Era todavía pequeña, todos la conocían por la villita. Unos quince ranchos no más la componían. Sus habitantes eran muy pobres. La mayor población se repartía en dos extremos, ancianos y niños. En el medio una franja que crecía y decrecía de acuerdo a diferentes circunstancias. A veces los varones adultos huían de esa miseria sin rumbo cierto, a veces eran detenidos y encarcelados por robos menores o menudeo de droga, a veces alguno moría en una reyerta entre vecinos o un enfrentamiento con la policía, o uno bien mamado mataba a su mujer a golpes. La población de varones adultos no disminuía demasiado, pero tampoco crecía; y en lo que hacía a las mujeres, eran pocas las que huían de tanta mishiadura abandonando a los hijos y al marido. Las mujeres están hechas de otras pasta.
Así que eran los ancianos y los niños los que predominaban en aquellos caseríos levantados con chapa de alquitrán.
Atencio era el ciego de la villita. Pobre entre los pobres. Yoyo siempre supo que si se quiere pasar desapercibido en este mundo se debe ser pobre y negro. Lo ideal era ser mujer, pobre y negra. Pero si se era un varón ciego se alcanzaba la condición de “ignorado”, condición ideal para las acciones encubiertas que necesitaría una organización como la que debía orquestar Yoyo. Hay quienes ignoran a los ciegos y son los más; los hay quienes los repudian como el Informador, hay quienes le temen. Para muchos los ciegos son descartables, algo que existe de manera ocasional, genera una empatía temporaria y luego es descartado. Merecen y no siempre una limosna cuando el ciego extiende la mano vendiendo estampitas. Ese momento es cuando los ciegos se mueven entre los videntes sin levantar ninguna sospecha. Llevan y traen mensajes escritos en esas inocentes estampitas, aprovisionan a sus pares, distribuyen información falsa, recaban información importante. Oyen lo que nadie oye, huelen lo que nadie huele, ¿qué mejor espía, qué mejor infiltrado?
Yoyo trataba con Atencio antes de que su madre se decidiera a obedecer al fornido morocho que puso en su mano aquella menuda tarjetita. Y el viejo fue quien le dijo que había llegado el momento de ajustar cuentas con ese desgraciado del Informe Sobre Ciegos. Tal vez él hizo escribir la palabra TRAMPA.
¿Cómo sería la operación de limpieza? Él no conocía detalles, sí sabía que empezaría con las acciones de un vidente. ¿Un vidente? Sí. En todos los órdenes hay perduellis, cipayos si se prefiere. Yoyo nunca los llamó así, los denominó “adherentes”, no los quería ofender con nombres que remitieran a una condición peyorativa. ¿Qué era un perduellis? Un traidor. ¿Qué era un cipayo? Un traidor. ¿Quién acogería una causa si es considerado y nombrado como un traidor? Un traidor nunca inspira confianza. Adherente, en cambio, era un nombre inodoro, incoloro, insípido. Serenaba a ciegos y videntes. Yoyo los tuvo en alta estima y ellos fueron protegidos por el príncipe de los sicarios ciegos. Nunca dudaron de su generosidad y cuando Yoyo fue asesinado, fuero tal vez quienes más sintieron su ausencia, pues quedaron a merced de la revancha de sus pares quienes sí consideraron a esos adherentes responsables de alta traición. La traición se sabe, se paga con la vida.

XIX

Varias hojas de su libreta de anotaciones, la mujer las cruzó con una gruesa línea roja. En total, seis páginas fueron tachadas. Muchas para solo una línea roja. Obvió deliberadamente todo lo referido al inicio de la tramoya en la que iba a caer el Informador. Discreción, sabia discreción de la mujer quien prefirió reservar una información por demás interesante. Pero hay asuntos de los que, de todos modos, se alcanza a conocer más, no sea en parte su secuencia.
Esto se dijo y hasta es posible que fuera escrito por alguno de los biógrafos anónimos de Yoyo:
Gordo bajito de traje clarito actuando como en sainete. Conteniendo la risa con el mismo esfuerzo que el hombre que lo acompañaba, cuando este le hablaba al oído, tal vez diciéndole palabrotas sobre el Informador a quien observaban sentado en la primera mesa del barsucho frente a la pensión, bebiendo un café insoportable, haciendo un verdadero esfuerzo por apretar su vejiga entre sus piernas para no orinarse. El “investigador del MAL” no sabía disimular la emoción que sentía, por lo que él creía era un feliz descubrimiento. La emoción afloja los esfínteres y a cierta edad la distancia ideal entre próstata y uretra está reducida a la incontinencia como amenaza en ciernes.
El “anzuelo” (el gordo de traje clarito), podría haber intentado mostrarse de un modo menos teatral; hablar por un celular sin aspaviento, mirar al informador con indiferencia, parecer extraviado. Pero no llevaba celular, estaban prohibidos (de lo que se dirá cuando corresponda), no sabía mirar sino de ese modo simple y evidente, y no se mostraba como alguien que se había extraviado en la enorme ciudad de la furia.
Lucía ese traje tranquilo de color marroncito pálido y deficiente que hacía su rostro más blanco e insignificante, más redondo y caritativo. En el bolsillo superior, en el lado izquierdo del pecho, un escudo bordado que decía CADE. Movía a risa. Era, sin duda, una humorada de los organizadores de la redada contra el Informador. La CADE había desaparecido hacía años entre escándalo y escándalo de sobornos y fraude; salvo que ese hombrecito hubiera regresado del pasado o solo si hubiera conservado en perfecto estado el viejo uniforme de aquella empresa, entonces ¿qué significaba esa sigla?
Tal vez la humorada no estuviera en el propio nombre sino en su significado, sus implicancias. Fraude, estafa, mentira, soborno, engaño. Todo ello y más. CADE era sinónimo de corruptela y desfalco, de impunidad.
Tal vez en el uso de esa sigla estaba cifrado un mensaje que el Informador, por su propia ceguera porque ya se sabe “que no hay peor ciego que el que no quiere ver”, era incapaz de comprender.
El gordo de traje clarito llegó acompañado por otro adherente. Este, a diferencia de su compinche, vestía un traje oscuro y no tenía bordado alguno que lo identificara como perteneciente a la corporación eléctrica o ninguna otra empresa.
Cuando Yoyo conoció el detalle de la historia nadie pudo explicarle por qué se asignaron dos hombres para la maniobra vestidos de manera completamente diferente. Atencio, quien desde que tomó contacto con Yoyo nunca se apartó de él, sospechó que al mostrar dos hombres vestidos de manera tan distinta se provocaría en el Informador una duda que lo induciría a deducciones ridículas como era su costumbre. Pero en realidad no sabía qué razones hubo para ello, y tal vez solo se trató de un hecho casual. No era un dato importante, pero Yoyo siempre deseaba descubrir el porqué de cada decisión, ello lo ayudaba a razonar sus propias determinaciones.
Se trató de otro hombre bajito tanto o más que el primero, al que el informador describió semejante a Pierre Fresnay y así lo dejó escrito. Esta comparación causó mucha gracia a Yoyo cuando le fue mencionado. Nadie por entonces sabía quién era Pierre Fresnay, tampoco Yoyo, y no importaba a nadie quién era ese fulano de nombre francés. Atencio dijo un franchute nada recomendable, un colaboracionista de los invasores alemanes.
La comparación del hombre con Fresnay no pareció antojadiza. Pero Atencio le restó importancia y simplificó su explicación a un comentario jocoso sobre las ocurrencias del Informador para referirse a un hombre de apariencia común, casi calvo, de mirada melancólica y aspecto lacayuno. Todo hacía presumir que el hombre de traje clarito sería quien ingresaría a la pensión con algún pretexto. Pero no fue él sino el otro, el de traje oscuro, quien lo hizo de manera intempestiva. ¿Preguntó por Iglesias, el hombre que había sido cegado por el Informador y que rumiaba su odio contra el responsable del accidente?
El gordo de traje clarito siguió hasta la esquina próxima y allí se detuvo a esperar el regreso de su compadre.
Al cabo de unos minutos el compinche salió de la pensión con la misma energía con la que había entrado y se dirigió a paso firme para encontrarse con su compañero. Hablaron vaya a saber si del desgraciado Iglesias o, por el contrario, de alguna cuestión intrascendente, pero lo hicieron sin discreción, ampulosamente, agitando las manos como si se tratara de una conversación importante con la aviesa intención de que el Informador los viera cuchicheando para provocar su curiosidad y estimular sus fantasías. Inducir a ideas equivocadas es fácil en un especulador que empieza a ser fagocitado por la paranoia propia de los conspiradores de bar, mientras apretaba con fuerza su vejiga entre las piernas para contener la orina que pugnaba por salir a como diera lugar.
Los dos hombres se fueron por Rivadavia en dirección a Once. El informador corrió al baño del barsucho. La flojera atacó también sus intestinos.
El baño del bar estaba sucio, era hediondo. El olor amoniacal era penetrante. Había orines por todo el piso y en las paredes de los compartimentos, excrementos. Los grafitis eran ininteligibles, pero uno, en hebreo, tallado en la puerta seguramente con un cortaplumas, decía “??????? ????”6 y abajo “?????? ????”7. Cualquier persona metida a perseguidor de ciegos hubiera reparado en lo extraño del grabado, pero en ese momento el interrogador estaba preocupado por sus espasmos y se convenció de lo ridículo que resultaba que un judío hubiera gastado su tiempo mientras defecaba en grabar trabajosamente esas letras.
Tiempo después, cuando ya no era útil el descubrimiento, comprendió la importancia de ese extraño grafiti. Alguien le tradujo el mensaje grabado en la puerta del baño, en hebreo fue escrito “Ceguera mental” y “Edipo Rey”, la advertencia de quien da una oportunidad a la víctima de comprender de manera cabal con qué se ha involucrado.

XX

Iglesias le hizo saber a la dueña de la pensión que la entrevista con el visitante había sido importante.
—¿Pero usted sabe quién es? –la mujer preguntó con malicia. Iglesias se mantuvo en silencio–. Para usted este tipo debe ser un desconocido porque ni sabía su nombre. Dijo “vengo a ver al ciego de la habitación siete”. ¡El ciego de la siete! Eso fue todo. Yo le dije “¿Don Iglesias?” Y el tipo insistió “el ciego de la siete”. ¿Le parece don Iglesias que es modo de preguntar por alguien que sufrió una desgracia como usted? ¿De qué entidad benéfica es este tipo casi enano vestido con un ridículo traje oscuro? Encima, ¡estuvo un par de minutos! La visita duró menos que perro en misa. Qué joder, señor, no se deje embaucar por estos que se aprovechan de los discapacitados.
La palabra discapacitado provocaba en Iglesias un rechazo profundo.
Toda esa perorata no sirvió para hacer que Iglesias comentara algo interesante; se mantuvo en silencio, refugiado en su ceguera, balbuceando apenas “psee”, “ah”, y uno que otro onomatopéyico, casi un eructo porteño. La mujer no podía percibir sentimiento alguno en los ojos quemados del inquilino y eso la ponía muy nerviosa.
El hombre de traje oscuro habló con Iglesias brevemente. No más que un par de minutos, el suficiente para pronunciar unas pocas docenas de palabras. Pero deben haber sido las palabras más correctas que el novel ciego escuchó en toda su vida. Todavía el hombre no dominaba olores y sonidos y ninguna vibración externa significaba algo para él. Pero sus palabras fueron convincentes. Su silencio, su lealtad, demostraron de manera certera que había comprendido el mensaje y de quienes provenía.
Una reunión muy reveladora, así le dijo a la encargada, quien no sabía cómo abandonar al incómodo inquilino ciego para salir en busca del Informador, quien le había adelantado un buen dinero para que oficiara de alcahueta.
Iglesias estaba advertido de la espía. El visitante le prometió regresar, pero en algún momento en que la alcahueta y su insoportable y violento marido no estuvieran en la pensión metiendo sus narices. Le confesó que hacía mucho tiempo que tenían controlado los movimientos de la mujerona y el hombre y también del que se hacía llamar Vidal Olmos.
A Iglesias oír el apellido Vidal Olmos le provocaba un particular deseo de venganza. Pero su visitante le dijo en su segunda visita que la venganza así propuesta no era útil porque no tendría modo de ejecutarla. La venganza no debía conllevar sentimiento alguno, debía estar vacía, indiferente. No se trataba de odio porque el odio pone en movimiento muchos factores impredecibles. Era algo difícil de comprender, pero de lo que se trataba era de servir al bien común para que de manera comunitaria se resolviera el justo castigo con ese “maldito desgraciado”.
Debía ceder ese deseo de revancha a quienes estaban en condiciones de llevarla a cabo sin posibilidad de error y sin descuidar ningún aspecto, cumpliendo con sosiego la ejecución de tal manera que la operación fuera exitosa por completo. Matar no era un acto surgido del odio sino de la planificación. Ya se había seleccionado a dos para la ejecución. Le sugirió paciencia y saber esperar para disfrutar.
Su aporte sería informar todo lo que creyera necesario y, muy en especial, no dar a entender nada de lo que se estaba tramando. Hay que decir que Iglesias cumplió cabalmente sus compromisos y eso lo hizo ingresar a los primeros estadios de la ceguera de manera rápida.

No una cofradía, no una secta maléfica. Nada de eso. Solo se trataba de esperar a Yoyo, al líder, a quien le daría sentido a todo lo pasado y a todo lo porvenir. ¿Quién era Yoyo? ¿No debió preguntar Iglesias al menos por el significado de ese nombre o por alguna mención a sus supuestas virtudes? Pero no sintió esa necesidad. El propio Informador fue quien empujó al “ciego de la siete” a esa confianza inaudita que sentía por alguien a quien no conocía y a quien no podría ver nunca.
En la libreta materna había toda una mención al ciego que paraba en el Centro Naval y de quien el informador escribió ese ciego alto de sombrero Orión, de unos sesenta años, que permanece eternamente silencioso con sus lápices en la mano y que da toda la impresión de ser un caballero inglés venido a menos por un espantoso azar de la fortuna.
El nombre de ese ciego no estaba escrito en la libreta materna ni en ningún otro documento, y Yoyo nunca lo mencionó por su nombre. Solo era el ciego del Centro Naval. Atencio conocía de quién se trataba, pero como era un ignorado podía mantenerse en silencio reservando sus informaciones para el gran jefe, sin divulgar datos que podrían haber puesto en jaque al reino del extraordinario sicario.
Pero el ciego del Centro Naval era un nodo en la basta red tendida alrededor de la Plaza de Mayo. Lo importante era la red y el cuidado de cada nodo pasó a ser un problema que en pocos años insumió mucha dedicación de Yoyo cuando este ya era el príncipe de los sicarios.
El ciego del Centro Naval era un ex militar cegado en un accidente con pólvora durante un ejercicio. Ese accidente lo privó de su carrera militar y, como suele ocurrir con aquellos que imaginaron para sí un único destino, el fracaso en sus aspiraciones se transformó en un suceso tumoral del espíritu y la inteligencia y devino en un rencor indestructible contra los videntes que decidieron dejarlo fuera de la institución militar. La ciega, a la salida del subte “D” (la Ciega de la Plaza de Mayo), fue su primer contacto y ella lo ayudó a transformar su odio en disciplina al servicio de la causa de los ciegos. Su primera formación militar lo favoreció en ese sentido, y así recuperó su capacidad de obediencia y, de una manera diferente pero efectiva, el comando de operaciones especiales. Su silencio, su aspecto osco y desprolijo, su manera casi ausente de ofrecer un puñado de lápices que nadie compraba más por temor al ciego que por otra causa, lo hizo un gran colaborador siempre atento. La decisión de instalar al hombre en la puerta del Centro Naval no fue accidental. El lujoso edificio proyectado por los arquitectos Mallet, en fastuoso estilo academicista, está ubicado en uno de los puntos cruciales de la vida financiera y bursátil de Buenos Aires. Desde allí se puede seguir el movimiento de los oligarcas, de las finanzas y la troupe que los rodea de vividores, drogadictos y prostitutas “VIP”, como se las llama para diferenciarlas del resto.
La madre también comentó las extrañas divagaciones sobre las imaginarias jerarquías que el informador describió librado a su delirio. Se refirió en especial al siguiente comentario El sistema de promoción es tan esotérico, que creo por demás dudoso que nadie pueda conocer jamás la identidad de los Tetrarcas.
La palabra TETRARCAS fue escrita con mayúsculas y luego subrayada con el grueso lápiz rojo de carpintero. Cómo el Informador había llegado a la conclusión de que el mundo de los ciegos se dividía en cuartos y cada cuarto era gobernado por un señor de la maledicencia, una especie de señor de la guerra que regía a su antojo una porción de ese mundo imaginario. Para la mujer el Informe era una larga sucesión de divagaciones. A la primera de todas, la sospecha de una secta todopoderosa que buscaba el control de la sociedad, le seguían derivaciones que iban hundiendo cada vez más al relator en la espiral de su delirio hasta hacerlo perder toda diferencia entre la realidad y sus fantasías.
Ella se preguntó en un apartado si esa confusión resultaría beneficiosa para Yoyo, para que este tuviera el suficiente tiempo como para prepararse para su reinado. Y, más abajo, casi como una nota el pie escribió también en letras mayúsculas SI, cuanto más se hundiera el informador en sus suposiciones, más y más se alejaría de la verdad y al hacerlo, más y más protegería al niño sin siquiera sospecharlo. ¡Aleluya! Tal desquicio mental incrementado en proporciones patológicas resultaba un atajo hacia el éxito que la mujer no habría nunca podido suponer. Del delirio a la muerte el tránsito sería apenas un suceso interesante.

Iglesias era de contextura mediana y rostro redondo. Estaba algo obeso desde el incidente. El aspecto de sus ojos quemados por el ácido no había cambiado demasiado su fisonomía. Se lo apreciaba rasurado y vestía prolijo y discreto. A ello contribuía la encargada de la pensión, quien cobraba por sus servicios una suma que Iglesias podía pagar.
El par de anteojos oscuros que usaba para esconder sus laceraciones resultaba suficiente y aún no se había hecho de un bastón blanco, lo que hacía menos evidente su condición de hombre ciego.
La cúpula transparente de ambos ojos estaba afectada por un aspecto rugoso y un color rojo, dos cualidades muy características de ese tipo de afecciones. Las causticaciones eran profundas y todas las consultas con cirujanos oftalmólogos dieron el mismo resultado, no había manera de reparar semejante estropicio. Eso incidió severamente en el ánimo de Iglesias y su rencor contra el Informador creó las condiciones espirituales adecuadas para que los adherentes lo abordaran con éxito. Las pocas docenas de palabras que aquel desconocido le murmuró casi al odio fueron música vital para quien se daba por descartado como un ser productivo.
Fue el gordo de traje clarito identificado por su escudo de la empresa CADE y el de traje oscuro quienes ayudaron a Iglesias a salir de su encierro y a dar un paseo. Fue el primero en su condición de ciego. Toda la escena fue debidamente calculada para provocar al Informador a decidirse a iniciar su persecución.
Los siguió a una distancia que consideró prudencial. Esa fue la primera vez que Iglesias captó una vibración, un movimiento que lo circundaba y que empezaba a estimular sus otros sentidos. Así lo dijo a los hombres que lo guiaban en el paseo. No podía explicarlo, pero él sentía que por algún fenómeno de la química o de la física podía percibir la presencia de su perseguidor a una distancia entre cinco y diez metros. La prudencia muchas veces no es suficiente cuando se trata con seres acostumbrados a sucesos extraordinarios.
Iglesias confesó que cierto escozor se producía en sus deteriorados globos oculares y que esa picazón inexplicable luego se adentraba hasta una zona del cerebro que él nunca imaginó, podía captar fenómenos tan singulares y producir sensaciones hasta entonces desconocidas.
El gordo de traje clarito le dijo algo sobre su metamorfosis, una explicación que Iglesias no alcanzó a comprender plenamente.
Los tres hombres subieron a un colectivo que iba a Barrancas de Belgrano. Detrás de ellos el perseguidor intentaba mantenerse algo alejado, convencido que esa distancia y el ocultarse detrás de otros pasajeros lo ponía a salvo de ser descubierto.
Fue el de traje clarito quien ordenó, a la altura de Virrey del Pino, descender en la parada de la calle Sucre.
Donde estamos, preguntó Iglesias. La mención de la calle Sucre lo sorprendió. En su nueva condición de ciego, las distancias habían adquirido otra sustancia. Se cuestionó cómo no podía saber por cuánto tiempo habían viajado.
Los dos hombres le explicaron que por algún fenómeno que ellos no podían explicar, por qué eran videntes, los ciegos captaban espacio y tiempo de un modo original, y que en ese novedoso estímulo radicaban sus nuevas interpretaciones de la realidad. Su manera de comprender tiempo y materia cambiaría radicalmente. La materia halla su forma de ser en el movimiento y lo que él empezaba a captar era esos movimientos. También le dijeron que le llevaría algún tiempo ajustar los mecanismos de reconocimiento que su cerebro poseía, pero que hasta entonces no había precisado utilizar.
¿Fue en ese momento que Iglesias habló de su deseo de deshacerse de su perseguidor? Tal vez. No hay ninguna anotación en la libreta materna sobre tal posibilidad. Pero algunos biógrafos de Yoyo aseguran que los dos hombres, el gordo de traje clarito y el otro de traje oscuro, le respondieron que él no debía comprometerse en esa empresa y que quienes se ocuparían de ella ya estaban asignados.
¿Fueron ellos los que sugirieron que mejor era deshacerse de la encargada y su patético esposo-novio-amante-cafisho venido a menos? Es más probable, pero no seguro y de esto se dirá más adelante.
Siguieron caminando, atrayendo a su trampa al informador. Por Sucre hasta Obligado, por Obligado hasta Juramento, por Juramento hasta Cuba, por Cuba hasta Monroe, por Monroe hasta Obligado y por Obligado hasta Echeverría.
El informador sospechaba que los hombres que guiaban al ciego hicieron esa caminata circular con el objetivo de despistarlo. Pero no fue así. Ese recorrido fue aleatorio. Podía haber sido el que fue como cualquier otro. La razón por la que fueron y vinieron fue que mientras duró el paseo fueron elaborando el modo y el momento en que inducirían al Informador a eliminar a la encargada del “Hotel Alojamiento Familiar” y del pelafustán que vivía de ella y malgastaba su pobre vida en drogas y viejas prostitutas que por unas líneas de cocaína se encamaban con ese despreciable sujeto.

XXI

Elucubrar la muerte ajena era estimulante y así lo sintió Iglesias. ¿Estos detalles de la historia son verdaderos? Difícil afirmarlo tanto como negarlo. En la libreta de la madre de Yoyo hay pocas referencias a hechos que no estuvieron directamente vinculados a su hijo. Pero la vida no se resume en unas cuantas páginas de una libreta por más puntillosas hayan sido las anotaciones. El mundo, diría el gran peruano, es ancho y ajeno.
¿Quién mató a la mujerona y su compinche? Los biógrafos de Yoyo y no tan solo estos, encuentran en el modo en que fue asesinada la pareja una cierta alteración del modus operandi de los seguidores de Yoyo, tanto de quienes lo precedieron y crearon las condiciones para su reinado, como de quienes compartieron con él sus hazañas criminales.
De parte de esta hueste, la muerte siempre se ejerció como un delicado asunto de la ciencia y el alma, aunque en el caso de la mujerona y su cafisho también pudo tratarse de una excepción razonable. Ciencia como la que cultivó Yoyo en su vasto conocimiento de la anatomía humana. No era cosa de acierto, de buena puntería cuando penetraba por el cuello hacia la médula espinal para producir ese corte homicida. Mucho fue el tiempo que ocupó su madre en hacerle conocer detalles de la anatomía humana para que él uniera a esos conocimientos sus extraordinarios dotes sensoriales que le permitieron hacer de su trabajo un acto tan placentero como exacto. Para mejor decirlo, en la exactitud estaba el placer. ¿Qué disfrutaba más Yoyo, la perfección de la ejecución o la muerte del condenado? Sin dudas el modo excelso de provocar la muerte, esa perfección extraordinaria, ese pequeño túnel elipsoidal que iba de la epidermis a la sustancia vital de la médula ósea.
Matar es siempre una complicación y el modo de resolver un crimen de parte de Yoyo lo demostraba como un hombre que había resuelto en la sencillez el ejercicio del sicariato en su máxima expresión.
Nada de brutalidades innecesarias, esta fue una regla para Yoyo y sus seguidores. Cierta cuota de sadismo siempre está contenida en un homicidio, algo de placer íntimo y sustancial. Pero la exquisitez es un componente infaltable en la química del crimen. El lector puede desconfiar de estas palabras porque dirá que también o, mejor dicho, lo más importante era el dinero, porque el dinero es el combustible de todo crimen por encargo. ¡Verdad! El dinero mueve al mundo, hace miserables a los santos y hasta creyente a los incrédulos. El dinero es el flujo vital de un mundo en el que todo se compra y todo se vende. La mercancía por excelencia, el Hombre, la Mujer, los seres humanos. La más preciada de todas las mercancías, la única que puede producir valor y generar riqueza de manera inagotable. El crimen por encargo era de alguna manera un sistema de alteración de la cosmogonía de la riqueza y también de regulación del mercado del atesoramiento.
En la libreta de la madre una frase llamó la atención de todos los lectores
Los cobardes e incrédulos, los abominables y homicidas, los fornicarios y hechiceros,
los idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego
y azufre, que es la muerte segunda.
Ni una letra sobre el dinero, todas sobre el espíritu. La religiosidad de la mujer nunca fue puesta a prueba ni en duda. Era una forma particular de adorar a un Dios que podía ser tan canalla como protector. Sus consideraciones sobre Dios que se referenciaban en las del propio Informador al principio de su Informe Sobre Ciegos no es que permanecieron inalterables. Todo muta, la metamorfosis de la mente y que tiene su correlato en el espíritu es permanente, nada permanece como es, todo cambia. Y en ella el sentir religioso también fue mutando de un escepticismo manifestado en el rostro del informador como una constipación que comenzaba en la parte más baja del intestino grueso y se expandía hasta tomar por asalto toda su ideología, a una adoración a la divinidad de un estilete de acero alemán.

Blanda y exangüe sobre el piso de pinotea, la encargada muerta yacía despatarrada. El cadáver lo descubrió una pensionada que al primer vistazo dudó si gritar de espanto o reír de satisfacción. Vieja hija de puta, al final encontraste lo que te merecías. Se piensa, pero no se dice. Una arcada, dos arcas, y a pensar con serenidad y no hablar de más. El pez por la boca muere y en boca cerrada no entran moscas. En todo eso pensó la mujer apelando a su modesta pero correcta sabiduría popular.
Seguro la mató ese desgraciado. Tampoco se pronuncian palabras acusatorias si uno no quiere meterse en líos con la policía. Todos los vecinos sabían que el pequeño cafisho merquero y la obesa mujerona eran confidentes de la policía. ¿Y el Informador qué podría tener que ver con ese homicidio? Tal vez nada, debería ser el menos interesado en despachar a su alcahueta que además le había echado el ojo al hombrecito imaginando una noche de amor imposible. El Informador sentía un profundo rechazo por la mujer, y cuando se imaginaba sumergido en el tejido adiposo de la confidente, sufría un ahogo que se le hacía insoportable.
El Informador se enteró del crimen cuando la policía científica estacionó su camioneta al frente de la pensión y un grupo de varios disfrazados con mamelucos celeste entró al trote al edificio. Pregunta obligada ¿Iglesias? Porque para el Informador el primer sospechoso era el recién llegado al “mundo de los ciegos”. Estaba seguro de que ese asesinato fue el pasaporte de ingreso a ese mundo y a partir de entonces, ya integrado a las tropas de los amos de la oscuridad, Iglesias sería protegido por sus superiores. No le cabía duda al asunto. ¿Y el cafisho? Habría huido porque era en definitiva un pequeño y miserable cobarde. No era un verdadero dealer, no era un tipo de esos que viven al límite todos los días. Era un modesto distribuidor de droga barata y un alcahuete de la policía.
Sobre la muerta se dijo demasiado. ¿Por qué tanto esmero de la mujer en describir a la difunta? Reírse no hubiera sido adecuado y hubiera provocado la duda de los paisanos que habitaban el pensionado. Ningún santo varón allí ni virgen de los consuelos, pero todos sabían cómo había que comportarse en tales circunstancias.
Al descubrir el cadáver decidió que lo mejor, después de gritar desaforada, era hablar y hablar sin detenerse sobre la muerta, sobre su aspecto, sobre sus cortaduras.
Gritó como espantada con su mejor voz, estalló su garganta en un grito interminable. Ronco, duro, esmerilando el aire. Durante largos minutos el grito atrajo a la vecindad y, a partir de reunir un auditorio considerable, habló y habló sin parar. Detalló lo que había visto del inmenso cadáver hasta que logró provocar náuseas a todo el auditorio. Sangre, coágulo, tejidos, tripas. La insoportable levedad del ser de un enorme desperdicio humano.
El cadáver yacía desparramado como una mancha extraña, era un collage patético y pastoso. Le cortaron el gañote. La mujer insistió con que fue degollada. Le cortaron el gañote. Repitió con ahínco y el degüello resultó por las palabras en la letanía de un claroscuro barroco.
Al descender siguiendo la mancha de sangre y coágulos que iba de la herida del cuello al vientre, descubrió que también le habían abierto la panza de lado a lado. Asomaban los intestinos por la enorme herida y, más abajo, el tajo se continuaba hasta la entrepierna. La cortaron la cosa. La mujer gritó “le cortaron la cosa”. Cada uno de los testigos del relato sacó la conclusión que más le apeteció. Venganza, crimen pasional, fiesta negra.
¡Qué barbaridad! Exclamó el primer policía que se hizo presente. Pero esa fue todo lo que pudo decir, para nada científico. ¡Qué barbaridad! ¿Y el petiso? El petiso era el cafisho-novio-marido-amante-explotador de la mujerona.
Ni rastro de él. El petiso había desaparecido. Pregunta inevitable del policía al silencioso auditorio. ¿No habrá sido ese petiso pelotudo? Una pregunta que condensaba varias preocupaciones, pero que no obtuvo respuesta. Investiguen, para eso están, dijo alguien que estaba al final del tumulto y por eso pudo esconder su rostro. Investiguen. El policía podría haber dicho a quién le puede interesar investigar cómo murió la gorda. Lo primero que se aprende en el cuerpo de cadetes de la policía es a cerrar la boca.
El vínculo entre encargada-cafisho-policía era importante. Ella pasaba el dato de cada pensionado y reservaba dos habitaciones para cubrir algunas necesidades de los policías. A veces era el refugio de algún mandamás policial con una prostituta que servía de amante. Otras, el aguantadero de un fugado de la “Justicia”, uno de tantos que tenía arreglos con la policía pero no con “los representantes de la ley”. El pequeño proxeneta era el dealer de todos los adictos de aquella zona. Distribución y control. Setenta y cinco por ciento para el comisario, quince para distribuir entre la tropa, diez para el cafisho. Nunca se quejó porque la cobardía puede ser buena consejera. No era mucho dinero, pero tampoco era nada. Y ahora el tipo había desaparecido y quedaba ese inmenso cadáver que parecía haber sido despostado por un principiante de carnicero.
La policía terminó por dispersar a los espectadores. Rajen de acá, gritaron los policías, que vienen a mirar chismosos de mierda. La señora que descubrió el cadáver, dudó en qué hacer, y se decidió por retomar sus gritos y hablar con desenfreno hasta que fue llevada a la comisaría como testigo. Los vecinos se fueron cada uno a su habitación. Llegó el fiscal y pudo ver la muerta que empezaba a hincharse, gases internos, grasa que chorrea, alimentos que yacen en las tripas y que empezaban a pudrirse. Tufo rancio que perfumaba el ambiente; pronto sería un olor insoportable.

Después de la aparición del cadáver de la encargada, el hombrecito gordo de traje clarito y el otro, el de traje oscuro, no volvieron a verse merodeando la pensión. Iglesias dejó su encierro y su titubeante andar. Fue uno de los pocos que nunca preguntó nada sobre la muerta y el cafisho desaparecido. A su ceguera la agregó sus silencios, se volvió discreto y reservado. Así entró al verdadero mundo de los ignorados, aquellos que pasan desapercibidos y pueden de ese modo ser parte de verdaderas conspiraciones. Integrar el séquito de un sicario del orden de los magistrales como lo fue Yoyo, no es destino menor en la vida de un hombre que fue involucrado en todo aquello por capricho de un informador.
No sentía rencor, un sentimiento que va dejando su resaca insoportable y que termina pesando en el corazón, el estómago, en la cabeza. Él tomó su dolor e hizo con él lo que pudo. Pero hizo algo con el dolor, algo trascendente, se sirvió de él para transformarse.
La oscuridad dejó de sentirse como una metástasis del horror y adquirió un volumen y una densidad que alternaban episodios de calma y de energía nerviosa que empujaban siempre en la misma dirección. No lo decía en voz alta para no pasar por loco, hacia allí, hacia allí, siempre en la dirección que lo acercaba a la etapa final de su metamorfosis cada vez más alejada de creerse un monstruo. Nada monstruoso, no había nada en su genética que lo colocara en una subespecie de la monstruosidad. Era un ser humano, como todos, envuelto en esas sombras impredecibles que lo volvían a cada instante más perspicaz y más seguro. Hubo un momento que dejó de maldecir su destino, fue el punto de ruptura, fue el momento en que asió su desgracia y se deshizo de ella definitivamente. Su vida ya no sería un desperdicio y encontraría en los sucesos por venir una entera satisfacción como no había experimentado nunca antes.

XXII

“Madre, dijo Yoyo”. Así dejó escrito la mujer en su libreta. “Madre, dijo Yoyo” y luego nada. Ni una palabra escrita, ni un dibujo o un símbolo. A esa palabra “Madre” y la afirmación “dijo Yoyo”, le siguieron tres páginas en blanco. Imposible saber qué ocurrió entre ese ¿llamado?, ¿evocación?, y las tres páginas en blanco. En la cuarta página realizó anotaciones de lo que el Informador llamó “la etapa más ardua y arriesgada de mi investigación”. A esta afirmación le siguieron varios signos de admiración.
“Madre”. Lo que importaba era ese llamado. Lo que sigue es una elucubración. No debe impacientarse el lector ni el investigador. Trate de escuchar la voz de Yoyo llamando a su madre. Es una ocurrencia que brota de la imaginación, pero es un buen ejercicio. La palabra de un ciego a su madre adquiere una importancia que no cuantificamos adecuadamente. Su voz sale como un canon missae que empieza Te ígitur a ti, pues, y acaba con el paternóster que estás en los cielos.
Él no la ve, pero la oye, la siente, vibra con ella a medida que ella inhala y exhala. Percibe la saliva brotando de la lengua y en la lengua esa capa gomosa producto de una sed que viene de la primera diabetes que ella desconoce. No sabe que está enferma, ni lo imagina. No solo la diabetes la matará sin previo aviso. Crece un aneurisma en la intimidad del tronco encefálico. Corrección, la diabetes será la condición primera de la ruptura de su aneurisma en la base del cerebro. Vaya ironía, entrenar al hijo para que mate cortando la médula de sus víctimas y morir por un aneurisma que hará, justamente eso, corta la médula en dos, a dos centímetros del pequeño cerebelo.
“Madre” – “Madre” – “Madre”. Luego nada. Una, dos tres páginas vacías. Ahora suponemos: Yoyo y su madre hablan del instrumento que la mujer puso en las manos del muchacho. Es nuevo, desconocido, atrayente. Su forma no tiene inconvenientes, es delgado y parece eficaz. A su tacto se percibe una sencillez que no desespera. Simple como las mejores cosas. Yoyo pregunta de dónde sacó ese instrumento. Ella dice lo tallé con esmero.
Era una pieza interesante. Unos veinte centímetros de largo y de poco grosor. Un filo modesto y una punta inquietante. Yoyo lo recorre una y otra vez, de adelante hacia atrás y de atrás hacia adelante. Como un artista trata su instrumento para la creación, un pincel para el artista plástico o una estilográfica para el escritor. Pero sus manos se movían no como las del pintor, no como las del escritor, sino como las manos de Nobuyuki Tsujii, y movía las manos como él en el piano y movía su cabeza como cuando él interpretaba un concierto. Yoyo se percibió a sí mismo como una metáfora cruel de la genialidad de Nobuyuki Tsujii en el extremo de un mundo sumido en la miseria.
Ya crecido, tiempo después que había muerto su madre, dedicó muchas horas a escuchar sus grabaciones. Admiraba a Noboyuki. Y también admiraba a los “Murciélagos”. Qué disfrute. Música y goles. Nada superaba estos placeres salvo el sexo con Fulana. Fulana era de alguna manera música y desenfreno, del pianísimo al fortísimo, del susurro al éxtasis.
Nobuyuki Tsujii era un desconocido para la inmensa mayoría del séquito. No podían pronunciar el nombre sin equivocarse una y otra vez, tropezando con consonantes y vocales. Yoyo aceptaba la mala pronunciación porque no estaba habituado a humillar a su gente. Los comprendía. Procuraba ayudarlos a captar cada uno a su manera como sonaba el piano cuando era tocado por Tsujii porque en su modo de ejecutar las notas se cifraba el exclusivo componente de la musicalidad del famoso ciego. Él sería famoso a su manera.

Vale decir que la mujer volvió a una caligrafía más serena. Parroquia de la Inmaculada Concepción escribió de manera circular. El círculo comenzaba en la letra “P” y terminaba en la “n”. La escritura era mansa. Del lado que se mirase se notaba un trazo sereno y casi perfecto. Era una caligrafía que adquiría cierta religiosidad.
Dibujó al costado del círculo una flecha y donde terminaba la flecha escribió dentro de un rectángulo “tangentes al círculo de la iglesia” y describió la tangente como una raya fría y descascarada de norte a sur y luego el modo como sonaban los escalones de madera mientras el hombre subía por ella hacia el primer piso persiguiendo a Iglesias y a su acompañante.
Al final de la escalera una puerta. La mujer lo sabía como si hubiese subido por ella muchas veces y atravesado esa puerta otras tantas, así que es lícito suponer que supo qué ocurrió puertas adentro. Sobre la escalera, la puerta y la habitación que le seguía había una nota breve y poco clara. El Informador, escribió, no se atrevió a abrir la puerta, ignoraba que al hacerlo no encontraría nada. Solo una habitación a oscuras y vacía.
Permaneció un breve tiempo parado frente a la puerta tratando de escuchar algún sonido. Pero no había ningún ruido, todo permanecía, para él, en silencio. Bajó por la escalera y salió a la plaza, se acomodó en una banco y desde allí observó las ventanas del edificio colindante a la parroquia sin comprender que era a su vez captado por algunos guardianes que estaban detrás de las ventanas oscurecidas.
Él no podía ni imaginar esa captación, una sutileza del hiperdesarrollo de los sentidos en los ciegos. El Informador ¿habría alguna vez podido percibir su propio olor? Los seguidores que esperaban a que Yoyo se transformara en su redentor, eran capaces de provocar alucinaciones olfativas para despistar a sus enemigos. Inducir a la fantosmia era un divertimento agradable. La sucesión de convulsiones del lóbulo temporal sacudían la inteligencia hasta descomponer las ideas en fragmentos inútiles.
El hombre olía a rancio, aunque no se percatara de ello; su perfume se percibía fácilmente. Ese aroma fue la advertencia de que el hombre no solo fisgoneaba, sino que merodeaba el departamento buscando la entrada a otra cosa. Él vio a Iglesias y su acompañante, el que creía parecido a Pierre Fresnay, a los que había seguido, salir del edificio.
Se preguntaba qué podría haber en ese departamento, detrás de esa puerta, qué ritos se podían haber llevado a cabo para la imaginaria iniciación de Iglesias al mundo subterráneo de los ciegos. Imaginaba túneles, pasadizos, cuartos ocultos y catacumbas a las que se ingresaba por esa puerta en el primer piso y se salía en otra dimensión donde primaba la ausencia. Vaciló unos momentos. “Vaciló” escribió la madre y subrayó la palabra con un lápiz rojo. Vacilar no era más que una extravagancia del personaje.
Luego escribió “volvió a subir las escaleras”, y sus pisadas sonaron desmesuradamente, como si cada pie pesara una enormidad. Cualquier persona las hubiera oído detrás de la puerta. Si hubiese sido un sordo, de todos modos habría absorbido las vibraciones en el piso, el golpeteo y el roce de los zapatos contra la madera.
Esta estaba cerrada con candado. El informador trajo a la rastra a un pobre tipo para que abriera el candado. ¡A la madrugada! Era un fulano del que solo se conoce su nombre por su letra inicial “F”.
“F” era Ferrán y Ferrán era íntimo de Iglesias. Esto lo ignoraba el Informador como tantas otras cosas. Se conocían de niños, cuando iban juntos al colegio. ¿“F” fue sorprendido por el insólito pedido del Informador? La madre escribió en su libreta NO. Todo fue premeditado. No hubo sorpresas.
Luego que “F” abrió el candado y se marchó exagerando su enojo, el Informador entró a la habitación en la que poco antes habían pasado largas horas Iglesias y el émulo de Pierre Fresnay. Sabemos el tiempo que estos dos hombres estuvieron dentro del departamento y el informador esperando afuera en la plaza, por una nota al pie en las anotaciones que hizo la mujer sobre este suceso. En total se trató de ocho horas. Ocho horas. Luego de escribir “ocho horas” silabeó “a-b-s-u-r-d-o”. Absurdo, exacto.
No hay detalle de qué hicieron Iglesias y su compinche durante todo ese tiempo. Tal vez hablaron, tal vez comieron, tal vez durmieron. O no hicieron nada más que perder el tiempo mientras compartían el desdén por ese perseguidor que permaneció durante horas sentado sobre un helado banco de mármol blanco.
El propio Informador relata en su “Informe” que ingresó a la habitación que estaba totalmente a oscuras y había un silencio de muerte. “Un silencio de muerte” era una expresión graciosa para Yoyo. Las leyó Fulana tiempo después, cuando la mujer lo ayudó a revisar las notas de su madre. Líneas abajo ella escribió que el silencio de muerte no existe. Así dicen quienes creen que puede decir qué ocurre cuando uno muere. Total oscuridad y silencio de muerte. Alineación de los componentes de una próxima desgracia. En la oscuridad total reina el silencio de muerte. Abajo, arriba, en todo, en la playa, en la hondura, el silencio, el espacio subyugador y horrible…8
No hay evidencia del silencio de muerte, aunque la ausencia de evidencia no es evidencia de la ausencia. La muerte es un suceso incognoscible para el vivo y solo el muerto podría decirnos del sonido o el silencio de la muerte.
Yoyo creyó que a partir de cierta fecha las lecturas en su madre se fueron entrelazando en su cerebro y produciendo cierto delirio que la fue replegando sobre sí misma.
El hombre ingresó a la habitación. Extrajo del bolsillo una linterna y alumbró las paredes de la primera pieza. Pasó de una pieza a otra y todas estaban vacías. Solo polvo, mugre, empapelados, desprendidos de las paredes, echando olor a engrudo podrido.
No estaba para nada conforme. Le llegaban desde afuera los sonidos de la noche del barrio de Belgrano, pero no alcanzaban a llenar el ambiente. A cada sonido su eco bajo la luz de la linterna que se hizo pálida y amarillenta. Él no podía apreciarlo, pero su rostro torno a un amarillo propio de un cirrótico terminal. Buscó en la cocina y también en el baño una mágica puerta que habilitara su ingreso al imaginario mudo de los monstruosos ciegos. Hurgó agujeros en techos y pisos y finalmente bajo el piso de pinotea reseca creyó encontrar el ansiado pasadizo.

XXIII

Inexplicables objetivos. Así debió llamarse este capítulo. Porque es común en la vida de ciertos hombres y mujeres, pero sobre todo de hombres-machos, el proponerse alcanzar inexplicables objetivos.
Y esta cosa inexplicable le ocurría a Vidal Olmos, como hubiera querido que lo llamaran en ese momento, quien en su mente configuraba imágenes de una escalera tubular que descendía sin fin a una oscuridad que parecía un moretón en la tierra producto de un golpe fantástico. Podía ver la escalera a través del piso de pinotea que establecía una frontera que dudaba en traspasar.
Se agachó para apreciar más de cerca su supuesto descubrimiento. Miraba lo que creía era la entrada secreta al submundo de las monstruosidades de los malditos ciegos. Y por qué la miraba de ese modo, extraviado, no hay manera de explicarlo con certeza. Era como verse en un espejo donde acecha un reflejo9 silencioso e iracundo. Sonó un piano como si fuera el mismísimo Art Tatum quien lo tocaba, pero el Informador no podía oírlo y Tatum no podía dejar de crear y ejecutar desvíos armónicos que iban a parar a cualquier parte, por la habitación, chocando con la madera del piso y haciendo ruidos similares a lo de un hombre descendiendo por la escalera tubular hasta el infinito.
Imaginó una cuña, una palanca para mover la tapa. Trabajó hasta que la levantó con gran esfuerzo con sus propias manos y entonces se animó al descenso en dirección al moretón al que conducía un estrecho pasadizo que describía las ondulaciones de una boa reptando en la espesura. A izquierda a derecha y nuevamente a izquierda y luego en línea recta no cien ni doscientos sino tal vez quinientos metros que lo llevaban mucho más allá de la avenida Cabildo.
¿Al final del pasillo? (cómo saberlo) rozó con la punta de su zapato derecho lo que creyó era el escalón de otra escalera. Y quiso ser como la escalera de Jacob y esto provocó una carcajada en la mujer, quien al pasar al papel de su libreta el relato del suceso del viaje del Informador por esas catacumbas, no pudo, sino reír por lo extraño de la comparación. Por aquella no había ángeles que ascendieran o descendieran y tampoco era lo que Vidal Olmos esperaba encontrar luego de tanto trabajo.
Subió la escalera y contó doce escalones. Llegó donde una puerta, más bien una portezuela por la que había que entrar agachado, y condujo su mano hasta el picaporte y abrió la puerta.

Inexplicables objetivos. La oscuridad renueva su aspecto. Es la prohibición de la luz lo que hace ese instante único e irrepetible. ¿Cálido? ¿Sutil? Inexplicable. El hombre lucha contra lo que él cree es la monstruosidad y oye a través del piso de pinotea seca el roce de una sombra que va en dirección a su incredulidad. Sublime aspecto de la nocturnidad donde moran los últimos jardines de flores negras. Vidal Olmos delira entre esos silencios con algo de íntima y última mortaja. Abrió la puerta a la que nunca se le había echado lleve, pero él creía que encontraba el secreto por el que había echado todo a perder ya sin remedio.

XXIV

¿Hacia dónde van nuestras vidas? Buena pregunta para Vidal Olmos pero inútil a esa altura de los acontecimientos. Tal vez el hombre en su momento reflexionó sobre el destino, pero al pasar la pequeña puerta al fondo de la última oscuridad en la que se hundía la escalera circular, el destino ya no tenía ningún significado. El Informador sucumbió a su propia especulación y su propio delirio.
Todos en algún momento divagamos sobre qué nos espera en la vida, si algo nos predispone a ser quien somos, a vivir este o aquel suceso. Son los avatares del “destino”. Sol o Soledad, esa presencia esporádica en la vida de Yoyo, le habló del avatar y le insinuó sobre la reencarnación, sobre la transformación de la sustancia humana en otra, tal vez agua-fuego-aire-tierra o simplemente una dimensión inasible de la angustia de la existencia, pero no recordaba si le habló de ello antes o después de revelar los testimonios incestuosos de la Biblia y que tanta curiosidad le había provocado.
Yoyo pensó en su destino sin angustia. Era joven y la palabra destino se le hizo familiar como ocurre con un juguete. La auscultó como si diseccionara un gorrión.
Conjugó un verbo en todos los tiempos, desear. Deseo. El verbo fue desear. Yo deseo. Tú deseas. Él desea. Todos deseamos.
Desear; daba vueltas sobre el verbo porque desear no era lo posible, así repetían como si él no pudiera oír a vecinas y vecinos cuchicheando. Hay que ver qué desea el muchachito para el futuro, decían al verlo pasar y luego que desee lo que quiera porque no conseguirá nada porque es ciego. A veces la voz buscaba dulcificarse y decía “cieguito”.
Si la vida es solo lo posible, Yoyo consideraba que estaba arruinado de movida. Por eso se decía a sí mismo que la vida para él era hacer posible lo que deseaba. Así fijó su norte, quiero esto y allí me dirijo. ¿Y cómo haría un ciego para obtener lo que deseaba? Hubieran preguntado, vecinas y vecinos. Pero Yoyo no consideraba eso como un inconveniente. Él podía desear una cosa y encaminarse a cumplir su deseo sin titubear y sin errar el camino.
Más de una vez se dijo que menos entendió el Informador el rumbo que había adquirido su vida a pesar de que tenía la posibilidad de apreciar la realidad hasta en detalle. Siendo tan evidente lo que le estaba ocurriendo el tipo nunca dejó de ser de los peores ciegos, aquellos que no quieren ver lo que está delante de sus ojos.
Yoyo nunca filosofó sobre ningún asunto cuando llegó a su adultez. Pensó su destino no como dilema, sino como entretenimiento. Después de una docena de ejecuciones se interesó en reflexionar sobre a dónde va la sustancia vital, la última, a la que se podía llamar alma, espíritu o legado de una persona. Fue un regreso a la conversación con Sole o Soledad, el enigma femenino en la vida de Yoyo.
El gesto último de una víctima antes de morir era una pista del espíritu y apropiarse de ese gesto tuvo para Yoyo una importancia desmedida. Podía tratarse de un gesto de amor, de odio, de temor. Del arrepentimiento si fuera que se tuviera esa rara cualidad.
Luego pensó en un sacramento, la pulpa de la fe hecha sistema. La apropiación de la gestualidad del muerto metamorfoseada en su sacramentalidad. El asesinato pasó a tener un don diferente, ya no era solo la acción del dinero como motor inicial del homicidio. El rito introdujo una espiritualidad de la que nadie hasta entonces había hablado.
El acto sacramental que Yoyo elaboró fue el alimento de muchos de sus seguidores, maná del que nunca más pudieron prescindir después de haberlo probado.
Comunión entre verdugo y víctima. Este fue un ejercicio que realizó en completa soledad, nunca dijo a su madre de esos pensamientos, no era el momento. No quería alterar su conciencia.
Le habló de dudas, de sueños, de aspiraciones, pero nunca de cómo establecería el vínculo con sus víctimas y menos aún de la trascendencia de esa comunidad.
Conocer el pensamiento de Yoyo fue siempre una incógnita. Su ceguera era al mismo tiempo su blindaje. No dejó nada escrito y su voz nunca fue grabada. No se conocen fotos de su persona y las que circulan no puede afirmarse que le pertenezcan.
No había expresión alguna en sus deformados ojos, no había sentimiento que se pudiera deducir a través de ellos. Esos ojos deformes imponían a su vez una distancia que el vidente no podía o no se atrevía a vulnerar.
Manrique escribió nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir. Escuchó estas coplas de boca de su madre muchas veces. Extraño. El país iba al abismo a lomo de Cavayo10 y ella le recitaba las “Coplas a la muerte de mi padre”. Padre, ¿una palabra que debió ser pronunciada?
¿A dónde iremos? Se preguntó Nezahualcóyotl mucho antes que Manrique pensara en el destino. Hijo, Madre, Informador, Destino. Una tetralogía que se rompió tempranamente.
Es impreciso el tiempo que transcurre entre los momentos finales de la vida del Informador y la muerte de la madre de Yoyo. Dos ríos que corrían paralelos y no desembocaron en el mismo estuario.
Cuando esas dos muertes ya se habían producido, el niño-joven se había vuelto experto en el manejo del estilete. De la madera al metal hubo un tiempo en que se imbricaron el instrumento y la persona. Ser dos y uno al mismo tiempo. Yoyo necesitó hacer de ese escalpelo su continuidad, la proyección de su íntima sustancia. Y el enigmático bisturí se fue descubriendo a su tacto, en la caricia del ataque certero, a su sentido del olfato, en el perfume del jardín de la muerte, en el sabor, a su manera de reposar en las papilas gustativas la muerte en un fragmento de tiempo y una burbuja de saliva.
Antes del estilete fue el estudio de la anatomía, el estudio perfecto. Piel. Músculos. Arterias. Venas. Vasos. Nervios. Huesos. Médula.
Es un misterio no develado cómo hizo la mujer para que Yoyo adquiriera el conocimiento científico sobre la anatomía del cuerpo humano de pies a cabeza. Menos aún cómo alcanzo el conocimiento anatómico de la zona que sería la preferida para ejecutar sus crímenes.
Foramen mágnum. Una magna abertura al interior del cráneo. Por allí entrará la muerte como el Informador lo hará al traspasar la pequeña puerta al final de la escalera sumergida en la mancha oscura. El hombre atravesó su propio foramen mágnum, algo que los ciegos ya tenían previsto. Todos sabían de ese hombre. Sonidos transmitidos, vibraciones terrenales, pequeñas musicalidades incomprensibles para los videntes, informaban a diario del intruso. Así que cuando traspasó la puerta la Ciega de la Plaza de Mayo lo estaba ESPERANDO. Con mayúscula, cómo él quiso que quedara escrito. ESPERANDO, como si al agrandar la letra, la espera adquiriera una dimensión diferente a cualquier otra espera.
Infierno helado, infierno negro. Afirmación de la fobia. Un ciego es viscoso, tiene la piel húmeda y fría como el de una lagartija, sangre fría, piel resbaladiza. Infierno negro, ¡cómo no sería negro el infierno de los ciegos! Puros estereotipos frente a la cándida luz de una linterna que una mujer ciega sostenía entre sus manos. De ese ser gélido y pavoroso, de esa simbiosis de zombi y medusa, a la sacerdotisa conocedora de secretos y misterios sagrados. El propio Yoyo llegó a considerar en su momento si todo no era más que una exageración para transformar en una fantástica aventura una vida inútil, un delirio paranoico y una muerte inevitable.
Ahí estaba la Ciega de la Plaza de Mayo, inmóvil, fosforescente. El hombre desmayado, aturdido y listo para el sacrificio.

XXV

De la libreta de la mujer: anotaciones sobre cómo murió la encargada de la pensión y cómo el cafisho que vivía de ella. Los dos eran socios del Informador.
Del pasado de la mujer se sabía muy poco. Decían que ella, siendo niña o adolescente11, vio morir a la madre a manos de su propio padre. Una golpiza propinada por un borracho. El hombre bebía solo ginebra barata. Apenas amanecía comenzaba a beber y así pasaba el día. A media mañana ya estaba borracho y a partir de entonces pasaba por distintos estados de ánimo. Indiferente, abúlico, irritable, enfurecido. La furia empezaba en el boliche, pero allí la más de las veces fue echado a trompadas. Abandonado en la vereda podía permanecer desmayado un par de horas. Luego solía despertarse porque se orinaba. Sus pantalones estaban quemados por la orina. Si podía incorporarse iba a los tumbos a la casa. Siempre la esposa (la madre de la encargada), trancaba la puerta porque conocía la furia del marido. Pero una noche olvidó echar llave, cadena y tranca, así que el hombre entró a la casa más borracho que nunca, todo orinado y furioso, gritando que su mujer lo había hecho un miserable cornudo. ¡Soy un cornudo! ¡Soy un cornudo! Gritaba y tomó del cabello a la mujer y la llevó a la rastra hasta el patio del conventillo donde la mató.
No supo la niña con qué golpeó a la madre hasta matarla. Un objeto romo, contundente, dijo el forense o perito o policía, alguien de aspecto sombrío. Alguien así le dijo cómo murió la madre, que manera de ser enterado.
Un objeto romo contundente que golpeó la cabeza unas veinte o treinta veces difícil decirlo porque el cráneo había quedado completamente destrozado y el rostro irreconocible. La víctima mujer de 35 años o tal vez más o tal vez menos, de las mujeres sufridas no puede decirse la edad sin riesgo de equivocarse. Signos de defensa en las manos que también estaban rotas, los dedos rotos, las muñecas rotas, los antebrazos rotos como si el atacante hubiera golpeado contra todo lo que se interponía entre el objeto romo y contundente y la cabeza de la infeliz.
Ella se asomó de su piezucha al patio de la casa-conventillo donde ocurrió el homicidio y encontró a la madre en un charco de sangre, la cabeza aplastada como una fruta madura y rota a martillazos. Pero no se trató de un martillo, quiso explicarle el forense o perito o policía, no un martillo sino un objeto romo y contundente como un caño galvanizado o un bate, bien podría haber sido un bate y de dónde iba a sacar ese borracho de mierda, dijo la hija, un bate si no tenía dónde caerse muerto.
El homicida apareció muerto a unas tres cuadras. Se arrojó bajo un camión que pasaba a cierta velocidad y frenó sí, pero quedó el cuerpo bajo las dos gomas traseras del lado derecho, porque el camión era demasiado grande y pesado y dejó al hombre aplastado contra los adoquines que hubo que levantarlo con cucharita tal como dijeron los hombres de la morguera. Luego se dijo que el borracho no cayó bajó las ruedas del camión, sino que lo empujaron para que se dejara de joder de una vez por todas. Y esto era posible, pero a nadie le interesó saber qué pasó con el borracho, ciruja-borracho aclararon todos los vecinos, porque a nadie le preocupa mucho la suerte de un miserable borracho que muere aplastado por las ruedas de un enorme camión a eso de las tres de la madrugada.
La muchacha abandonó para siempre el conventillo y el vecindario no supo más de ella. Creció en la gran ciudad, he hizo lo que pudo para sobrevivir, ni es necesario agregar nada sobre este asunto porque cada uno hace lo que puede para ganarse la vida. Y por su trabajo conoció al dueño de la pensión, un gitano narcotraficante que adoraba comprarse anillos y pulseras de oro con la plata que ganaba con la droga, quien satisfecho por las atenciones de la mujer y conmovido por lo que le había ocurrido en su infancia o adolescencia, le había confiado la condición de encargada del tugurio aquel mal llamado “Hotel Alojamiento Familiar”. Ahí estaba su cadáver despatarrado en medio de un manchón de sangre y coágulos, casi igual que ocurrió con su madre hacía largos años.
El cafisho era un hombrecito despreciable, sucio, pendenciero. Parecía llevar un arma en la cintura, pero no la tenía y nadie creía que fuera capaz de hacerlo. Vendía droga y buscaba mercadería para viejos pedófilos. Eso se sabía, pero no se comentaba. Nadie quería meterse en un asunto del negocio de la pedofilia en el que siempre hay gente importante involucrada. Merecía la muerte, todos se la deseaban y a veces, si no es Dios, alguien superior escucha nuestros reclamos.
Esto había escrito la mujer en su gorda libreta de apuntes. Varias páginas de letra en estado serpentino. Trazo y veneno. Ardiendo como un madero seco una justa palabra escrita en medio de los patéticos cadáveres.
¿Por qué la madre había escrito esas notas? Imposible saberlo. Yoyo supo de ellas mucho tiempo después, cuando tomó en serio saber qué escribió su madre día tras día sobre la persecución a Vidal Olmos. No era una sola libreta la que su madre llenó de palabras, eran decenas y él pudo palpar la palabra escrita y sentir su abrumador universo en la textura de un grabado sobre un papiro alucinado.
De la lectura surgió una pregunta ¿fue ella quien mató a la extraña pareja? ¿O no fue ella, pero sí estuvo con el asesino y lo ayudó a desmembrar al hombrecito? Porque el cafisho fue descuartizado. Eso merecía muchas palabras en un apartado de las anotaciones. Decía “descuartizar” y no solo las palabras ilustraban los mecanismos del desmembramiento, sino que bellos dibujos acompañaban los textos con muy precisas descripciones de músculos, articulaciones, arterias, venas, nervios, huesos.
La lectura de esa especie de manual del destripador concitó la entusiasta atención de los seguidores de Yoyo que acudían a sus aquelarres una vez al mes cuando la luna iniciaba el cuarto creciente. En la guarida de Yoyo se celebraba esa reunión. No eran más de una docena los participantes que el propio Yoyo elegía personalmente. Los elegidos disfrutaban de ese privilegio solo una vez en sus vidas, no podían repetirse los escogidos. Comían, bebían y luego hablaban a veces de asuntos importantes, pero las más de naderías. Allí supieron del manual del descuartizamiento. No estaban allí los ilustres nombres de Tremblié ni del umbanda Garro, tampoco el de Burgos, el descuartizador de Alcira Methyger. Se reducía a describir el mejor método para descuartizar sin hacer un estropicio.
El texto elogiaba el sistema o método Kuklinski. A Yoyo le pareció exagerado hablar del método Kuklinski, pero no se atrevió a desilusionar a su tropa objetando las teorizaciones sobre lo que el escrito consideraba el mejor método para desmembrar un cadáver. Sierra o cuchillo y Kuklinski a este dilema respondió “cuchillo”. Los que encontraban en la sierra su objeto de adoración fueron refutados por los admiradores del Hombre de Hielo (Ice man). La polémica sobre si sierra o cuchillo no surgió tanto por el instrumento preferible para la despostación sino en el momento en que debía ejecutarse el sacrificio. ¿La víctima debía estar viva o muerta? Interrogante mayúsculo. Kuklinski nunca dijo nada al respecto. Si se trataba de hacer sufrir al condenado, él tenía otro método que había decidido por su simpleza y eficacia. Encontró una cueva en lugar muy apartado donde no solía ir nadie por la distancia y la soledad en que se hallaba. En la cueva ataba a sus víctimas a las que abandonaba para que fueran devoradas por las ratas. Ese tormento podía durar varias horas y hasta un par de días. A estas víctimas las filmó en SuperOcho; no lo hizo por placer sino porque cumplió con el pedido de sus contratistas. Contingencias del “Dios Mercado” nos aturdiría Milei con sus gritos neonazis.

Sobre el descuartizamiento, Kuklinski dijo “nada de sierra”, la ropa, el rostro, el pelo se cubren de fragmentos de tejido finos y persistentes y el homicida anda por la calle luciendo el desagarro de la carne, la sangre en gotas coaguladas y astillas de los huesos del tamaño de una espina. Inadecuado.
Cuchillo y anatomía y de eso Yoyo sabía todo lo que había que saber por qué había sido educado con esmero. Hombro. Codo. Muñeca. Mano. Cadera. Rodilla. Tobillo. Cuello.
Ahora si hubo una variante al método Kuklinski, nadie lo sabía, ni siquiera Yoyo. Despostar un hombre vivo supone un escándalo. Las películas SuperOcho que Kuklinski filmaba mientras una manada de ratas devoraba a un infeliz, dejaron registrado un momento potente y espantoso. La víctima gritaba hasta agotar sus fuerzas mientras los roedores arrancaban pedazos de carne, aprovechando primero las zonas más blandas y luego las tripas más nutritivas, lo que sumergía al desgraciado en el peor de los tormentos. Claro que este método de ejecución no era novedoso. La Inquisición supo usarlo contra los condenados por herejía que debían ser ejecutados de manera espantosa para que confesaran su copulación con el demonio. Los curas consideraban la copulación demoníaca como unas de las lujurias más apetecibles y por ello el castigo por semejante placer extra terrenal debía ser tan sofisticado como el coito del demonio.
El cadáver del cafisho se lo halló por causalidad. Hubo un allanamiento de la policía, posiblemente por una denuncia contra el gitano narcotraficante, quien había escapado oportunamente a tiempo. Se trataba de un bonito chalet en el Barrio de Belgrano R. Dos plantas y un sótano, en el sótano tres freezer. En cada freezer un muerto descuartizado. El cuerpo del cafisho pudo ser identificarlo, el de los otros dos muertos no.
El cadáver del cafisho mostraba una despostación cuidada, fina hoja de cuchillo, seccionando en el lugar preciso de las coyunturas, dividido en quince partes, pies, piernas, muslos, cadera, tórax, manos, antebrazos, brazos, cabeza y cuello. Cada trozo finamente envuelto en papel fosforescente y cerrado con una lazo de cinta roja. Sin dudas un procedimiento ejecutado por un seguidor de Kuklinski.
Los otros dos muertos, los que nunca se identificaron, eran un desastre. El corte no había sido realizado con una buena sierra de carnicería sino con lo que parecía una motosierra. Un brutal destrozo.
Todos los trozos envueltos en bolsas de basura. ¿Por qué tanto esmero en el tratamiento de los restos del cafisho y tan poco en el de los dos desconocidos? La ritualidad nunca es fácil de explicar, salvo por aquellos que hacen al rito. Y en estos casos, quienes habían ejecutado a los tres hombres no se presentarían a nosotros para darnos una explicación de su comportamiento.
Pero es lícito suponer que la muerte de la encargada de la pensión y de su cafisho estaba vinculada a decisiones de quienes establecieron el orden previo al encumbramiento de Yoyo. Socios del informador y buchones de la policía, eran elementos peligrosos que podían amenazar la empresa en la que muchos ciegos anónimos trabajaban para elevar a uno de los suyos a la cúspide del poder mafioso.

XXVI

El Informador ha llegado al fondo de la mancha en la que se hundía la escalera. Traspasa la entrada y toca la materia en la que se hunde y a pesar de que la siente helada, suda. A su frente lucen las letras hebreas, las mismas inscriptas en la puerta del retrete, pero él no las ve, no puede verlas.
Se vuelve el agua cristalina piedra12 y el hombre cree que es agua lo que toca pero es piedra. La piedra fluye entre dos tiempos, principio y fin, antes y después, y el tiempo transcurre de modo irreconocible en un sentido y otro al mismo tiempo. Así se pulveriza el tiempo en ese espacio donde él cree que es el agua la que fluye, pero es piedra y piedra negra, dura e insondable, que es espejismo solitario de una magnitud que no comprende. Nada se detiene, rueda y fluye y el informador rueda y fluye entre el tiempo y el espacio como una pompa de sangre a la deriva. Una pequeña vesícula de sangre. El testimonio de un coágulo que ha sido descartado.
Vuelve el silencio y vuelve en su color como las piedras turbias que confunden al hombre. El sonido del silencio abruma e inquieta y tampoco se comprende. ¡No hay silencio! El silencio no existe. Es el sonido lo que oprime. Hubo una lejana y antigua turbulencia que el hombre no interpreta porque ya no distingue su ser de su fantasma y cree que cruza un lúgubre lago de átomos de sombras unidos por una novedosa fuerza fuerte. Y antes de todo ello, una simple corriente eléctrica hizo que la imaginaria barca se deslizara en dirección a un sol nocturno solo posible en el mundo de los ciegos. Vidal Olmos está tan cerca del delirio que aquellos pájaros que torturó en su infancia arrancándoles los ojos los presiente revolotear sobre su cabeza vigilando el patético viaje, pero son apenas rumores de papel lanzados al aire y que se apartan en su vuelo de las más elementales leyes de la física. Son papiros en medio de la última desesperanza.
Esta etapa de la persecución del Informador mereció de la madre muchas páginas. Las oraciones se suceden sin demasiado orden o en un desorden aparente que inducen a la confusión. El relato se adentra en el lago imaginario, allí agua y fango y piedra, allí barro subterráneo donde se apilan lingotes podridos de vegetación bajo el sol nocturno de una ampulosa lámpara fosforescente que vuelve todo de un color turquesa. Y el ojo monstruoso del cíclope monstruoso contemplando la inútil marcha del enfermo a su penúltima lucidez antes de la muerte.
Yoyo nunca se esforzó por comprender ese texto que su madre le dedicó al informador y que lo sitúa en una etapa avanzada de su inevitable muerte. Tal vez la enfermedad materna fue haciendo lo suyo no solo en la materia sino en el espíritu y de alguna manera difícil de explicar el fantasma de cada uno, el del Informador y el de la mujer, se fueron fundiendo en uno solo hacia el mismo destino, aunque por caminos totalmente diferentes.
Subrayada varias veces con el grueso lápiz rojo escribió el pico era filoso como un estilete. Así estaba escrito, era una potente revelación que la mujer no ignoró, “filoso como un estilete”. Pudo ocurrir que en estas palabras encontrara la madre el fundamento para comprender la elección del arma. El estilete era la propia ave monstruosa, la sacerdotisa para el gran sacrificio.
Pero en esa ideación de muerte había una disonancia que la mujer no toleraba. Su deseo fue que no entraría la muerte por los ojos de Vidal Olmos para que se así se explicara su odio contra los ciegos. Por el contrario, la muerte llegaría por el opuesto, por la nuca. Glorioso foramen mágnum en la extensión henchida de un bulbo raquídeo, caos de venas y arterias y ramos meníngeos florecientes. Pero el cómo moriría el Informador escapaba a su voluntad y serían otros los que decidirían la sentencia.

Aves de afilados picos, córneos estiletes, revoloteando a su albedrío graznan. Ante el informador se revelan las inscripciones en la entrada donde el agua es piedra y piedra negra; las letras hebreas en forma de cardumen profetizan la ceguera mental13 y recitan a Edipo Rey14. Y puesto que me has echado en cara que soy ciego –suena la voz del ave sacerdotisa en ese preciso instante–, aunque tú tienes vista, no ves en qué grado de desgracia te encuentras ni donde habitas ni de qué manera terminará tu vida.

XXVII

Yoyo escuchó de Atencio el testimonio de los instantes finales del informador. De eso se dirá cuando llegue el momento.
Oír el relato por primera vez le provocó una sensación imprecisa que tuvo la consistencia de un vapor que le envolvió el cuerpo. Fue una reacción inicial que luego decantó desechando toda duda. Yoyo no era un hombre fácil de confundir y menos de engañar. Su ceguera, y la educación de su madre, lo habían dotado de un sistema de pensamiento muy exacto, una maquinaria química de excelencia. Captaba de inmediato la falsedad de un asunto, no se le podía hacer pasar por verdadero algo que era falso. Analizaba y estudiaba todos los fenómenos que se le presentaban y siguiendo el camino de la superficie a la esencia de esos fenómenos, arriba a conclusiones por lo general exactas. Es justo decir que el único caso en que la falsa apariencia de un asunto logró alterar su modo de pensar, fue en los momentos y las circunstancias que lo llevaron a la muerte. Entonces sí fue engañado, no comprendió las alteraciones de lo que lo rodeaba y eso lo condujo directo a su muerte.
El relato de Atencio sobre la muerte de Vidal Olmos, que era un relato verdadero, le generó la duda, no en el sentido filosófico del escepticismo (Yoyo no era escéptico), ni en un sentido específicamente religioso. Su duda mediaba entre en dos estados de ánimo diferentes.
Por una lado, al escuchar la historia, sintió algo que podría definirse como “amor” o, como le dijo Atencio, “simpatía” porque siempre se puede sentir simpatía hasta del peor enemigo y por la próxima víctima, pero nunca se puede sentir amor por quien esperas acabar. Por otro lado, odio. Odio en estado puro, no a cuenta gotas, no en cantidades homeopáticas para provocar cierta indignación puritana. Nada de eso. “Odio porque odiar es una necesidad de primer orden”, diría Yoyo, de poder hablarnos sobre el odio como génesis de la relación primaria entre él y el mundo que lo rodeaba. Una necesidad vital.
Odiar fue un manifiesto de su humanidad. Diría, de poder explicarnos, no es buen contendiente el que no siente odio por sus enemigos. No existe la guerra en ninguna de sus formas sin odio.
Nada caballeresco, nadie hace la guerra cuidando los modales, siempre “el fin justifica los medios”. Odio en cantidades necesarias y suficientes. Yoyo exigía llamar las cosas por su nombre; nada de “adversarios”, dígase ¡enemigos!, una palabra crucial para el combatiente. El odio estaba condensado en cada molécula del cuerpo.
Una paradoja, sin duda, hablar de “simpatía” y hablar de odio era contradictorio, pero a veces así se presentan las cosas. ¿Qué le provocaba del tipo esa cierta simpatía al decir de Atencio? Su obstinación, aunque el mismo Asencio, lo corregiría diciéndole “estupidez”. Yoyo no contradijo esa aseveración, no le interesaba la polémica. Cada persona es libre de pensar lo que le plazca, así entendía Yoyo, pero para él lo único importante eran sus propias conclusiones.
La obstinación era necesaria para alcanzar ciertos objetivos. Para Yoyo todos los ambiciosos debían saber ser obstinados. Acérrimos, tenaces, voluntariosos, todos los modos de llamar a la decisión de un hombre por lograr algo. La estupidez siempre aporta una cuota en ciertos individuos, pero no era su caso. Yoyo no tenía ni una molécula de estupidez.
¿Y qué odiaba con toda su fortaleza y convicción? Su desprecio por los ciegos, sus hermanos, sus únicos y verdaderos hermanos. A ellos los vengaría llevado su organización a la cúspide del delito.
Simpatía y odio no batallaron entre sí, no lo pusieron en un franco estado contradictorio. Por el contrario, se fusionaron y se soldaron en una única entidad y en su conciencia la muerte del Informador, el acto final de su delirante travesía, adquirió una singularidad que hasta ese momento no había descubierto en ninguna otra cosa. Dejó de ser la reflexión sobre la muerte de un enemigo ocasional para elevarse a la reflexión sobre la muerte como instrumento del ascenso en la pirámide de la delincuencia. Así entró en un estado espiritual que fue definitorio para su personalidad y desde entonces no volvió a sentir ninguna emoción ante la muerte.
Como la serpiente muda su piel por una nueva, como los insectos desechan el viejo exoesqueleto por otro, Yoyo se desprendió de toda aproximación a la duda sobre su misión en el mundo y, además, su misión en esta geografía de los confines del mundo.
No sentir emoción alguna frente a la muerte fue un suceso definitorio, pero lo más estimulante, lo más significativo de todo ese proceso, fue que no volvió a sentir MIEDO.
No se trataba ya del odio, ni de cierta ecléctica simpatía, tampoco de indiferencia, sentimientos de los cuales su espiritualidad contenía cierto porcentaje. Lo esencial fue que ante la muerte nunca más volvió a sentir MIEDO. Escrito con mayúscula, como Vidal Olmos, escribió MONSTRUO para referirse a sus hermanos, los ciegos, a quienes definió como MONSTRUOS viscosos, de piel húmeda y fría como el de una lagartija. Sin MIEDO, alcanzaría la superación de la especie.
No temer, y apropiándose del versículo bíblico “aunque pase por el valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno porque tú estás conmigo, tu vara15 y tu cayado16 me infunden aliento”, infundir a sus seguidores infinita confianza en él y en cada uno de ellos. Esa fue la génesis de la Gran Hermandad.
Quien no teme ni a Dios hace lo que corresponde, y quien no teme al Hombre tiene la cualidad básica para ascender a la más alta posición en la escala de los depredadores. Un depredador no puede sentir miedo, ni grande pequeño, debe descartar para siempre sus debilidades. Un depredador es temerario, sigiloso y calculador. El buen asesino sabe cuáles son sus mejores virtudes y no necesitaba disparar su arma para saber quien es.
El misterio se había revelado en Yoyo; era un depredador siendo considerado un minusválido, “tan solo un discapacitado” un cieguito huérfano y abandonado que iría a quedar bajo el cuidado de la caridad del Estado o de alguna iglesia, luego de la repentina muerte de su madre.
El menosprecio y la compasión que sabía sentían por él sinceros e hipócritas, fue el combustible inicial, la chispa original, el big bang que dio lugar a una magnífica expansión de las virtudes homicidas del más voraz de todos los depredadores.
Matar o morir dejó de tener trascendencia, la vida ya no era el río que va a dar a la mar, sino apenas un instante fugaz, el momento preciso en que el filo de un mortal estilete cumple con su misión de manera eficiente.

Semanas antes de morir, su madre padeció una potente atracción por los tres hundimientos en el terreno del fondo de la casa. Las anomalías encuentran su forma de manifestarse y tres, una al lado de otra, crearon una sustancia poderosa que Yoyo no pudo ignorar.
Él no dudó que había un vínculo entre su madre y esas aberraciones en el terreno. Cuanto más se pronunciaban los hundimientos, más su madre también se hundía en la enfermedad.
El muchacho entendió que la salud de su madre se deterioraba rápidamente. Ella empezó a dormir pocas horas, a permanecer en un estado nervioso que no sabía ni podía disimular. Luego supo que ella había perdido casi por completo la visión y que padecía una repentina ceguera. No se trataba de una ceguera que la aproximara a su misma condición, sino que se trataba de una grave afección en el cerebro y que sería la causa de su muerte. Estaba timorata y retraída. Transmitía un estado de perturbación y creciente angustia. Yoyo podía percibir claramente la decadencia vital de su madre.
Como la mujer presentía su próxima muerte, apuró la compra del bastón blanco para Yoyo. No era un bastón para ciegos de los corrientes. Lo había mandado a confeccionar al carpintero que fabricaba los ataúdes para la casa velatoria más importante de la zona oeste. Excelente artesano, era un hombre circunspecto y discreto como todo aquel que se dedica a asuntos de difuntos.
En su extremo superior el bastón blanco tenía un recipiente tubular en el que se guardaba perfectamente disimulado el fino estilete que Tito, el metalúrgico, había producido siguiendo el modelo de madera que le entregó la madre. El acero era de la mejor calidad. Se oyó murmurar que era del llamado acero de Solingen. El estilete resultaba de una variación criolla del cuchillo Wüsthof de Solingen.
Una vecina de confianza trajo el bastón para Yoyo, venía en un fino estuche nacarado.
La madre lo consideraba un talismán protector para el hijo y una especie de receptáculo de su espíritu, porque esperaba que algo de su ánima allí permaneciera. Su religiosidad se volvió compleja y pasó a creer en algo como un nuevo Dios, una deidad de los ciegos, no el Dios canalla del que escribió el Informador, sino otro, uno propio, uno creado por ella misma para su consuelo y satisfacción, y que se manifestaba en una cruz hecha con clavos de las herraduras de las caballadas, que llevaba colgada del cuello atada de un cordón negro como de los que se usan para los botines militares.
Yoyo recibió el bastón como quien recibe la eucaristía. Fue un sacramento; cabría aquello que lo que el Dios de los ciegos une, nadie lo separe. Y así fue. De inmediato Yoyo se conectó al bastón y al estilete y el estilete y el bastón al muchacho. Fue una simbiosis perfecta.
No pudo nunca explicar Yoyo si el deseo de recorrer el amplio fondo usando el bastón como ayuda fue de él o del bastón. Pero de lo que estaba seguro y esto lo repitió en varias ocasiones, fue que el bastón pareció comportarse con voluntad propia, indicando con imperceptibles vibraciones en qué dirección dirigirse.
De esa vibración surgió el enigma subterráneo del principal hundimiento del terreno, el que estaba ladeado de otros dos menores que no superaban el metro de largo por, tal vez, setenta centímetros de ancho y pocos centímetros de profundidad y que no tenían ninguna finalidad práctica.
El que estaba al centro medía no menos de dos metros de largo por uno de ancho y sugería una profundidad de metro y medio. No había duda de que se trataba de una fosa.
El bastón describió con sus movimientos el perfecto dibujo de una osamenta humana recubierta por los restos de lo que podría haber sido una mortaja.
Del cadáver quedaban solo algunos los huesos. La carne se había mezclado con la tierra. Bajo la osamenta se hundía una raíz roja con forma de tubérculo.
Yoyo no podía (tampoco lo deseaba) preguntar a su madre sobre el muerto sepultado en los fondos de la casa. Ella estaba tan perturbada que el muchacho consideró que una palabra incorrecta, un movimiento inadecuado, podía terminar por desequilibrar a su madre de manera fulminante. Prefirió la discreción y la paciencia.
Quien si no Atencio podía saber la historia del cadáver y a él dirigió sus interrogantes. El viejo ciego quiso eludir el interrogatorio, pero con Yoyo no se podía posar por distraído. Él percibía al instante la inflexión de la voz cuando Atencio mentía, su ritmo cardíaco variaba de lento-lento, ha agitado, su presión arterial subía raudamente y todo eso Yoyo lo percibía con total seguridad.
—¿Quién es el muerto, Atencio?
—¿Seguro querrá saber?
Yoyo sonrió y dirigió su largo bastón blanco en dirección al hombre.
Nada de mentirle, se daría cuenta y lo tomaría a bastonazos hasta dejarlo sangrando junto a la zanja por donde corría el agua de lluvia, pero que entonces estaba al tope de aguas servidas y otras de cloacas que se habían desbordado.
Antes de la casa hubo una ranchada. Así empezó diciendo Atencio. De este a oeste y de norte a sur los ranchos se distribuían sin lógica. Era zona de quintas. Abundaban los lotes repletos de verduras y algo más en dirección al cementerio también había frutales que perfumaban el aire primero con sus flores y luego con sus frutos. Más allá del linde de las quintas, algo de ganado pacía serenamente. Podía contarse algunas vacas lecheras, viejas vacas, las ubres hasta el piso, pero que todavía proveían de leche a los vecinos. También había ovejas y otros criaban cerdos para embutidos o para parrillada. De todos ellos se aprovisionaban los vecinos. Era una vida en apariencia tranquila.
La madre de Yoyo entonces era una niña, los padres la habían dejado al cuidado del abuelo. En uno de esos ranchos, uno de los mejores por su construcción, vivía con su abuelo paterno. Un tipo alto, de mediana contextura, espaldas anchas, era gran nadador, pero rengo. Se había roto una pierna compitiendo en carreras de bicicletas. Se rompió la rodilla en una rodada y perdió el movimiento de la articulación.

Al fondo de la casa del abuelo paterno había un galpón o depósito. No era un rancho, no lo habían levantado con ladrillo de barro y liga, lo habitual para esas construcciones. Se trataba de un cubículo de chapas viejas, oxidadas, irregulares, de baja altura. Era un promontorio entre las quintas y las casas, más cerca de los terrenos donde crecían las verduras que de las viviendas de los paisanos. Un gran árbol eucalipto protegía al cubículo del viento de frente, viento del sur que podía ser fuerte si se presentaba una sudestada. En la parte trasera, unos arbustos de gran tamaño, de por lo menos dos metros de altura, protegían al galponcito de la mirada de curiosos. Eran arbustos que en primavera lucían unas pequeñas y numerosas flores blancas y que se los conocía por corona de novia.
La madre era una muchacha, tal vez no lo era aún. Cómo saber si había menstruado, de eso no hablaban las muchachas con nadie, salvo que la sangre fuera tan abundante que la chica creyera que se estaba muriendo entre las piernas. Aunque Atencio creía que era más niña que muchacha, a pesar de que tenía edad para la menarca. Él la percibía así, niña. Su voz, su olor, su manera de vibrar se lo sugerían y no solía equivocar con sus percepciones. Pero percibir no era saber, la niña echaba un rastro tras de ella que podía confundir al más pintado.
Lo que siguió Atencio diciendo ya no era cosa sabida por él de primera mano. Él andaba de aquí para allá trayendo y llevando cosas, haciendo cosas de ciegos, como decía, y cierto día se había quedado descansando contra el pilar de la luz del rancho de una mujerona que murió de cáncer y de quien casi nadie recordaba ni el nombre. Y es que la mujerona estaba hablando con otra, una vieja que le daba a la lengua tanto como al vino y que quería saber detalle de lo que se decía la mujerona había visto no por entrometida sino por accidente. Que ella iba a llevar la ropa al viejo, porque ella se la lavaba desde que el viejo había quedado viudo, que fue para cuando también se había ido su hija y el marido y abandonado a la niña, y ya había pasado un buen tiempo que estaba viudo y solo, viviendo con la nieta, y vio como el viejo llevaba algo para adentro del galpón, ese galpón de porquería que estaba al fondo de la casa, pero más cerca de las quintas que de las viviendas, detrás del gran eucalipto y antes de las coronas de novia que por entonces estaban llenas de flores blancas, pero que después del grito que fue un grito pequeño, pero redondo, de mucho dolor, se pusieron rojas de un rojo de sangre, un rojo angustioso, y algunas hasta llegaron a gotear como unas lágrimas más rojas todavía. Y desde entonces ella se dedicó a fisgonear porque el grito se repetía con cierta regularidad. Primero el gritito salía por alguna rendija, pero luego se hizo cada vez más fuerte y salía entonces por la puerta porque ventanas el cubículo no tenía. Y cuando lavó la última muda de ropa del viejo rengo, encontró manchitas de sangre del mismo rojo que el de las flores y con la misma forma de la lágrima que caída de la corona de novias que cambiaban de aspecto con la misma regularidad con la que se oía el pequeño y redondo grito que ella oía.
Al tiempo al viejo se lo vio más sucio, pero lo más notable fue que la nieta cambió por completo su aspecto. Ya no parecía niña, ni muchacha, parecía vieja y se quejaba todo el tiempo que le dolía aquí y le dolía allá señalando su cuerpo.
Habían pasado unos años de aquellos sucesos cuando el rengo un día agarró la bicicleta y se fue a pedalear, no se supo dónde y no volvió por meses, tal vez por años, pero eso ya la mujerona no lo recordaba porque el barrio había cambiado tanto que no quedaban ni quintas ni corrales y los campesinos se hicieron obreros y ya no sembraron salvo algunas verduritas, y no criaron ni vaca ni oveja, si apenas se tenía algún cerdito para las fiestas de fin de año. Tanto cambió el paisaje que su memoria se deshizo de todo aquello que ya no existía; por ello hubo cosas que no recordó más o prefirió no recordarlas.
Hubo quien dijo que el rengo volvió una noche. Y llamó donde la nieta, que no era la casa que compraron después y vivía con el cieguito, porque la casa del viejo la habían volteado y loteado todo el terreno que resultó no era de él ni tampoco del que lo vendió, pero que supo llevarse buena plata del fraude.
Cuando un hombre vuelve después de tanto tiempo puede que no se lo conozca. Habrá sido el caso. Viejo y roñoso, de seguro, barbado y lacrimoso. Pero hay algo que no cambia en un hombre y es el modo de mirar a una mujer. Dijeron, y puede que todavía lo hagan, que reconoció la muchacha la mirada apenas abrió la puerta y se topó con esos ojos. Porque los ojos no miraban, desnudaban, y cuando bajaron por el rostro al cuello y de allí a apreciar el volumen de los senos, los ojos se volvieron tan auténticos que la muchacha ya no tuvo dudas de quién era ese que llamaba a su puerta esa noche de manera imprevista. Se habrá persignado, se habrá encomendado a Dios, porque el hombre que vuelve con la misma mirada tiene que llevar las mismas intenciones. De ello fue que la muchacha lo dejó bajar la mirada por el vientre hasta la entre pierna y, a pesar de que llevaba pollera, no había dudas que el reconoció la forma aterciopelada del sexo juvenil y habrá sentido que la sangre le hervía porque viejo y todo era padrillo y lo fue, dijeron, hasta el último suspiro, aunque de esto se decían tantas cosas que ninguna resultó cierta. ¡Tuvo como cuarenta hijos! Gritaban los borrachines en el boliche para regocijo de los machos que soñaban con una progenie semejante.
De lo que nadie dudaba era que no sabía que había un hijo de él y que era ciego y que por eso ella sentía siempre culpa, porque se dijo para sí misma que debió haberlo matado antes de que la hiciera un hijo al que iba a proteger de ese viejo roñoso y de quien fuera a como diera lugar. Y también se dijo que sus propios padres la recriminaron porque algo había hecho para tentar al hombre que era calenturiento, pero respetuoso, y que por eso se marcharon luego de darle un dinero para que comprara esa casucha.
El hombre aceptó el convite y entró en la casa, de seguro tenía sed y hambre porque el viajero que llega de madrugada llega necesitado de bebida y comida. También habrá pensado en meterse en la cama de la muchacha que le pareció más linda que entonces.
Una vez que se cerró la puerta nunca más volvió a salir por ella. Y como nadie o casi nadie le había visto entrar donde la muchacha, nadie o casi nadie hizo comentario de la suerte del viejo. El mundo está lleno de ausentes por los que nadie pregunta, nunca.
Lo demás es leyenda, asunto de comadres que chismorrean. Pero hubo algo seguro. Ruidos de pala cavando la tierra, al fondo, en el terreno del fondo. Esos ruidos llegaron donde quisieron, flotaron cada uno en la dirección que mejor les pareció, para un lado y el otro, a todos los lugares en los que podían caer sin desperdicio y dejar esa semilla tétrica. Ruidos a veces secos y otros barrosos, ruidos salidos de cierta profundidad de la tierra. Y luego tierra cayendo sobre un cuerpo amortajado hasta que la fosa quedó cubierta por completo. No se habló más del asunto entre vecinos, la discreción salva de muchos disgustos.
Los había quienes creían que el castigo era algo merecido y otros que no había sido para tanto lo del hombre con la chica. Decían en qué lugar del mundo no toma el propio padre o el mismísimo abuelo la virginidad de la hija o de la nieta y eso no fue motivo de tanta condena a lo largo de la vida. “Peor han sido los curas”, y este argumento repetido halló muchos adeptos que siempre miraron a los curas con tanta desconfianza como desparpajo.
Habiendo un niño de esa unión incestuosa, decían otros y que no eran pocos, merecía padre, porque todo niño merece padre, aunque sea aquel que cometió incesto. Que no se le dijese al púber de quién se trataba, sino hasta que fuera adulto y pudiera comprender de las cosas que le pasan a los hombres. Estos fueron a la Biblia y hallaron palabras justificadoras. Caín, Najor, Milcá o Lot y sus hijas, Sara y Abraham y tantos nombres que algunos no podían recordarlos, pero que explicaban sobre el asunto del incesto y no encontraron nunca palabras de condena. Todos somos, según la Biblia, descendientes del incesto. ¿Entonces? De esto alguna vez la habló Sol o Soledad a Yoyo y el recordaría sus palabras para siempre.
Pero de todo eso no se dijo sino en voz muy baja y cada uno se guardó su opinión y nunca nadie preguntó qué había sido del rengo que andaba en bicicleta como un loco, ni por qué desde entonces la muchacha mutó su aspecto anciano al de una mujer de su edad como si hubiese bebido un elixir de la juventud o, más aún, el de la completa felicidad.
Atencio no abundó en el cómo. Pero él sabía que la pasión de la mujer por un fino estilete vino de aquel suceso, cuando ella degolló al abuelo con una vieja daga oxidada que conservó justamente para la ocasión. El golpe fue brutal, pero el borde romo no cortó la arteria, sino que la aplastó como a una fruta madura. La sangre fluía tan poco por la arteria que el viejo no podía pensar claramente, pero, al mismo tiempo, el flujo sanguíneo que llegaba al cerebro era el suficiente para que ordenada a las manos lanzar puñetazos en todas direcciones. Así que la muchacha al tiempo que esquivaba los golpes hundía la daga en el pecho, en los brazos, en el vientre, en las piernas, y luego en un ojo, y hubo una estocada final debajo de la nuez de Adán que pasó de lado a lado, se asomó la punta del cuchillo a la altura de la nuca donde nacía el pelo después de haber cortado la médula espinal más por el golpe que por el filo de la daga.
Fue un enchastre, la sangre se desparramó por las baldosas y las salpicaduras llegaron donde la muchacha no alcanzaba por su altura a limpiarlas y quedaron así, macabros lunares estampados en la pared que desaparecieron cuando ella pintó de negro toda la casa.

Arrastrar el cadáver fue una empresa ardua, él era un hombrón y ella una muchacha esmirriada, pero la gente, cuando odia, saca fuerzas, vaya a saber uno de dónde y una vez que acabó con la fosa llevó el cuerpo para su enterramiento. Lo envolvió en una tela rústica que guardó sin saber para qué, pero que encontró su destino esa noche de muerte.
Cuando el cuerpo quedó sepultado orinó sobre la tumba.

XXVIII

“El hombre fue prisionero de sí mismo”. Así escribió la madre en un apartado en la libreta. En la nota la palabra “CIEGA”, fue escrita en letras mayúsculas, y a su lado “su propia prisión”. ¿Ella se refería realmente a Vidal Olmos o estaba describiendo su propia tragedia?
Se estaba quedando ciega y eso la colocaba en una prisión de la que no había forma de escapar. El Informador a esa altura de los hechos parecía un pretexto. Si no estaba muerto lo estaría en breve. Era ya material de descarte.
Hubo que volver al espectáculo de la pareja encerrada en el ascensor. El Informador quiso atraer la atención sobre la supuesta muerte de dos pobres desgraciados condenados por la imaginaria temible secta de los ciegos recurriendo a una trampa insólita.
Antropofagia en medio de los excrementos dentro del cubículo de un ascensor detenido entre pisos por el corte del suministro eléctrico. La mujer repasó en sus anotaciones la secuencia del delirio.
Un hombre y una mujer. ¿Se aman? Los signos de interrogación en rojo. El amor siempre es un acertijo. Escribe. Antes dibuja dos grandes signos de interrogación también de color rojo, pero rojo sangre, el mismo rojo al que tornaban las coronas de novia luego del desgarro del grito
¿?
“Es el cielo un enigma, un acertijo,
un cálido asunto de nube y transparencia.
Suenan a lo lejos vientos que en sus rumbos
dejan entre las sombras la fragancia
de una voz invisible, una sustancia leve
de un humano suspiro inadvertido.
No hay otro horizonte, ni cierto ni posible,
por tanto, la soledad es la que dicta
sus propias sílabas indiferentes a las apariencias
de la dicha o la desdicha. Tal vez hubo algo de amor
pero eludió intocable todas las caricias.
No han quedado besos en los labios
ni lágrimas rodando las mejillas.
Ya nada está al alcance de mis manos.
Todo está lejos y es apenas un pálido reflejo
o una alucinación de luz que establece a su modo
una pausa en la noche en que reina la tristeza.”

Yoyo se sorprendió cuando Fulana le leyó el poema. Sabía de él, porque se lo escuchó a la mujer, repetirlo cuando creía que su hijo no estaba junto a ella.
Yoyo estaba seguro de que su madre mutaba de carácter a medida que la enfermedad la iba matando. Tal vez el muchacho no pudiera definir el tránsito de esos cambios de ánimo, pero podía reconocerlos.
De aquella huraña y casi silenciosa mujer de caligrafía, de trazo grácil a una de escritura brutal, cincelando cada letra. De aquella pobre muchacha violada por su abuelo, a esa madre decidida a todo, incluso matar si fuere necesario, para lograr que su hijo enfrente la realidad de un mundo poblado de despiadados que odian a los ciegos, a los sordos, a los rengos, a los tuertos, a todo lo que fuera diferente a ellos, y evite ser devorado por aquellos que disfrutan comiendo carne humana. Ese fue el sentido que ella finalmente encontró al delirante relato de Vidal Olmos. Hombres que para sobrevivir son capaces de comer la carne de otro ser humano.
Y ella fue más lejos, escribió salteando muchas hojas de su libreta que quedaron en blanco, ESE ES EL SISTEMA. En letras mayúsculas, el GRAN sistema que rige la vida de los hombres. Unos son devorados por otros; están las presas y los depredadores.
Vidal Olmos resumía en su delirio su propia convicción de que para estar en este planeta había que ser devorador de carne humana y descartar a todo aquel que tuviera lo que él entendía, una condición minusválida.
La parábola: Un hombre y una mujer encerrados en un ascensor para que murieran devorándose uno al otro. El débil sucumbe, el fuerte extiende su agonía por días. El hombre devora a la mujer. El macho a la hembra. ¡Si el supiera lo que estaba enterrado en el fondo de la casa! ¡Vería que ella había alterado el orden impuesto desde el fondo de la historia a fuerza de cuchilladas en el pecho, el abdomen, las piernas, los brazos, la garganta! ¡Sabría cómo había aplastado la arteria y luego combatido contra ese HOMBRE superior que venía a devorarle el sexo como en tiempos pasados!
Un hombre y una mujer deliberadamente atrapados en un ascensor para morir porque el fuerte devorara al débil. El dominante tiene acceso al alimento, el dominado a permitir la satisfacción del alfa. Una lógica social seguida hasta el hartazgo.
Final: ambos mueren, la lógica en la vida es el descarte luego de la supremacía.
Luego, ¿a quién achacar las culpas? A los ciegos. La maldita secta de los malditos ciegos. El círculo cierra perfecto. Macho dominante, hembra dominada, el fuerte devora al débil y el responsable es un tercero que no puede defenderse. Para él la renovada inquisición en la forma que adopte de acuerdo a los tiempos.
El Informador completa su misoginia trayendo de vuelta a la obesa señora encargada del “Hotel Alojamiento Familiar”, la que fue asesinada en su propia habitación y que fuera mutilada. Ella se volvió otra conspiradora, una entregadora, una alcahueta que traicionó al buen Informador, quien solo deseaba la muerte de todos los ciegos. La madre anotó con prolija caligrafía, una prolijidad que no se manifestaba en su plenitud hasta esa anotación
“ya sabemos quién mató a la mujer”.
Y más abajo, con el mismo esmero escribió
“¿También habrá descuartizado al pequeño truhan?”
Aquel buchón policial dedicado al narcomenudeo y la alcahuetearía. Una exquisita elucubración. ¿Qué mejor que hacer responsable a Vidal Olmos de esos crímenes?
Vidal Olmos se adentraba en su propia muerte. No estaba solo. Aquellos ojos de gatos y pájaros envasados en frascos rellenados con formol, parecían mirarlo desde la intimidad de las mutilaciones perpetradas por él durante su niñez.
El hombre se preguntaba “¿No estaría ya condenado desde mi infancia?” No era una pregunta que no se pudiera responder.

XXIX

Si aquellos ojos arrancados de aves y gatos no lo miraran como Vidal Olmos creía que lo hacían, podría haber moderado sus alucinaciones. Pero no tuvo esa capacidad. Esas miradas le hicieron recordar los años de su infancia, cuando se dedicaba cínicamente a mutilar a pobres seres indefensos.
Curetas que afilaba raspando contra una piedra que bien podría haber sido una sacramental. Un filo tan redondo como rústico. La cureta más pequeña para los ojos más pequeños, para los otros, la mayor.
Era un procedimiento bestial. Los animales chillaban desesperados por el martirio al que los sometía, pero sujetados como estaban no podían, sino sufrir sin remedio el tormento.
Podría describirse los métodos crueles que diseñó para sus nobeles crímenes. Él, que abominaba de ciegos y menesterosos a los que consideraba con el peor de los ánimos, describiéndolos como seres malignos y perversos, podía dar lecciones de crueldad. Después de todo era un “Investigador del MAL”. Y ese MAL se le había metido hasta por debajo de las uñas. Entonces temió que aquellos métodos se volvieran en su contra.
Solo la oscuridad (la ceguera) apartaría las miradas de los ojos mutilados de aves y gatos de los suyos. Ironía de la locura, la abominable ceguera apareció como la salvación más a mano.
Así que en su delirio decidió autoencerrarse en una imaginaria pequeña habitación totalmente a oscuras. Se acostó sobre el piso y permaneció inmóvil durante un período de tiempo que no sabía o no podía mensurar. De ese modo se proponía ahorrar aire al no hacer ningún esfuerzo. Hubiera fumado de haber tenido fósforos o encendedor. Dudaba si hubiera encendido, de todos modos, un fósforo o su encendedor Carusita. La llamita iluminaría la habitación haciéndolo visible para sus secuestradores. Él podría ver algo de ese ambiente extraño, pero también podía ser visto y eso era algo que no deseaba por ninguna razón.
Por suerte, pensó, ni fósforos ni encendedor los tenía consigo. No sabía si los había perdido en su largo descenso por la escalera tubular en dirección a la oscuridad, o solo creyó haberlos guardado en el bolsillo de su saco, cosa que en realidad no hizo. En ellos solo estaba el paquete de cigarrillos a medio llenar.
Se llevó un cigarrillo a la boca que, aunque sin encenderlo, lo entretuvo un tiempo chupando el sabor del tabaco a través del filtro.
Un poco a los tumbos se puso de pie. Buscó las paredes para tener en qué apoyarse y también una referencia de las dimensiones de la habitación. Las recorrió lentamente. Descubrió una puerta y luego, siguiendo el perímetro, otra. No descubrió ninguna ventana. Era, sin dudas, una habitación de tránsito, una especie de distribuidor hacia otras habitaciones, tal vez las principales.
El pobre aire que respiraba llegaba por las rendijas de las puertas. Tras las puertas oyó voces. Personas discutiendo, así creyó, seguramente, su condena y su ejecución sumaria.
Apenas apoyó su oreja contra una de las puertas, la conversación cesó. Silencio. Diría “silencio de muerte”, esa expresión que a la mujer la movía a risa. Habría escrito de no estar ya casi ciega “de nuevo silencio de muerte”. Seguido habría apuntado un insulto.

¿Y qué había con el crimen de Castel? Un crimen que tuvo cierta trascendencia y del que Yoyo supo por accidente. Atencio sonrió y no por compromiso. Era una risa de fastidio.
Como era de suponer, Vidal Olmos achacó el crimen de Castel a la venganza de un ciego cornudo, el tétrico marido de María Iribarne, Allende. ¡Qué combinación! Ciego, cornudo, vengativo y miembro de la perversa secta de los perversos ciegos. Ya no había aves rapaces que le arrancaban los ojos con sus picos afilados, estiletes, ni túneles donde una ciega iluminaba su rostro para aterrarlo. Nada de ficción. Todo se resumía a un vengativo ciego cornudo. No podía ser de otro modo. Un ciego de piel fría, húmeda, viscosa, un reptil con pequeño y espinoso pene, un adefesio insoportable para una grácil muchacha como María.
Pero para Atencio, tal como le dijo a Yoyo, “lo de Castel es cosa de telenovela. Asunto de cajetillas que la van de intelectuales”. Eso era “para morirse de risa”.
Yoyo sonrió por el comentario. Atencio sabía de qué hablaba. Podía hacer una lista de los crímenes más horrendos que La Banda de los Comisarios cometió para afirmar su poder en toda la región, que dejaban en ridículo el de Juan Pablo Castel y la supuesta conspiración del ciego cornudo.
La Banda de los Comisarios sacó provecho de la crisis en que sumergió el país en 2001. Sus preparativos, de larga data, encontraron el momento ideal para consumarse.
El país se derrumbaba, la economía colapsaba y el presidente divagaba por las oficinas de la Casa de Gobierno esperando que Shakira le cantara la solución a su desgobierno. Salvo un puñado de ricachos, todos estaban sumergidos en la crisis económica, nadie a salvo. ¡Hasta los cartoneros estaban en quiebra por la bancarización obligatoria! A lomo de Cavayo la Argentina estallaba de furia. El presidente decreta el Estado de Sitio y esa fue la gota que derramó el vaso, el fuego que encendió la mecha. Miles se lanzaron a las calles al grito de ¡Fuera! ¡Fuera! En minutos, los edificios gubernamentales fueron rodeados por miles de enfurecidos manifestantes. El super ministro dejó la Casa de Gobierno en automóvil, el que manejaba el jefe de su custodia. Estaba sereno. El país estaba en llamas, pero él estaba sereno. “No hay que perder la calma”. Así dijo observando una leve sonrisa del custodia.

El Pelado preguntó “¿cuántos negros hay que matar para calmar esta rebelión?” El custodia le dijo “no menos de cinco mil”. Ninguno de los dos se mostró preocupado, hasta la cifra pareció razonable. ¿Quién no mataría hasta cinco mil si era el remedio a ese despelote?
Luego:
—¿Cuántos soldados y policías para ello?
—No menos de cincuenta mil.
El Pelado dijo “no los junto, una lástima”. Se quedó pensando alguna alternativa.
Llegaron a destino, un edificio de departamentos en la Avenida del Libertador, donde vivía el Pelado. El ministro descendió del automóvil y entró en el edificio.
Unas cinco o seis mujeres golpeando sus cacerolas rodeó el automóvil. Luego de unos minutos ya no eran cinco o seis, eran diez o quince.
Hombre avezado, el custodio llamó al pelado. “Rajemos”, le dijo. Y el pelado se puso en héroe. “¿Por qué voy a rajar?” A lo que el custodia respondió sin titubeos “porque nos van a matar estas viejas de mierda”. Ya no eran quince, eran cien y el número de mujeres enfurecidas golpeando sus cacerolas no dejaba de crecer. “¡Chorros, chorros, chorros, devuelvan los ahorros!” era el grito de guerra. Se sumaron algunos contingentes de hombres bien vestidos, pero que parecían más rabiosos. Ellos gritaban con más vehemencia “¡Chorros, chorros, chorros, devuelvan los ahorros!”
El pelado comprendió que la situación se complicaba y aceptó la orden del custodia. “Soldado que huye sirve para otra guerra”. La sabiduría popular también estaba en boca de ese burócrata de la timba financiera.
Volver a entrar al automóvil no fue tarea fácil. A punta de pistola el custodia se abrió paso. Luego que logró subir al automóvil, encendió el motor y aceleró amenazando pisar a quien se le interpusiera en el camino. Tuvo éxito, viejas y viejos se apartaron haciendo un corredor por donde el automóvil con el ministro se movió en dirección a la avenida. Salvo algunos golpes contra el auto, no hubo mayor peligro.
Huyeron por Libertador hacia un búnker preparado para la ocasión. A lo lejos se volvió a oír el ruido del golpe de las aspas del helicóptero contra el aire citadino. ¡Zaf! ¡Zaf! ¡Zaf! ¡Zaf!
—¿Dijo cinco mil muertos? –el Pelado volvió sobre la posibilidad de una matanza.
—Me quedé corto.
—Me parecía.
Luego, entre ellos, silencio. Afuera ¡Zaf! ¡Zaf! ¡Zaf! ¡Zaf!, un helicóptero volaba con destino incierto.
Delinquir como negocio en medio de la revuelta popular no era posible, pero ¿qué quedaba? Los saqueos se multiplicaban y ellos, los Comisarios, dijeron “mejor esperar a que esto pase”. Recordaron la famosa frase del General, “desensillar hasta que aclare”. Se fueron a sus aguantaderos y aprovecharon para pasar un buen momento con sus prostitutas.
Cayeron los gobiernos y hubo un vacío que preocupó al aparato de Inteligencia. ¿Quién se haría cargo de ese bolonqui? Siempre hay alguien para todo “servicio”. Quien si no la SIDE sería capaz de semejante hazaña. Allí fue un mandadero que, además, era diputado. Diría Atencio haciendo reír a Yoyo, ¡qué país generoso!
La Banda de los Comisarios aprovechó el hambre y el caos para reclutar a decenas de soldaditos que fueron quienes extendieron la red del narcotráfico hasta en la última casucha del último horizonte. Y a los oponentes, ¡guerra! El dicho era “a la fiambrera”. Y los condenados, pero que aún no habían sido ejecutados, eran los “Paladini, un fiambre que camina”. La muerte llegó en las noches como lluvia negra, hasta que los competidores fueron eliminados casi por completo. Pocos sobrevivieron escapando a cientos de kilómetros.
Esto fue muerte, dijo Atencio, eso fue crimen. ¿El de Castel? ¿La muerte de María Iribarne? Una nadería de psicópatas de Villa Freud.
Atencio dijo que se conmovieron con la historia de Castel y María porque se trató de un pintor y una muchacha “bien” casada con un ciego. Una muchacha que supo mirar a través de una remota ventanita algo del alma del desquiciado artista. Vanidad y paranoia, mezcla de atributos de los que pasan la vida sin tener que hacer esfuerzos para ganarse el pan. “¿Estos no labura ninguno?” buena pregunta pero sin respuesta. “Vagos de Barrio Norte”. Los Comisarios reían del trauma del hombrecito, ese que terminaría en el manicomio como un vulgar desquiciado.
Si en algo apreciaban de Castel era su vehemente defensa de los asesinos. Un limpiador, un exterminador, el alma del asesino al que se podía transformar en un profesional. Lo importante era el sustrato moral del homicida y eso no era algo fácil de encontrar en los criminales.
Apreciaban ese deseo sistemático homicida del que jura que no está arrepentido de los crímenes que cometió sino de los que no pudo llevar a cabo. Esa espiritualidad es la que ellos necesitaban para dar algo de mística a su maquinaria delincuencial. Si Castel estuviera libre lo contratarían. Era buen asesino y además sabía pintar bastante bien. Todos podrían haber tenido su retrato al óleo. Una picardía no haberlo conocido a tiempo.
Ellos podían hacer una lista de diez, veinte, treinta, ¡cuarenta! Castel matando amantes e incontables María Iribarne, desmembradas y puestas en valijas de viajeros para luego ir a dar al fondo del río Matanza.
María Iribarne era tan solo un titular en diarios, interesante pero anecdótico. De ella se hablaba, pero a nadie le preocupaba las decenas de mujeres que fueron secuestradas y obligadas a prostituirse en las redes de la Banda. Menos de las que fueron asesinadas porque opusieron cierta resistencia. La trata de personas para la esclavitud sexual o laboral creció y creció hasta que no quedó familia alguna en la que, por lo menos, una muchacha, no hubiera desaparecido para ser transformada en una esclava de la Banda.
Los Comisarios coparon el negocio y con su dominio la guerra pandillera elevó al sicariato al estatus empresarial. Esos eran crímenes que merecían la crónica de un sesudo escribidor. Pero cierta decadencia cultural no hacía fácil encontrar a alguien dispuesto a redactar las crónicas de la Banda.

Todos estos crímenes se cometieron bajo un cielo leproso. Atencio habló de aquellos sucesos como si supiera toda la historia, pero se guardara una parte para mejor ocasión. Yoyo se encogió de hombros no tanto como una queja sino como un consuelo. No le importaba la imprecisión del relato. Estaban como en un parlatorio, diga y diga detrás de un blindex imaginario que los dejaba ver pero no tocarse. Uno decía, el otro escuchaba. Vidal Olmos ya era recuerdo. Sin estar muerto, lo estaba.
Para Yoyo, el Informador apenas alguien que nunca supo del amor verdadero, pero que a pesar de esa insuficiencia de los sentimientos, se jactaba de su vanidad post mortem como si alguna vez hubiera tenido la capacidad de ver entre las llamas del crematorio el cielo hecho un leprosario como Yoyo podía verlo a pesar de su ceguera.
Bajo la lápida todos los muertos se parecen, entre las llamas, vaya uno a saberlo.
No quiso hablar más del tema del crematorio. Cuando murió la madre no le dieron opción, no pudo elegir. Era eso o eso. No le temía al fuego, pero lo confundía y eso le generaba una inestabilidad que ninguna otra cosa ni circunstancia lo hacía.
La muerte de la madre selló el destino del Informador. Yoyo no sabía cómo el tipo había salido de su pesadilla. Del cuarto oscuro en el que se creía prisionero viajó por el mundo imaginario a ninguna parte.
Sus sospechas sobre la modelo de andar felino y erotizante eran muy ciertas pero no acertadas. La verdad a veces es un acertijo que no todos comprenden.
La cuestión de la modelo ciega estaba en el teorema de las debidas proporciones, pero como Vidal Olmos repudiaba la realidad objetiva estaba totalmente incapacitado de comprender que se tramaba a su alrededor. Él quería posar por un suceso fantástico de la imaginación, una ficción que, salida de la orfebrería del literato, se insertaba en el mundo real para adquirir una dimensión metafísica. La modela hubiera afirmado si nos lo pudiera decir que solo se trataba de un pobre idiota.
El sexo hace estragos en un hombre débil, la sangre no alcanza para sostener la erección del pene y la lucidez del cerebro. Ningún hombre usa esos dos órganos al mismo tiempo.
A Vidal Olmos lo perturbaba el erotismo que se empeñaba en el cinismo. La escena ideal, la ciega, una hembra anónima, múltiple como un pulpo, lenta y minuciosa como una babosa, flexible y perversa como una gran víbora, eléctrica y delirante como una gata nocturna, y un marido ciego y paralítico que apenas podía mover dos dedos y gemir como un animal primitivo.
La trilogía se completaba con un estúpido voyeur salido de su propia oscuridad en la que se creyó prisionero durante una cantidad de tiempo indefinida y que alardeaba de su vanidad post mortem. Era un idiota ideal para una muerte ideal.
Yoyo ponía en paralelo las dos muertes, la de su madre y la del Informador.
No hay modo de precisar cuál fue primera. Solo por razones de orden editorial es que se decide matar primero a la madre y luego al perseguidor. Pero nadie sabe, ni Atencio, y si lo supo no lo dijo, cuál fue el orden verdadero.
Si quien murió primero fue la mujer, habría cierto orden a los sucesos que culminaron con la muerte de Vidal Olmos. Pero no sería justo descartar un orden inverso. Yoyo bien pudo reclamar la ejecución de Vidal Olmos antes de que su madre muriera y como merecido consuelo a quien había dedicado todos sus esfuerzos a proteger a su hijo de tipos como él.

XXX

No hay casualidades. No las hay. Acierto del Informador. Es noble reconocerlo, aunque lejos estaba el hombrecito del teorema de causalidad de Aristóteles del que habló el ciego del Círculo Naval, sorprendiendo a todos con sus conocimientos. ¿Casualidad? No. Causalidad.
No fue casualidad cómo derivó la suerte de Vidal Olmos en su propia condena.
Se demostrará oportunamente que cómo murió el Informador no tuvo que ver con un hecho azaroso, la acción fue premeditada y bien planificada.
Ridículo fue que el Informador en su potente divagación se compara con Maupasant. Debió comprender, siguiendo al autor, qué es tener miedo del miedo para no adentrarse en un delirio que no tenía ninguna posibilidad de resolución positiva. Sus desproporciones arriesgaban el destino del príncipe y eso le correspondió una solución adecuada. Allí la Debida Proporción de la que el hombre renegaba.
Estúpido compararse con Rimbaud cuando aún estaba a tiempo de renegar de un Dios canalla como el propio Informador propuso. ¿Acaso Verlaine no lo hubiese mandado a padecer una temporada en el infierno para que comprendiese lo que es el desamor en cuerpo y alma? Una temporada en el infierno le hubiera hecho comprender cuán rápidamente se aproximaba a su propia muerte por el fuego, el gran remediador de todos los desaguisados. Fuego a través de las pupilas, túnel a la esencia mismo del ser humano, su cerebro.
Solo se trató de la «Debidas Proporciones» que el Informador rechazó motivado por su ceguera intelectual. La soberbia del escéptico es la verdadera ceguera y pasa para quien la padece, inadvertida.
En las palabras escritas estaba la revelación del acertijo. Si el hombre hubiera atendido a lo que leyó en la puerta de un baño apestoso, si hubiera atendido a la realidad objetiva y comprendido las palabras que la describían, tal vez hubiera muerto pero sin tanto sufrimiento. Sufrimiento y experiencia, un aristotélico pathos para un hombre que sin apreciarlo se aproximaba a su propia filosofía del suicidio más allá de cómo se hubiera resuelto esa aproximación.
No estuvo en discusión el método Kuklinski, sí una variación interesante aunque finalmente descartada. Dentro de un caparazón endurecido como el mismo Vidal Olmos sugirió, millones de hormigas carniceras devorarían sus carnes vivas mientras una pareja de ciegos fornicaría ante él; un hombre que simularía una parálisis total y una hembra anónima, múltiple como un pulpo, lenta y minuciosa como una babosa, flexible y perversa como una gran víbora, eléctrica y delirante como una gata nocturna gemiría de placer para aumentar el suplicio del vanidoso y soberbio condenado.
Estaba pendiente saber el asunto de cómo Iglesias asesinó a la encargada Etchepareborda y a su cafisho, lo que fue el primer ensayo de la muerte con un estilete como instrumento, rito que luego Yoyo elevó a una condición casi sacramental.
Iglesias actuó con absoluta racionalidad. Fue su contribución a la venganza contra el Informador cortando los vínculos (¡y no solo los vínculos!) que unían a esos tres compinches. También fue su manera de manifestar su satisfacción por los progresos desde que lo visitaron aquellos hombres, uno de traje claro y otro de traje oscuro.
Los crímenes fueron una sutil advertencia al escepticismo de Vidal Olmos sobre las Debidas Proporciones. Pero era sabido que no hay peor ciego que el que no quiere ver.
El ciego del Círculo Naval dijo que ese escepticismo esencial del Informador manifestaba una deformación de su inteligencia. En cambio, ellos, los ciegos, debían saber asimilar ese tortuoso sistema de pensamiento de su perseguidor a los misterios de las Divinas Proporciones para volverlo en su contra. Hizo especial hincapié en la sección áurea vital que daba cuerpo teórico a la venganza contra el que padecía “ceguera mental” y quien hubiera podido reconocer en la ceguera autoinfligida de Edipo una aproximación a su destino último.
Dijo el ciego del Círculo Naval que, en sus debidas proporciones, Arte, Mística, Biología y Magia se habían reunido en el modus operandi de los ciegos, y en cualquiera de estos logros podía hallarse el refinamiento de la muerte de la señora Etchepareborda, la alcahueta del Informador que a primera vista había padecido una muerte grotesca. Los gritos de la testigo contribuyeron y mucho a esta primera pero equívoca apreciación.
Esa muerte se aproximó a la geometría pitagórica, de tal modo que las debidas proporciones alcanzaron su forma plena en el homicidio (en realidad ejecución).
No radicaba el error, como creía Vidal Olmos, en no haber tenido en cuenta las premisas A, B, C o la D y la F y todas las proposiciones representadas en todas las letras del alfabeto castellano o incluso el ruso. Las hipótesis de conflicto en su absurda guerra contra los ciegos podían ser infinitas. De lo que se trataba en realidad, era de comprender que en la Debida Proporción (Divina Proporción de acuerdo al razonamiento del ciego del Círculo Naval), rechazada por Vidal Olmos con floridos epítetos, estaba la explicación del patrón homicida que realizó el verdugo en el cuerpo de la encargada. (Ver gráfico N.º 1 y N.º 2)

Gráfico N°1 – 

Sección áurea o Divina Proporción 

A | __________ | ____________________ | C 

B

Gráfico N°2 – 

Sección áurea o Divina ejecución

Ga | ____________________ | __________ | Va 

                           Vi 

La Sección Áurea de la muerte, va de Ga (garganta) a Vi (vientre) y culmina en Va (vagina). De haberse medido las distancias entre tajo y tajo, se hubiese comprobado la perfección de las proporciones entre el segmento mayor y el menor y la relación de estos con el total del segmento. De ese modo se hubiera ratificado que un segmento está dividido en media y extrema razón cuando el segmento total es a la parte mayor como la parte mayor es a la menor. El triunfo de Pitágoras en el mapa mórbido de una obesa cadavérica era apoteósico. Los alaridos de la testigo estaban fuera de las previsiones, pero le agregaron cierto desconcierto al crimen.
Al contrario de lo que pensaba Vidal Olmos, las /Debidas Proporciones-Divinas Proporciones/ no se trataba de la invención de enanos de una imaginación enana cuya apreciación de la realidad no sobrepasa su modesta estatura. Tampoco de la poca inteligencia de esos enanos de cerebro de mosca.
¡Ciegos y enanos con cerebros de mosca! El desprecio del Informador contra otros seres lo alejaba sin remedio de la inteligencia que le hubiera permitido sospechar su triste destino. Esto era algo que Atencio, el Ciego del Círculo Naval, la vendedora de chucherías en las inmediaciones de Plaza de Mayo disfrutaban con morboso placer. Yoyo recogió esta satisfacción tiempo después y la hizo propia.
¿Y qué fue del cafisho insignificante, descuartizado con precisión de cirujano y conservado en un freezer? Homo Cuadratus de Leonardo bajo los cánones de Vitrubio, un refinamiento que aún hoy resulta inexplicable. Si se hubiera unido las partes mutiladas se hubiese comprobado. El Hombre de Vitrubio estaba estampado en el cuerpecito del degenerado y por sus líneas los cortes habrían revelado el misterio del modo en que se lo descuartizó.
Proporciones ideales del cuerpo de un hombre despostado, apelando, como Vitrubio-Da Vinci, tanto al círculo como al cuadrado. Y siguiendo su método, el círculo está centrado en el ombligo y el cuadrado en los genitales. Las proporciones ideales del cuerpo humano corresponden a la razón áurea entre el lado del cuadrado y el radio del círculo. Las partes no debían ocultar el todo.
Todo esto fue para demostrar qué mediocre era Vidal Olmos, qué incapaz fue de apreciar cuanta sabiduría, cuanto arte podía reunirse en dos homicidios que prefiguraron lo que serían regla en el arte del sicariato de parte de Yoyo, el príncipe.
No hubo ningún aporte sobre el modo que se retiró el cadáver del cafisho para su mutilación. Era seguro que la misma no había ocurrido donde yacía desparramado el cadáver de la encargada del Hotel Alojamiento Familiar. Iglesias nunca dio evidencia de ese rescate. Luego, el hombre no resultaba sospechoso a nadie. Un “pobre ciego” tal vez de una imaginación enana o reducida a nada por su cerebro de mosca, no mereció la atención del experimentado cuerpo policial. La División de Homicidios dejó todo en manos de unos detectives mediocres que tenían una fuerte vocación de inútiles. ¿Valía esa mujerona y ese pequeño truhan un esfuerzo mayor al de sentarse a ver los días pasar mientras el expediente judicial marchaba sin apuro al archivo de los crímenes no resueltos? Para nada.

XXXI
Responso

Te morirás aquí, en La Matanza,
en la pequeña casa del barrio obrero.
Será una tarde de la que tengo recuerdo.

La muerte de la madre lo sorprendió. No la esperaba, no esa tarde.
Quedó tumbada, boca arriba, la cara al techo. Dijo algo antes de caer. Yoyo recordaba las palabras, pero nunca las repitió.
Afuera sonó la bocina de un auto. Minutos más tarde, el grito de una mujer desesperada se oyó a la distancia. Era un grito cargado de violencia y de rencor. Cuando acabó el grito, quedó el espanto entre vecinos y animales. Yoyo, en cambio, se mantuvo calmo, se aferró a su bastón blanco como si en realidad se aferrara al último aliento de la madre antes de morir.
Fue una tarde de la que Yoyo tuvo el recuerdo que le llegó desde el futuro. Fue en el barrio obrero, en La Matanza, a siete cuadras del Cementerio de Villegas.

XXXII

El Informador balbucea amarrado. Repite incoherencias. Maldice a Iglesias como si el ciego de la habitación siete fuera responsable de su patética condición. Luego cree despertar. Se convence de que se trata de una simple modorra producto del calor dominante. Se pregunta si comió demasiado, si bebió en exceso. Se siente extenuado. Atribuye a ese estado de fatiga su confusión.
Pero su estado no es consecuencia del cansancio. Tampoco tuvo algo que ver Iglesias, quien cumplió su misión de manera excelente. Eliminó a la encargada y al imbécil del cafisho. Cumplida su tarea, Iglesias se retiró a un descanso que se prolongó por varios meses en una residencia para ciegos. Allí aguardó el desenlace del destino del Informador que ya había sido decidido en un ámbito al que él no podía acceder todavía. Cuando Vidal Olmos fuera muerto, él adquiriría el derecho a ingresar a un nivel superior en el futuro reino de Yoyo.
El departamento de Belgrano volvió a ser el centro de reunión. El hombre bajito y gordo de traje clarito con su escudo de la CADE y el otro de traje oscuro, llevaron hasta allí al Informador en la madrugada luego de una amistosa cena. Fue un error de Vidal Olmos el aceptar una reunión con ellos. La soberbia de los escépticos es fácil de manipular.
Compartieron muchas copas. Primero vino, luego whisky, brindaron con champaña. Hablaron de mujeres. El Informador habló de aquella ciega con la que fornicó. Su relató fue minucioso y algo exagerado. Pulpo, molusco, viscosa, puta. No fueron palabras adecuadas. Ciego y cornudo. Paralítico e inútil. Por cada adjetivo, los hombrecitos de traje claro y de traje oscuro, reían a carcajadas. Sus risas no eran vulgares, eran siniestras, pero el Informador no podía distinguir la realidad de su propia excitación. Los hombrecitos llamaron la atención del Informador y le dieron un diagnóstico “psicosis, incapacidad de lidiar racionalmente con la realidad”. Vidal Olmos tomó el diagnóstico a la chacota y siguió hablando. Habló de las lesbianas, de aquella con bigote, vestida con ropa de hombre y calzando bota militar. También de la otra, sepultada bajo los enormes pechos del marimacho.
El alcohol relaja los prejuicios y los hombres tienden entonces a obedecer más a su pene, al que consideran magnífico, que a su prudencia, a la que consideran innecesaria.
Drogarlo fue sencillo. En la bebida suministraron el veneno. Vidal Olmos no notó nada extraño al beber el elixir que los hombrecitos le habían suministrado. Los hombres vanidosos no pueden distinguir el sabor de la muerte. Su incapacidad es genética.
La droga que le suministraron era el pasadizo inicial a la muerte. A partir de entonces Vidal Olmos empezó a comer su propia esencia, su alma. El proceso del canibalismo esencial estaba en marcha.
La muerte, sin que el condenado lo note, se deposita bajo la lengua y desde allí va dominando las papilas gustativas hasta que sabe, a sí misma, un sabor único e inimaginable. Entonces la lengua se vuelve de color púrpura y su consistencia se torna cerosa. Hablar se vuelve dificultoso. La transpiración abunda. El hombre siente calor como si estuviera afiebrado. Una asfixia consistente va contaminando el cerebro por la falta de oxígeno. El ecosistema de ideas en que se basó el Informe sobre Ciegos se va desquiciando. Un reloj microbiano marca el paso del tiempo en una dimensión extraña y las invisibles alimañas de la putrefacción se despliegan entre los tejidos. La antropofagia excita los sentidos.

XXXIII

Yoyo fue excluido de participar en la ejecución de Vidal Olmos. Tal vez fue en la única oportunidad en que no participó de una decisión.
El derrame cerebral que mató a su madre lo dejó sin su compañía y protección. Atencio estuvo a su lado desde entonces y ya no se apartaría de él.
El cadáver de la madre lo recogió una morguera municipal. Fue derivada a un crematorio. Sus cenizas Yoyo nunca quiso recogerlas. Fueron a dar a un osario general. No tuvo opción. Tal vez no quiso tenerla. Seres libres que iban a dar al lugar de los comunes. Yoyo en la intimidad se sentía así, un ser libre y un hombre común solo que ciego.
Se llenó de odio contra el Informador. Fue el gran odio, el que provino de la primera noche, de la confusión primitiva, del no-ser, de la primera ceguera cuando no había sino agujeros negros en el insipiente universo.
—Quiero ejecutarlo. –Le dijo a Atencio. La voz era distinta a como había sonado siempre. Su cuerpo cambió de un instante a otro. Fue una metamorfosis abrupta. Un observador podría haber conjeturado que Yoyo ingresó a un momento inicial, a la esencia de los primeros ciegos, a la sustancia y la forma de aquellos primigenios que fueron el big bang del cambio y desde entonces ese cambio tuvo una causa y tuvo un fin.
Atencio tardó en responder. Apreció el cambio en Yoyo; su voz, su rostro, su cuerpo lo evidenciaron. Las formas reflejaron la alteración profunda de la sustancia humana.
Entre los seres hay algunos que pueden existir aparte, son sustancias, causa de todas las causas. Yoyo era sustancia, causa de todas las causas y a esto atendía Atencio como guía, de ahí sus cuidados. Muerta la madre de Yoyo, su responsabilidad fue mayor.
Espero un tiempo prudencial y luego respondió al deseo de Yoyo:
—Inoportuno.
Algo que no es oportuno no cambia su naturaleza. Es algo fuera de tiempo y de propósito.
—Inoportuno. –Repitió y luego “otro se ocupará”.
Atencio era la prudencia. Toda la que Vidal Olmos no tuvo, sí la tenía el ciego ese.
Preparar al hombre para el momento OPORTUNO era su misión.
Con el Informador estaban la Ciega de la Plaza de Mayo, el del Círculo Naval y los dos adherentes. Los adherentes lo cargaron como si fuera tan solo un borrachín, uno de esos amigos que suelen excederse en las copas para quedar tendidos durmiendo la mona.
Los dos ciegos y los dos adherentes resolverían el homicidio de la manera adecuada. Corrección. No se trató de un homicidio, fue un suicidio. Así escribieron los de la científica cuando recogieron el cadáver del lugar en el que había quedado depositado.
La teoría del suicidio le causaba mucha gracia a Atencio, quien sabía la verdadera historia. Fue la misma gracia que le provocó a Yoyo cuando supo de ese informe forense. Él ya se había transformado en el príncipe de los sicarios ciegos y enfrentaba en batalla desigual a La Banda de los Comisarios. Pero de esto se dirá cuando sea el momento.
La Ciega de Plaza de Mayo era un misterio. Apareció una tarde bajo la lluvia y se resguardó en la Catedral. Allí permaneció hasta la noche sin decir ni hacer nada. Esto lo repitió durante muchos días hasta que otro ciego se le acercó probablemente con un mensaje del hombre que estaba a la puerta del Círculo Naval haciendo vaya a saber qué.
Ese era un ex militar. Había quedado ciego luego durante un ejercicio de guerra. Era uno de los pocos que padeció la ceguera por un accidente, pero adquirió todos los atributos de los ciegos de nacimiento. Se decía que esa capacidad fue producto de su tenacidad, la que nació, se desarrolló y consolidó durante sus años de entrenamiento militar. Él decía que todo se resumía a saber tener DISCIPLINA. La disciplina forjaba el verdadero carácter. Luego transfirió a la futura comunidad de Yoyo (se negaba a llamarla “banda” como la de Los Comisarios), los conceptos de inteligencia, contra inteligencia, logística y comunicaciones. Y les enseñó a todos los ciegos a planificar de acuerdo a la realidad objetiva, aquella que el Informador repudiaba, reduciéndola a un asunto de adecuadas proporciones.
Fue el Ciego del Círculo Naval el que desarrollo métodos de aniquilamiento y asistió a Yoyo cuando este debió consumar su primer homicidio por encargo. Desde entonces y hasta la muerte de Yoyo fue, de hecho, un gran lugarteniente, un experto consejero que tuvo en Atencio su ideal complemento.
La Ciega de Plaza de Mayo fue quien lideró las redes de información de la comunidad. No era una asesina nata, pero se las arregló cuando fue necesario.
Ellos estaban a cargo del Informador.

XXXIV

¿Por qué el hombre siempre soñaba con pasadizos, túneles, escaleras, habitaciones a oscuras? Ni la Ciega de Plaza de Mayo ni el del Círculo Naval tenían una respuesta. No estaban para descifrar sus alucinaciones, estaban para completar el rito.
Para él la oscuridad era preeminente. Una oscuridad seguida de otra, la siguiente más intensa que la anterior. Así, siempre. Oscuridad. Oscuridad. Oscuridad.
En la oscuridad un agua corre. Luego, el agua es maloliente. Aguas cloacales. Hediondo y pegajoso paisaje. El retorno de un paisaje leproso. Nubes en pústulas que dejaban caer su plomiza enfermedad sobre el desahuciado.
Sótanos, pozos, túneles, cuevas, cavernas se repiten. Es un movimiento circular, un delirio que empieza y termina siempre del mismo modo. De la luz a la oscuridad, de la oscuridad a la luz. De la voz al silencio. Es la supremacía del círculo sobre cualquier otro movimiento.
Vuelta al principio. El Informador caminaba en dirección a una hipotética sórdida galería subterránea, cada vez más abajo, más profundo cada vez, una galería excavada por seres prehistóricos en donde fluía un humo. La madera ardía en la soledad del lodo. Humo del infierno. Noche espesa y silencio de muerte.
La madre se hubiera burlado de esa afirmación. ¿Alguien podría explicarle al Informador que no hay oscuridad total como no hay silencio total? El sonido es opuesto a lo blanco, a la luz que se define como el refugio de un Dios que fue considerado un verdadero canalla en las líneas iniciales de su Informe sobre Ciegos. El silencio, en cambio, es opuesto a lo negro, a lo oscuro que se define como el refugio de la sustancia original del universo. El sonido del silencio no es ni agudo ni grave y esto desorientaba aún más a Vidal Olmos, quien buscaba en esos extremos una explicación racional. El tipo trató hasta el último instante de comprender el alma de las cosas desde su pobre perspectiva escéptica.
A todos estos sueños le siguió el de una infancia que no era la suya. Se trató del detrito de los recuerdos más antiguos de sus antepasados o de otros de los que ya nadie tenía memoria. Lo había descubierto la madre y dejado constancia en sus anotaciones. El hombre falseó su identidad para pasar desapercibido mientras urdía la persecución contra los ciegos. Quiso ser su propio abuelo o su propio padre, dependiendo las circunstancias. De tal modo se liberaba a sí mismo de sus delirios que ya no lo eran propios sino heredados.
La mención a la estancia en Capitán Olmos era esotérica. Tal vez haya estado en ella como un intruso si es que esta existía realmente. Se trataba de tierras en los suburbios de la ciudad de La Plata. Cabía imaginarse a unos acaudalados haraganes disfrutando “Los Miradores” desde donde se podía dominar una porción de la llanura provinciana. Es historia pasada, es un refrito de otras vidas que se las apropiaba para sostener su farsa.
Del sueño a la convulsión la verdad llegó en el eco ronco de unos gritos que no fueron tales. En la imaginaria bóveda, el sonido gutural de su garganta se esparció como un espumarajo. Él los creyó potentes, pero fueron apenas gemidos que se fueron apagando de a uno. Entonces sí llegó el silencio. Y por primera vez descubre la condición tangible del silencio. “Pequeñas irregularidades, de sonidos al principio imperceptibles, de apagados rumores, de misteriosos crujidos”. ¡Por fin! Algo que celebró la Ciega de Plaza de Mayo y eso se anticipaba al tormento que le esperaba en dos redondas y rojas brazas de carbón de piedra.

El Ciego del Círculo Naval atribuyó a su tortuosa posición ese cambio en la percepción de la realidad, un cambio que en otro momento y en otra geografía sería tan poco visible como las manchas de humedad en la pared.
“Mi imaginación ansiosa y mi pavor me hacían oír rumores significativos de apagadas voces, de ruegos, de aleteo o chillido de grandes pájaros”. Nadie podría describirlo mejor que el propio condenado. Finalmente arribó a Edipo. Entonces tuvieron significado aquellas palabras escritas en hebreo y grabadas en la puerta del cubículo de una inmunda letrina de un baño de bar. Ceguera mental y Edipo Rey, y seres invisibles que agitaban estas palabras para que sintiera la oscuridad de sus propias tinieblas, mientras grandes aves de afilados picos no iban por sus ojos que estaban destinados al fuego, sino por sus intestinos, por su hígado, por sus tripas.

XXXV

El Ojo Fosforescente

El submundo de los ciegos era un lodazal que rodeaba a un gigantesco animal muerto. Hombres que ya no eran propiamente humanos, apareándose con monstruos subterráneos mientras se arrastraban por los basurales. Así se describió a la materia fundamental de esos seres fríos y viscosos, verdaderas lagartijas antropomórficas, animales bípedos de sangre fría y piel resbaladiza.
Los hombrecitos de traje cargaron al Informador hasta la habitación en la casa de Belgrano, la misma que custodió tontamente el Informador y que terminaba siendo su prisión y sepultura.
El hombre por entonces todavía estaba bajo los efectos de la droga, efectos que seguramente durarían algunas horas más. La dosis suministrada fue muy potente y acabó con toda resistencia de parte de la víctima en pocos segundos.
Depositaron el cuerpo sobre una amplia mesa. Cuando la habitación quedó a oscuras, que fue cuando los dos adherentes se retiraron luego de sujetar fuertemente con sogas al condenado, el lugar adquirió cierto aspecto de caverna.
La Ciega de Plaza de Mayo y el Ciego del Círculo Naval permanecieron en silencio y casi sin moverse al lado del Informador, esperando el momento en que recobraba algo de su conciencia. Una hora después el hombre pareció recobrar alguna lucidez, pero en realidad estaba profundamente perturbado.
Imaginando un cielo cavernoso, el Informador convulsionaba delirando. A su frente, en línea recta a sus ojos, dos luminiscencias en ese cielo cavernoso adquirían el color del hierro candente al momento que del centro de la tierra la lava fluye a 6000 grados de temperatura y vibra con volcánica furia. El calor bajaba hasta su rostro que adquiría cada vez más la consistencia de una máscara cerosa que goteaba una mezcla de sangre y de sudor.
Hubo un momento de desolación que se configuró en su cara, pero especialmente en sus ojos. Tal vez sintió la muerte aproximarse no entre la oscuridad, que no era tal porque las esferas candentes de carbón de hierro iluminaban, sino por el movimiento del calor que lanzaba minúsculos proyectiles que ingresaban por la pupila en una longitud de onda radiante.
Ojo por ojo era la consigna, curiosa decisión pero no carente de sentido. Ojo por ojo y así quedaría ciego antes de ser muerto y de ese modo habría alcanzado la condición de ciego para descubrir por él mismo la inexistencia de un submundo que solo sucedía en sus prejuicios.
Ni la Ciega de Plaza de Mayo ni el Ciego del Círculo Naval mostraban emoción alguna en sus rostros que permanecieron inmutables. El Ciego poseía una actitud casi autista blandiendo en cada mano una tenaza que mordía una esfera de carbón ardiendo. Esas esferas eran redondas, pequeños astros rojos que no seguían ninguna órbita, solo el rítmico movimiento de las manos del ciego, y dejaban una estela luminosa que persistía más allá de lo razonable. De la estela se desprendía el augurio del perfume de la próxima carne quemada.
La venganza estaba en ellos. Sus rostros se iban dilatando hasta adquirir también el aspecto de una máscara siniestra y en las cuencas vacías de sus ojos (los dos ciegos no los tenían por razones muy diferentes), podía apreciarse un dibujo espiralado que seguía un patrón ceniciento, como si su contenido hubiese sido vaciado mediante la expiación del fuego.
La perfección del tormento y de la ejecución era el objetivo, por ello los verdugos trabajaban con sumo cuidado, atendiendo a todos los detalles y sin dejar librado al azar ninguna circunstancia.
La perfección se completaba luego de la ejecución con la más prolija limpieza del lugar. No debía quedar ninguna evidencia de la presencia de tres hombres y una mujer. Los adherentes regresarían al antro y se ocuparían de limpiar la sala de ejecución. Como ya habían demostrado su concienzuda eficacia, harían esa limpieza con total conciencia. En ellos todos depositaban su confianza, un raro privilegio tratándose de dos videntes.
Parte del ritual (y esto fue por pura jactancia), fue inducir en la víctima la idea de que una fuerza divina, una deidad estrafalaria, lo convocaba a un milenario ritual terminal.
El narcótico que los hombrecitos le habían suministrado al Informador alentaba todo tipo de alucinaciones. En la enfermiza mente de la víctima, fue fácil inducir la creencia de la existencia de un Ojo Fabuloso que a través de sus luminiscencias lo invitaba a trascender a un estado puramente espiritual y liberador. Fue el propio condenado quien ubicó al Ojo Fabuloso en una tierra mineral barrida por ciclones rojos. Cielos en sangre y nubes que se deshacían en hebras padeciendo el efecto tortuoso de catástrofes antiguas. Bajo ese cielo, el hombre creía ver altas torres y en medio de ellas una estatua en cuyo ombligo brillaba el Ojo Fabuloso. Vidal Olmos suponía avanzar en esa dirección y a pesar de permanecer fuertemente amarrado, su estado mental le hacía creer que disfrutaba de la última libertad, la que antecede al momento fatal del suspiro póstumo. Al avanzar en dirección a esas imaginarias torres, descubría que todo había sido calcinado por un cataclismo cósmico. En la calcinación del paisaje imaginado, estaba descubriendo el último paisaje que captarían sus ojos a medida que el calor abrazador de las dos esferas de carbón de hierro fueran incinerándolos hasta perforar las órbitas y avanzar por el cerebro hasta licuarlo.
La idea de atribuir al Ojo Fabuloso la condición de Fosforescente y a este el dominio del Informador fue del Ciego del Círculo Naval. En verdad propuso denominarlo “Ojo Incandescente”, afirmando que solo el fuego remediaría todo. La Ciega lo corrigió. La palabra “Incandescente” resultaba fatal, un apuro por resolver lo que se merecía un prudente y razonable tiempo de ejecución. En cambio, “Fosforescente” resultaba una palabra atractiva, hasta de condición mágica. Fosforescencia, la peculiar capacidad de absorber energía y almacenarla para emitirla en forma de radiación. La condición de fosforescencia del ojo le daba una trascendencia mística, abolengo de deidad, de poderosa fuerza milenaria atribuible a esa radiación que el ojo emitiría en dirección al holocausto. Además, una radiación de tonos jade o esmeralda, entre el amarillo y el azul profundo, sería un sinople poderoso que atraería al moribundo al seno de su propia muerte. El moribundo se dejaría tentar por las tonalidades verdes y guiado por la radiación se introduciría directo en su propia inmolación. De ese modo se crearía la falsa apariencia de un suicidio cometido por un desquiciado, por un tipo que había alterado tan profundamente sus facultades mentales que se había propuesto eliminar del mundo a todos los ciegos. Y así estaría escrito, en su Informe sobre Ciegos, que fue convenientemente reescrito para que al ser hallado por los detectives a estos no les cupiera duda de que ese desquiciado se había quemado los ojos por su propia mano para poder así, en su nueva condición de ciego, entrar al fantástico y maligno reino de los no videntes y acabar para siempre con “esos seres que se asemejaban a lagartijas, horribles animales de sangre fría y piel resbaladiza. Sabandijas escurridizas y pegajosas. Seres unisexuales, primores larvarios que expelen sus babas por las branquias”. Nadie que leyera estas citas negaría que un hombre extremado en su delirio no sería capaz de semejante autoflagelo.

La suerte estaba echada para el Informador. El tiempo transcurrido desde su captura exigía culminar el rito. En su Informe se pudo leer: “YO SABÍA que en el gigantesco perímetro debía existir una entrada para que yo pudiese entrar en el recinto. Y QUIZÁ SOLAMENTE PARA ESO. Ahora mi espíritu estaba como alucinado por la absoluta certeza de que todo aquello (las torres, la desolada comarca, el recinto de la deidad, el astro declinante) había estado esperando mi llegada y que solo por esa espera no se había derrumbado hacia la nada. De modo que una vez que yo lograra penetrar en el Ojo todo se desvanecería como un simulacro milenario. Esta convicción me daba fuerzas para consumar el largo peregrinaje en busca de la puerta. Y así, después de marchar durante agotadoras jornadas por aquel perímetro colosal, di finalmente con ella. En la puerta se iniciaba una escalinata de piedra que conducía hacia el Ojo Fosforescente. Miles de escalones debería subir. Temí que el vértigo y la fatiga pudieran vencerme. Pero el fanatismo y la desesperación me poseían salvajemente y empecé el ascenso. Durante un tiempo que tampoco pude precisar (porque el astro permanecía siempre en el mismo lugar, iluminando aquel territorio sin tiempo), subí la innumerable escalinata, y mis pies destrozados y mi corazón oprimido midieron, en cambio, aquel esfuerzo inhumano, en medio del silencio de la planicie calcinada del paisaje de ídolos y árboles petrificados, teniendo a mis espaldas la gran Cordillera del Norte. Nadie, pero nadie, me ayudaba con sus plegarias. Ni siquiera con su odio. Era una lucha titánica que YO SOLO debía librar, en medio de la indiferencia pétrea de la nada. El Ojo Fosforescente aumentaba su tamaño a medida que yo escalaba la inmortal escalera. Y cuando por fin llegué ante Él, el cansancio y el pavor me hicieron caer de rodillas. Así permanecí un tiempo. Entonces, una Voz que parecía salir de aquel Ojo, cavernoso e imperial, dijo: —AHORA ENTRA. ESTE ES TU COMIENZO Y TU FIN. Me incorporé y, y a enceguecido por el rojo resplandor, entré.”
“Este es tu comienzo y tu fin”. La voz del Ciego del Círculo Naval sonó extraña, salida de un caldero donde la noche se fundía hasta amalgamarse con aquel cielo de sangres que todo lo cubría. Luego, lentamente, fue aproximando cada vez más las tenazas a los ojos y las incandescentes y redondas piedras de carbón de hierro se posaron en las pupilas chamuscando la delicada anatomía. Vidal Olmos se estremeció de dolor y una brutal conmoción lo sumió en un soponcio silencioso. Ardieron las córneas, se deshicieron las pupilas. El olor de la carne chamuscada se sintió con fuerza. Cedió a la incandescencia de las esferas ardientes el cuerpo vítreo, la retina, los coroides, las escleróticas que se arrugaron antes de quemarse, las máculas hasta los nervios. Destruido el tejido blando, las órbitas no tardaron en quebrarse. Las rojas esferas de carbón de hierro iniciaron su periplo por las circunvalaciones de los hemisferios cerebrales. Fue un fulgor intenso, una combustión fantasmal que iba derritiendo recuerdos, pensamientos, sentimientos, funciones. La oscuridad fue el aliento final, el descubrimiento de un submundo jamás imaginado. Era el principio y el fin del Informe sobre Ciegos de Vidal Olmos. Al mismo tiempo, sin llegar a proponérselo ni a descubrirlo, fue Vidal Olmos y su Informe, el principio del reinado de quien se conoció como Yoyo, el príncipe de los sicarios ciegos.

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