¿Por qué no?

¿Por qué no?

Lecu

02/05/2021

¿POR QUÉ NO?

El celular marca las ocho. Hace frío, pero al solcito se está bien. Lástima que no traje gorra. Tengo un mensaje de Pipa: “Cualquiera lo de anoche». No sé de qué está hablando porque no salí. Respondo. “Eso, no saliste”. “Hoy laburo, chabón. ¿Por qué te creés que estoy acá un sábado, como un gil al spiedo, esperando el 45?”.

Vuelvo a la parada para estar bajo techo. Hay una mujer chiquita, de pelo corto marrón. Para ella no existo. No sé a dónde mira, pero no es a este mundo.

Busco el clima: va a llover mañana, hoy no. Veintisiete grados va a hacer. No va a estar tan mal. Lástima que adentro del galpón van a parecer cuarenta.

Entro a Twitter: #Bullying y #MacriCat son tendencia. De pronto la calle. Nada de Twitter ni de Pipa. El asfalto gris, el cordón. La calle.

Un motor ahogado acelera. Veo de atrás un ciclomotor con chapa rayada. Arriba una gorrita negra sin arquear y una campera de jean. Acelera y se va con mi teléfono.

—¡Qué mierda!

Bajo a la calle.

—¿Qué pasó? —dice la mujer.

—Ese hijo de puta.

Lo señalo. El semáforo corta en la esquina y dos camiones de flete de diez toneladas frenan. En uno bajan la ventanilla.

El ladrón se ve obligado a apoyar los pies y tambalea. Se le cae mi celular.

Llego. Si corro, llego. ¿Por qué no?

No hago tiempo a pensarlo, ya estoy corriendo. Él se agacha para agarrar el teléfono y se le cae la moto sobre el pie. Llega a levantar el celular. Me escucha o al menos escucha las plantas de mis pies azotando el asfalto, porque se da vuelta.

—¡Pará! —grita—. ¡Te lo devuelvo!

Pero ya salté y le doy en el brazo, no para que lo suelte; le erré a la cara. Manotea el manubrio y se echa atrás, queriendo levantar la moto sin salir del asiento. Hace fuerza pero no le da. Es pibe.

Recupero mi celular, lo levanto y veo mi cara de gil sobre la pantalla partida.

—Hijo de puta.

Uno de los fleteros se asoma por la ventanilla.

Le digo al ladrón:

—¿Te creés que trabajo para vos, pelotudito? ¡Diez meses junté para comprármelo!

Pero no me mira. Logra sacar el pie e intenta levantar la moto. Me acerco.

—No, pará. Me lo rompiste. Ahora pagalo.

—Disculpá, chabón, no te calentés… Se rompió el vidrio nada más.

—¿Qué vidrio? No tiene vidrio, boludo. Es la pantalla.

—Y yo soy el boludo… ¡Ponele vidrio templado!

Me lo dice con voz aflautada como de monaguillo de coro.

—Bajate ya.

El ladrón se acomoda. Le da una patada al pedal pero no darle arranque. Oigo el largo crack del freno de mano de uno de los fleteros. Después el del otro.

—No, ahora me lo pagás, rata.

Lo agarro de los hombros y lo obligo a mirarme.

—¿Me escuchás, forro?

Bajo la visera los ojos achinados no paran de pestañear. Tiene granos por todos lados.

—Pará, en serio. Tenés razón. Te lo pago. Te lo pago.

—Más vale —oigo a mi derecha.

Uno de los fleteros llega y lo baja de la moto. Es pelado al ras, tiene barba candado y unos brazos de roble.

—Pelá. Pelá lo que tenés, rata.

El ladrón mira al fletero y después a mí. Indignado el tipo.

Me empuja pero, antes de que pueda correr, el fletero le mete un cachetazo que lo deja en órbita. Después le empieza a revisar los bolsillos.

—Tomá, pibe —me dice y me alcanza la billetera.

Está flaca y desteñida. Es de una tela que supo ser cuadrillé y adentro hay más tickets que billetes.

—No hay ni trescientos —digo—. El celular me salió cinco lucas.

—¡Eh! —el ladrón se mueve de un lado al otro y la voz le tiembla—. Es todo lo que tengo.

—No —le digo.

Empiezo a cachear yo. Hay otro celular. Es un bicho viejo, no tiene ni 4G.

—Pero este no vale ni la mitad.

Lo sigo revisando. Llega el otro fletero, de unos cincuenta y pico, con ojos más cuerdos. Fuma un cigarrillo negro.

—Qué pasa.

—Un chorizo pasa —responde el pelado.

Termino de revisar. No trae nada más. Me quedo pensando. ¿Por qué no?

—Vamos a hacer así —le digo y le saco las llaves de la moto—. Hasta que me traigas la guita que sale mi celular, en las condiciones que estaba, no te la devuelvo.

—Pará. Pará. No seas así. Es de mi viejo la moto.

—Que me pague tu viejo. No tengo drama.

Me guardo las llaves y la billetera. Le devuelvo lo que usa de celular.

—Tomá. Llamalo.

Empiezan las bocinas. No es por nosotros solamente. La gente que está más cerca paró a mirar. El fletero más viejo se adelanta y les pide que circulen.

El ladrón toma su celular, me mira, después mi bolsillo.

—Ya vas a ver, gato —dice, salta de la moto y sale corriendo calle abajo.

El fletero viejo vuelve:

—¿Qué vas a hacer, nene?

—No sé.

—No seas gil —me dice—. Pensalo. No sos como él.

—A ver… —dice el pelado.

Lo miro. Él mira la billetera.

—Dale, no seas rata. Si no era por nosotros…

Se la doy. La abre. Saca doscientos pesos.

—Por la nafta —dice—. Lo dejé en marcha.

El fletero viejo sacude la cabeza, me palmea y se va. El otro me devuelve la billetera.

—Sacale todo lo que puedas. Nunca le va a dar el cuero para devolver todo lo que debe haber robado ese cristiano.

De nuevo bocinas. Una es del 45, que no va a volver a pasar como por una hora. En una ventanilla distingo a la mujer de pelo corto marrón. Me mira.

Meto la llave, me subo y la arranco. Hace mucho que no manejo una scooter. La llevo hasta el cordón.

Miro la hora: son y cuarto. Ya no hay otra forma de llegar. La manejo hasta una estación, le cargo los cien y voy derecho al galpón. La dejo a varios metros de la entrada, entre unos pastizales. Nadie la ve y nadie pregunta. Le escribo a Pipa: “No sabés la que te tengo que contar.” Me clava el visto.

A eso de las cinco, antes de volver a casa, se me ocurre mirar de nuevo la billetera. Encuentro también un documento, una tarjeta de descuento de un shopping de Caballito y unos tickets de tren. En el documento hay una dirección. No es muy lejos. ¿Por qué no?

Es por calle Chilavert, en Lugano. Una casa baja, de tejas verdes quebradizas y ladrillo visto. Nada mal para un chorizo. Por las dudas estaciono a una cuadra y me guardo la llave en el bolsillo de atrás.

Toco el timbre. Adentro unas sillas rechinan. No oigo pasos hasta que se corre la mirilla.

—¿Quién es? —una voz femenina, indescifrable pero adulta.

—¿Es la casa de Camilo… Fatti? —leo.

—Fatti, sí.

—Encontré su billetera en la calle. Vine a traerla.

Demora. Después oigo las llaves. Se abre la puerta. Del otro lado hay una señora de unos sesenta bien llevados, con un suéter del color de las tejas. Tiendo la mano con la billetera.

—Gracias.

La abre. Revisa los documentos. Desde el fondo se oye a alguien.

—Están los documentos —dice la mujer.

Otro grito desde el fondo.

—No, la plata no —después me vuelve a mirar y me dice—. Es lo de menos. Gracias.

—No, esperá —dice una voz masculina en la oscuridad. Aparece un hombre apenas más alto que ella, con pelo gris y fino estratégicamente peinado con raya al costado y una barba castigada.

—Gracias en serio, pibe. ¿Cómo te llamás?

—Cristian —miento.

—Gracias, Cristian —me estrecha la mano—. Sos un ejemplo, ¿sabés?

Me quedo.

—No, para nada, señor. La encontré en la plaza. Vi la dirección y estaba cerca.

—No tenías ninguna necesidad. Pasá, déjame que te agradezca.

No me muevo del umbral. El señor repite el gesto con la mano. Adentro está muy oscuro comparado con la calle.

Paso.

—Disculpame —activa un interruptor—. Estábamos en la cocina.

La sala de estar es chiquita, apenas de tres por cuatro. Hay un televisor de tubo sobre un mueble de madera. Enfrente un sillón de dos cuerpos y una mesita ratona. Contra la pared perpendicular, una biblioteca donde se mezclan enciclopedias Salvat de los cincuenta con tierra acumulada desde los setenta y algunas bujías y relés de colores para coches por lo menos antiguos.

—Sentate.

Va hasta la cocina por una puerta color crema. Escucho que hablan allá. Busco la llave en el bolsillo de atrás y me la quedo en el puño.

El señor vuelve con el ladrón de la mano. Ahora me parece todavía más chico que antes, no debe tener más de quince. Me mira y abre la boca. Tiene los ojos irritados.

—Él es Camilo.

Abro la boca y no sale nada.

—Hola —dice y baja la cabeza.

—Hola.

—Sentate, Cristian. Normita te va a traer algo fresco.

—Yo… ya me tengo que ir.

—No te preocupes. Es un minuto. Mirá. La cosa es que a mi hijo le robaron más que la billetera. Le robaron la moto.

Me siento. Él también. Camilo se queda parado. El señor lo toma del codo y él se termina acomodando en el apoyabrazos.

—Te imaginarás que la moto no es de Camilo. Él no gana ni para comprarse un chupetín.

—Ay, Marcelo… —dice la señora entrando con una bandeja floreada, un sifón de soda y tres vasos Durax.

—Está terminando la nocturna. Todavía no consigue gran cosa. Le compré la moto para que, por lo menos, se haga unos pesos como cadete.

Pienso en la parte trasera de la moto. En un elástico suelto.

—Nos complica. Nos complica. Pero bueno, gracias a vos por lo menos tiene los documentos y estoy seguro de que él, si los hubiera encontrado…

Camilo levanta la cabeza y me mira. El padre sigue hablando ensimismado, le viene como anillo al dedo lo que pasó, pero la mirada de Camilo es seca y directa. Aprieto la llave con las arrugas de mi mano.

—Norma, ¿qué trajiste? ¡Son chicos! Traé gaseosa, algo más divertido.

—No hace falta —le digo—. Yo ya me voy. Me esperan para comer.

—¿Ves, Camilo? Aprendé. Lo que es una persona respetuosa de los horarios.

La señora está en el umbral de la cocina y me mira expectante. Hay un silencio. Sin saber por qué, llevo la mano con la llave hasta el sifón como para servirme. Enseguida me arrepiento. El señor me mira.

—Espero que la recuperen —le digo—. ¿Ya hicieron la denuncia?

Camilo vuelve a bajar la cabeza. El padre se echa de espaldas en el sillón y ríe. Después pasa el brazo por detrás del respaldo.

—No, qué vamos a denunciar, ¿no es cierto, Cami?

Camilo se para y camina hacia la cocina.

—No lo quieren mucho en la comisaría —dice acercándose—. Será que lo conocen.

—Marcelo… —dice la señora y se va detrás de su hijo.

Me paro. Después se para él.

—En fin —dice él—. Quería que Camilo conociera lo que es un pibe decente.

Me encojo de hombros. Me vibra el teléfono en la pierna y lo saco por costumbre. Pipa al fin responde, según la pantalla bloqueada.

—Se te rompió la pantalla—me dice—. ¡Qué lástima! Es un lindo teléfono.

Me doy cuenta de que lo agarré con la misma mano.

—Sí, se me cayó hace unos días. Me quiero matar.

Meto todo en el bolsillo de atrás.

—Buenas noches.

—Buenas noches —me tiende la mano—. Y gracias de nuevo.

Cierra la puerta.

Ya no se ve el sol. Hago una cuadra hasta la moto. Me siento. Giro la llave y doy la patada, pero no.

Autor: Leandro Braier

Publicado en 2020 en Antología «Tiempo de contar»- UNC

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