Dicen que los libros no muerden. Yo digo que libro que ladra no muerde. Pero no todos los libros ladran, ojo. Hay un libro llamado Anselmo que es calladito pero en cuanto te descuidás te lanza el tarascón. Porque muchos libros son guapos cuando están en la estantería y hacen más barullo que estornudo de bibliotecario, pero si los tomás para hojearlos son mansitos y perfectamente domesticables. Anselmo no. Cierta vez, una señora muy confiada lo tomó de las tapas susurrándole cosas como ¡ay qué bonito libro! ¡Ay qué ternura de libro! ¡Ay qué belleza, mi amor! Y ahí nomás Anselmo le cerró las tapas en los dedos con la fuerza de la prensa que lo parió. Tuvieron que llamar a los paramédicos. Al libro lo encerraron en el subsuelo, con los incunables. No, si era bravo.
Una vez se la agarró con otro libro de la biblioteca. Mario se llamaba el otro. Era como Anselmo, no ladraba nunca, permanecía en los anaqueles rodeado de libros que eran unos quilomberos, que se la pasaban protestando por las condiciones edilicias de la biblioteca o por la poca cultura de los lectores, y que de vez en cuando amenazaban con hacer una revolución. Pero Mario permanecía inmutable, concentrado en el lomo de Anselmo que reposaba en el anaquel de enfrente. Ya el bibliotecario había notado que ambos libros se profesaban un odio sincero y cultivado. Un odio de esos que se alimentan de silencios y de miradas inquebrantables, que crecen de a poquito en la sombra sin hacer mucho espamento. Así que el hombre tuvo la buena intención de mover a Mario a otro anaquel para evitar una desgracia. Apenas acercó la mano el libro le lanzó una mordida que casi le cuesta tres dedos. Que se arreglen —rezongó asustado el bibliotecario—, alguno de los dos va a terminar mal.
Así fue que una noche Mario pegó el salto hacia el anaquel de enfrente, donde Anselmo ya lo esperaba con las tapas abiertas. Dicen los otros libros que fue una lucha encarnizada, que se trenzaron a mordisco limpio envueltos en la nube de polvo que despidieron sus cuerpos al estrellarse. Volaron frases enteras arrancadas de las páginas mal heridas, y aun así no se escuchó ni una palabra de los luchadores, ni un quejido que advirtiese debilidad en su costumbre de no ladrar. Al día siguiente el pasillo de la biblioteca amaneció cubierto de hojas. El bibliotecario se encargó de juntar los restos de papel y cartón. Más tarde confesó que le había costado reconocer a quién pertenecían. Recién cuando encontró las tapas de Mario, que agonizaba en el suelo, supo que el vencedor había sido Anselmo, que estaba otra vez en su anaquel, maltrecho pero más imperturbable que nunca. A Mario lo metieron en la bolsa de desperdicios de la fotocopiadora. Al reciclaje, le dijeron. Asomado en el carrito de la basura alcanzó a susurrar que volvería siendo millones. En realidad todos los libros sabían que Mario hubiese querido morir en una quema, como mártir y como prohibido, no de esa forma tan deshonrosa y tan moderna.
Como dije, luego del incidente con la señora muy confiada Anselmo fue condenado al subsuelo donde los incunables. Y aunque al principio se sintió orgulloso porque entendió “incurables”, pronto se vio rodeado de viejos mañosos que si no ladraban era por falta de aliento. Hace años que Anselmo está ahí abajo, pocos los saben. Algún día habrá un hombre buenudo que intente sacarle el polvo. Mirará a Anselmo con cariño por creerlo obsoleto e invaluable, creerá que los libros no muerden y esperará, ingenuo, a que ladre.
(c) Guillermo Galli
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