En el centro del universo, desde un altar coronado por las incandescentes estrellas de Orión, Amenhotep V observa la bendita ciudad de Menfis brillar con fuego dorado en medio de la negra noche. Y mientras pasea su mirada divina por las gigantescas plazas llenas de risas, de cánticos a su Dios Atón y de humos en los que se mezclan olores de carne especiada con el del incienso; el recuerdo de su madre Nefertiti irrumpe con fuerza en su mente.
Esmenjkare está sentada a su lado, en el trono de la Reina, engalanada con sus mejores prendas, casco ceremonial cuya curvatura superior recuerda a una cimitarra y plumas de pavo real que acompañan la larga trenza negra fundida en la noche. Su rostro, como marca la tradición, oculto tras la máscara dorada de Atón.
En ese momento Sirio aparece en el este liberando un destello en la oscuridad y la máscara dorada de la Reina le responde. La celebración en las plazas estalla en un griterío que crece hasta llegar al cielo, donde Venus se abre cual vulva cósmica a la Gran Pirámide de Keobs.
Esmenjkare se levanta y las gentes callan.
—Hay un lugar en el mundo —dice con una cadencia amortiguada de su fuerte voz—, donde se amontona toda la mierda. La carroña se acumula en los hogares de nuestra gente, denigrada, tratada como escoria por los buitres sedientos de las altas clases.
Entonces mueve la mano, cortando el mismo horizonte, cuya oscuridad se enciende en colores de nebulosas mágicas que sólo aparecen en sueños, y su dedo señala a los Altos Sacerdotes mientras se embuchan con las manos la carne recién servida.
—En ese lugar las tumbas de Faraones carcomidos se han vuelto más importantes que el pan o el agua. Los esfuerzos comerciales han sido subyugados al interés de la pedantería. De esos pocos que, por derecho de nacimiento, pueden arrebatarle lo que quieran al pueblo.
Las palabras alteran al Faraón Amenhotep V, quien se mueve nervioso en el trono. En su mente se agita el recuerdo de Nefertiti.
—Mis ojos han contemplado la mezquindad de quitarle una fruta a un niño —su voz decidida tiembla por un instante—, sólo por capricho, —baja su mirada turbia, de un negro diamante sin pulir—, he visto la milicia golpear a un anciano, acusándole de robar. Mas no tenía ni un lecho para dormir. Y en el barro descubrí los cadáveres de nuestros hijos…
En la mente de Amenhotep V afloran los recuerdos de sus hermanas y de su madre.
—¡Y juré que eso jamás pasaría mientras yo viviera! —la voz valiente de la Reina se alza como en un combate de bastones militares a dos manos—. En ese lugar las piedras preciosas, las joyas, el oro y la plata importan más que la misma vida de un egipcio. Todas las fronteras están guardadas por las miradas de elefantinas Esfinges, mas ninguna mirada guarda a las gentes. En ese lugar las necrópolis, los palacios o este mismo trono valen más que la vida, y no puedo tolerarlo —cierra el puño con fuerza, se lo lleva a la cadera y empieza a andar. Ante los atónitos ojos del Faraón, su larga trenza esboza en el aire movimientos que dibujaría un pincel con tinta de hollín mientras su voz adquiere un tono más intenso—, y ese lugar se llama Egipto.
Bajo las plazas el gentío se intercambia miradas de preocupación. Uno de los Altos Sacerdotes levanta una mirada incrédula, mientras de su barbilla pringosa gotea una salsa de tomates demasiado maduros mezclada con sangre.
—Con impunidad estos falsos mensajeros de Osiris abusan de nuestra gente. Les fustigan, les martirizan, les hacen daño —sus pupilas dilatadas han vuelto negros sus ojos—, y no soy la única conocedora de su traición. Mas esto acabará aquí y ahora… —Hace una señal con los dedos y alguien entre la milicia asiente. —Hermanos y hermanas, que no os invada el miedo, —en la tormenta de su voz en un bosque de bambú, se mezcla el de rozar acero—, y cuando yo termine con estos malditos Sacerdotes y con toda su casta de terratenientes, construiremos un nuevo Egipto juntos.
La daga en su mano derecha centellea con la luz neptuniana que se mezcla en una indescifrable armonía junto a Venus, la gigantesca Bellatrix y las demás estrellas de Orión. Y mientras se quita y lanza a un lado con desdén la máscara dorada, el Faraón Amenhotep V, hijo de Dioses, ahoga un grito y tiembla ante lo que ve: la mismísima Nefertiti desciende los peldaños del altar acompañada de la milicia sublevada, ahora bajo sus órdenes. Degolla uno a uno a los Altos Sacerdotes y proclama: —Yo, Neferuatón, onceava Reina de la XVIII Dinastía de Egipto, declaro abolidas las castas de terratenientes y anulo el mismo poder de los Faraones. ¡La Revolución ha empezado!
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