Las aves lo saben: Aire y tierra

De vuelta están los pájaros, vienen en bandadas de algún lugar con sus aleteos y graznidos de vigilia. Las ramas de estos árboles ajados, pretéritos y exánimes frisan los trescientos años. Buscan cobijarlos y sin dentera fíjanse en esa herrumbre de virutas dispuesta a ras de suelo. Miran al sol poniente con ojos verdes y suspiros tronzados; cansina duermevela la suya.

Centenares de aves hacen alto en el camino. Corretean a saltitos de rama en rama con sus delgadas patas amarillentas, posándose entre añejos robles y destartalados pinos. Exangües y ruidosos marcan territorio en torno aquella arboleda doliente. En una única entidad mueven sus plumas perdidas de color cuan lienzo al óleo tomado por la pátina. Y aún así se acicalan con esmero mientras más graznidos chirriantes anuncian más llegadas; ya están aquí al completo. Las aves lo saben: aire y tierra.

Nubes febriles se vacían a cuentagotas, mojando y salpicando plumajes cenizos, manchas uniformes a vista de pájaro. Canturrean vocingleros, sin control ni medida. Cada cual busca el mejor sitio. No llega la sangre al río; unos se apartan y otros se encaran corriente arriba.

En tierra canes grandes y canes pequeños deshaciéndose a ladridos. No pueden coartar su instinto ni desplegar alas para volar sobre ellos. Tampoco pueden alcanzarlos, infausto destino el suyo, dédalo irresoluble manteniéndolos en tierra cuan avión sin combustible.

Ojos inyectados en sangre. Pura rabia desbocada. Saltan, giran, balbucean, resollan, mueven eléctricos el rabo y muestran fauces amenazantes de dos por dos. Pronto se desprende olor a perro mojado. Sus dueños tiran de las correas, enfadados. Sin embargo éstos se niegan a voltearse. Ofrecen resistencia mayúscula y minúscula. Sus cuellos se estrangulan tras cada tirón. Lenguas afuera colgando cuan miembro cercenado, ausencia de sombras, gaznates esfolados y a pesar de los pesares: ¡tercos como mulas!.

Quieren atrapar aunque sólo sea uno de aquellos osados voladores que parecen reírse de la poco estilosa condición del animal rastrero. Y es que las aves lo saben: aire y tierra.

Perros, canes grandes y canes pequeños y todos a cuatro patas. Se van, desganados. Quizás más tarde vuelvan con sus colmillos afilados. Echan la vista atrás y echan sus cabalas. Allá arriba, entre ramas secas, debe estarse plácidamente.

La lluvia sigue cayendo suave, cernidillo réplica de finas cortinas de seda puestas contra los cristales de ventanas deformadas. Emiten ladridos agudos disipados en la distancia, heridos en su orgullo de cuadrúpedos terrestres.

Pájaros y pajarracos, ajenos a faenas menores prosiguen su actividad social, juntándose en números sin múltiplo razonado. Aumenta el ruido y proliferan excrementos. Repentinamente salen volando, formando en el aire un único y emplumado cuerpo. Los rezagados intentan darles alcance. Aletean como si la vida les fuese en ello, asustados y temerosos. Con esas finas patitas temblorosas y esos pequeños ojos tapizados de pánico. Sobre ellos, una pareja de halcones peregrinos. Lanzándose en picado comienza la cacería.

Los portadores lo saben: tierra y mar

Con un imponente viento cortante aparecieron ellos, seres extraños que parecían haber salido de la imaginación del más afamado cuentista gótico. Estaban allí, inmóviles bajo la copiosa lluvia de diciembre. A sus espaldas el insondable mar rompiendo contra las rocas del acantilado que a modo de viejo guardián caía libremente cien metros. Quietos como estatuas bajo aquella noche cerrada y ventosa, sin aparentemente importarles la dispensa sobre sus cabezas ceñida.

Varias filas delante y varias detrás, sin orden pero concertadas. Silencio sepulcral. Fuertemente amarrados a esa penumbra que jamás se clarea y a su extraña condición. Ausencia de luz, bocas selladas, sin timbre, locura consentida que surca nuestra sesera bisbisando un nombre. Los portadores lo saben: tierra y mar.

Luciérnagas ausentes que no vuelan ni nunca lo han hecho. Tenue luz clavada en pupilas mártires. Viene la luna, ¡prendida!. Brillante ceguera la que sus ojos desviste plácidamente. ¡Oh sí!, escuchad a los ángeles caídos y a este cielo parlante.

Negro inmaculado, negro cerrado sin alzacuellos. Brazos exageradamente largos y piernas igual de pronunciadas. Cabeza de pálido cráneo alargado, ojos desproporcionados, boca pequeña y nariz inexistente. Los portadores lo saben: tierra y mar.

Por no ser pocos eran muchos, formación de locos en profuso desfile de despropósitos. Recios caballeros de hojalata. Cada cual igual al primero y ese primero igual a los demás. Calcamonías aburridas, ufanas.

Son portadores de nuevas más allá de la noche de los tiempos; aquella que jamás se viste al amanecer. Su sangre presta a quebrarse aguanta, soporta estoicamente la cruz. Memoria usurpada y vidas dispuestas sobre el resquicio de pérfidas miradas. ¿Qué puede importar el mañana si se ha deshilado su ovillo?.

Ecos abruptos y casualidad manifiesta. Derramemos palabras acotadas bajo la tiranía del alambre de espino. Y volverán más ecos y más casualidades esbozando mensajes subliminales. Sí, los portadores lo saben: tierra y mar.

Llueve sobre la contorna abierta en flor, diluvia furiosamente aquí y allá. Llueve sobre seco y sobre mojado purgando pecados de piel. Cada diáfana gota rivaliza con ese viento altanero. Éste atiza violentamente contra aquellos largos vientres cincelados en mármol.

Expresiones y gestos enfatizados, flanqueados por lanzas observadoras. Se clavan en algún punto infinito canteado en la distancia. Mar doliente que cabalgas al galope sobre tablas enceradas, obsérvalos tú también a ellos. Acantilado ¡mantente firme! y al abrigo de esa firmeza toda voluntad tornará vigorosa. Sí, los portadores lo saben: tierra y mar.

Vean aquella luz rompedora bailando como atrapasueños mecidos por aires norteños. Sientan el miedo en sus corazones porque cada pecado cuenta y esas cuentas siempre cuadran.

Los contrahechos comienzan a moverse perfectamente alineados; lenta pero inexorablemente. Con ellos también se desplaza el paisaje, estirándose los elementos para seguir su ritmo.

Bocas diminutas balbucean sonidos perdidos en estaciones desmanteladas. Puros gemidos póstumos de tiempos pasados. Extienden sus gigantescos brazos sostenidos sobre gigantescas piernas y con sus rostros empapados parecen llorar desconsoladamente.

Llegaron sin hacer ruido o cuanto menos pocos lo escucharon. Llegaron con viento cortante y cosas pendientes de ser despachadas. Llegaron una noche cualquiera del mes de diciembre. Sin cautela en sus actos ni losas en sus almas, moviéndose ausentes y presentes. Suaves cuan pelo del gato y afilados como zarpas de león.

Aquellos caballeros oscuros platicaban entre sí usando lenguajes primitivos. Signos y gestos a modo de experto coro de danzarinas, perfectamente caóticos. Caminaban livianos, a su ritmo, sin equipaje ni mochila. Pasos cortos y lentos a la par que redentores.

¿Qué eran? ¿De dónde venían? ¿Qué querían?. Al tiempo dudamos que aquello sucediera. Dudamos hasta de la existencia de esa noche. Tomamos la firme decisión de olvidar y por todos los dioses que estuvimos cerca de lograrlo.

Dos cuerpos lo saben: beso y deseo

Un beso en imperativo y otro en condicional. Es imperativo sentir tus labios al anochecer. Es condicionante ahora y aquí, sin esperas.

Un beso en infinitivo y otro en gerundio. Infinitamente tuyo sin demoras; gerundio de ti besando y besándote con faroles de faralaes. Dos cuerpos lo saben: beso y deseo.

Un beso en diminutivo y otro aumentado. Tan diminuto como el primer segundo que precede al beso, tan aumentado como el ansia viva tras darte el último.

Un beso furtivo y otro buscado. Furtivo nos lo hemos dado mientras el sol se ponía y buscado porque con la primera helada necesitaremos de aquel imperativo y condicional. ¿Por qué? Porque al amparo del anochecer nos besaremos en infinitivo y gerundio; en diminutivo y aumentado.

Así pues fue inevitable que cuando te busqué, furtivamente, tú ya me habías buscado antes.

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