CASA PEÑA (Novela)

CASA PEÑA (Novela)

Fran Nore

03/07/2021

CASA PEÑA

FRAN NORE

“Los instrumentos con que gano mi vida
Son mi paternóster y mi catecismo,
Y a veces mi salterio y mis siete salmos.
Canto por las almas de los que me ayudan
Y los que me alimentan
Y los que me acogen en sus casas
Una vez al mes,
Y de esta forma yo mendigo, sin saco ni botella,
Con solo mi andorga.”

William Langland

El hijo del valiente capitán Cristóbal Ruiz de Morales, se llamaba Leonardo.
El poniente del amanecer corría despavorido entre estelas de bruma dantesca por los mitológicos caminos de las cumbres.
Leonardo anduvo a lomo de caballo varios días, por entre selvas montañosas.
Le dio la bienvenida el jolgorioso valle de Casa Peña: las aguas del río siempre lentas y monótonas, el viento matutino ahogando la visión de sus ojos, el sol detenido y pequeño en la distancia crepuscular. Las liebres saltarinas cavaban profundos túneles cerca de las raíces de los sauces para almacenar hortalizas, una jauría de perros salvajes vagaba por los bosquecillos entre feroces ladridos. Florecían ramos de arietes, las begonias, las cerezas rojas de los setos, la retama amarilla, las hojas de acanto, el diente de león.
A poca distancia, Leonardo divisó Casa Peña, en el epicentro del valle, iluminada su fachada por los rayos solares, los techos estaban cubiertos por decrépitas y gigantescas ramas, figuras umbrátiles invocaban consolación desde sus externas paredes, por los rotos cristales de las ventanas escapaban las aves peregrinas.
Cuando se aproximó y bajó del lomo del tordillo, a pesar de estar exhausto, quiso continuar el resto del trayecto a pie, pues el paisaje lo estimulaba.
El resto del floreciente camino hacia la casa desplomada no evitó que tuviera una mirada cansina y sintiera una emoción febril. Leonardo pareció escuchar en el viento voces del pasado mortuorio. No necesitó un fuerte empujón para abrir la frágil puerta de madera de la casona, fue el viento que al zumbar hizo rechinar los goznes. Los rayos del sol penetraban por las fragmentadas y vetustas ventanas iluminando un poco el lúgubre ámbito del lugar invadido por los poderosos ecos del tiempo. Pero al entrar de lleno a la casa, el viento revoloteó aún más fuerte sobre los techos resquebrajados por doquier rompiendo las estructuras, despotricó las alas de las ventanas, desprendió hojarascas de las ramas de los árboles y las depositó por los suelos de los pasillos humedecidos y sobre los objetos arruinados. El viento traía un abrasante aire oloroso de jazmín estiado. Avalanchas de pedregones sacudían la sofocante infinitud de la estancia vacía en la tarde.
– ¡Ivana!
Y nadie contestó a su imperioso llamado.
Se internó, desfalleciente, por los derruidos pasillos de Casa Peña.
Al mirar por una ventana, contempló las borrosas líneas de los caminos hacia las cumbres y hacia los bosques invadidos por las cenizas fluviales de la noche que se aproximaba.
Pronto el rocío de la noche caía sobre los techos descuajados de la casa, por las paredes fisuradas y por los corredores hundidos.
Desde las lejanas cumbres llegaban a sus oídos las voces indias entonando versículos prohibidos, los graznidos de cuervos peligrosos volando por encima de los peñascos volcánicos, por encima de las serranías inundadas por espesos nimbos penumbrosos, por encima del cielo detonando legendarios astros precipitados sobre la superficie de la tierra, por encima de las cascadas de arenas de los montes oscuros.
La tempestad se desencadenó conjuntamente con la poderosa pulmonía de sus truenos.
La noche poblada de los sonidos de las fieras iracundas, de las lluvias gestando sus acuosos frutos sobre las aguas discontinuas de los arroyos del río o mojando tres pulgadas de plataforma lunar del valle.
En aquella soledad emergente de Casa Peña, recordó a Ivana. Evocó la huracanada figura de esa tormentosa mujer del pasado.

Las luces matutinas invadieron el penumbroso ámbito de Casa Peña.
Leonardo abrió los ojos, impregnada su visión de claras siluetas lluviosas. Salió de la estancia tratando de alejar su somnolencia.
Ahora, sorpresivamente, vio caminar hacia él una extraña figura humana por la senda del florido valle, creyó que era una alucinación, pero efectivamente se trataba de una retraída figura humana por la senda del río, ¡era Ivana!, que traía en sus manos especímenes de hierbas, y que lo fulminó con su mirada cuando lo descubrió a través del vacío gris refulgente de sus ojos muertos.
Su rostro estaba descompuesto y quebrado por el transcurso de los años, sus cabellos enredados y pelambrados por el tiempo, temblaban sus manos y sus piernas como hierbas mecidas frágilmente por el siroco, su rostro ataviado de arrugas, cubriendo su senectud con un vestido negro plateado.
Su súbita presencia aliviaba el cansancio de Leonardo.
Luego se plantaba ante él, descalza y huraña, oliente a magnolias silvestres, su mirada refulgente mientras todo su ser se estremecía de frío, llena de asombro y de espanto, con su mano alargada queriendo tocarlo, acaso la fuerte tos que la carcomía retenía sus alientos, sus palabras; acaso el corazón presto a estallar de rabia solitaria y de amargura.
– ¿A qué has regresado? –la frialdad de su pregunta, y sus manos temblando tratando de controlar su estupor y de retener sus pasiones-. ¡Cuánto tiempo en verdad perdido!
– He regresado porque esta es mi casa. respondió Leonardo, somnoliento aún-. ¿Y tú, por qué estás así?
– Son las esperas y los sufrimientos…
– Y de tu hijo, ¿qué ha sido de él?
Movió la cabeza de un lado a otro, cobró su rostro un rictus patibulario, no así dejaban de temblar sus manos. Parecía sollozar levemente.
– Vive entre los evangelistas errantes de colonia en colonia.
– ¡Ah! ¿Es aprendiz de santo?
– Sí. Aprende extrañas lenguas.
Dicho esto, ambos entraron a Casa Peña, Ivana detrás de él, ahora no lograría escapar de su presencia embrujante.
Ella, en su senilidad fantasmal, con su negra, larga y descuidada pelambre colgando en sus desnudos hombros, sus ojos pequeños y puntiagudos, respiraba con dificultad.
– ¡Estás delirando! ¿Qué haces aquí?
Leonardo olfateaba los mortuorios olores de dalias memorables, cristalino dolor en los ojos negros de Ivana, inyectados de una infinita y simple tristeza.
Afuera, la lluvia que traía el crepúsculo entraba a habitar con su liquidez la catastrófica estampa de Casa Peña.
Ivana, en todos estos años había envejecido tan rápido. Ahora, Leonardo no podría considerarla su madrastra protectora. Pero percibió que la mujer había estado escurriéndose de él desde que había regresado a Casa Peña. Claro que ella no atinaba a moverse al descubrirlo, mirándolo como paralizada y pálida, queriendo balbucir algo más.
– ¿Por qué has vuelto? ¡No, no, no puedes estar aquí!
– ¡Esta es mi casa!
Y Leonardo le relató las variadas aventuras vividas a muchas millas de Casa Peña. Y él recordó el recato de su madrastra por protegerlo de la avérnica ira de su padre, el valiente capitán de las causas encomenderas, Cristóbal Ruiz de Morales; y brindarle la benevolencia de su cuidado.
Ahora su falda estampada de azaleas que el viento subía hasta las rodillas, se ondulaba. Su madrastra volvía a ser su presente. Su rostro estaba salpicado de cebolla picada.
– ¿Qué estás haciendo? -tronó la voz de Ivana.
– ¡Déjame! Sólo llegando…
El contacto con Ivana siempre era diferente, ella era como una madrastra enojadiza, encontrarla significaba para Leonardo un tormentoso estado catalítico de agrias miradas y reproches. Por lo regular, se encontraban en todas las partes de la casa: en los salones, en la destruida inmensidad laberíntica de los pasillos, en los vetustos balcones de enojosos tulipanes, en los áticos cetrinos, en la cocina ahumada, en los sórdidos jardines del valle donde se concentraban sombras de lodo, en los atrios y en los andenes de los ginebrinos muros ulteriores, en las riberas del río donde espantaba la corriente a los pájaros y a los peces con su silencio hechicero o emanaba el viento con su vozarrón de chacal.
Ella fabulaba con silbidos escalofriantes. En el tiempo en que vivió con su difunto padre, estuvo reducida a la fatalidad, las cosas aún no habían cambiado, pero ella esperaba una nueva oportunidad de surgir como macuá de los escombros. “¡Ja ja!” Su carcajada deformada resonando en el atisbo de la noche.
La noche que con sus negros tentáculos envolvía con su brisa la veleidad de la progenie de los maldecidos.
La vieja casa la salvaba de sus delirios. Profería en ritos de hechicería, rezos donde mordía su rabiosa lengua.
Un sórdido pajarraco tejía altisonantes cantos mientras se depositaba en los altos tejados de la casa.
Al cabo de unos instantes, desviaba su mirada al verlo y rápidamente se sacudía el polvo impregnado en sus descuidados ropajes.
Todo en ella había cambiado, así lo notó Leonardo.
Entre grandes zancadas Leonardo desviaba sus pasos a los aposentos ulteriores, como huyendo de ella y de su nictálope aura.
Por los solitarios alrededores el polvo del tiempo jugaba incansable entre el sepulcral relieve de las húmedas paredes y entre las rendijas del techo a punto de desplomarse y aplastarlos con todo el peso de los años abismáticos, el vaivén danzante de los fríos ornamentos de las columnas y de los muros antañosos que lo sostenían evitando la tragedia. La fabulesca brisa nocturnal traía consigo los ocultos bramidos de las fieras desde los bosquecillos aceitosos, la noche vacilaba existir en la distancia.

Al despuntar el alba, su madrastra y él se encontraban en el silencio bullente de la cocina.
La celada mirada de Ivana absorbía en él su demacrada belleza.
El nuevo amanecer devoraba las sombras penitentes.
Leonardo trataba siempre de huir de la influencia de Ivana, pues su presencia chamánica parecía producirle un terrible malestar, incluso cuando se sentía observado por sus grises ojos de niebla avivados por la lumbre del desasosiego.
Ivana, solamente era un espectro vigilante de Casa Peña. Para invertir su tiempo se entregó a la elaboración de hamacas y de sombreros de iraca, y así poder perder las horas.
En la penumbra solana de los corredores invadidos por profundas marañas, observaba durante intensos lapsos de tiempo como el viento con sus artilugios aéreos mecía las hamacas de hilo colgadas de las ramas de los árboles del valle, tejidas en hilos de variados colores. Pero como se aburría confeccionando sola regresaba a lo habitual y usual: vigilar a Leonardo.
Leonardo estaba apesadumbrado.
A veces veía que Ivana bajaba hasta el río y cortaba de sus orillas diversas flores con las que formaba ramos para adornar las imágenes de las vírgenes de barro que conformaban el templo de sus oraciones en el salón de la casa.
Cada mañana iba al linde de los caminos hacia los bosques y recogía bellas hojas, flores y frutos, de todos los distintivos; a veces la tierra no daba flores, pero sí hermosas ramas, colchones de hojarascas de colores extendidas por las riberas del río enarbolando su frescor. Para alegrar su ocio demente se lanzaba a volar simulando ser una alondra, por el cielo destellante de luces lontanas. De las endebles ramas de los sauces, pájaros con vegetales trinos de viento formaban en la atmósfera locas zarabandas que la hacían danzar entre silbidos estentóreos de felicidad. ¡Ah, la vieja Ivana, fabulando en una tierra por conquistarse a sí misma sobre ella!
Entonces se pasaba la mayor parte del tiempo en esos escuetos oficios, y era preferible para Leonardo que estuviera desarrollando su locura senil a tener que soportar que lo espiara.
Cuando estaba sola y poblada de las escuálidas sombras parapetadas a los cuatro muros humosos de la cocina, ella agigantada en sus delirios y mitos montunos.
Leonardo trabajaba en los bosques cortando la leña para el fogón mientras su madrastra se ocupaba de las faenas culinarias y de recoger los frutos de los mandarinos y de los groselleros, picada de hierba y por mosquitos.
Jamás se hubiera acostumbrado Leonardo a la ausencia de su madrastra, y ese era uno de los motivos por el cual había regresado.
Caída la tarde, la encontraba bajo las sombras de los sauces del río, pero evitaba verla de frente, porque presentía que Ivana continuaba espiándolo con el gris profundo de sus dilatados ojos de anacoreta, seguía vigilando sus pasos adentro o afuera de la estancia, resguardada entre las malezas o desde los muros frígidos de la casa ensombrecida. Con el tiempo, Leonardo ya no estaba sorprendido.
– ¿Por qué me vigilas tanto? –le preguntaba a diario Leonardo, para que finalmente ella se hiciera una idea de la incomodidad que sentía.
– Para que no cometas errores… ¡Te pareces tanto a tu padre…! –refulgía Ivana con su astuta mirada sibilina-.
– A lo mejor.
– ¡Ay, jovencito!
La vida se le presentaba a Leonardo abriéndole los ojos y destapando la sordera del alma por los senderos del estertor.
Ivana, que lo había acosado y seguido muchas noches de su vida para reclamarle la muerte de su padre, descubría que por fin el destino del muchacho se desenvolvía mágicamente. Pero entonces, el calor de deseos inconclusos sudaba por su cuerpo, la vida le era extraña, pensaba que era solamente un capricho loco de la naturaleza, pero luego entendía que era el toque de la sangre que lo conectaba con la intensa lucha que libran los sentidos y el espíritu.
Presa del abandono y del sopor se refugiaba en su alcoba oliente a margaritas, a alcohol, a polvo libelo, o se aprestaba a hincarse frente a los altares en el salón, iluminada la penumbra por las temblorosas luces de cirios y de velones de sacristía que formaban en las amarillentas paredes los desnudos rostros de las figuras solemnes de vírgenes y de santos deformados; en su desvarío de madreselva, en su ensueño enfermizo, para que la guiaran a los túneles de la claridad y pudiera alejar de su cabeza los espectros de las guerras interiores que la invadían. Para evitar las rabias de sus dioses míticos retornaba a exacerbados cánticos y enloquecedores mantras que se convertían en medio de la noche en murmurantes y enloquecedores orquestas de despiadados lobos y lechuzas agonizantes a unísono. Resonaba su soledad de agonizantes voces y de trepidantes ecos. Hechizada, salía a los antiquísimos pasillos del caserón, atacada, en suma, por la sarna de los sentimientos frustrados: la fría emotividad de sus palabras, la inapetencia de su ser pronto a resumirse al vacío, el resentimiento que sentía por Leonardo, por sus recuerdos, por sí misma. Sabía que no tenía a dónde ir, entonces se resignaba a compartir su solitaria existencia con Leonardo, más como una resolución de la vida que como una debida solución a sus devaneos.

Cierta mañana inesperada cubierta por un velo de niebla subhumana, regresó a Casa Peña, Antonio, el hijo de Ivana y de su padre, el valiente capitán Cristóbal Ruiz de Morales, su extraviado hermanastro, tras una larga y penosa travesía por las cumbres.
Lo acompañaban dos monjes del pueblo de Cielo Roto, pues otros tantos acompañantes habían perecido de delirio y de peste a mitad del camino.
Las mulas de la caravana estaban cargadas con grandes equipajes y con costales de viandas.
Cuando Ivana reconoció a su vástago, fue a su feliz encuentro y se abrazó fuertemente a él, derramando un llanto próvido de cuantiosa felicidad.
Aunque Antonio estaba fatigado y tambaleaba encima de su caballo, bajó de él para refugiarse entre los brazos de su madre. Pero cuando estuvo frente a Leonardo, preguntó a su madre de quién se trataba.
– Él es Leonardo. El hijo de Segismunda, la primera esposa de tu padre.
Y en nada le agradó conocer a su hermano medio. Se quedaron ambos mirándose con recelo. Luego movido por una fuerza levadiza, con la rapidez de un rayo de gotícula luz, extendió su mano a Leonardo.
– Yo soy Antonio.
Ambos se apretaron las manos. Pero aún así no dejaban de escrutarse, sopesándose.
Antonio quiso entrar con ellos a Casa Peña.
Ivana estaba enternecida, su semblante estaba radiante, inundado de ardientes y copiosas lágrimas de felicidad.
Antonio era un joven enjuto y extremadamente pálido, con unos grandes ojazos negros que hacían su mirada fría y penetrante. Pero era un errante de su vida demiurga. Reconocía a su madre entrañable lleno de sopor viajero y se abrazaba constantemente a ella, ya no quería desprenderse de su lado.
Y luego presentó a sus dos acompañantes: uno de los monjes se llamaba Loan y el otro se llamaba Vernet.
Eran dos hombres de caras alargadas y amarillentas, vestidos con los atuendos de la orden de los franciscanos a la que pertenecían desde su juventud.
Ivana les brindó el maná dominical.
Los viajeros estaban sedientos y bebieron de los jarrones con viche y vinete. Luego desempacaron de su equipaje, baratijas para Ivana y Leonardo, que no esperaban regalos de ellos.
Antonio tan flojo fácilmente se embriagó y ya lanzaba improperios y burlas parlanchinas a sus dos acompañantes, sus risas borrachinas hacían más alegre la velada.
Los tres visitantes pronto se entregaron a la bebida y al escándalo fiestero del regreso.
Ivana no quería recriminar a Antonio, no por ahora..
Leonardo relucía una mirada desconfiada y agresiva contra ellos mientras los escuchaba borboritar extraños vocablos en latín.
Finalmente a la noche, quedaron los tres como desahuciados, y se retiraron a las alcobas que Ivana les había preparado.
Ivana condujo a Antonio, su hijo ebrio de felicidad y licor, hasta la habitación de huéspedes.
Leonardo estaba desconcertado, sorprendido con el repentino regreso de Antonio.
La anciana Ivana trataba de reanimarlo hablándole de otras cosas, pero Leonardo distraído sólo alcanzaba a sonreír sin demostrar mucho su afectación.
En esa velada fue poco lo que se habló de ciertos asuntos importantes de la familia. Empezando por Leonardo que no tenía ningún interés de decir nada.
Y cada uno de los monjes presentes también prefirió retirarse a descansar.
Pero Leonardo se quedó entre los pasillos, vagabundeando hasta el alba, sumido en catastróficas cavilaciones que le impedían el sueño.
Afuera, el cielo tormentoso de la aurora crujió.
La luz del día naciente invadió los alrededores con su diáfana calidez invernal que hería.
Los animales del valle se despertaban en su conjunto salvaje emitiendo un orquestal de ruidos y silbidos extraños y confusos.
Desde la lontananza el viento arreciaba zumbos perturbadores y nostálgicos.
Esa mañana de embriagante sol, nadie se despertó temprano.
Y Leonardo apenas estaba empezando a dormir.
El viento sacudía con sus flotantes arrullos las guindas del valle.
Luego Ivana se despertó y fue a limpiar la cocina. El poco humo del fogón extinguido se esparcía por el interior de la casa. Después se le unió Leonardo que quería ayudarle a asear.
– Está hecho todo un hombre tu hijo Antonio.
– Sí. Tiene un aire en la mirada a tu padre, se parece tanto al difunto… ¿No lo crees? ¡Son tan parecidos! Cuando lo vi llegar creí que era tu padre que había vuelto a estar con nosotros…
– ¡No seas tonta, Ivana! ¿Piensas contarle?
– Pues… no sé… -estaba dudando en expresar aquella dolorosa perturbación que siempre le daba vueltas por la cabeza y la atormentaba. La inquietud que siempre atosigaba sus palabras ante Leonardo, que mortificaba sus recuerdos-. Pero debería contarle que mataste a tu padre… ¡A su padre…!
– ¡No seas tonta, Ivana! Esos secretos nunca se confiesan… Además, todos creen que mi padre el capitán Cristóbal Ruiz de Morales murió en campaña…
– Pero tú y yo sabemos que no fue así… Antonio necesita saber la verdad…
– ¿Para qué ya? Es mejor el silencio de una mentira que la tempestad de una verdad… ¡ni tú ni yo se lo diremos! ¿Entienes? ¡Y cállate esos ojos de muerta! No quiero seguir escuchándote…
Dentro de la cocina ahumada, se formaban figuras cabalísticas y chamánicas con el humo del fogón de reverbero.
Hubo entre ambos un silencio cómplice.
Antonio nunca sabría que su hermanastro Leonardo había asesinado al valiente capitán Cristóbal Ruiz de Morales, el padre de ambos.
Siguieron platicando con mucha tensión, pero ya de otras cosas menos importantes.
Ivana descubría en Leonardo secretos de su vida escondida cuando estaba por fuera de Casa Peña, de sus viajes por las montañas y los pueblos de mercaderes, de su travesía y permanencia por allá abajo, en el pueblo de Cielo Roto, secretos que ahora y siempre serían inconfesables. Pero esos secretos de Leonardo se reducían a travesuras de cuando era un adolescente inquieto, y gustaba jugar entre correrías a ser el hombre dominante, queriendo ser igual que su padre, salvaje, poderoso e indómito.
Ivana también se confesaba ante él, de su eterno amor por su padre, de su vida pasada como vergonzante cuando vivía en el pueblo de Cielo Roto, de su familia, de sus amores frustrados.
Estas conversaciones los sinceraba a ambos y los acercaba un poco más en el afecto que podrían llegar a compartir, sin tanto recelo del uno por el otro.
Luego terminaban recordando los nombres de antiguos visitantes al valle de Casa Peña.
Ahora la anciana Ivana no se sentía tan sola como antes, tenía la complicidad de Leonardo y la compañía salvadora de su hijo Antonio. Se restablecía en sus ánimos y parecía cada vez más dispuesta a organizar la mampostería de la casa vejestórica. En su dinamismo se contagiaba de nuevas fuerzas, ella que se sentía agotada y desvalida, desde tiempos atrás, con los innumerables quehaceres de la casa.
Ivana dejaba de juguetear con toda la exuberancia hechizante que le ofrecía la casa, dejaba de jugar por el valle y sus míticos alrededores, en los momentos en que se sentía tan sola, tan desamparada. Y se dedicaba verdaderamente a lo que tenía que hacer, cuidar de la casa, de ella y de su salud, y especialmente de los requerimientos de Antonio, que recién llegado necesitaba de sus cuidados y esmeros.
– Pero, ¿de verdad no crees que deberíamos contarle la muerte de tu padre Cristóbal? –volvía a insistir, como presa de una febril descarga de verdad, presintiendo que Leonardo podría desatar entre ellos una batalla a muerte. Y si abría la boca y le confesaba a su hijo Antonio el crimen perpetrado contra la humanidad del doliente padre de Leonardo, si se lo propusiera, con sólo contar aquellos funestos pormenores que la habían atormentado por muchos años, sería por supuesto una reivindicación familiar.
– Pero, ¿por qué insistes en eso? Mujer…
– No sé. Tengo mis temores.
– ¡Deja la necedad! No tienes por qué llenarte de temores. Seremos, ambos, unas tumbas… No querrás desencadenar en la casa otra tragedia. ¿No te parece poco todo lo que ha pasado y todo lo que hemos sufrido por culpa de mi padre?
– Sí, por tu culpa… -corrigió furiosa, Ivana.
– ¡Mi padre era un bastardo!
– ¡Pero no tenías derecho a matarlo y arrojar su cadáver a los perros de los montes!
– ¡Sí, lo he matado! ¡Ya no me atormentes más! No regresé para que me lo recordaras todo el tiempo… Por eso huí, para olvidar…
Ivana asentía con la cabeza y creía en las palabras de su hijastro, pero en el fondo de su corazón no podía perdonarlo; ellos dos, Leonardo y Antonio eran de la misma sangre del hombre que siempre había amado.
– Tu madre Segismunda lo abandonó… ¡Y a ti también!
– ¡Ya no quiero seguir hablando del asunto…!
Entonces Ivana dejaba de inquietarse, aunque tenía sus reservas.
Preparaba el desayuno para Antonio con un regocijo nunca antes vivido en la cocina. Entonces comprendía que las cosas de la familia en Casa Peña estaban cambiando su rumbo aciago. Y que con el transcurrir del tiempo las luces del perdón alejaría de una vez por siempre los resentimientos, los recelos y el sufrimiento.
Pasados unos instantes, Leonardo abandonó la cocina y fue hasta la sala, se encontró con Antonio que estaba sentado tranquilamente en una mecedora.
La luz del amanecer encendía aún más sus ojos negros como fogatas brillando. Parecía dormirse ante el flotante vaivén de la silla de mecer, inmerso en el sofoco.
– ¿Y tus amigos? –le despertó Leonardo de su ensoñamiento, queriendo escuchar su voz.
– Todavía duermen –respondió Antonio, en un breve temblor, sin mirarlo-. Están cansados del viaje tan agotador.
– Claro, es de suponer… ¿Y tú, no estás cansado, has dormido bien?
– Desde luego.
– ¡Debes estar hambriento! ¿Tienes hambre?
– Sí.
– Iré a decirle a Ivana que te traiga el desayuno hasta acá y algo de beber.
– No, no te molestes, Leonardo, no hay necesidad. Estoy bien. Yo mismo iré por mi desayuno… Más bien cuéntame de ti. ¿A qué te dedicas por estos solitarios lugares?
– A nada en especial. Soy leñador.
– Mi madre me ha contado de ti. Somos hermanos de madres diferentes…
Y se sumieron en un profundo silencio, buscando cómo seguir la conversación, que parecía tener un desenlace desastroso.
– Sí -respondió al fin Leonardo.
– ¿Recuerdas mucho a nuestro padre? La verdad no lo recuerdo… hasta me parece que no lo conocí… Mi madre dice que nos abandonó, para ese entonces era muy chicuelo y no lograba retener rostros en mi memoria…
Se quedaron en silencio, buscando de qué hablar a continuación, llegaba la conversación a un punto estancado.
Antonio fijaba sus ojos en Leonardo, como queriendo escudriñar sus sentimientos más ocultos, quizás quería preguntarle muchas cosas del pasado.
Pero Leonardo se incomodó y cambió de conversación.
– ¿Vas a permanecer mucho tiempo por estos lados o sólo estás de paso con tus amigos, los monjes?
– La verdad no son mis amigos, son mis maestros…
– ¡Ah, ya!
De pronto el solitario hermanastro desviaba la mirada hacia algún punto perdido del salón, tanteando la penumbra todavía no disipada por las luces del amanecer. Ya no posaba sus ojos en Leonardo que se sentía verdaderamente incómodo con su presencia inoportuna.
Entonces Leonardo descubría que Antonio se sentía mucho más importante que él.
– ¿Verdaderamente qué te trae por acá?
– Vine a visitar a mi madre, como comprenderás hace años no sabía de ella, donde vivo es un lugar dedicado al estudio, a la oración y a la contemplación, vivo confinado en una celda de monasterio, mi vida ha transcurrido entre libros y salmos; me hacía ya falta ver a mi madre y también quería conocerte a ti, mi madre me había hablado mucho de ti… ¡tantas cosas!, pero en mi mente sólo permanecían recuerdos inconexos y borrosos…
– ¿Y qué te ha dicho Ivana de mí?
– Muchas cosas, Leonardo… -hizo una pausa-. Cosas, simplemente cosas… –evadía la pregunta mientras la palidez y los calofríos de la resaca le recorrían el cuerpo-. Me duele la cabeza… Pero ya se me pasará…
– ¡Ah, ya!
Leonardo lo observaba más detenidamente, en su triste apariencia de monje reclutado, y descubría con asombro, que verdaderamente como decía Ivana, en Antonio estaba el vivo retrato de su padre asesinado.
Consideraba entonces que su malvado padre había vuelto a la vida reencarnado en Antonio. Se estremeció. No podía ocultar su ingravidez. Aún así trató de controlarse y ocultar todas sus intenciones de volver a increparlo o provocarlo. De sólo pensar que tenía ante él una imagen rejuvenecida de su odioso padre lo ensombrecía el estado de ánimo. Supuso que la maldición de la muerte de su padre lo alcanzaría y esta inquietud lo sobrecogió aterradoramente. A su memoria fluyeron los recuerdos como una cascada donde nítidamente se reproducían los acontecimientos de aquella fatídica noche donde había perdido la cordura, y el desenlace había sido provocar la tragedia sobre él y sobre Ivana, confabulada de una u otra forma con los antiguos intereses de su padre.
Y en un santiamén, dejó solo a Antonio allí en la sala, y fue a buscar a Ivana por toda la casa, necesitaba que ella le removiera las culpas y los sentimientos encontrados que ahora con la presencia de su hermanastro experimentaba en medio de la zozobra y la desazón.

Encontró a Ivana en la cocina.
– Necesito hablar contigo –le dijo a Ivana que tenía una cara desvelada.
– ¿Sobre qué…? –preguntó ella, inflexible.
– Sobre tu hijo.
– ¿Qué pasa con él?
– Necesito que me expliques algunas cosas…
– Está bien.
Entonces le prestó toda su atención a Leonardo. Se apeó a las vidrieras de la ventana, frente a él.
Leonardo vio entonces que lloraba levemente, envejecida, y denotando aquellas profundas ojeras que demacraban su cara.
– ¿Qué te pasa, porqué lloras?
– No puedo soportar el pasado. Prométeme que no le harás daño a él –se atrevió a desafiarlo.
– ¿He dicho que le haré daño? ¿Crees que soy como un animal salvaje que me la pasó matando?
– ¡No!, pero… -se le acercó y lo tomó febrilmente de las manos, lo convidó a sentarse en un entarimado de rústica madera que estaba en un rincón de la cocina-. Jamás te delataría con él.
– ¿Por qué no? Eres su madre y tienes todo el derecho de contarle lo que he hecho con nuestro padre.
– Sé guardar un secreto,, por oscuro y fatídico que sea, hasta el resto de mis días. Te he jurado no contarlo jamás. ¡No quiero que jamás lo sepa! ¿Puedes prometerme tú lo mismo?
– Yo más que nadie te lo prometo. Pero antes quiero saber todo lo referente a Antonio.
– ¿Qué quieres que te cuente?
– Su partida al monasterio.
– Es una larga historia…
Y así, Ivana, dio comienzo a la historia del nacimiento y crecimiento de Antonio, en los tiempos en que Leonardo había abandonado Casa Peña, huyendo de los nefastos sentimientos que le habían inspirado la muerte de su progenitor, el valiente capitán Cristóbal Ruiz de Morales.
“Cuando antaño te fugaste, avergonzado por el crimen que habías perpetrado contra la humanidad de tu padre, mientras ibas con tu caballo blanco en monta por los caminos del valle, yo te seguí hasta los lindes boscosos queriendo retenerte, llorando desconsolada. Comenzó a llover precipitadamente sobre los bosques. Ya sin fuerzas, regresé a la casa. Las criadas de la casa habían huido tras la muerte de Cristóbal. Las fiebres se apoderaron de mi cuerpo. Era una desvalida mujer embarazada viviendo encerrada en el caserón. Me recuperé pasados los días, y luego de estar sana le rogué a Dios que me diera fuerza suficiente para ir a buscar el cadáver de tu padre abandonado en las montañas, a la intemperie de las fieras hambrientas. Lo busqué muchos días y gracias a La Divina Providencia pude encontrar su cuerpo putrefacto entre las cuchillas de las montañas, allende a las minas de oro. Envolví su cadáver en mantas de algodón y fui a sepultarlo bajo el árbol más grande del valle. Después volví a Casa Peña, satisfecha de haber salvado sus restos despedazados de los perros salvajes. Recé novenas por doce días, para que su alma encontrara la paz y el retorno a La Otra Vida. Yo solía ir todas las mañanas a terminar de rellenar con tierra el hoyo que había cavado para su cuerpo bajo el árbol más gigantesco del valle, y ponerle flores y enderezar su pequeña cruz de palo ladeada por el viento. Pero una mañana, que fui a ponerle ramos de flores, me sentí agotada y asfixiada, comencé a angustiarme ante los imprevistos dolores del parto. Entre grandes voces, inútilmente, pedí ayuda a la soledad del valle. Mis flemosas lágrimas bañaron el escuálido crío que había expulsado de mis entrañas, envuelto en sangre intestinal. Los leves quejidos de la criatura apenas emergían a la superficie. Lo envolví con mi traje, y aunque estaba convaleciente recobré las fuerzas y retorné a Casa Peña, empapada en sangre y cargando al bebé. Entré a la casa despoblada, murmurante de ecos rezagados. Y empecé a cuidar de mi pequeño crío, aunque todavía estaba aterrada con el asesinato de tu padre por tu propias manos. La pequeña criatura no dejaba de llorar. Creía que esta absurda tragedia era una pesadilla, debido a las fiebres constantes del parto. Y el llanto del pequeño Antonio no cesaba. En este valle endemoniado donde reside El Judío Errante, nunca mi vida había sido tan horrorosa. Pasaron luego los tiempos sin que tú regresaras, huyendo de las tropas militares que te buscaban para encarcelarte o matarte, por que ya los altos mandos militares sabían que habías matado al capitán Cristóbal Ruiz de Morales. Te delataron las criadas traicioneras que tanto protegiste. Ya no conservaba la esperanza de volverte a ver y encontrarte con vida, pues los trabajadores de tu padre también te buscaban por todos lados, para apresarte y ajusticiarte, tal vez darte muerte. Y los días con sus noches pasaban veloces como en un sueño inanimado. Mientras tanto el pequeño Antonio crecía como un desventurado huérfano sin padre. Corría ya por los campos del valle y sus juguetes preferidos eran, los pájaros, las mariposas, las flores. Cuando Antonio estuvo mucho más grande, lo llevé por vez primera al pueblo de Cielo Roto, los habitantes del lugar quedaron maravillados con la belleza del niño y su semejanza al capitán Cristóbal Ruiz de Morales, lo inscribí en la escuela del pueblo, pues ya estaba en edad de asistir a la enseñanza, pero se rehusó, le parecía que la institución escolar era un meandro de reglas pesadas, normas estúpidas y organización represora, le irritaba toda manifestación organizada y educativa. Presentía que el germen de mis entrañas estaba poseído en efecto por mi pasado, adherido involuntariamente a su conciencia, mi pasado que odiaba. Entonces, sin pensarlo más, lo entregué a los errantes evangelistas que iban por los exuberantes territorios de América, de pueblo en pueblo, de colonia en colonia, de comarca en comarca, promulgando El Nuevo Evangelio, convirtiendo a los indios profanos y bárbaros, a los esclavos negros y a los herejes, a los dogmas cristianos. Con estos monjes franciscanos, Antonio alcanzaría la disciplina, el amor por el estudio y la enseñanza, las normas que sujetan el orden, la constancia y la entrega a los principios religiosos. Con los evangelistas, que eran de varias órdenes, unos franciscanos y otros agustinos y agustinianos, estaba segura, de que el malcriado Antonio se convertiría en un culto mocetón. Así lo libraba de la apatía que para él resultaba vivir en Casa Peña o entre la comunidad del pueblo supersticioso. Cuando se lo llevaron las comitivas de Las Congregaciones, de una vez por todas me resigné a su ausencia. En varias ocasiones lo visité a su lugar de reclusión, una celda en un extraño monasterio religioso, estaba impregnado de soledad benevolente, siempre dirigiéndose muy respetuosamente a los superiores de Las Congregaciones que se habían compadecido de mi precaria situación de madre abandonada. Pronto Antonio se adaptó al nuevo lenguaje que le ofrecían los monjes católicos, y rápidamente adquirió el conocimiento de los valores inculcados por los maestros. El haberme desprendido de Antonio de esa manera en cierta forma me liberó de la sombra maléfica de tu padre,, pero no encontré otra solución, además porque era una madre desesperada y sola viviendo en una retirada casa maldita. En aquellos tiempos me separaba cada vez más de la realidad que tocaba en mí abismos más profundos. Ahora estoy emocionadísima de volverlo a ver, convertido en lo que quería que fuera, un muchacho útil a la sociedad cristiana, estudiando y preparándose para afrontar con resolución los conflictos de la vida actual. Su regreso a casa, traído por sus maestros, ha despertado en mí, hondas emociones, una alegría retributiva, siento que he logrado mi cometido de hacer de él una persona valiosa. Hacía tanto tiempo que no lo veía, en años no había vuelto a visitarlo, incluso había olvidado un poco cómo eran sus rasgos, su boca, el color etéreo de sus ojos traviesos. Esperé algún tiempo, aquí refugiada, algunos eternos meses intranquilos, poseída por la ansiedad, y esperando resignada el día en que lo volvería a ver y tener junto a mí…
– ¿Por qué me has ocultado todo esto?
– Porque nuestras tristes, miserables e insignificantes vidas están llenas de secretos… -sentenció con un respingo-. Tampoco consideré necesario que lo supieras.
Se nubló su mirada gris en un fragoso silencio, refugiada en su postura de matrona bíblica. Se incorporó de la butaca de pino, las manos temblorosas, los ojos undívagos.
Según lo relatado a bocajarro, con matización edomita, Leonardo vislumbró en el pasado el tormentoso sino de la vida de Ivana, en los tiempos en que él había huido de la sombra luciferina de su padre asesinado que temía lo alcanzara.
– No creí que fuera tan terrible.
– En un comienzo fue terrible, -opinó Ivana-, pero luego, en medio de mi pesar y soledad, logré orientar su camino. No pretendo lograr nada con su regreso, absolutamente nada… Su destino está escrito. Dentro de poco volverá a su vida religiosa en los claustros del monasterio, junto a sus maestros, y tardará meses, tal vez años, en regresar otra vez a la casa, y de que volvamos a vernos nuevamente.
– Entonces, ¿no se quedará con nosotros?
– Por supuesto que no. Su labor cristiana apenas empieza, su lugar está entre Las Congregaciones, sirviendo a Cristo y entregado a la fe.
El viento entre suaves fracciones vespertinas, entre murmullos de criaturas musicales, se colaba por las fisuras de las paredes ennegrecidas de la cocina. En aquel ámbito flotaba un olor nauseabundo de legumbres podridas.
Ivana abrió la pequeña ventana de la cocina para que entrara aire más purificador, el entumecimiento del aire era evidente.
El día bondadoso inundaba sus rostros. Se asomaba la tarde crepitando con un fulgente sol. El cielo pronto se convirtió en una gran llamarada de visos dorados.
Leonardo adivinó que su madrastra, desde hacía mucho tiempo albergaba la ilusión de marcharse definitivamente de la casa en el valle, y sin que él lo percibiera –y en el caso de que Antonio se marchara primero- no dudaría en irse tras su hijo y olvidar todas las viscosidades del pasado.

El viento de esa tarde suplicaba arengas monstruosas.
En la sutil tarde veraniega, Antonio salía de Casa Peña y se metía en la sombreada espesura de los bosques, fuertes brisas premonitorias le sacudían el cabello encrespado.
Leonardo, desde la ventana de su cuarto, lo observaba enfilarse hacia la espesura de los bosques mientras imaginaba que las hoscas marañas se lo tragaban y no volvería a verlo nunca más.
Antonio caminaba movido por una dulce tristeza aflautada, sus pasos no dejaban huellas y parecía levitar sobre los fértiles montículos de hierbas arrojadas por los senderos hacia las montañas.
Leonardo sabía que se engañaba al desearle la desaparición total, al verlo introducirse en los claroscuros de los bosques. Se decía a sí mismo que no volvería a verlo, prefería esto en definitiva con ferviente deseo, tal vez esa apatía que sentía por Antonio se debía a su semejanza física con su difunto padre el capitán Cristóbal Ruiz de Morales, cuya presencia y recuerdo estaba latente en Casa Peña.
Antonio llegaba hasta los senderos al pie de las montañas, uno de esos senderos conducía al pueblo de Cielo Roto y otro a los altos de las cumbres donde los huesos de los indios resistían la arqueología del tiempo, también había una brecha que conducía a las lejanas cordilleras atravesando el resto del mundo.
Desde entonces, Ivana y Antonio estuvieron sujetos a sus celos de terrateniente enfermo y obsesionado con la visión inmediata del fantasma de su padre que le reclamaba el vil asesinato. Y no lograba tranquilizar su espíritu, y sus nervios se crispaban con el solo hecho de ver a Antonio.
Antonio sospechaba que Leonardo lo espiaba a cada instante, que siempre estaba a unos cuantos pasos de él y de sus profundas meditaciones. Aunque Leonardo siempre aparecía retraído y atribulado.
Luego cayó el anochecer sobre los pobladores de Casa Peña.
Ese bifurcado anochecer la vigilia llegaba a ser tormentosa.
Desfallecido, pero confortado de la caminata por los alrededores del valle, Antonio regresaba a la casa y se reunía con los monjes maestros para empezar las oraciones en el altar de la sala donde Ivana tenía sus santos protectores. Alababan a Dios y pedían favores divinos.
A poco se reunía Ivana que seguía las oraciones en un férvido delirio.
Leonardo se crispaba de asco y repudio, los observaba desde una esquina de la sala, inmóvil, sin poder gesticular, sin interés de unirse a las plegarias.
Luego de las oraciones, se reunían todos alrededor de la mesa antigua del comedor, a cenar exquisitamente.
– Entonces, ¿ustedes enseñan la evangelización?
– La llevamos a todas partes… –refirió Loan.
– La palabra del Señor Jesucristo es comunicada a todos los hombres que se acercan al dogma –concluyó Vernet.
Pasado un cuarto de hora había terminado la cena.
Ivana amontonaba las escudillas para llevarlas a fregar a la cocina.
Loan y Vernet, los maestros acompañantes de Antonio, conversaban entre sí, mirando a Leonardo y cuchicheando sobre él.
Antonio parecía cansado de un modo perceptible, adoptaba una posición ceremoniosa entre sus rezos de velada eucarística.
Leonardo sentía una soporosa inquietud en el aire enrarecido.
Antonio, inquieto por una ardida herida que llevaba oculta en su interior desde años atrás, con voz ronca comenzó a relatar a Leonardo y a su madre los sobresaltos de su vida en Las Congregaciones y fuera de ellas.
“Escapé de Las Congregaciones de los monjes agustinianos peregrinos. Los pueblos colonos eran consumidos por el hambre y las pestes. Multitudes de apocados hombres gritaban retorcidos de íngrimas rabias desde los umbrales marismosos de sus casas resquebrajadas, en las negras calles, sorprendidos en medio de aquellas landas de guerra y perdición. En medio de aquellos rumbos infernales iba anunciando la evangelización. Volvía al Monasterio sintiendo un amargo sabor de derrota. Allí me solían esperar mis más preciados maestros, que humildemente me ofrecían su compañía, su devoción y comprensión. Cuando salía del Monasterio me alistaba para viajar en las caravanas. Recorría los pueblos convulsos. Toda la barbarie de los marginados agotaba mis fuerzas y reservas. Pero los días que viajaba en compañía de los monjes, descubría cada vez más la tragedia conjunta de América. En las caravanas escaseaban las viandas y el hambre se apoderaba de todos nosotros, nos azotaba de igual forma como nos azotaba la crueldad del clima. En nuestros cuellos colgaban las camándulas con sus crucifijos de metal cromado, las cambiamos por comida al recorrer los sórdidos caminos: una crátera de vino dulce y unas migajas de pan al arribar a un mesón del trayecto. Así nos libramos por lo menos de dos días de aguantar hambre y sed. Un poco más tranquilos, en las caravanas, junto a mis maestros, Loan y Vernet, continuamos la travesía en los carruajes empujados por fatigados caballos, cruzando inmensos caminos de valles, planicies y montañas que se abrían ante nosotros como estampas de postales difusas. Un vistoso atardecer, topamos con un Monasterio en medio del vasto camino hacia Ciudad Central. La niebla entre escarchados haces posaba en las alamedas, las desvencijadas gradas del umbral del caserón crujían por entre el viento, el lóbrego portón habitado por gigantescas arañas revestía emblemas lustrosos acaso de una gloria antes esplendorosa. Se abrió la pesada puerta de la extraña edificación, rechinaron aullantes los antiguos goznes. Vimos aparecer a un monje guardián que, de súbito, hizo resonar los relucientes cimbalines del portón con los que ocasionó un tétrico estrépito mientras en lo alto del crepúsculo asomaba una primeriza luna llena. “¿Qué comunidad es ésta?” Preguntó Loan, con inquietud. Pero el monje guardián evadió la pregunta y sólo nos señaló los pasillos del interior del recinto, nos instaba a que lo siguiéramos. Ninguno de los monjes quería bajar de los carruajes a seguir al desconocido. Entonces nos atrevimos a bajar, Loan, Vernet y yo, y a seguir con pasos cansinos al monje guardián. Entramos a la casona y nos internamos dentro del pasillo iluminado débilmente por los cirios entre las paredes brumosas, el extraño monje guardián cargaba oxidadas llaves en sus manos esqueléticas. Tras de nuestras espaldas, el portón se cerró inesperadamente por la fuerza huracanada del viento súbito. Avanzamos guiados por el monje guardián que cada vez se alejaba más y más por entre los extensos pasillos, se perdía entre las laberínticas brumas, y allí daba vuelta, y en otro recoveco hacía lo mismo sostenido por las umbrosas paredes de piedra adobada. Entre nuestros temores de perdernos, éramos como fieras devastadas en vacilaciones. Perseguimos al obcecado guía fugitivo. Cada vez más se extendían los pasillos del misterioso Monasterio de álgidas paredes terrinas, oculto entre las montañas. Después no vimos más luces en los velones, no se escuchaba una sola respiración ni el más leve ruido, tampoco el sonido de las pisadas del monje guardián que como una sombra huía.
“- ¿Y el guardián, adónde ha ido? –preguntó Loan, con una voz de acento intrigado.
“- No lo sé –respondió alarmado Vernet.
“- ¿Dónde está? –pregunté al mismo tiempo que respondía-. Me pareció haberlo visto doblar en aquella… parte… -Indiqué con el dedo extendido.
“- ¿Qué dices? –no escuchaba bien Loan-. -Digo que nos hemos perdido… -aclaró.
“- ¿Y si el guía era un fantasma? –preguntó alarmado Vernet-. Un fantasma que nos quería hacer entrar aquí con el propósito de perdernos…
“- ¡No puede ser! –exclamé, turbado.
“- ¿Qué dices? –volvió a preguntar Loan, parecía no escuchar nada, comenzó a sollozar mientras murmuraba oraciones en latín.
“- ¡No sé, no sé! –Vernet estaba como enloquecido.
“- ¿Qué le sucede? –pregunté sin saber quién de los dos contestaría.
“Y en aquellos infinitesimales pasillos, invadidos por el silencio hostil del interior del Monasterio y por una oscuridad avasallante, continuamos caminando adentrándonos mucho más profundamente. Aguardamos un poco más, esperanzados en que el monje guardián regresara y nos rescatara. Sabíamos que pasaban tediosamente las horas, unas tras otras, y ya estarían preocupados los monjes de las caravanas por nosotros, que nos esperaban afuera del extraño recinto. De pronto era de noche, tal vez amanecía ya. Comenzamos a caminar fatigados, pegado uno del otro, como formando un trencito varado en la oscuridad, tan sofocadamente por los interminables pasillos, hasta que nos rindió el cansancio. Empezamos a llamar a vivas voces al monje guardián, esperando que apareciera, pero nuestras voces de auxilio eran inútiles. A aquel enigmático hombre se lo había tragado la tierra. El extraño monje guardián se había esfumado misteriosamente en el laberinto de pasillos oscuros. Entonces olvidamos en nuestra angustia y desesperación el monótono transcurrir de las horas. De pronto, al adentrarnos más entre los espeluznantes túneles, escuchamos voces y lamentaciones ruidosas. Y entre más caminábamos por los laberínticos corredores umbríos, más sentíamos el sofoco y el calor, parecía que nos estábamos acercando a un inmenso horno, a un infinito y chispeante mundo subterráneo. Inesperadamente un fulgor, un brillo diamantino se iba apoderando de las paredes, iluminando un poco más el laberinto. Cuando nos asomamos a la boca del final del dédalo, descubrimos aterrorizados un extendido valle de seres desnudos anudados, lamentándose porque no se podían desasir unos de otros. Ante nosotros había aparecido El Infierno en todo su esplendor macabro. Aterrorizados deseábamos salir inmediatamente de aquella fortaleza infernal.
“- Dios Santo, esto es… ¡El Infierno! –exclamó Loan, escandalizado y persignándose muchas veces en un zig zag de frenesí.
“- ¡No puede ser, estamos muertos! –prorrumpió Vernet en latín, sin poder contener las lágrimas y la tembladera.
“- ¡Salgamos de aquí, cuanto antes! –aconsejé que era mejor devolvernos y no mirar más aquellas visiones infernales que nos podían perder-. ¡Sigamos por acá!
“- ¡No, es por aquí! –el sendero era dudoso-. ¡Vamos hacia allá!
“- ¡Jamás saldremos! –profirió Vernet, enloquecido.
“- ¡Estamos atrapados en El Infierno! –sentencié.
“Como locos relapsos corríamos espantados y desbocados por los pasillos. Pasado un largo tiempo y, luego de darle la espalda al valle infinito del Infierno, milagrosamente hallamos la puerta y logramos salir del Monasterio embrujado. Afuera del Monasterio cantaban los monjes de las caravanas a la noche mientras esperaban nuestro retorno. Dimos gracias a Dios por habernos permitido el volver a vivir.
Terminado el fabulesco relato, el silencio reinó por todo el salón.
Ivana, lívida y pálida como una estatua fenomenal, exclamó desde la silla, rompiendo el silencio:
– ¡Alma de Dios! Entonces…, ¡El Infierno existe!
– ¡Sí!
Y temblaba de miedo y apenas parpadeaba quedamente ahuyentando así el sueño.
– No creo en ninguna de tus malditas palabras… ¿Acaso quieres meternos miedo? –parecía encolerizado Leonardo.
Loan y Vernet se escrutaban nerviosamente con la mirada, castañeteando los dientes en un frenesí sonoro e inoportuno.
– No crees, es natural, eres un pagano… –dijo Antonio, suspirando.
– ¿Y eso es todo lo que tenías para contarnos? –preguntó Leonardo sin afectación.
Antonio se levantó como para retirarse a la alcoba de huéspedes, pero Leonardo instintivamente lo agarró por un brazo; dejándolos a todos en la sala, inmóviles e impresionados.
– Te hice una pregunta. ¿Qué pasa contigo…, acaso querías meternos miedo?
– ¡No! Sólo es lo que nos sucedió antes de llegar a Casa Peña, y que quería contarle a mi madre… -se deshizo del agarrón de Leonardo.
– ¿Y tenía que ser justamente esta noche? –volvió a preguntar neciamente Leonardo, le brillaban los ojos encolerizados.
– No encontré otro momento más oportuno –opinó descaradamente el hermanastro.
– Pues me parece una mala historia… Te seré sincero, no soporto tu presencia en esta casa. Me incomoda tu visita inesperada -le confesó de frente, a un palmo de la cara, frunciendo el entrecejo. Una extraña vorágine de rabia y enfado agitaba las emociones de Leonardo.
Antonio comprendió entonces que Leonardo no creía el fabuloso relato del descenso de ellos tres al Infierno, pero tampoco le importaba mucho que creyera o no. Además era una historia bastante usual por esos tiempos plagados de supercherías y supersticiones religiosas, católicas, monásticas, para ganar adeptos.
La incomodidad de todos los presentes en la velada nocturna, era evidente. Quizás reforzaba más entre Ivana y los monjes las creencias de los evangelistas con respecto a la existencia del Inframundo, El Averno de los conquistadores americanos.
Leonardo se resistía a la ansiedad de empuñar una barra de hierro y propinar repetidos golpes mortales sobre la cabeza del joven impostor.
Pero Antonio no se sentía amilanado por él, volteó la espalda mirando a través de la ventana hacia la noche y permaneciendo como en un trance, pensativo. Cuando le mostró de nuevo la cara a todos, sonreía casi irónicamente. Se acercó a su madre y la retuvo entre sus brazos por un instante, la besó tiernamente en la mejilla.
Todos sentían la atonía de Antonio, y estaban impacientes por marcharse a sus respectivas alcobas, incluyendo desde luego a Leonardo que se sentía desvelado.
Los monjes compartían una murmurante charla entre monerías grotescas.
Y después, Antonio recobró el habla y pudo hablar fluidamente, diciendo a Ivana y a Leonardo que estaban perplejos:
– Nos iremos al amanecer.
Y entre risillas molestas y búfanas, desapareció con sus monjes maestros que lo seguían, por el interior de la casa.

Efectivamente, como había resuelto Antonio, a las primeras luces del día, él y los dos monjes acompañantes se dispusieron a dejar atrás Casa Peña y el espléndido valle.
La despedida de Ivana y de su hijo Antonio fue muy emotiva, compartieron abrazos, besos y bendiciones, llorando en silencio porque sabían que era la última vez que en vida se verían.
Leonardo los observaba, escénicamente, desde el vano de la puerta de la casa, compartiendo despectivas miradas con los monjes instructores.
Éstos aprovisionaron de nuevo a las restablecidas mulas, que habían encontrado pasto fresco en las riberas del río y ya estaban ansiosas de volver a surcar con sus pesadas cargas los caminos de las cumbres.
Pronto todo estuvo dispuesto para el viaje de Antonio y los monjes, Loan y Vernet, que pretendían unirse a las caravanas de legos que huían de las confrontaciones religiosas entre las colonias.
Cuando todo estuvo listo y presto a concluir, Antonio le dijo a su madre:
– Probaré suerte recorriendo las tierras americanas, tal vez vaya a España.
Antonio alzó la mano a Leonardo en señal de luenga despedida. Luego, acostumbrado a dar la espalda, enfiló su mula hacia el camino, y detrás de él, siguieron los dos monjes y la caravana de mulas apeadas.
Ivana quedó en medio del valle, desolada y solitaria, mientras que el viento líquido entre las frondas de los árboles bajaba hasta ella y alborotaba sus largos cabellos encanecidos. Las lágrimas caían de sus ojos a la tierra húmeda del valle, mezclándose con las gotas del rocío de la mañana entre las hierbas. Se sentía desamparada y destrozada por el nuevo abandono de su hijo Antonio.
Leonardo no alcanzaba a comprender el total vórtice de confusiones que anidaba su corazón y su alma atribulada. Pero más que nadie, Ivana estaba segura, que Antonio serviría al Salvador de los evangelistas, que sería un monje recto, aunque ella, nunca más lo vería en aquel lazareto donde estaba refugiada desde los tiempos en que decidió ser la última concubina del padre de Leonardo y de Antonio.
Después asomó el ardiente sol por el Oriente, cubriendo de estalactitas fulminantes todo el rededor, bañando a Ivana en su tristeza de madre confinada a una esfera territorial inaccesible. A poco, Ivana se fue acercando a Casa Peña, y sin objetar una palabra, entró cubriéndose la cara inundada del escarnio férvido de las lágrimas. Leonardo le abrió paso, ceremonialmente, luego entró a la casa, detrás de ella.
Toda Casa Peña se cubrió de penumbras cuando el sol se ocultó en el corazón de una gigantesca nube gris.

Cielo Roto es un pueblo remoto, un poblado rodeado de tierras húmedas y de valles hermosos.
Casa Peña es un antiguo caserón construido en el centro de un exuberante valle desde el tiempo de las campañas militares del difunto capitán Cristóbal Ruiz de Morales.
Los guías de Cielo Roto traían turistas al valle, una tarde presentaron a Leonardo y a Ivanna, una pareja de extranjeros que querían comprar tierras. La pareja de extranjeros le comentaron a Leonardo sus deseos de comprar un terreno en el valle, y entonces Leonardo dijo que lo pensaría, y más adelante les haría saber su decisión por intermedio de los guías. Como estaba encima de ellos la noche, Leonardo muy amablemente les ofreció hospedaje y comida. Y esa noche los extranjeros la pasaron en Casa Peña, conociendo la inmensa casa y un poco de los gustos y de la vida de los caseros.
Casa Peña es una vieja casona colonial muy bonita y amplia, aunque en algunos aspectos algo descuidada; con arreglos y nuevas decoraciones, y con unos prontos retoques de pintura, y con la contratación de unos buenos albañiles, quedaría de nuevo espléndida su fachada y su interior.
A las primeras luces del siguiente día, la pareja de extranjeros se fue de Casa Peña, y retornó al pueblo de Cielo Roto donde estaban hospedados en el Hotel llamado La Montaña.
Pero en el transcurso de la semana les llegaron las buenas noticias de los guías que habían contratado, Leonardo había accedido a vender el terreno que querían en aquel magnífico valle. Y no pasó más de un mes para concertar el negocio de la venta. Adriel y Mila, que así se llamaban la pareja de extranjeros, ya tenían comprado un terreno en aquel paradisiaco valle donde pensaban radicarse a vivir. La mujer que era muy bonita estaba feliz. Adriel le prometía construir la casa más bella de todos esos desolados alrededores. Después de tres meses, los extranjeros contrataron personal de albañilería y se empezaron los trabajos de la primera etapa de construcción de la casa. Entonces Adriel y Mila pudieron ya abandonar el hotel del pueblo donde estaban hospedados y se trasladaron a vivir a las primeras habitaciones construidas de la casa nueva en el valle. Y Mila estaba verdaderamente muy feliz. Después de cinco meses más de ágiles labores, finalizó la segunda etapa, y la casa ya estaba totalmente terminada. Y la extranjera Mila estaba más que feliz. La casa nueva estaba conformada por dos salas, cuatro habitaciones grandes y confortables, una cocina amplia y bien acondicionada, dos dormitorios para huéspedes, tres baños de inmersión, una gran alberca, una pequeña piscina en el jardín, dos patios enrejados, un balcón en el segundo piso y dos mansardas que serían utilizadas como dormitorios con vista al valle. Las tablas de las mansardas fueron pintadas de dorado, por lo que los extranjeros bautizaron el lugar como La Casa de las Mansardas Doradas. Y la bella extranjera Mila estaba verdaderamente muy feliz.
Luego Leonardo vendió terrenos más grandes cerca de la casa nueva de Adriel y Mila,, a unos inversionistas venezolanos y otros brasileños que también estaban por el pueblo de Cielo Roto adquiriendo tierras para trabajar y hacer producir, y éstos asociados como en una sola familia construyeron otra casa cerca de Casa Peña, a la que bautizaron con el poético nombre de La Casa de la Luna Yunta. Allí se instalaron dos familias, una de chamos y otra de cariocas. Entonces las inmediaciones del valle no dejaron de recibir forasteros y visitantes de otras tierras, cada vez más con las pretensiones de instalarse allí y construir magníficos albergues. Y Mila, que era de ciudad de Panamá, junto con su esposo, ya no estaba tan a gusto ni tan feliz. Luego llegaron los residentes del centro del país que también se mudaron al valle luego de comprar un terreno al lado del río y de construir en él una casa verdaderamente bella que llamaron La Casa de las Puertas Torvas, porque así lucían sus puertas, dándole a la mampostería de la edificación un toque refinado y de buen gusto árabe. Allí se instaló otra familia adinerada que disfrutaba del vecindario. Entonces Adriel y Mila ya no se sintieron tan a gusto ni tan felices con tanto vecindario alrededor de su casa nueva. Puesto que ahora tenían un montón de nuevos vecinos por conocer, y se sentían algo nos incómodos por aquella repentina invasión en el valle. De igual manera, Leonardo y la vieja Ivanna, propietarios del valle, que nunca se dejaban ver por el río o por los alrededores de las casas nuevas, ni siquiera para curiosear. Todo el tiempo se mantenían encerrados en Casa Peña, haciendo no sé sabe qué actividades. Nunca visitaban a nadie y nunca recibían visitas de los nuevos vecinos, excepto para recibir el dinero de los terrenos vendidos. Los habitantes de Casa Peña habían entrado en un silencio absoluto en comparación con los nuevos vecinos que eran ruidosos. No les extrañó, a Adriel y a Mila, que quisieran distanciarse.
Luego los bendijo Dios con la buena noticia de que Mila estaba preñada. Se impregnó La Casa de las Mansardas Doradas de aires de bienvenida por el inesperado visitante. Por fin Adriel veía consagrado su sueño de formar una familia en suelo colombiano. Y como la felicidad se había instalado en su vida, con la bienaventuranza del advenimiento de la criatura que crecía dentro de Mila, se disipó en su corazón esos artilugios de desolación y desamparo que arrasaron con sus años de juventud cuando vivía en la ciudad de Panamá.
Con el tiempo nació una bella niña, que llamaron Idalba. Mila se sentía feliz, cobró rubicundas fuerzas, se vistió de gala con las flores del valle, finamente cubrió su rostro con mantilla de seda, y hasta los nuevos vecinos de las otras casas fueron a visitarlos con la intención de conocer a la hermosa criatura.
Pero cuando se marchó el invierno entre gemidos diluvianos por entre los arroyos del río y llegó el rápido verano con sus florecientes promesas de alegría y de felicidad, Mila se sintió enferma, sufría temblores de fiebre. Aún así no descuidaba ni por un minuto a la pequeña Idalba, que era todo para ellos: bendición y purificación excelsa de su amor.
Idalba creció pronto entre risillas traviesas mientras observaba volar los pajaritos y las orquestas de mariposas de colores, unida fuertemente por la similitud genética a su madre. Cada fragante mañana, se le veía correr por las riberas del río persiguiendo conejos, acariciada por los rayos solares, ungida con aceite vegetal por su madre Mila, inventando juegos entre las marañas y los brezos, escondida en las grutas o queriendo alcanzar los pajarillos que se marchaban de los árboles caídos obstruyendo los caminos.
Aunque Adriel y Mila tenían una familia, Mila estaba cansada ya de la vida en La Casa de las Mansardas Doradas, quería vivir en el pueblo de Cielo Roto o prefería otro lugar que estuviera a orillas del mar, no era bien seguro, simplemente se le ocurrió una tarde en que se sintió agotada. Adriel trataba de disuadirla, de hacerla comprender que era demasiado pronto para viajar con la niña tan chiquita. Entonces Mila se malhumoraba mucho cuando Adriel le llevaba la contraria, sufriendo de altibajos en su estado de ánimo. Parecía que el valle la influenciaba a esos desajustes emocionales, Adriel no comprendía si la atmósfera del lugar tenía que ver con aquellas emociones dispares de su esposa Mila.
Pero alguna vez caminando por las riberas del río, Mila miró su rostro en las aguas estancadas de un lago formado por el arroyo, y descubrió horrorizada que estaba enferma y había envejecido considerablemente. Fue a contarle de sus impresiones a su marido Adriel, sintiéndose desgraciada; entonces Adriel se reía de ella y le decía que estaba siendo presa de visiones. Ella empezaba a llorar como nunca la había visto antes él; menos mal, la pequeña Idalba estaba dando paseos por los alrededores del valle, de lo contrario, se hubiera sentido afectada por el raro comportamiento de su madre. “No es nada, sólo son impresiones tuyas.” Le decía Adriel, para calmarla. Pero sus lágrimas más se multiplicaban, parecía inconsolable, él trataba de abrazarla y protegerla, de hacerla desistir de acumular vacías visiones enfermosas. La acariciaba y le susurraba canciones, parecía estar reducida a comportarse como un bebé marginado. “Dime, Mila, ¿por qué te pones así?, ¿qué te pasa?” “No me dejes.” Le suplicaba con los ojos atacados por la purulencia de las visiones del valle que hacían efecto instantáneo en ella. “Pero, ¿qué es lo que te pasa? Has de haber comido por ahí alguna planta alucinógena.” “No, no, tienes que creerme…” Adriel sabía que Mila todo lo estaba imaginando.
Las lluvias comenzaron a cundir en esos días y entraban por las hendiduras de los techos. Algunas goteras mojaban los cabellos de Mila y apaciguaban un poco su fiebre. Pero su incansable desvarío lo estaba atemorizando cada vez más y más.
La niña Idalba comenzó a notar las raras actitudes de su madre, Mila lograba asustarla.
Adriel creía que de verdad se estaba volviendo loca, pero no sabía el motivo que ocasionaba sus espejismos demenciales. Algunas veces llegó a verla por los senderos del valle, corriendo desesperada. Bajaba de la casa a acompañarla, y le decía: “Tranquila, no desesperes.” Pero Mila estaba confundida y desorientada. Apenas le hablaba, guardando sus temores, tenía los ojos desorbitados, sentía la sofocación que trae consigo la cercanía de una enfermedad incurable, los desmesurados desvaríos de Mila le ocasionaban encendidas e indecibles impresiones de cetrino tormento. “¡Ocúltame de ellos!” Señalaba el aire con los dedos. Estaba ebria de desquicio. Él la introducía en la casa, aprovechando que la niña Idalba estaba por ahí inventando juegos. La ocultaba de su delirio, según sus adoptadas y urgentes indicaciones. Ella se metía entre las telas del lecho de esponsales, y de allí no salía en todo el día hasta que estuviera segura de que sus fantasmas ya no la perseguían y que habían desistido de torturarla con sus presencias invisibles. Pero Adriel luego sentía que se reventaban también los nervios de su paciencia. “¡Estoy cansado de esto!” “¡No me dejes, no me dejes!” “¡Estoy cansado de ocultarte! ¿De quién, de quiénes? ¡Yo no veo a nadie!” “¡Míralos, son ellos, son ellos, están ahí, esperando que yo salga para castigarme!” “¡Ya basta, Mila!” Y ella seguía temblando de miedo bajo las sábanas, como si tuviera mucho frío. Adriel la examinaba, le tocaba la frente y le sentía mucha fiebre, los ojos los tenía enrojecidos. Lo mejor era llevarla al pueblo de Cielo Roto, donde un doctor. Pero ella se resistía. Fueron los comienzos de su tormento y de su desventura. Ella estaba de súbita perdida en la locura. La fiebre del desvarío se presentaba como cicatrices enraizadas y rojos furúnculos marcando con saña su rostro. Ahora Mila sollozaba lágrimas trémulas, estremecida de pies a cabeza, mientras los detestables insectos del valle entraban por toda La Casa de Las Mansardas Doradas invadiendo cada partícula de aire. Y cada día que pasaba era peor, Mila estaba mucho más enferma, parecía que un bicho la hubiera picado o un gusano se le hubiera metido en la cabeza, o, lo peor, que un espíritu maligno del valle se hubiera introducido dentro de su cuerpo.
– Tiene malaria -le dijo Leonardo, cuando fue Adriel a contarle sobre el asunto.
En la noche invadía la casa ataviada de difuntas risas que le estremecían el sueño. La niña Idalba lloraba desde su recámara.
Hasta que una mañana en que el verano prometía nuevas flores del regreso, Mila no pudo levantarse más del lecho. “Mila, voy a ir al pueblo a traer un doctor.” “¡No seas! No ves que ya estoy muerta.” “No digas eso. Dime, ¡por el amor de Dios!, ¿qué te pasa, qué sientes?” “Cuando ya no esté, prométeme que cuidarás mucho a nuestra hija.” Él asentía demudado, con la cabeza gacha, como si sus palabras fueran avalanchas que sepultaban su vida. “Tú no te vas a morir. No quiero que te mueras.” “Cuídala mucho, es nuestra hija.” “Yo la cuidaré, descansa.”
Y descansó de qué manera, pues la muerte le llegó rápido una noche, y remedió su locura. Leonardo y Adriel cavaron su tumba en el alto de una colina que daba detrás de Casa Peña, los propietarios del valle llamaban a ese lugar El Cementerio de la Colina India. Allí estaban enterrados los padres de Leonardo, como más tarde contó él a los asistentes en el funeral de Mila.
Fueron a su entierro los habitantes de las casas del valle. La niña Idalba parecía no advertir que su madre ya no estaba con ellos, y Adriel no podía ni creerlo ni resistirlo. Idalba estaba vestida de negro escarlata, sosteniendo en sus manos ramos de flores amarillas. La vieja Ivana cantaba con incógnita tristeza mientras el viento sepultaba los rasgos de las fosas entre mieses enlodadas.
– No se desanime, hombre, ya vendrá a su vida otra mujer -trataba de reconfortarlo Leonardo sin ningún resultado favorable sobre él..
Muerta Mila, Adriel se sentía empequeñecido, arrastrado al desconsuelo. Deseaba que también le sobreviniera una enfermedad que en suma lo distrajera de los tristes pensamientos que giraban en torno a su cabeza aturdida. Ignoraba qué le había podido ocurrir a Mila, qué había podido haber visto en ese valle aparentemente encantador y bello, ignoraba cuál era el verdadero origen de su locura, enfermedad y presta muerte. Su imagen quedaba en su mente con un sabor incierto. Pero no podía dejarse vencer por los acontecimientos, estaba ahora de por medio la crianza y educación de Idalba, se lo había prometido a Mila, que se haría cargo de la niña en todos los aspectos.
– Pero yo no quiero otra mujer, sólo quiero a Mila.
– Mila, Elizabeth, Ibis, lo mismo da. Todas las mujeres son iguales, llega una y se va la otra, así sucesivamente… -opinaba Leonardo, sin ningún entusiasmo-. Dele tiempo al tiempo y verá que estoy en lo cierto.
Su desenfado parecía trastornar a Adriel. Para él era muy fácil decir patrañas con el propósito de subir su alicaído estado de ánimo. Y perfectamente Leonardo sabía que todo lo que decía o intentaba decir con respecto a la cruda situación no lo justificaba. Por fin se quedó callado, tratando de pensar y concluir que todo lo que decía consciente o inconscientemente estaba de más. Adriel podía al menos respirar más tranquilo, sin la presión de las palabras del pesado comportamiento de Leonardo.
Las canciones de Ivana oprimían de melancolía su corazón, su alma estaba sedimentada en el dolor. La niña Idalba aparecía inmóvil, pálida como una pequeña estatua en un inmenso jardín montañoso. Mirándola, extraños pensamientos se agolpaban en su cerebro, buscando una salida o intentando hallar una solución para no dejarla en aquel desamparo materno del cual se sentía presa. La hermosura de la niña Idalba no contrastaba con la taciturna ceremonia de sepultura de Mila.
Leonardo se aprestaba a dar un discurso sobre la muerte de Mila, no sabía nadie por qué quería atreverse a hablar de ella, cuando ni siquiera la conoció en su verdadera estampa humana. Por supuesto que se lo impidieron, no quería Adriel que nadie manchara con la tosquedad de las palabras, sin acorde expresión, la memoria de su esposa. Y aunque dijo que el discurso era corto y sencillo, y quiso explicar el contenido de éste, todos insistieron en no permitirle ni dejarlo pronunciar su trivial e inoportuno argumento. Leonardo pensó que Adriel era un místico mañoso, pero Adriel prefería que pensara de él lo que quisiera a tener que escuchar sus comentarios fuera de contexto.
Las tristísimas canciones de despedida de Ivana comprimían cada vez más sus sentimientos.

Fueron pasando los meses en que el recuerdo de su mujer rondaba por su vida perturbando su paz en La Casa de las Mansardas Doradas. Lo perseguía su imagen difunta en las noches oscuras.
Idalba salía de la casa para bañarse con la lluvia. Con la muerte de Mila comenzaba a sentirse diferente. Después entrevio Adriel que en la niña se había despertado el recelo por los vecinos de las casas aledañas. Y entre más rápido crecía más aumentaba ese sentimiento de enemistad con ellos.
Una vez, jugando por el valle mojado, Idalba intentó ahorcar a una de las hijas del vecino. Este comportamiento agresivo lo sorprendió mucho y la entró a la casa reprendiéndola por tan peligrosos juegos. La castigó severamente, le prohibía agredir a las hijas de los vecinos. Pero ella se escapaba de la casa y volvía al valle para continuar con sus travesuras. Parecía no estar dispuesta a dejarse intimidar y orientar por su padre. Luego volvió a repetir la escena, unos días después, con otra niña, provocando la inquietud y la desazón en Adriel.
Entonces descubrió que su hija Idalba veía a las niñas de las otras casas, como intrusas de las que necesitaba librarse. A raíz de esos intentos impulsivos que expresaba en sus juegos en contra de las demás niñas, resolvía suspender sus caminatas nocturnas por el valle con el propósito de espiar a los enamorados del vecindario, prohibirle cazar arañas y mariposas que ingería, a dibujar burlescos en las puertas de acceso a las otras vecindades.
Pero misteriosamente la pequeña Idalba se escapó de La Casa de las Mansardas Doradas. Desconsolado Adriel comenzó a buscarla en las casas vecinas, pero ella no estaba ni en Casa Peña ni en La Casa de la Luna Yunta ni tampoco en La Casa de las Puertas Torvas. Decidió ir a buscarla por los caminos de los bosques talados donde laboraban los negros de Cielo Roto las vías férreas para el tren que pasaría por la región, sobresalían los campamentos entablillados y el humo de las improvisadas cocinas de las freganderas; pero Idalba no había cruzado por allí. Fue a buscarla al Cementerio de la Colina India, imaginando lo peor sobre la suerte de su pequeña hija, sintiendo que había incumplido la promesa que había hecho a Mila de cuidar a la niña a cada momento. La buscó por las colinas empinadas de dorada majestuosidad indígena; y no la encontró. Además fue, por recomendación de Leonardo, a un antiguo Monasterio de evangelistas entre los límites de Cielo Roto y Ciudad Central, invadido por el temor de que Idalba había sido raptada por aquellos religiosos.
Se expuse delirante, ansioso y angustiado a la búsqueda de su hija Idalba. Regresó seis días después con las manos vacías y sin noticias ni rastros de su desafortunada niña. Y en Casa Peña tampoco tenían noticias sobre su paradero.Adriel estaba al borde de la desbocada desesperación. Entonces decidía ir a buscarla al pueblo de Cielo Roto y pagar informantes. Pero nadie sabía nada. Recorría por muchas noches las calles empedradas del pueblo de Cielo Roto, y fueron pasando los recuerdos en su mente sin que pudiera esquivar sus puñales, ni aplacar sus estocadas.
Al ludibrio de los años, ya entregado a la resignación de la pérdida de su hija Idalba, la descubrieron, ya mayorcita, prostituida en las isbas de los negros del poblado de Cielo Roto.
La había encontrado Ivana, una vez, en que por casualidad, entraba a un prostíbulo a comprar tabaco. Pero Ivana no la reconoció bien y tampoco regresó con ella al valle, la dejó allí con los negros, no estaba muy segura de que verdaderamente se trataba de la desaparecida niña. Tal vez ya no recordaba bien su rostro, además porque Ivana estaba demasiado vieja y sufría ceguera senil.
Entre Ivana y Leonardo intentaban aplacar la ira y el desconsuelo de Adriel.
– ¡Los malditos negros la habían raptado! ¡Qué tonto he sido!
Solía decirle a Leonardo, gritando encolerizado, cuando lo venía en la puerta de Casa Peña, yendo a informarle de sus infortunios.
– Hombre, ¡qué cosas! –decía Leonardo, para calmarlo.
Estaba cansado de la vida en el valle, prometía a Leonardo entregarle la casa luego de rescatar a Idalba de aquel mundo turbulento de los negros de las isbas de Cielo Roto y largarse para Ciudad Central..
Leonardo asentía, desatento. Se separaba de él, apabullado.
Desde su enhiesta razón intentaba hacer abominar de los negros de Cielo Roto a los otros pobladores de las casas vecinas; y, a promulgar el porvenir de la familia basado en la purificación de la raza.
Extrañaba tanto a Mila, no podía soportar la vida sin ella y, ahora sin Idalba.
– No se ponga así, señor extranjero… -le decía Leonardo, no parecía entender por lo que estaba pasando el pobre Adriel.
Luego volvieron las noches en que con el corazón destrozado recorría los pasillos, de extremo a extremo de la solitaria Casa de las Mansardas Doradas, como un loco exegeta.
Carecía de fuerzas para la insurgencia y echarme solo contra una manada de hostiles negros aldeanos, a los que con gusto patearía sus traseros. Se sentía profundamente indignado con toda esa gente del pueblo, los secretos intereses de los negros del poblado eclipsaban su nobleza. Quiso ir a rescatar a Idalba, pero no sabía a quién acudir para que lo ayudara. Pensó en Leonardo, pero le pareció indecente involucrarlo en un asunto que no le concernía. Imaginaba tantas soluciones en su ferviente cabeza, que incluso sabía que podía ir por Idalba donde se encontraba y reclamarla siendo el padre. Pero Idalba ya no era de su exclusiva propiedad.
Leonardo decía que con los habitantes las cosas por aquí no funcionaban de esa manera, y que había que conservar la calma y la prudencia. Y lo hizo desistir de sus arrebatos y de sus impulsos de ir a rescatar a su hija. Entonces ofrecería la cuantiosa suma económica de un rescate.
De pronto comprendió que su vida estaba signada por la pérdida y por la tragedia. Y ya quería que lo venciera un sueño interminable para no preocuparse por todo lo que lo desvelaba entre la zozobra y el sufrimiento..

Cargada de numerosos hijos, Idalba regresó a La Casa de las Mansardas Doradas llenando de espanto su soledad apocalíptica.
Entre furiosos trenos los espurios y deformes infantes que había engendrado calamitosamente en los cubiles de los salvajes negros degenerados del pueblo de Cielo Roto, lo maldecían mientras la despreciable Idalba los instaba a atacarlo, su semblante desquiciado anidaba gusanos leprosos, a sus pies reñían sus desquiciados críos con sus presencias muriáticas.
– Soy tu hija perdida que retorna a morir al valle, no sin antes maldecir tu progenie bastarda y tu decrepitud horrorosa y miserable, pues por tu insana voluntad mi vida está cargada de tristeza. ¡Te desprecio, viejo endemoniado! Por ti, soy esclava y ramera. A mis amantes he sepultado vivos en la tierra putrefacta que me vio nacer, socorrida por los púberes demoníacos que han batallado por la libertad de su doliente madre. No me importa la vida, harta estoy de vivir, valgo lo que vale un esclavo negro. Ahora, arruinada y sin esperanzas, regreso a ti, para rogar a Dios que no cese jamás tu castigo en la eterna y terrible soledad del abandono. ¡Te odio infinitamente!
Lo mortificaba con sus horribles arengas en aquel aquelarre nocturno.
Hostigados por su madre avérnica, los centenares de nietos diabólicos se abalanzaban sobre Adriel, arañando y escupiendo su rostro, desesperado escapaba de la turbamulta y presa del espanto llegaba a la desvencijada puerta de La Casa de las Mansardas Doradas, y huía de allí.
Borrascosos truenos caían sobre los arrayanes del valle.
Para su fortuna logró alcanzar los lindes de los cetrinos bosques sacudidos por el fragor de la tormenta eléctrica. Se internaba en ellos apaleado como un ladrón vagabundo, los bandoleros y los indios sobrevivientes a los asesinatos y saqueos de los profanadores de tumbas y usurpadores de tesoros surgieron de la espesura de la noche boscosa como demonios de ojos lumínicos, pero no quisieron acabar con él por tratarse de un anciano miserable. Entonces lo invadieron nostálgicas perturbaciones de ansiedad.
Despertó.
Fue un largo y penoso sueño.

Fulgía el breve amanecer entre las frondas de los árboles nebrisenses afuera en el valle.
Vagaba por los profundos corredores de la casa despoblada, por los solitarios salones emergían coros de antiguas almas, las almas que habían perseguido a Mila hasta hacerla enloquecer.
De un instante a otro reventaría su voz en un grito de piedad, la piedad que merecía de Dios.

Idalba estaba oculta entre las penumbras de su habitación. Se había colado al interior de La Casa de las Mansardas Doradas, sin que nadie la viera. Cuando Adriel entró a la recámara, escuchó un leve ruido.
– ¿Quién anda ahí?
Tras un instante de fulmíneo silencio, nuevamente escuchó el débil ruido, que esta vez parecía de pisadas torpes.
– ¿Quién anda ahí?, ¿quién eres?
Preguntó, afectado, nervioso, al descubrir una silueta.
– No te asustes, padre, soy yo –murmuró la sombra protegida en el resquicio de los entredoses.
– ¿Quién eres? ¿Idalba? –volvió a preguntar temblando de ansiedad su voz.
– Ya te lo dije, soy yo, tu hija… No te asustes –estaba agobiada, pues en la debilidad del tono de su voz delataba una honda pena-. Tengo cosas que contarte…
Salió de la umbrosidad de las figulinas, la mujercita Idalba en estado de embarazo.
Adriel se escandalizó.
– ¿Qué tienes en la barriga?
– Alguien crece dentro de mí.
Flotaba sobre el aire de la habitación un olor a maíz cocido, de legumbres y verduras en cocimiento. Allá abajo, en el poblado de Cielo Roto, estaban las cocinas y las isbas de los negros, cerca de los bosques.
Hacía una noche abstracta.
Adriel se contuvo de ciertas palabras de reproche.
– Padre. El hijo que espero es de un hombre negro. ¡No puedo salir mucho! Como comprenderás, estoy expuesta a las burlas y a los comentarios de la gente. El negro Beel cuida de mí. Él es el padre de la criatura…
– ¡Ah! –se sorprendió aún más.
Idalba, en varias ocasiones, fue bailarina en algún antro donde los negros se divertían escuchando las canciones africanas de los músicos traídos del Chocó. Cuando escapó de la casa no sabía adónde ir. En el trayecto al pueblo se encontró con los campamentos de los negros que construían El Ferrocarril. Allí la recibieron las comadres de los negros, porque sabían que era una niña perdida a esas altas horas de la noche. Luego pasaron los días, y cómo no sabían quién era ni de dónde venía ni qué hacer con ella, la llevaron al balandro del negro Beel para que la cuidara y le diera trabajo.
Beel era un negro fortachón que vivía solo y necesitaba meseras y aseadoras jóvenes para atender su negocio nocturno. Fue así como Idalba entró a trabajar en el balandro de prostitutas, al principio sólo recibió hospedaje y comida, pero luego Beel le fue pagando por sus servicios en la cantina. Era la más jovencita de todas las muchachas recibidas, y luego prostituidas para el crecimiento de la clientela del negocio de Beel. Después Beel se propasó con ella y le pagó por su fisco.
Chocaron en la penumbra de la habitación sus líquidas miradas.
Y el sofoco de un agravante silencio ciclónico los embargó.
Adriel estaba demasiado inquieto.
– ¡Has desquiciado, ingrata! ¡Vivir con un negro! ¿No ves que ya, con tu fuga y con tus instintos celosos de matar, me has ocasionado demasiado dolor? ¡Vete, antes de que te propine una buena golpiza! ¡Eso es lo único que te mereces, degenerada!
Entonces Idalba se conturbó y desapareció de la habitación de su padre, tan misteriosamente como cuando se había ocultado en la recóndita penumbra, dejándolo en un estado de semi sueño hipnótico.
Adriel se arrepentía de haberla tratado así, luego salió desesperado de la habitación y se aventuró a buscarla, lleno su ser de inquietas y arremolinadas preguntas. Comprendía que había cometido un error imperdonable y quería remediarlo encontrándola y auxiliándola. De alguna u otra manera hubiera querido irse tras ella y llegar a las isbas de los negros del pueblo, ver con sus propios ojos aquel primitivo mundo primitivo que le había arrebatado a Idalba.
Aún así estaba dispuesto a correr los riesgos, y si era preciso abandonar la casa, lo haría de igual manera como Mila lo había hecho con su muerte.
Anduvo así, agolpado de sufrientes cavilaciones, hasta el amanecer, entregado como un sonámbulo a la búsqueda de un fantasma llamado su hija Idalba, nunca figura de mujercita de fiar, laboriosa en los lupanares de los negros obreros; sumido en el torbellino de la desolación, mientras se sabía profundamente dominado por un alterado estado nervioso.

Cuando lo vieron desde tan tempranas horas de la mañana, solitario y errabundo por el valle, como un residual ser, los vecinos empezaron a murmurar. Las murmuraciones hablaban de su desquicio. Decían que se le había metido en el alma un espanto del monte, por la cara que tenía, que sufría de las mismas alucinaciones que habían llevado a la tumba a su esposa Mila.
Leonardo y su madrastra, desde Casa Peña, notaban la pesadumbre que lo embargaba a diario. No podía concebir que su hija Idalba fuera la amante prostituida por un negro mercenario y explotador del pueblo.
Luego enfermó, y lo recogieron Leonardo y su madrastra, al descubrirlo tirado en la hierba húmeda del valle, después de varios días a la intemperie, sumido en un sueño catártico.
En muchas ocasiones, ocupaba el tiempo en un sonámbulo desvarío, aullando o chillando como un lobo rabioso.
Pero Idalba ya había concebido el hijo del negro Beel, un mulatico de genérica prole.
Él no cesaba en su búsqueda por rescatarla de las garras del negro aprovechado, pero era una persecución debilitada por los desmayos que sufría, pues ya no lograba llegar más allá del valle y sus alrededores.
Después transcurrieron cinco años desde aquel frustrante encuentro entre ambos.
Y una tarde aciaga una antigua partera, negra como las cenizas de un volcán insepulto, fue hasta La Casa de las Mansardas Doradas, a buscarlo, trayendo noticias de Idalba.
Lo encontró en el vano neblinoso del portón. Adriel tenía la apariencia de un bacalao. Parecía loar a los dioses nativos de América por el fin de sus días.
– ¿Por qué estás tan abandonado?
– ¿Quién eres tú, que me vigilas? No sé quién eres, ¡vete de aquí!
– ¡Pobre hombre! –exclamó la anciana emisaria con voz estentórea, sin permitirse amedrentar-. ¡Deja esa tontería y vuelve a ser el padre de tu desventurada hija! Me manda a buscarte el negro Beel y darte la noticia de la muerte de tu hija Idalba –lo zarandeó la negra mujeruca-. ¡Despierta! Sé que eres tú su padre, tu rostro me es tan familiar como el rostro de ella. No me he equivocado. Atiéndeme. Tu hija ha muerto y el negro Beel me ha encomendado buscarte para decírtelo.
Estaba en la tontina del espanto, desencantado de la infructuosa búsqueda de años, que entonces con aquella terrible noticia había cesado.
Comenzó a sollozar quedamente, como exento de fuerzas, pero limpiaba con sus gruesas manos las abundantes lágrimas y el ardor en las narices.
La mensajera continuó sin clemencia:
– Ha dejado a su esposo y a su hijo abandonados con su muerte… debes recogerlos…
Aletargado se echó a correr por el valle, lanzando alaridos infrahumanos, mientras la partera prorrumpía en lágrimas o en carcajadas lloriqueantes.
Alarmados por los gritos de Adriel, llegaron Leonardo y su madrastra a ver qué se sucedía, entonces se encontraron en la puerta con los aspavientos de la negra partera.
– ¿Quién eres tú, por qué estás aquí llorando?
– ¿Son ustedes sus parientes?
Les preguntó en vez de responder a la pregunta de Leonardo. Ellos no sabían quién era la negra. Entonces la mujer les explicó todo lo sucedido, con voz hueca, desde la huida de la casa y el extravío de Idalba por los bosques la noche que llegó a las isbas de los negros, lo referente con Beel y también los pormenores de su súbita y reciente muerte pariendo a su hijo bastardo.
Leonardo contrajo las cejas en su rugosa frente.
Conmovido se extendió a hablar con la negra mensajera de la evita prostituida, pero casi fogosamente, tratando de rescatarla del pantano de la indignación.
Esta actitud despertó en la negra partera afecciones de sospecha.
Adriel no sabía qué sentir con certitud ante la inesperada y trágica noticia de la muerte de su hija Idalba, nudos de palabras atosigadas ardían en su garganta.
Al marcharse la negra partera, ave de funesto agüero, permaneció abotagado en la ribera del río.
Y volvieron a su mente las dolorosas reminiscencias de aquellos enloquecedores días en que se preocupaba por rescatar a Mila del valle y del río, en sus lapsos de delirio y locura mística.
Pronto la noticia de la muerte de Idalba se regó a las demás casas.
Ivana lloraba desde Casa Peña, en silencio.
Adriel se rehusaba a hablar con los otros pobladores del valle y también del pueblo que sentían mucha lástima por él. Sólo Leonardo mantenía una conducta despreocupada.
Cuando Adriel se pudo recuperar de sus debilitamientos, Leonardo pareció consolidar con él su simpatía. Le asediaba por el valle, a veces hablando mucho y en otras ocasiones mantenía frente a él un silencio solemne, pero aterrador.
Los unía a ambos la tragedia, aunque Adriel desconocía las tragedias de Leonardo. Pensaba equivocadamente que Leonardo, en sus más recónditas entrañas, era incapaz de odiar y de albergar sentimientos repulsivos y repugnantes hacia las personas.
Adriel se condenaba a sí mismo por la muerte de Mila y ahora por la muerte de su hija.
En todas las casas vecinas hervían los chismes.
Se encontraba alrededor del fuego del dolor, el dolor de la partida de Mila y de Idalba; a ellas las había perdido, transformaron su alma en un torbellino de sentimientos desgarradores que giraban en su entorno.
Se conocía entre los pobladores del valle que la enfermedad de la locura y el desamor eran las mayores causas de mortandad en la provincia de Cielo Roto y sus inmediaciones.
Era la doliente memoria su única forma de revivirlas, suplantándolas con las imágenes del viento sobre su cara.
Se confesaba a sí mismo que ellas estaban muertas. Y él estaba vivo y muerto, al mismo tiempo, que era lo correcto.
La amenaza del sufrimiento total lo haría sucumbir en un lelo y relapso estado de pena inmortal. Confundió los espacios y las identidades. Se extravió en su propio territorio, y ahora la soledad y el dolor acabarían con él.
Cuando los pobladores del valle volvieron a La Casa de las Mansardas Doradas a darle el sentido pésame por la muerte de Idalba allá en las isbas de los negros cielorotenses, todos asombrados afirmaban sin sarcasmo ver en él también a un muerto. Y preferían llamarlo “señor muerto”, muerto viviente, muerto eternamente en vida y en muerte, a llamarlo como Adriel.
Ivana se sonreía, sin fuerzas, tímida y enojadiza, ágil en su senectud para la fuga por los senderos del valle, a la espera de los dolientes en el portón de La Casa de las Mansardas Doradas.
Muerta también Idalba, rogó a Leonardo y a Ivana para que lo ayudaran a recuperar el crío bastardo de su difunta hija. Pero la criatura estaba al cuidado del negro Beel y de sus prostitutas.Para Adriel no era el lugar adecuado donde pudiera crecer su nieto.
Abajo, en el poblado de Cielo Roto, bullían intensos comentarios.
Leonardo y la anciana madrastra Ivana estuvieron de acuerdo con sus buenas intenciones. Mandaron a buscar a la negra partera que había llevado a La Casa de las Mansardas Doradas el recado presuroso sobre la muerte de Idalba del negro Beel.
La partera volvió presurosa y los condujo a la isba del negro Beel, en las postrimerías del pueblo de Cielo Roto. Allí el corpulento negro cargaba una minúscula criatura de pocos días de nacido. Cuando vio a la partera acompañada de Adriel, de Leonardo y de Ivana, quiso esconderse, pero no le dio tiempo si no de exclamar sorprendido por la presencia de los extraños.
La partera le anunció que era el padre y los parientes de la difunta Idalba.
– Ayer Idalba ha sido enterrada -dijo el negro Beel mostrando una dentadura blanquecina y brillante.
Adriel le dio un talego de monedas de oro y le compró el crío. El ambicioso negro Beel no se resistió a la tentación del oro, ni tan siquiera chisteó entre sus blancos dientes una protesta inconforme, aunque fuera el padre de la criatura, nuevamente exclamó con sorpresa recibiendo el talego y entregando el bebé a Adriel en cuyo rostro se avivó una gran sonrisa.
Abandonaron la isba del negro Beel. Una cueva de sifilíticas mujercitas en las postrimerías de la miseria y la explotación carnal. .
Cargó entre sus brazos al desnutrido crío y se lo llevó para La Casa de las Mansardas Doradas, no sin antes pagar los servicios de la partera mensajera con monedas de oro.
Cuando llegaron al valle, ya era la media noche.
Y el niño tenía hambre y frío y no paraba de llorar.
Entonces, Ivana lo acostó en un tálamo de plumas y le cantó canciones de cuna para que se durmiera pronto.
Al día siguiente lo bautizaron en las aguas del río. Se llamaría el hijo de Idalba, Sariel, y viviría con su abuelo en La Casa de las Mansardas Doradas, hasta cuando llegara a la edad de la varonía. Estaba Adriel motivado de poder cuidarlo.
Leonardo y la madrastra hechicera ayudarían a criar a Sariel, el hijo de Idalba.
Pronto el mulatico Sariel creció sano, alegre y bello, recompensa que alivió de una u otra manera la soledad que agobiaba a Adriel desde la muerte de Mila y el rapto de Idalba.
A medida que Sariel fue creciendo, Ivana le enseñó a leer, a escribir y a hacer dibujos. La anciana se esmeraba por transmitirle los conocimientos básicos y las ciencias esenciales del lenguaje. Ivana era como una institutriz con un solo alumno.
Ivana se disponía a acostar al niño Sariel y cubrirlo con las cobijas.
Adriel compartía la misma habitación su mi nieto, para estar más cercano y pendiente de su bienestar y cuidado.
Su habitación era como el centro de un orfanato. Allí cuidaba a Sariel con ayuda de Ivana.
Y en las noches frías y relampagueantes sobre el valle le narraba cuentos y le compartía canciones infantiles hasta llegar a los cantarines susurros que lo dormían.
Mientras tanto, los hombres apasionados y fiesteros, y las falcónidas hembras de las otras casas, pregonaban, sedientos de envidia y resquemor, que Adriel, en la agonía de la soledad, había estado expuesto a las maldiciones del valle y dispuesto a entregarse sin pudor a aquella crianza que consideraban profanadora,, y como a Adriel no le importaba tan malintencionados comentarios, esto tenía alterados los ánimos entre todos ellos.
Pero ante los eventuales sucesos de muerte que lo habían estado impacientando, cuando creyó que su prole estaba condenada a la extinción, permitía con benevolencia que Leonardo, Ivana y el pequeño Ariel, sujetaran las invisibles cuerdas del destino enrollados en ellas para salvarlo de la desaparición.
En el valle, la vida era ya el sobrevivir. Así lo creía desde un principio cuando vino desde la ciudad de Panamá a vivir con Mila a estas tierras. Y nada de esto lo había tomaba por sorpresa, pero la muerte ancestral sí. Ahora con el nieto a cuestas, todo eso había por fin cambiado a una esfera más aceptable.

A Sariel no le agradaba que le escrutaran los ojos, evadía siempre las miradas y los encuentros con los otros pobladores de las casas del valle. Desdeñaba todo lo que ocurría a su alrededor en una actitud recelosa.
Los otros hombres y mujeres de las casas vecinas, Gabriel, Afar, Levy; Brumilda, Stella y Hercia, de La Casa de la Luna Yunta; Yell, Alonso, Kattina y Marrit (o Mahya), de La Casa de las Puertas Torvas; lo mantenían aislado por su misantropía, a veces cuando lo encontraban en las riberas del río lo acosaban entre risas y carcajadas, le preguntaban muchas cosas que no entendía, lo molestaban mientras le arrojaban flores y restos de caracoles, y lo inquietaban demasiado con sus interrogatorios.
Sariel no quería saber mucho de esos jóvenes y de esas otras muchachas de las casas vecinas en el valle, suponía que le tenían rabia y envidia.

Adriel seguía habitando el profundo sueño del dolor, ni con la presencia del nieto en la casa disipaba las hondas heridas de su corazón, su vida continuaba siendo aletargada y sufriente. Con el tiempo aquella inmersión desalentadora fue dejándolo libre.
Ivana se esmeraba hasta el desvelo por las necesidades de todos, de Leonardo, de Adriel, de Sariel. Para ella fue el retorno de la felicidad a las casas del valle después de tantas inmerecidas tragedias. Era como una especie de retorno al ritmo normal de la vida.
El viento entraba por las rendijas de las ventanas de las habitación, sacudía levemente las cortinas donde colgaban los insectos del verano empujados por los jirones de la brisa, que atrapados se sacudían revoltosos.

Era Leonardo un hombre codicioso, pero su compañía, alegraba a su madrastra, a su manera.
Ivana había envejecido considerablemente. Y ya sufría ataques que mantenían a Leonardo alerta, atento y preparado para un inesperado desenlace. Este estado alucinante de Ivana preocupaba mucho a Leonardo. Pero Ivana con los bebedizos que hacía calmaba esos síntomas y malestares. Tenía Ivana, remedios para todas las enfermedades del cuerpo y del alma. En sus dolencias, Ivana tenía recetas y medicamentos naturales. Y aunque también se denotaba en su cuerpo los atropellos del tiempo y de la edad, parecía no dejarse intimidar por los duros avatares del destino. Lo que supuso en ella una fuerte constitución resistente a los ambages de la vida y de la muerte.
Ivana que siempre había querido sentirse bella, salvaje y joven, no parecía darle importancia a las preocupaciones de la edad. Se sentía incluso más rejuvenecida, desde que sabía que había brindado su vida con sabiduría y benevolencia a todos los que la rodeaban, a pesar de su estado litúrgico y fantasmal.
Emergían las retorcidas raíces de los árboles sembrados en la plenitud del valle.
Las canciones de Ivana, inyectaban melancolía al primitivo folclor del valle. Emergía ligera al viento la música quebradiza de la madrastra funambulesca.

En la lejanía, detrás de las montañas, estaban las comarcas, los villorrios, las colonias y los pueblos veredales y provincianos, las inigualables ciudades colonas fundadas por los aguerridos militares y encomenderos, y distantes los inalcanzables mares del Pacífico.
Con el tiempo transcurriendo sobre todos, las relaciones entre los pobladores de las casas vecinas se volvieron más tirantes y tensas.
A veces Ivana no soportaba ver a Leonardo, el veneno en cadena de su vejez fantasmal había surtido efecto en sus ánimos, en su alma y en su corazón, impidiendo tolerar a su hijastro.
Sin embargo, Leonardo la soportaba. Existía entre ambos una complicidad extraña que la vida y la muerte habían sellado desde tiempo atrás.

Una tarde en que Leonardo trabajaba en el valle, sus ojos cobraron el extraño brillo de la soledad. Todo adquiría un color de derrumbe y de aspiraciones vacías que lo trastocaron en sus fibras más íntimas
Ivana lo veía caminar y alejarse de la casa, meditando, urdiendo planes imposibles.
– No debes trabajar tanto… ¿para qué? Ya tienes suficiente dinero –se aventuró a decirle.
Pero él cabeceaba hacia los lados y volvía, tra tra, haciendo sonar su hacha contra los troncos de los árboles, contra la hierba sus pisadas iracundas.
Hasta Ivana llegaban los repetidos y constantes sonidos del hacha con la que el hombre cortaba los troncos de leña.
Leonardo estaba ya fatigado de la monotonía del valle y de los trabajos acumulados en la casa, sentía que su madrastra tampoco tenía suficiente para ofrecerle. Pues para él la existencia de su madrastra en la casa y en el valle parecía suspendida en un tiempo detenido y espacial.
Ante Leonardo aparecía el pasado automáticamente: el trabajo en las minas y en los bosques talando árboles para avivar el fogón, el hogar con su vieja madrastra que se le aparecía y desaparecía, tan mágicamente como un recuerdo que llegaba herido a su mente.
La luz de la aurora invadía los bosques. De los árboles caían perezosamente las hojas resquebrajadas por el viento de las cumbres sobre los caminos.
Leonardo quería irse de nuevo, lejos. Abandonar Casa Peña y a su madrastra.
Al llegar a la casa estaba sudoroso, pues había trabajado con vigor.
Su madrastra recogía ramas en las riberas del río, descalza entre los diminutos charcos veraniegos.
Ella lo miraba con tristeza, se le presentaba alto y corpulento. Era todo en ella un arrebato de nostalgia.
– Hoy parto lejos.
– ¿Te vas?
– Sí.
– Ruego a Dios para que encuentres tu camino y no mueras en el intento –dijo ella dejando de hacer lo que hacía, sofocar el calor con las ramas de los mayos, su rostro se ensombreció, ennegrecido y apagado.
Ella a Leonardo no le importaba, de veras sentía afecto por aquella mujer resignada. Además, tenía el dinero de la venta de los terrenos y podía darse el placer y el gusto de viajar.
– Pero, ¿aún te queda tiempo?
– Creo que sí, un poco.
La madrastra se acercó a Leonardo y lo besó en la frente. Él se conmovió, pero no pudo alejar de sí sentirse como un apóstata. Ella experimentó, posesa, el incierto afecto por su hijastro.
– Cuídate.
Se miraron sin hablar.
Y luego, Leonardo corrió hasta Casa Peña y dejó a Ivana.
Ella permanecía atada a los caprichos de su vida senil, se había puesto demasiada vieja y fregada, las ojeras le formaban bolsas oscuras debajo de los ojos, modificando su rostro a un rictus patibulario. La piel amarillenta y rugosa de su cuerpo era una costra inundada de arrugas que aparecían por todos lados.
Comprendió que ya era inútil demostrarle a Leonardo lo cálido de un sentimiento maternal roto hace mucho tiempo.
Fue una tarde nostálgica para Ivana.
Lejanamente, entre las montañas, sonó el canto de un pájaro barranquero.
Pronto Leonardo se encontró con el obscuro camino del destino.
Jamás le agradaría aquella escena de partida, sobretodo con Ivana, que estuvo conforme, sí, con un desde luego, con un hasta pronto. Lo esperaría, si antes su vida no terminaba.
Leonardo se armó de valor al despedirse de todos los habitantes de las casas en el valle que permanecieron mudos frente a él. Luego dio la espalda y se marchó.

Cuando atravesaba los baturros céspedes del valle, provenientes del más allá, aparecieron las huestes de su parentela espuria y fantasmal invadiendo los alrededores.
La masa de sombras escapistas provenía de los mangles, de los montes de caminos gravosos, de los alcores polvorientos y de las isbas del pueblo evacuado ante los indicios de la guerra apocalíptica, formando una algarada enajenada.
Tronaban las voces neblinosas de la zaragata de seres astrosos en una vieja lengua olvidada.
Francisco Ruiz, El Primer Padre, Ana de Morales desmadejada, la pequeña Ana juguetona, el desmembrado Cristóbal, Segismunda. la extraña madre de Leonardo, Ivana, las criadas de las casas del valle y las prostitutas de Cielo Roto, los extranjeros y los colonos, Adriel, Mila, Idalba, Sariel, y un sinnúmero de los servidores de Francisco Ruiz: indios, negros y mulatos de caras execrables.
Los difuntos del valle ístmico interpretaban una fúnebre música que le heló la sangre en las venas. Y aunque no conocía a algunos, excepto por las historias que de ellos contaba su madrastra Ivana enterada de sus existencias, supo que eran los legítimos dueños del valle, y que se levantaban de sus tumbas a reclamar sus territorios.
Creyó que estaba delirando por los efectos de alguna mandrágora venenosa. Pero los muertos venidos de ultratumba, nunca habían sido tan reales; unos por allá danzaban y otros allende cantaban o interpretaban blancos y enigmáticos instrumentos, formando un tumultuoso cotillón de barbianes ya difuntos.
Cuando lo vieron se le acercaron y le retuvieron entre ellos, intentaban tocarlo, y Leonardo corrió visiblemente asustado y desesperado buscando refugio.
Pues las azogadas ancianas difuntas, envueltas en sus bataholas, en sus telas de seda y ceniza, y los zaratanes en danza simoniaca, desesperados por encontrar sus pateras cinerarias, al darle alcance querían llevárselo con ellos a sus carcamales o barruntados nichos, sin darle la oportunidad de pedir clemencia.
Corrió visiblemente asustado. Los silbos apocalípticos del viento y los lastimeros ululares de los resucitados lo aturdían. Entonces comprendió que debía prepararse para un largo viaje sin retorno. Se sacudió la cabeza. Y continuó huyendo hacia lo inesperado. Quería cuanto antes abandonar el valle invadido por los difuntos que le acosaban. En su fuga, escuchó las voces y los despavoridos momos de los últimos moradores del valle que iban y desaparecían al bramar del viento del próximo anochecer que sacudía los bosques.
Cuando se aventuró hacia la inexorable intemperie del valle pensó que se lo tragaría el salvaje viento. Pero se protegió de los temblores y de los caminos en ignición que provocaban enormes grietas en la tierra.
Quería estar seguro que no le darían alcance los agónicos espectros en ceremonia festiva.
Entonces emprendió la huida.
Alcanzó los vagos caminos hacia los bosques donde se amontonaban los fragmentos de las casas desgajadas del valle por el viento sub lunar.
Las almas de las sombras querían devorarlo. Pero sacudió de sus ojos aquellas visiones.
Sintió la azotaina del viento borrascal ajando su piel desnuda. Se escondía de sus perseguidores y reposaba desfallecido, metido en una caverna vacía, abierta en el boquete de la roca de una montaña agreste. Lloraba y temblaba de frío y de miedo envuelto entre telas desgarradas de sus ropajes, sacudido por fatales indicios. Cuando salió de la caverna, había dejado de temblar sobre la tierra. Trepó por un desfiladero con sus últimas fuerzas y en lo alto vislumbró la desaparición de los fantasmas del valle.
El cielo nocturno se desplomaba sobre todo y era como una aceitosa mancha bituminosa.
Se sintió desorientado. Entonces se armó de valor. Y se echó a andar por sendas que no conocía. Su pecho estaba sofocado, desfallecía de fatiga.
Las sombras todavía parecían acercarse por los villorrios apagados en la noche, con su atronadora música en la distancia.
Como si despertara de un sueño trunco, escuchó las fuertes lamentaciones del viento morado de la noche. Hasta que la tempestad se desencadenó sobre el mundo y apagó las voces, los latidos de todos los corazones.
Y después de mucho caminar por inacabables sendas que no conocía se abrió el indescifrable camino de su vida viajera entre los bosques; una noche de plateada luna llena, desde un altozano, alcanzó, luego de muchas semanas de errancia y fiebre, la inmensa Ciudad Central en su maravilloso juego de luces.

Por las ventanas abiertas de la habitación entraban las lluvias y el viento agitado trayendo con la brisa residuos de musgos y mieses.
Leonardo permanecía de frente a la lejanía del día con sus cetrinos colores. Deseaba descansar y encontrar un poco de descanso para su alma. Se sentía exhausto para iniciar el ritual del sueño. Pero sabía que debía dormir un poco más. Además, en la noche oscura, temía no conciliar el sueño. Lo sobresaltaban las salvas descomunales que proferían las mujeres que habitaban las otras casas.
En el cielo se formaban impresiones nebulosas que impedían la visión.
Por las colinas indias, los habitantes del caserío enterraban a sus padres como momias prehispánicas.
A lontananza mojada aparecía el pueblo de Cielo Roto como un distante espejismo.
Una tropa de sirvientes ocasionaba mucho ruido por los pasillos de Casa Peña.
Mientras tanto Leonardo esperaba que su vida cambiara y volviera a lo usual.
Desde la iglesia del pueblo viajaban hasta sus oídos los acoplados coros de los feligreses.
Llevaba una vida huraña, como la de un andante fantasma gorjeador, pensando que todos los lugares estaban enfermos y se sentía solo representando poderes antepasados.
En el pueblo los tediosos minutos pasaban lánguidos. Por sus calles se escuchaban rumores acerca de lo inesperado de su realidad. Una orquesta de cantos de pájaros en crescendo traídos por el viento inquieto le ocasionaba escalofríos. Tantos años viajando sin rumbo y todavía le asustaban los chillidos de los pájaros melancólicos.
Casa Peña, un lugar tan retirado del mundo, rodeado por montes boscosos y allende las calles tenebrosas del pueblo nebuloso..
Y Leonardo sintiendo que vivir en ese lazareto de su infancia, era su pesadilla cotidiana, sólo porque ha evidenciado en su interior toda su incapacidad de amar. La muerte de su padre lo había llevado a viajar por caminos indecibles, expuesto a lo desconocido de las estampas viajeras.
Leonardo desde entonces era un hombre huraño, tal vez como un anacoreta.
Abría la puerta y se quedaba parado en el vano del pasillo, sus ojos formaban impresiones bucólicas.
A su habitación entraban los ruidos agitados del valle, ensordeciendo atropelladamente sus oídos.
Abría las puertas y ventanas de la casa y un torbellino de hojas arremolinadas por el viento entraban a invadir la solitaria estancia.
Todo era la lejanía de la noche próxima con sus fabulosos desvaríos.
Encontraba, por así decirlo, su alma tirada en los objetos inamovibles. Pero se sentía tan cansado para hurgar los extraños movimientos de las cosas. Además, en la noche oscura, temía que lo invadieran las hojarascas con sus voces inobjetables traídas por el viento. Por consiguiente; escuchaba dentro y fuera de él: triduos y extraños lamentos, una agitada reyerta o invocación, donde todo era atemporal e impersonal.
Permanecía solo, esperando que el viento regresara a su nicho con su orquesta de hojas secas que le daban la alborotada bienvenida al verano.
En la fría y húmeda lontananza de los últimos días del invierno aparecía Cielo Roto como en una distante postal turística de otro país.
Llevaba una vida enigmática. Pensaba filosóficamente que todos los lugares estaban vigilados por una presencia invisible que representaba poderes benignos de un pasado jamás olvidado por la raza humana. Y esto formaba en su cerebro impresiones abrumáticas, ocasionando en su corazón lúgubres y malignos sentimientos, como la nostalgia y la tristeza.
El viento se mecía con sus hojarascas invasoras convocadas desde las tierras del sueño.
Leonardo quería evadirse de estas invasiones del monte, pero las hojarascas traídas por el viento inundaban la casa y los caminos del vecindario en el valle, oscilando entre movimientos alucinatorios, provocando ruidos furiosos. Entraban atrevidamente como forasteros en tropel por los sucios pasillos de Casa Peña. Una lluvia de hojas de árboles precipitadas mientras el viento sacudía los sinfines, como entre destellos nictálopes esas hojarascas cruzaban el horizonte.
Lentamente se apagaban las luces del pueblo de Cielo Roto y la corazonada de que estaba vivo se convertía en una pesada nube donde todo era undívago e impreciso. Y esto de igual forma le sobrecogía terriblemente.
Entonces, totalmente desgastado y extendido sobre las hojarascas miraba al cielo. Su corazón, repentinamente se contagiaba de alegría. Y no le vencía el infortunio del destino que hubiera querido maldecir con sus terminales alientos, por el contrario, se atrevía a desafiar el delirio de la muerte, porque creía, con el credo de la superstición personal, que podía alcanzar la suerte de volver a empezar de nuevo y no desviarse del camino recto que se había propuesto cuando era un adolescente.
Una extenuante noche corriéndole al viento y a sus hojarascas con voces provenientes de las montañas de geométricos relieves renacientes, olorosas de sórdidos aromas de muerte, siempre como queriendo escapar de la vigilancia del viento y sus alborotadas mieses. Escuchaba más estallidos y se sentía invadido de terribles y aciagas alucinaciones. Descubría que huía despavorido de la casa, como si ya no le perteneciera. Deambulando por senderos borrascosos mientras las hojarascas del viento le perseguían, no parecía encontrar reposo en la tierra humedecida del valle embrujado.
Parecía un demente que necesitaba de inmediato ser atendido por alguna persona, con tan mala suerte que no encontraba a nadie vivo por los alrededores.
Su fuga era imposible, no podía resistirse a que las hojas del viento le capturaran y lo llevaran a sus continentes montunos. El salitroso aire que respiraba maltrataba sus pulmones, perlaba su frente de sudor de loco excitado. Pero sus súplicas también hacían parte del viento y se mezclaban con él. Sentía que desfallecía. Escuchaba una orquesta de trenos y canciones de cuna en crescendo. Pensaba en qué sombras tenebrosas habían sido despertadas de las errantes moradas del viento. Sabía que todo estaba bajo su poder que invadía ininterrumpidamente con su extraña presencia todo el valle fantasmal.
La noche continuaba con sus brisas furtivas y sus estampas entenebradas. Pasado el invierno la luna parecía crecer mientras se enhestaba lentamente entre grandes nubes que anunciaban la proximidad de las tempestades.
Todo en su vida volvía a ser tan caótico que no podía alejar la pesadumbre. Intentaba cantar alegres tonadillas y armaba ramos con rosas de colores mientras el desenfrenado ritmo del viento sobre las ramas de los árboles sacudía con su huracanada fuerza lo inhóspito del luar profundo y plateado. Se revelaba entonces todo el malestar que sentía por su vaporosa vida.
La luz de la luna emergente iluminaba su rostro con sus minerales galácticos, pero aun primitivos.
Las hojarascas se apiñaban y se arremolinadas sepultando los cuerpos sin vida de los habitantes del valle, en una vorágine de abismáticos trozos de ramas, hojas con figuras y tréboles de cuatro puntas, emitiendo sus vapores efervescentes.
Leonardo esperaba escondido hasta la media noche y regresaba a adentrarse a Casa Peña que encontraba sumida en un silencio de muerte. Escuchaba los aullidos del viento entre los pasillos que parecían las voces desgarradas de un hombre envenenado que exhalaba suspiros infrahumanos estremeciendo su piel e inundando el aire de la noche.
El viento estaba fuera de sí, poseído por sollozantes tristezas.
A esas horas, ya en vísperas del alba, fuera la escarcha de la tierra y las sombras amparadas entre huraños murmullos, la vegetación deshecha por la cólera viajera del viento aullando estruendosamente desde las montañas y desde las cavernas inexorables.

Recordó que una plácida mañana de asueto en la casa, cuando niño, se escapó de la vigilancia de sus padres, rumbo al pueblo de Cielo Roto, una ciudadela fiestera perdida entre las insalvables montañas, grisáceo y extenso poblado de bulevares y tabernáculos envueltos en un olor a incienso pútrido. De muchas calles miserables donde se respiraba el idioma de la muerte. Caminó aquellas calles ruinosas de las carrileras de dudosos relieves. Escuchó estallidos pavorosos y se sintió invadido de terribles emociones y pensamientos. Descubrió a los ladrones que huían, a los asesinos a sueldo, a las rameras despavoridas, hombres heridos por la borrachera del amor, borboteando canciones como animales destazados por entre los guaduales de las verandas. Encendida su curiosidad iba y venía, encontrándose con los semblantes de los muchachos de su edad, con los policías del comando del pueblo montando guardia desde los torreones o desde los vanos de los vivaques. Sobretodo encontrándose con los rostros de los civiles curiosos que nunca habían visto un adolescente tan hermoso; y con las matronas abandonadas en los andenes de las casas también despobladas o sirviendo de trincheras para sus viejos amores. Por esas callejas deambulaban desesperadas brigadas de socorro. Ya los políticos asomaban por los balcones de la Alcaldía entre amoscados rostros vigilantes.
A Leonardo le aterrorizaba tan profundamente la frialdad y la tosquedad de la gente de Cielo Roto, que huía del pueblo entre grandes lloriqueos.
Cuando regresó a Casa Peña, su padre, el capitán Cristóbal Ruiz de Morales, lo había estado buscando, angustiado, frenéticamente `por los alrededores, invadido por preocupaciones aciagas.
Cristóbal encontraba a Leonardo deshecho en los jardines de la casa. Se encendía su ira contra él, y tras una larga serie de reprimendas le propinaba una paliza, lo conducía violentamente a una alcoba de encierro. Leonardo no tenía deseos de hablar, un enorme nudo atosigaba su garganta. Su padre Cristóbal, era grande y fuerte como un toro, se sentía desobedecido, pues sus órdenes en la casa eran leyes y reglamentos, le tenía prohibido a Leonardo bajar al peligroso pueblo en confrontaciones. Entonces lo encerraba por muchos días mientras gritaba sinalefas y jeremías atronantes.
Pero Leonardo estaba obsesionado con conocer Cielo Roto, sus gentes y sus costumbres, obstinado en ver a las muchachas florecientes y aprender los trucos del amor. Pero las batallas entre los pobladores no lo permitían.
En la alcoba de encierro clavaba sus uñas en la tierra humedecida hasta hacerse magulladuras en las manos. Cuando su padre al fin lo liberaba, volvía a desobedecer y regresaba a Cielo Roto.
Las bonitas y joviales muchachas se escondían entre risas de su mirada escrutadora, lo que lo desapasionaba terriblemente. Recorría aquellas calles de embrujo, desencantado, pareciendo un bandido, alguna que otra mujer le daba de beber y de comer, asombrada por su belleza, y le obsequiaba ropas nuevas para que se cambiara los haraposos vestidos. Con tan mala suerte que se encontraba con los criados de su padre que lo reconocían y se lo llevaban de nuevo para la casa. Por mucho que corría e intentaba esconderse y escapar de los leales servidores de su padre no podía resistirse a que lo capturaran y lo llevaran de regreso. Era imposible fugarse de la absorbente influencia de su padre; y de regreso, su padre le propinaba otra tunda de correazos, que le destrozaban la piel y le estremecían todo el cuerpo. Los golpes que le propinaba su padre, eran suyos de cierta manera. Cuando terminaba el castigo, su padre quedaba sudando como un potro y se sentía asfixiado por el mismo aire que respiraba, se perlaba su frente de grandes gotas de sudor de animal excitado y dejaba a Leonardo todo adolorido y tendido en el suelo de la alcoba de encierro. Luego se marchaba tras cerrar la puerta y lo dejaba algunos días encerrado. Pero su madre Segismunda abogaba por él. Y sus súplicas siempre hacían mella en el corazón de su despótico padre.
Pasaron los días, y Leonardo sentía desfallecer. De súbito entraba su madre Segismunda a la alcoba de encierro y curaba su maltratado cuerpo. Traía agua y vendas, ungüentos selváticos que aplicaba sobre la piel de Leonardo hecha jirones. Segismunda sollozaba quedamente. Aún permanecía fresca en su memoria la conmovida mirada de la mujer cuando le provocaba sus cuidados. El bello rostro de su madre desvalida había cambiado mucho por los sufrimientos que le provocaba el capitán Cristóbal Ruiz, que era el verdugo de ambos.
Al otro día, su padre lo sacaba de la alcoba de encierro y lo llevaba cargado a la cama de la habitación, sin perder su notable acidez. Lo hacía, tal vez arrepentido de su violento proceder, instado a remediarlo por su bondadosa madre.
Pero Leonardo quedó marcado por el resto de su vida.
Leonardo presentía a veces que su padre lo quería, que le ocasionaba no sabía qué clase de intensos sentimientos de apego; y en ocasiones, nostálgicos. Pero aún así, llegaba a temerle. En cierta forma, sentía que podía ser arrastrado a un abismo profundo de dolor, esa fuerza maligna que se presentaba a empujarlo a la aniquilación, a aplastarlo sin piedad. Deducía que para escapar a la desgracia cualquiera inventaría la felicidad. Concluía para sus adentros que La Divina Providencia no tendría jamás compasión de su padre. Pues su padre poseía el don de no rendirse a los requerimientos de otros hombres.
Pasaron los tediosos días por la lánguida existencia de Leonardo que se inquietaba por el ruido que ocasionaban los pasos de las criadas por los pasillos de la casa, se sentía viviendo en un lugar tan retirado del mundo, rodeado por montes y bosques tenebrosos. Y más se entristeció cuando su madre Segismunda murió y tuvo que sobreponerse a una tristeza inesperada.
– Ha muerto tu madre –le dijo, Arania, una criada de cuerpo formidable, encogiéndose de hombros, lúgubre y silenciosa.
Parecía que ahora la desgracia lo conducía a la resignación. Con la muerte de su madre creía que la felicidad no le pertenecía, arrebatándole ese precioso ideal.
Arania después de darle a Leonardo la trágica noticia de su progenitora, se encaminó por los corredores de la vetusta casa, provocando los ruidos de sus pasos entre las hojarascas traídas por el viento del monte. Y cuando Leonardo la observó internarse por los pasillos humosos de la casa se le acrecentó el sentimiento de abandono. Para Leonardo significaba lo peor de la vida: morir desolado. Intentaba hacer una lectura del tiempo en su antiguo reinado, en un mundo de concesiones deshilachadas, donde sabía que era, en suma, desgraciado.
Su padre, ¿dónde estaba? Sabía que su sombra lo vigilaba, pues de su presencia física no se sabía nada, estaba resguardado en las laberínticas alcobas, tramando la muerte de sus enemigos, otros hombres que querían arrebatarle su cargo de capitán de La Real Corona. Hombres que llegaban a Cielo Roto y al valle en busca de prestigio y fortuna.
Leonardo, con la muerte de su madre, comprendía que todo estaba bajo la protección y el dominio de su padre. Y el ruido que ocasionaba la servidumbre de la casa también lo demostraba. Pero entonces Leonardo se despreocupó un poco y se daba ánimos pensando otras cosas. En sus sueños posteriores imaginaba que el ruido que invadía la casa lo ocasionaba el alma penitente de su difunta madre que vagaba por los húmedos pasillos, tropezando con todo. Su soledad le permitiría sobrevivir. Entonces sus ojos cobraban el acuoso color de la tristeza y de la desesperada zozobra. Escuchaba la voz de su padre clamando a Dios para soportar el dolor que le ocasionaba la muerte de Segismunda, la madre de Leonardo, pidiendo al cielo por una señal reveladora de misericordia.
Leonardo comenzó a sufrir la extraña ausencia de su madre, lo envolvieron tristes recuerdos, recurría a las andanzas nocturnas por los pasillos de la casa tratando de mitigar sus incertidumbres Dios se apiadaría del alma de su progenitora por el asombro de la tragedia de la vida. Sabía que por culpa de su padre había sufrido mucho. Ansiaba ver a su madre, de nuevo, pero la súbita noticia de su fallecimiento lo decepcionó profundamente, recordaba que de veras su madre estaba muerta y que pronto sería sepultada en La Colina de la Luna India.
De repente, su padre y él se vieron vestidos de negro encabezando la romería del entierro rumbo al Cementerio de la Luna India, y detrás de ellos Arania y las criadas lloriqueando, los sirvientes y los conocidos de la familia, todo ocurría en una tarde gris y opaca como solían serlo las tardes en el valle de Cielo Roto.
Y luego esas dolorosas reminiscencias que lo invadían en cualquier momento, que eran su hastío y el hastío de todos en la casa. No le quedaba más consuelo que la nostalgia que sentía en medio del torbellino de sus emociones.
Entonces volvía a vagabundear por las calles de Cielo Roto, a campo abierto por El Valle a escondidas de su padre, burlando su vigilancia, de allá para acá como si fuera también, como su madre, un alma en pena.
Recordaba a su madre por los caminos hacia los montes invadidos de aullidos de bestias, impregnada del viento gregario y armonioso esparciendo las semillas de los árboles. Pero todos los sentimientos y los recuerdos que le despertaba su difunta madre pronto convirtieron a Leonardo en un hombre austero y sombrío, invadido por delirios e ilusiones desfallecientes, apresado por una soledad sofocante.

Un mes a poco de la muerte de su madre Segismunda, su padre Cristóbal Ruiz se preparaba para salir de campaña.
En las provincias y en las montañas, sus criados y otros hombres lo respetaban y le temían.
Antes de marcharse le dijo, escrutándolo como a un bicho, revisándolo como si tuviera pulgas, después de tanto tiempo en que estaba acostumbrado a su presencia casi vaporosa: “Ya eres todo un hombre. Estoy orgulloso de ti”.
Leonardo conservaba la ilusión de que su padre el capitán Cristóbal Ruiz no regresara pronto de la campaña militar, pues ya había esparcido las señales de la guerra, de la violencia y de la muerte por las tierras del continente americano.
Ahora lo dejaba a cargo de la casa.
Su padre resoplaba y lo miraba a través de sus ojos fulminantes. En el cielo se descubría el espléndido sol iluminando las ventanas abiertas de la casa. Su padre lucía una barbilla hirsuta y un lunar negro y peludo en la mejilla derecha, sus labios eran gruesos y carnosos como los minerales del río, su cabello largo y negro, sus ojos vívidos y vivaces como los de un aguilucho, brillantes como el filo de una navaja.
A Leonardo le dolían los ojos.
Cristóbal, contraído, volvía a mirarlo de esa forma primitiva y atrevida que lo inquietaba mucho. Se sentía contrariado con la dejadez de Leonardo. Pues él sólo se encogía de hombros, retraído.
Luego, próxima la tarde, el capitán Cristóbal Ruiz, abandonó la casa rumbo a las altas montañas que le darían paso hacia las comarcas.

Leonardo conoció a una hermosa muchacha llamada Hilda, nativa de Cielo Roto, oriunda de La Herradura del Diablo, otra criada que estaba en la casa.
Pronto Arania se dio cuenta que Hilda y Leonardo copulaban. Y que la criada se encargaba del cuidado del joven.
Leonardo, que, con la muerte de su madre y la sorpresiva partida de su padre, empezaba a anidar hondas depresiones, y a sentir profundas sensaciones de abandono que iban arruinando su alma y su estado de ánimo, convino entonces que lo que único que podía menguar su depresión era buscar compañía, no quería estar más tiempo solo en la casa con su corazón perdido en los taciturnos alrededores.
Arania quería ayudarle a superar la tristeza de esos días. Ella lo escuchaba y lo atendía, además lo cuidaba y se esmeraba en que su tristeza se disipara. Pero Leonardo cada vez estaba más inmerso en la profundidad del dolor y la nostalgia.
Entonces Arania, que de veras quería ayudarlo, desinteresadamente, a alejarlo de aquella nostalgia que no lo dejaba concentrarse en la dirección de su vida; una noche de brisa veraniega, lo condujo a su habitación, un antro oloroso a cebollas y berenjenas, que sus padres habían acondicionado a la servidumbre dentro de la casa, cerca de la cocina.
Esa noche, dentro de su habitación, Arania se entregó en cuerpo y alma a Leonardo. Ella no sabía qué le inspiraba, si lástima o amor. Entonces Leonardo, en medio de una exasperada curiosidad, se embebió en la locura de las caricias furtivas de Arania, las manos le temblaban y pronunciaba a la mujer enfermizas palabras de deseo. Esa noche sellaron un pacto de loca lujuria y pasión.
En los días que siguieron en la casa, ella lo acosaba a estar juntos, tomados de las manos. El tiempo con sus remotas ondas se llevaba los recuerdos de la juventud de Leonardo. Y Arania, en esos maravillosos días comprendía que lo amaba, y que su destino, por encima de lo funesto, era seguir amándolo hasta el fin del tiempo.
Comprendía Leonardo que Arania era su refugio, su consuelo, su salvación, la fuerza para continuar luchando por la recuperación de su agobiada existencia.
Como comprendía que podía confiar en ella, una tarde de vísperas de verano, le confesó que amaba a Hilda y se casaría con ella.
Arania se conturbó escandalizada. Los infieles pensamientos de su amante la destrozaron, ignoraba que Leonardo albergaba en su corazón sentimientos amorosos hacia otra mujer que no era ella. Reprobó las intenciones del joven con un interminable reproche. Pero no pudo disuadirlo de su apasionado amor por Hilda, aunque muchas veces lo intentó sintiéndose herida. Sin embargo, esto no impidió que Leonardo y su amada Hilda disfrutaran abiertamente de su romance, a los ojos de todos.
Tenían ambas mujeres sexo y amoríos con Leonardo. Él siempre tenía tiempo disponible para ocuparse de las dos. Pero Hilda y Arania se sentían, a veces, tan cerca y a la vez tan lejos del corazón de Leonardo.
Llegaba el muladoso invierno entre grandes cirros que anunciaban la proximidad de las tempestades.
Todo en la casa era caótico con la llegada de las lluvias, y Leonardo no podía alejar la pesadumbre.
Arania intentaba en la cocina nuevas recetas mientras Hilda sacudía el polvo en los muebles de la sala, cantando alegres tonadillas. La cotidianidad de las mujeres sólo era rota por los deseos amorosos de Leonardo.
Luego la joven Hilda se sentaba cansada en una mecedora, viendo pasar por el pasillo de la sala a Leonardo, lo llamaba para saludarlo y contarle por qué estaba tan feliz. Le confesaba su amor.
A su regreso Cristóbal Ruiz trajo a una mujer. Se llamaba Ivana. Era una mujer animalesca. Ivana pronto conoció a Leonardo y a todos los criados de Casa Peña. Ella estaba embarazada, esperaba un hijo de Cristóbal Ruiz.
Leonardo no dejaba de estar sorprendido por el regreso de su padre y de su amante embarazada. Se le ahogaban las palabras, no sabía cómo comportarse ante aquel inesperado suceso.
Hilda y Arania, ante la presencia de Ivana se sentían temerosas en un pensativo silencio. La revelación del embarazo de Ivana los tenía a todos consternados, seguramente maravillados.
Cristóbal permanecía de pie, frente a su concubina, observándola magnetizado desde cualquier lugar de la casa.
La brusquedad del viento del valle contrastaba con el sobresalto de Leonardo, ya parecía no importarle la presencia de Ivana, no tan directamente.
Hilda y Arania traían canastas con duraznos y naranjas, y se quedaban cerca de la ventana, a una distancia considerable de donde estaba Cristóbal y Leonardo. Ivana desde la mecedora ocupaba el centro del salón, mirándolos a todos con ojos resplandorosos, tratando de impregnar la atmósfera de la buena noticia de su embarazo.
Fuera, el movimiento de los ramajes de los viejos árboles sacudidos por la huracanada brisa de la tarde, las ligeras lluvias, los aullidos de feroces perros, los cantos de alabanza de las mujeres de la casa a lo inhóspito de lo profundo de los bosques, el rumor del río cuyas aguas reflejaban las ramas de los sauces.
A Cristóbal se le revelaba entonces todo el amor que sentía por su protegida.

Arania preparaba una sopa de cangrejo con legumbres. Leonardo se quedaba a su lado, inmóvil y retraído. Ella cocinaba y de vez en cuando lo miraba brindándole una sonrisa cómplice. Pero por su actitud, comprendía que le pasaba algo. En la cocina de paredes ennegrecidas por el humo del fogón de reverbero, los olores de las comidas se mezclaban. Entonces dejaba de hacer sus oficios y se quedaba mirándolo, haciéndole subir la cabeza con su mano, para que también correspondiera a su jovial mirada.
– ¿Qué te pasa, por qué estás tan pensativo y callado? Déjate de tonterías y mejor ayúdame a preparar la comida.
– No quiero hacer nada. Estoy de mal humor.
Intuía Arania que el inesperado regreso de su padre con la mujer embarazada era lo que lo tenía muy inquieto.
– Pero, ¿todavía sigues con eso? Muchacho… ¡Si que te has vuelto perezoso, necio y testarudo! -trataba de reanimarlo-. ¡Sácate de una vez por todas esas cucarachas de la cabeza, te hacen daño, y terminaran por perderte!
– No puedo. Hoy no quiero hacer nada.
– ¡Pobre madre tuya! ¡Cómo sufriría si te escuchara hablar así!
Leonardo se quedaba callado. Una vorágine de ideas y emociones mezcladas se arremolinaban en su interior. Entonces Arania salía presurosa de la cocina, al escuchar la voz de Hilda que la llamaba desde la sala, dejándolo sumido en sus abismáticos pensamientos. S

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