Un concepto fundamental en lo referido a nuestras relaciones personales es la intimidad, capacidad de mostrarnos tal como somos, íntegramente. Es el celo por lo secreto, un derecho a preservar. Existe en la vertiente individual que nos hace saber convivir con la nuestra propia, y existe la que compartimos, mucho más compleja ya que las dinámicas de las relaciones son oscilantes. Podemos entenderla como el límite entre lo que es confidencial y aquello que puede ser mostrado. Va más allá de lo simplemente privado, ya que incorpora la profundidad, aquello que marca nuestra identidad protegido de la invasión de los otros, terreno subjetivo que vallamos desde nuestra libertad. Es el combustible que maneja los vínculos afectivos y surge como protección ante la necesidad de compartir con los demás. Presente en todas nuestras relaciones, cobra una forma diferente según sea la vinculación, aunque busca siempre la proximidad, el afecto y la identificación para con el otro. Toda relación auténtica ha de estar sustentada en ella. Abrirnos implica tomar riesgos, exige mostrar toda nuestra pureza, sin inhibiciones, y revelar sin reservas lo oculto, lo mejor guardado. Desde ella trascendemos, nos implicamos y expansionamos.
La intimidad ha de surgir por voluntad y de manera consciente, requiriendo de los partícipes la máxima comprensión en la expresión de las emociones. Supone dar un paso adelante, sin juicios ni pudores, un ejercicio de confianza que protege nuestra vulnerabilidad. La reacción y el grado de atención definirán su extensión. Conjugada con los sentimientos, en su intercambio se construye la identidad. Es un tesoro que preservar que exige dedicación y constancia, dado que su deterioro se convierte en fractura irreparable. La vivencia en la intimidad requiere compenetración, intensidad y calidad de presencia, las cuales no han de requerir esfuerzo, pues nosotros hemos elegido quien es merecedor de compartirla.

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