Fallo en la realidad

El agua había comenzado a flotar.

Cualquier otro que hubiese visto lo que pasaba en aquel baño habría echado a correr y avisado de inmediato a todo el mundo acerca de lo que ocurría en su hogar. Aquella extraña anomalía –Junto a la habitación circular en donde ya no existía el ruido o, aquella extraña mancha en la pared de la cocina que solía cambiar de color según la hora del día– hacía que su hogar fuese todo, menos normal.

Sin embargo eso no era un problema para Ismael.

Llevaba investigando los “Fallos” por más de diez años. Becario de Harvard, supo reinventar y expandir el marco teórico que existía acerca de lo que se denominaba “anomalías de la realidad” o como figuraba en textos académicos “I fail in reality”. Estos hechos –Casi siempre aislados– solían presentarse en situaciones en donde rara vez podían ser captados en cámara. Recordaba una vez haber leído un informe que hablaba sobre una cinta especial de vigilancia que era estudiada con recelo en el departamento de parapsicología de la Universidad de Michigan. Resulta ser que la cinta contenía el caminar de un hombre que se paseaba de un lado para el otro por el frente de una casa. Lo extraño de la secuencia fílmica era que el hombre solo podía ser visto si se observaba la cinta en reversa. Si se daba al play, no aparecía nadie en la imagen, pero si esta era retrocedida con algún programa computacional o parecido, hacía acto de presencia un hombre de avanzada edad y prominente barriga que caminaba por el césped del frente de la puerta de entrada de la casa.

El pitido polifónico de la lavadora le indicó que la ropa estaba lista y lo sacó de sus pensamientos. Caminó hacia el cuarto de lavado de su apartamento en Providencia y extrajo con cuidado un buen puñado de boinas de diversos modelos que utilizaba a diario cuando hacía clases en la Universidad. Las miró con cuidado y las posó sobre un tendedero que mantenía en la misma habitación. Se hizo un café y volvió a sus extraños y confidenciales apuntes.

La mancha –Tipo 456, modelo B– ha mantenido el mismo patrón desde hace diez días exactos. Por las mañanas –Desde las siete de la mañana hasta las doce del día aproximadamente– se mantiene de un color verdoso, asimilando la textura del musgo lechoso del fondo de un río. Después de las doce suele tornarse rojiza y su textura pareciese ser como la de la carne. Si soy más específico da la impresión dependiendo de cómo se le mire, de parecer una especie de costra de carne viva que suele palpitar de vez en cuando. Al anochecer la mancha se vuelve de un color azulado, casi cristalino, es como si su misma composición molecular quizás, cambiase según la posición del sol en el exterior.

Había estudiado en la comuna de Las Condes. Se graduó de la media en el Nido de Águilas y estudió en la Universidad Católica ciencias físicas. Tras graduarse con el promedio más alto de su generación, estudió becado en la Universidad de Harvard y obtuvo su doctorado en ciencias físicas sin mucho esfuerzo. Mateo como él solo, volvió a Chile luego de trabajar como profesor universitario en Boston durante más de quince años. Ya con la edad que tenía –45 años–, necesitaba de estar con los suyos. Su madre Verónica –Mujer de avanzada edad y temple de acero– lo recibió en su casa en Zapallar durante un buen tiempo. Ismael realizaba investigaciones y ganaba dinero con lo que pagaba la revista Scielo. Cada mes indexaba un artículo y los ingresos por estos, eran generosos casi siempre.

Pero sentía que algo le faltaba.

Tras entablar amistad con un grupo de científicos y académicos que publicaban para la Diego Portales, Ismael obtuvo la posibilidad de trabajar en el departamento de investigación física de la Universidad Mayor y la Finis Terrae. Tras conservar numerosos contactos con colegas de habla inglesa, pudo hacerse –De forma ilegal– de un sujeto de experimentación. Aquel sujeto era la mancha que había venido encerrada en un frasco de vidrio templado a prueba de balas que le facilitó un amigo gringo experto en armas.

El paso por la aduana en el aeropuerto lo puso en extremo nervioso. Nadie sabía lo que él había hecho. Había –Tomado prestado es decir poco, o querer decirlo de forma delicada– un espécimen que se guardaba en la Universidad de Michigan. Gracias a su grado académico, pudo hacerse con un modelo base extraído de una mancha original que era estudiada allí. La cosa esa, era catalogada como peligrosa debido a la cantidad de anomalías que despertaba en los objetos que la rodeaban. La mancha había sido descubierta en Arizona durante los años 90. Un par de granjeros la encontró a un costado de un pequeño cráter. La mancha era capaz de reptar por superficies lisas o rugosas y cambiaba de color de vez en cuando.

Ismael trabajó en la investigación de por lo menos unas 17 anomalías durante su estancia en EE.UU pero ninguna le atrajo tanto la atención como aquella extraña mancha que parecía a veces, estar viva.

Tras sortear con éxito el paso por el aeropuerto –Primero en Boston y luego en Pudahuel en Chile–, pudo guardar en una maleta tal extraño espécimen. Sabía que cometía un delito grave pero, el deseo de volver a su patria había sido más fuerte. Además, su padre tenía cáncer y le habían dado como máximo seis meses de esperanza de vida. Ismael lo extrañaba y también quería descansar. Quería escapar del enfermo exitismo yanqui que eclipsaba el progreso científico allá. Quería vivir más tranquilo, moverse y progresar a su propio ritmo.

Tras llegar a su apartamento con el espécimen en la maleta –Comprado durante los meses que vivió con su madre en Zapallar–. Se duchó, cambió ropa y puso el pequeño frasco de no más de treinta centímetros de alto sobre su escritorio de trabajo en una habitación preparada para ello.

La mancha –de un tamaño muy pequeño y con apariencia de aceite y en extremo mucosa– estaba quieta detrás del vidrio. La observó de cerca y la grabó con su cámara filmadora –No confiaba en la calidad de su IPhone– sacó apuntes y tras apagar todas las luces de su estancia, se fue a dormir. Al día siguiente se sorprendió al ver la mancha pegada a la pared de su cocina y desde ese día, esta se quedó sujeta a la superficie, cambiando de color según la hora del día y, haciendo que cosas extrañas pasen en su apartamento.

¿Pero, si el objeto en sí era muy peligroso, que necesidad había de traerlo a Chile?

Ismael era de los tipos obstinados que casi siempre tiene la última palabra en cualquier tipo de discusión. Rara vez reconocía el estar equivocado y si así lo era, lo disimulaba muy bien con largas pausas y con la vieja estrategia de comenzar a ser condescendiente con aquel con quien se discute. Fue de este modo como sus controvertidos experimentos le atrajeron más de algún problema con las autoridades académicas de la Universidad de Michigan.

Sentía que su deber personal era el investigar aquellas fallas en la realidad. Lo primero que pudo palpar –Y trabajar por ello en él– fue un extraño reloj que corría siempre hacia atrás. Después de verificar el mecanismo muchas veces y de hacer múltiples pruebas se dieron cuenta que aquel objeto solía comportarse de ese modo cuando estaba cerca de la mancha. También era curioso y bien inexplicable además, que las plantas cerca del reloj se marchitasen y diese la idea de que se desarrollaban en sentido inverso. Era como ver el lapso de vida de una flor, pero en sentido contrario.

Su inconsciente le había dicho siempre que traer aquella cosa a su ciudad natal era en extremo peligroso y que además, desafiaba toda lógica. Primero, tendría problemas legales si le llegaban a pillar en EE.UU. Lo castigarían por el delito de hurto y por además, exponer secretos clasificados de esa casa de estudios. Segundo: en Chile tendría problemas legales por entrar al país un objeto peligroso que podía poner en grave riesgo la seguridad del país y con ello, un sin número de temas legales caerían sobre su persona en un santiamén. Tercero: ponía en riesgo su carrera y su reputación. Lo podían castigar de múltiples formas y hasta inclusive, despojarlo de su grado académico.

Pero fuera de todas esas ideas, estaba relativamente tranquilo.

Otro habría optado por venir al funeral y volver a Michigan y trabajar como si no hubiese pasado nada. Poder estudiar las anomalías en un entorno seguro y controlado. ¿Pero él podía hacer eso? Quizás sí. Pero también quería estar ese resto de tiempo que le quedaba a su padre en compañía de él. Quería disfrutarlo. Si no lo hacía de ese modo. Se sentiría como una persona hipócrita y mal agradecida. Fue así como maquinó esta idea desde hacía mucho tiempo. Quería estar con su padre y, por extraño que parezca, quería estar cerca de aquella anomalía.

Los días pasaban y más cosas extrañas habían comenzado a ocurrir.

Un día en el lavado de su baño. Pudo observar fascinado como el agua de la ducha empapaba el cielo de esta. Al abrir el grifo, el chorro de agua saltó y se fue hacia arriba no respetando de ningún modo las leyes de la física. El agua constantemente chocaba en el cielo del baño y después de un rato, caía perezosa sobre la baldosa. Otro día pudo constatar como el reloj de la oficina –Lugar en donde se encontraba el frasco que había contenido la mancha– había comenzado a moverse en el sentido inverso. Era como si el tiempo que marcase aquel objeto fuera en reversa ya que una de las plantas que tenía cercana al mueble del computador, comenzó a hacerse más pequeña con el paso de los días y a tener la forma que tienen en un sentido primario.

Finalmente llegó el día en donde comprendió que haber traído esa cosa consigo había sido un rotundo error.

Primero fueron sus uñas. Le dolían y veía como estas eran cada día que pasaba, más y más pequeñas. Después fue su cabello el cual lo comenzó a perder rápidamente. Todos estos efectos corporales los anotaba con cuidado y dedicación en una pequeña bitácora en donde dejaba escrito su estudio de caso.

Las uñas, el cabello y luego fueron sus dientes. El dolor fue tan grave que tuvo que ir al dentista de urgencia un día en la noche. Tras la visita pudo constatar espantado lo que le ocurría.

Un puñado de dientes de leche habían comenzado a brotar por debajo de sus dientes. Un caso único para el dentista que, quien consultarlo con colegas, decidió extraer los dientes adultos de Ismael y dejar que saliesen con normalidad los extraños y pequeños dientes de leche que le habían comenzado a crecer en ese instante. El profesional médico no daba crédito a lo que veía y consideraba al caso de Ismael como una especie de “anomalía”. Tras escuchar esto. Ismael no pudo disimular una sonrisa nerviosa en su rostro.

Ya no salía de casa ni para comprar víveres y comestibles. La mayor parte del tiempo pedía por delivery y así evitaba exitosamente que el mundo exterior viera en lo que se estaba convirtiendo. Su columna había comenzado a encorvarse y gallitos en su voz eran cada día más y más habituales. Le aterraba por un lado el seguir viendo lo que le estaba pasando a su cuerpo. Pero por el otro, quería seguir investigando y quería saber además, que era esa mancha y por qué provocaba esas anomalías.

Un día, a eso de las doce de la noche. Tras levantarse a orinar. Pudo percatarse de dos cosas sumamente extrañas. El cuarto de lavado había enmudecido completamente. Para él fue extraño darse cuenta de esto y además, en extremo tétrico. Sentía como al entrar en aquella habitación, escuchaba solo el palpitar de su corazón y si, cerraba los ojos y se concentraba, era capaz de escuchar el rugir de su sangre mientras viajaba por todo su cuerpo a través de sus vasos sanguíneos. Decidió salir de la duda y poner sobre la lavadora una pequeña radio regalada por su madre para su cumpleaños. La radio estaba a todo volumen pero del aparato no salía sonido alguno. Movió la radio prendida hacia la cocina y, asustado por el repentino sonido del aparato casi calló de bruces sobre el sofá. Fue así como comprobó con diversos objetos que aquella habitación había perdido –Por ilógico que parezca– la capacidad de reproducir el ruido de objetos.

Lo segundo pasó en la ventana de la ducha. Tras abrirla para así poder hacer aseo en el baño, pudo ver cómo tras esta ya no se podía ver nada. Una infinita oscuridad parecía devorar el interior de la ventana de la ducha. Ni rastro había de los edificios colindantes que quedaban a un lado del apartamento de Ismael. ¡Ya no había nada salvo oscuridad! Tuvo miedo de meter la mano ahí. Esa negrura era tan extrema que en la bitácora anotó lo siguiente:

Es como una mancha de petróleo. Una oscuridad tan perfecta que es capaz de tragar toda luz que se emite sobre esta. Probé con la linterna de mi móvil y con una linterna grande que encargué por Amazon. Y nada. La luz no pasa hacia adentro. Es como si fuese absorbida por aquella mancha de petróleo –No encuentro otras palabras que puedan describir como la veo ahora– Tengo miedo y ahora mismo estoy asustado mientras escribo estas líneas. Una parte de mi me dice que lo dejé pero ¡Ya no puedo! Al parecer algo bloqueó la puerta principal y las ventanas están selladas. E intentado gritar pero nada pasa. Nadie me escucha por más que golpee las paredes y haga bulla. Estoy asustado y solo y una parte de mi quiere que siga en esto, siento de algún modo, que es mi deber continuar.

Se había transformado en un ermitaño.

Ya no salía y ciertamente, ya no podía hacerlo. La comida comenzaba a escasear y veía este como de apoco comenzaba a perder más y más peso corporal. Tenía pesadillas por las noches y de vez en cuando, lograba sentir voces que venían desde la mancha de la pared. Fue tal su grado de desesperación que decidió hacer lo que nunca se había atrevido a hacer. Tocó la mancha con sus manos.

Pudo sentir su extraña textura –Similar a la de las escamas de una serpiente– y constatar cómo esta era tibia. Era como tocar algo vivo. Algo, extrañamente vivo para sus estándares. Algo que parecía palpitar y que parecía reaccionar al cuerpo de Ismael.

El dolor fue inmenso y fue en aumento.

El corte fue tan grande que tres de sus dedos de la mano derecha colgaban como si fuesen restos de carne mal procesada. Fue al lavado y entendió lo que le había pasado. La mancha algo había hecho y lo cortó a la altura de la palma. El corte –Limpio en apariencia– rebanó tres de sus dedos y la pérdida de sangre fue constante. Corría el peligro de desangrarse ahí mismo. Tomó unas camisetas de su ropero y se hizo un torniquete. Sin embargo la sangre no paraba de salir. La hemorragia no cesaba e Ismael sentía como de apoco iba perdiendo el conocimiento. El dolor era inmenso y casi indescriptible. Aullaba de dolor.

Fue allí cuando su mente le dijo algo.

¿Y si quemas la herida y la intentas cerrar a la mala?

Una idea absurda en otro momento, pero en ese instante le pareció plausible. No le quedaba de otra ya que si se quedaba sin hacer nada se desmayaría y el constante sangrado haría que muriera desangrado en el lavado de su apartamento.

Fue corriendo a la cocina y pudo ver como la mancha ya no estaba. Prendió los quemadores eléctricos y puso la mano sanguinolenta sobre la superficie oscura de la salida eléctrica. El dolor fue increíble y el grito gigante. No podía mirar. Se mordía el antebrazo izquierdo mientras la mano derecha humeaba producto del calor de la cocina eléctrica. Habría aguantado a lo más unos cuantos minutos cuando calló hacía atrás y se golpeó la cabeza. Luego de eso no recordó por el momento nada más.

La película se fundió a negro. Luego hubo sonido y luego de nuevo silencio. Fue un instante que le pareció una eternidad y que por extraño que parezca, fue breve. Unas cuantas horas y el cuerpo de Ismael volvió a reaccionar. Despertó a dolorido de ambos brazos y con un sabor desagradable en la boca. Sentía sangre de sus molares. Se puso de pie como pudo –Evitando tocar con algún objeto la mano quemada– y vio con asombro como la sangre había dejado de brotar. Pero el precio a pagar había sido muy alto. Una mano mutilada y ennegrecida le devolvía la mirada. La fatigada extremidad le pedía en extremo clemencia. Sintió Ismael que habría preferido perderla que dejarla en ese estado tan deplorable.

Se sentó en su cama e intentó descansar. Se tomó un puñado de paracetamol –Le dolía mucho la cabeza– e intentó dormir.

Desfigurado como estaba, ya no tenía deseos de continuar. Ya no sabía dónde estaba la mancha y francamente ya no le interesaba. Solo quería descansar. Volver a ser libre y trabajar en algo que fuese lo opuesto a las “anomalías”. Ya no quería nada sobre ellas. Lo tenían francamente trastornado.

El llanto fue inevitable al mirarse frente al espejo. Unos cuantos mechones perezosos colgaban sobre su cabeza. Unos diminutos dientes de leche asomaban en su rostro como si fuesen piezas de un piano mal construido. Su postura era curva y una especie de joroba había comenzado a crecerle en su hombro derecho. Un tipo de –Dermatitis supuso– comenzó a atacar la piel de sus dos piernas. Un sin número de puntos rojos subía como si fuesen manchas de sarampión desde los tobillos hasta las rodillas. El comezón había comenzado a hacer acto de presencia y, hacerlo con una sola mano, dificultaba muchísimo las cosas.

Finalmente estaba lo que quedaba de su mano. Un amasijo de carne que por cuestiones de estómago decidió ocultar tras un guante de beisbol que trajo como recuerdo de EE.UU. le puso cintas médicas, gaza y lo amarró todo como pudo con la ayuda de una sola mano. El resultado no era el mejor y estético no era, pero era mejor que mantener expuesta aquella cosa.

Le dolía el cuerpo y ya casi no era capaz de ir al baño. Su cuerpo sufría y sentía como de apoco el departamento se hacía cada vez más y más oscuro. Era como si la oscuridad que reinaba en la ventana del baño poco a poco se hubiera comenzado a adueñar de su hogar. Algo tenebroso y oscuro parecía reptar por las paredes. La mancha ahora era percibida como algo que podía estar en todas partes, como algo que había sido capaz de fundirse con uno con su apartamento. Era como si ese “algo” fuese ahora una idea abstracta en su cabeza pero que de algún modo tenía forma. Aquella mancha viscosa y aceitosa a partes iguales parece haber tomado todo cuanto espacio rodea a Ismael y este lo siente, lo comienza a ver y sabe que ya es tarde. Extrañas manos manchadas de petróleo aparecen en las paredes. Rostros de cosas que no son humanas pueblan sus sueños cada vez que el cansancio y la fatiga lo vencen. Siente mucho miedo y a estas alturas ya no sabe que es peor. Convivir despierto con una oscuridad que amenaza con engullirlo todo o, con tener pesadillas que pareciesen querer volverlo loco. Ciertamente ya no sabe que es peor y decide que es mejor dejarlo así.

A duras penas se mueve de su habitación. Le duele el cuerpo en todas partes y múltiples sangrados han comenzado a aparecer ahora en su espalda, rasga el piso y se arrastra hasta el baño. Busca un objeto en especial. Un objeto que sea capaz de ponerle fin a esta locura. Se mueve, lentamente dejando tras de sí un hilo ancho de sangre que parece marcar su último viaje, su fatídico final. Llega a la tina y se mete como puede en ella. Saca desde el mueble cercano un pequeño bisturí y decide dar el agua caliente. Si se va a ir, decide hacerlo con estilo, a su modo y con un cuerpo que no se estropee demasiado –Por alguna razón aquella idea tiene sentido en su cabeza–. Mira la ventana. Ya no queda marco de esta. La oscuridad de su interior se lo ha llevado todo. Mira con cansancio y con una mirada inyectada de sangre la puerta abierta de su habitación. Y lo ve. Está allí la mancha oscura, sobre su sabana, moviéndose como si fuese una especie de babosa que deja tras de sí un reguero viscoso que anuncia por donde pasó. Ya francamente no le importa. Quiere solo descansar. Pasa el filo de la hoja por las muñecas y ve como la sangre comienza a teñir poco a poco el agua de la tina. Esta se vuelve escarlata a medida que cae por sus antebrazos. Quiere cerrar los ojos, dejar de sufrir. Fue ahí cuando por fin logra entenderlo todo. Entender en el error que calló por siempre. Ve su futuro de algún modo. Imágenes inconexas en un principio se agolpan en el frontis de su cabeza y parecen armar a duras penas un relato lógico en su interior. Ve el noticiero que habla sobre su deceso, es capaz incluso de absorber el olor de la taza de café de su madre mientras esta lee el diario y ve televisión en la terraza de su casa frente al mar. La ve llorar al ver la noticia y la siente derrumbarse una vez que sabe, que está en la morgue. Se desmaya al ver el maltrecho y desfigurado cuerpo de su hijo. No entiende que le pasó y como pudo haber cambiado tanto en tan poco tiempo. Visualiza a duras penas su funeral y ve como solo algunos pocos lloran su partida. Lo sabía de algún modo. Sabía que en el fondo siempre había estado completamente solo. Toda una vida dedicada a la investigación científica y ¿Para qué? Sirvió de algo. Su lápida se volvería amarillenta y sería testigo de cómo todo se iba literalmente a la mierda. Él sabe de algún modo que solo es el primero. Sabe que aquella cosa no debe estar libre. Pero es muy tarde. Su cuerpo se desvanece y los relojes de su apartamento comienzan a volverse locos girando en múltiples direcciones sin parar. Sus recuerdos se funden con su presente y un llanto ahogado sale de su interior. Está muriendo y es su culpa. Es su culpa que esa cosa ahora ande suelta.

Finalmente cierra los ojos.

Y no los abre jamás.

EPÍLOGO

La policía revisó el apartamento. Todo estaba en orden salvo algunos vidrios rotos en la cocina. Algo de sangre en el baño –Junto con tres dedos encontrados allí– y el cuerpo deforme del doctor en ciencias físicas. Se buscaron pistas pero todo llevó a la tesis del suicidio en la bañera. El doctor murió desangrado en su interior y con el agua rebalsando la habitación. Tras peinar la escena no dieron con ningún sospechoso.

Mientras los oficiales revisan las pertenencias de Ismael. La mancha repta por el inodoro del baño y se mete en el agua. Uno de los detectives al verla en el agua le produce algo de repugnancia por lo que decide el tirar la cadena.

Ese sería el principio del fin…

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