Inflamable

I

Cuando despertó aquella mañana, Carlos no conseguía pensar en nada. La luz del sol entro por la ventana acompañada del canto de algún pájaro perdido. Su mente estaba en blanco, no tenía noción de nada. Ni en qué cama despertaba, ni en qué casa, ni siquiera con quien.

La radio había estado encendida desde la noche anterior, aunque con un volumen mínimo. Clara, su mujer, la había dejado así. Le gustaba dormirse con un poco de música en el aire, aunque la mantenía con el volumen bajo para no molestar a Carlos cuando este trataba de conciliar el sueño. El hombre se levantó de la cama de la manera más silenciosa posible para evitar despertar a su amada. Después de vestirse se decidió a salir de la habitación. Pero antes de eso, se detuvo unos instantes para observar a Clara mientras dormía. La luz del sol que entraba por la ventana hacia que su pelo brillara. Ese pelo enrulado y rubio que, él creía, era igual al de los ángeles que lo visitaban en sus sueños. Su nariz respingada, hermoso rasgo que, junto con sus ojos color café y su boca, hacían que Carlos se enamorara cada día un poco más.

Cuando termino de admirarla, salió de la habitación, cerrando detrás de sí la puerta, dejando a su mujer descansando entre el brillo del sol y el canto de algunos pájaros que se sumaban al primero. La cocina estaba muy fría y el piso de cerámica no ayudaba a que el ambiente fuera más agradable.

El agua no tardo en hervir y, una vez servida en una taza blanca donde descansaba aquel saquito de té, fue el toque final de aquel desayuno que Carlos había preparado sobre la mesa del comedor para compartir con Clara. Tan solo unos segundos después de que la última taza se apoyara sobre la mesa, la mujer cruzó el umbral de la sala, mirando al hombre con ojos de enamorada. Se sentía descansada, tranquila y contenta. El hombre no tardo en divisar esa figura que tanto le gusta. La miró a los ojos y sonrió como sonríe uno cuando se encuentra con alguien que no ve hace tiempo. Hacía tiempo que los dos no disfrutaban de una mañana así. El trabajo y las salidas de Carlos no lo permitían.

El hombre tomo un papel que encontró en la cocina, un lápiz medio gastado, y en unos minutos escribió un poema que, al final de la hoja, dedicaba a su “amada con cabello de ángel”.

Su dotada mente le permitía ser tan recto y formal como creativo y de gran imaginación.

Carlos podía ser contador en alguna empresa, o trabajar varias horas corridas en alguna oficina y, en sus horas libres, tomar la guitarra y componer canciones o escribir poemas que regalaba sin pedir nada a cambio.

Pero no era perfecto, nadie lo es. Este señor tiene un gran problema, un problema que muchos sufren y del cual es muy difícil zafarse: el alcohol.

Quizás haya mañanas como esta en que los dos son felices, incluso más que nadie en el mundo. Pero las noches no son tan llevaderas. Hay noches en que Carlos no es él mismo, y Clara lo sufre. Cada mañana lo ve salir por esa puerta y, cuando cae la noche, se sienta a esperar su llegada. No para enojarse, sino para asegurarse de que llega y que se encuentra bien. Pero eso es algo que a Carlos le cuesta entender.

Ninguno de los dos sabe cuándo llegaran esas noches, no sucede siempre, pero suceden.

Luego de hablar de sus cosas y de disfrutar una mañana tranquila y en paz, Clara despidió a su marido con un beso, le deseo el mejor de los días y le pidió que se cuidara. Carlos respondió con una sonrisa y un beso, y se retiró de la casa rumbo a su trabajo.

II

La ciudad en la que esta pareja trataba de llevar su vida adelante, no es el típico lugar donde uno puede ser completamente libre y pensar lo que quiere.

En este lugar no existe la libertad absoluta, para nadie. El gobierno es completamente autoritario y el pueblo debe obedecer. Los grupos militares tienen orden de reprimir a cualquier grupo o persona que se revele contra el sistema. Esto genera una gran preocupación para los que viven en el lugar. No pueden cruzar las fronteras y resulta imposible escaparse a buscar otra vida.

A causa del toque de queda, las calles están completamente vacías de noche. Pero esta noche, se oyen sobre el asfalto mojado, las pisadas de Carlos, quien se tambalea por el alto grado de alcohol en su sangre.

Cuando el hombre llegó a su umbral, abrir la puerta le resulto muy difícil. Cuando por fin lo logró y cruzo la entrada, diviso la figura de su mujer sentada en su sillón, esperando su llegada. Esta noche era diferente, ambos lo sabían. El ceño fruncido de la mujer reveló un sentimiento de furia que, hasta ahora, no había querido mostrar.

Los gritos no tardaron, abrumaron el aire de la sala como rayos cayendo sobre campo abierto. La discusión era eterna. Reclamos de aquí y de allá. Algún insulto que se mostraba sin necesidad alguna, y lágrimas que corrían por las mejillas de la mujer, quien ya se sentía cansada de toda la situación.

El punto final de la discusión se dio cuando Clara se acercó a su marido para decirle quien sabe qué cosa y Carlos, que ya no era él, respondió con una bofetada a su mujer y una risa despiadada mientras caía sentado al piso apoyándose contra una de las paredes de la entrada. Clara cayo sentada al piso mientras lloraba por el golpe que su marido le había dado. Era la primera vez.

Jamás había sucedido, Carlos era incapaz. Pero sucedió.

El hombre salió a la calle una vez más, dejando a su mujer sola en la casa y llorando por lo sucedido. Caminó por las calles vacías buscando algún hotel donde alojarse. –Será solo esta noche- pensó inocentemente mientras pedía una habitación en el primer hotel que encontró.

Las escaleras eran infinitas y cuando por fin llegó a la puerta de su habitación, la abrió, se sentó en la cama, y sus ojos estallaron en lágrimas que, parecía, no acabarían jamás.

III

Cuando el llanto acabo por fin, Carlos se paró en el centro de la habitación y observo todo a su alrededor. Las cosas estaban demasiado ordenadas, como si alguien ordenara todo una y otra vez al comienzo de cada día. Por alguna razón esto le molestaba. Ya se había cansado de ver todo tan ordenado, tan recto, que todo fuera tan formal. Su lado salvaje, el costado creativo, el imaginario lo invadió y en un impulso desenfrenado comenzó a desordenar las cosas. Los espejos se rompían, las tazas volaban, las plumas de los almohadones eran libres en el aire de la habitación, el colchón paso de estar en la cama a estar en el piso. Las lámparas se estrellaron contra la pared y los focos reventaron en un destello fugaz. Arremetió contra todo lo material que se cruzaba en su camino. El impulso duro unos minutos. Cuando la última pluma toco el suelo, cuando la última lámpara quedo desparramada sobre algún mueble caído, cuando las frazadas cubrían los restos de las tazas rotas, Carlos escuchó las botas trotando en el pasillo, sabía quiénes eran, sabía que lo venían a buscar y que todo terminaba ahí.

Afuera, un grupo de oficiales se disponía a revisar cada una de las habitaciones. No venían a buscar a Carlos, venían a buscar a alguien más, alguien que ya no se encontraba en el hotel, pero los militares desconocían esto. Comenzaron a revisar las habitaciones, tirando puertas abajo, sacando personas al pasillo. Carlos se encontraba en la tercera habitación de la derecha. Los oficiales comenzaron por la última de la izquierda y se decidían a revisar desde esa hasta la última de ese piso. Cuando entró el primer militar por la puerta, Carlos ya se había escondido entre el desorden, entre el colchón caído y alguna silla cubierta por alguna manta. El caos en la habitación le permitió al oficial suponer que alguno de sus compañeros ya había registrado la habitación y por lo tanto no se adentró a inspeccionar, al contrario, dio media vuelta y se retiró del lugar. Carlos sintió un alivio tremendo en todo su cuerpo.

Cuando toda la inspección terminó y los militares se llevaron a todas las personas que encontraron detenidas, en todo el hotel solo quedaba Carlos. El hombre se detuvo a pensar la situación unos momentos. Luego tomó el teléfono y marco el número de su mejor amigo. Cuando Oscar habló, Carlos se sintió muy feliz.-Ya sé cómo salir- dijo con tranquilidad. La lucidez ya había vuelto y se sentía mejor. Pero incapaz de volver a su casa. Sabía que su mujer no lo iba a aceptar.

Luego de unos minutos de hablar con su amigo, y de darle las indicaciones del lugar de encuentro, se preparó para lo que iba a suceder la mañana siguiente.

IV

No había pasado ni la primera hora desde la salida del sol y ya se sentía como el calor aumentaba secando, en pocos minutos, el rocío que descansaba sobre el verde campo que abrazaba los cercos de la frontera.

El lugar estaba bien vigilado y, a simple vista, parecía imposible de atravesar. Lo único que brindaba algo de esperanza para aquellos que lo intentaban, era el inmenso bosque gris que se encontraba a medio kilómetro del lugar y que, si bien estaba vigilado por fuera, no había cercos que impidieran el paso por los interiores del mismo.

Desde la ventana del bar, se podía ver claramente la reja principal de la frontera. Carlos la miraba, pensativo, mientras la mesera les servía el tercer café a cada uno.

La idea, claro estaba, no era pasar por la entrada principal. Eso resultaba imposible. El plan era atravesar el bosque y buscar la manera de llegar al otro lado sin que nadie lo notara.

Oscar observaba la seguridad de la reja, que la hacía impenetrable, y que le generaba más miedo que cualquier otra cosa en el mundo. Sabía que si el plan salía mal, ninguno iba a tener un buen final. Conocía los riesgos tanto como Carlos, aunque no disimulaba tanto como él.

El tercero en la mesa era Hernán. Este, era un hombre alto, de rasgos bien definidos, y un tanto musculoso. Su pelo corto lo hacía ver como un militar. O un ex convicto si se mal pensara acerca de su pasado.

Este último no estaba ni muy nervioso, ni muy pensativo. Su mirada reflejaba tranquilidad y seguridad. Aunque no era por hacer frente a la situación, sino porque desconocía la razón por la que estaba sentado en esa mesa.

Hernán era amigo de Oscar, aunque no tanto de Carlos. Se conocían, el primero había estado en la casa del último. Conocía a su mujer. Pero Carlos no tenía plena confianza en él. A pesar de esto, dijo a Oscar que lo llamara ya que, por alguna razón, necesitaba que fueran tres para que todo saliera bien.

Las especificaciones eran simples: Tenían que llegar temprano, no cargar con demasiadas cosas, sin ningún tipo de arma con la que pudieran lastimar a alguien (Carlos no quería correr ese riesgo), y dejar atrás todo si querían conocer una vida mejor.

Para Oscar esto último era fácil. No tenía nada más que su trabajo. Nunca se había animado a sentar cabeza con una mujer. Decía que le gustaba más disfrutar de varias que quedarse siempre con una sola. Diferente de Carlos, a quien le encantaba pasar el tiempo con su mujer. La extrañaba, pero sabía que después de esto no podría volver atrás.

Hernán era una persona misteriosa. Ni Oscar sabia de su pasado, o si compartía su vida con alguien. Sin embargo acepto ir, cediendo ante las reglas, pero sin saber cuál era el plan.

Cuando el quinto café estaba frio sobre la mesa, Carlos se levantó, dejo unos billetes sobre la mesa y salió por la puerta mientras los demás lo seguían.

Caminaron por la calle rumbo al bosque, alejándose de toda la vigilancia y el caos de los autos, que

transitaban a toda velocidad por la calle del bar.

Cuando llegaron, observaron la inmensidad de los árboles y la iluminación gris que se adentraba en lo profundo de la arboleda.

-Si nos perdemos podemos terminar del mismo lado. Lo sabes ¿No?- Dijo Oscar a Carlos quien no había tenido en cuenta esto hasta ese momento. Pero no lo preocupaba. Estaba seguro de lo que hacía.

-Si. Lo sé- Mintió.

Cruzaron la ruta, que aún estaba vacía como todas las mañanas, y el rocío que invadía el pasto, que no había sido tocado por el sol, humedeció sus pantalones hasta las rodillas.

-Todo saldrá bien- Pensó Carlos para sí mismo, como buscando dentro, la tranquilidad que necesitaba.

El brillo del sol entraba por las copas de los arboles e iluminaba el suelo lleno de hojas y ramas que habían caído hacia unos días de los ancianos de madera. El aire se sentía limpio y relajante, aunque ninguno de los tres lo notara. La temperatura era media y hacia que, quien caminara por entre los árboles, se sintiera mejor que nunca.

Pocos pájaros habitaban el lugar, muchos lo habían abandonado por el ruido que provenía de la ruta cercana. Cuando los autos la invadían, el sonido era insoportable para cualquiera.

No todo sale como uno espera. Todos los planes se envuelven en si mismos para terminar diferentes a como uno los piensa. Y este no era la excepción.

-¡Basta!- se escuchó en el aire. Pero el grito no provenía de ninguno de los tres.

El mediodía se acercaba y el sol se posaba por encima de todos, justo en el centro del cielo, que no era más que hojas y ramas de árboles atravesados por la luz de este último.

Los tres se detuvieron en seco. Carlos sabía que había cometido su primer error, y que podría ser el último. Había olvidado a los que vigilaban el bosque por fuera. Cada tanto lo rodeaban a pie para asegurarse de que nadie pasara por allí.

El oficial ya le había quitado el seguro a su pistola 9 milímetros y apuntaba en la dirección de los tres, aunque no estaba seguro a quien disparar primero. El vigilante era muy joven, recién iniciado y en sus primeros turnos. Estaba solo y no podía avisar a los demás, había olvidado su radio en la caseta de seguridad. Antes de adentrarse en el bosque miro a ambos lados de la ruta con la esperanza de que alguno de sus compañeros se acercara.

Cuando vio que nadie se presentaba, se acercó a los tres hombres muy lentamente.

-Muy despacio, van a hacer lo siguiente: van a levantar las manos, las pondrán en su nuca y se tiraran al piso.- ordenó el joven a los señores.

Carlos miró a sus compañeros como dando una orden. –Corran- murmuro, tratando de evitar que el guardia escuchara.

Oscar asintió y miro a Hernán buscando aprobación. La encontró.

-¡Ahora!- grito el guardia.

-¡Ahora!- repitió Carlos.

Medio segundo después los tres estaban corriendo tratando de escaparse del oficial.

La primer bala salió disparada con una increíble velocidad y, bien dirigida, impacto en la espalda de Oscar, a la altura del corazón. Este último cayó entre hojas secas y ramas caídas, tiñéndolas de

un rojo sangre. Estaba muerto.

Mientras corrían Carlos vio a su amigo caer al suelo, por un momento pensó en volver, pero sabía que si se detenía terminaría igual. Sus pies corrían por si solos. Su mente estaba en blanco por el pánico. Hernán no se detuvo ni miro atrás. Corría a la par de Carlos y solo pensaba en no morir.

-¡Basta!- volvió a gritar el oficial, y la segunda bala se despidió del cañón de su arma.

Esta quedó alojada en el hombro de Carlos. El impacto hizo que cayera al suelo con gran dolor. Cuando Hernán escucho el tercer disparo no lo dudo, se arrojó al suelo simulando haber sido herido.

El vigilante bajó su arma al mismo tiempo que suspiraba, estaba seguro de que los había eliminado a los tres y de que todo había terminado.

Lo siguiente que haría sería arrastrar los cuerpos hasta el costado de la ruta, y se sentaría a esperar a que sus compañeros pasaran para trasladar los cadáveres.

Se acercó al cuerpo de Oscar, aun tibio aunque sin vida. Lo tomo de los pies y lo arrastro los 100 metros hasta salir nuevamente del bosque.

Mientras acomodaba el cadáver cerca del asfalto, pensaba en lo mucho que lo iban a felicitar por parar a tres hombres él solo.

Hernán lo vio alejándose del lugar y, arrastrándose, escapo del lugar mientras Carlos lo observaba e imito la acción, siguiéndolo detrás.

Para cuando el oficial se acercó a donde, él creía, estaban los otros dos cuerpos, no encontró nada. La ira lo invadió. Se le habían escapado, y no sabía hacia cuanto ni hacia dónde.

V

Las notas del piano se liberaban al aire como gorriones recién salidos de una inmensa jaula de madera. Cada una con una belleza más grande que la anterior, aunque complementada, cada nota, por su antecesora. La melodía se podía oír hasta la calle, y asombraba a quien pasara por allí. Aunque nadie se detenía a escuchar.

La mañana se sentía más tranquila que nunca. El sol había invadido media sala con su brillo y, aun así, bastaba para iluminar toda la habitación.

Los dedos de Clara acariciaban cada tecla con tal suavidad que parecía que el piano se rendía a sus pies con cada nota que tocaba.

El piso de madera, encerado la noche anterior, reflejaba la imagen de la mujer sentada frente a las teclas como si este pudiera simular perfectamente el trabajo de un espejo.

Los rizos dorados absorbían el brillo del sol, que los hacían parecer aún más brillantes.

Los ojos color café estaban cerrados, como sintiendo la melodía que fluía en el aire, junto al polvo que podía verse con el halo de luz que entraba por la ventana.

Su vestido blanco le llegaba hasta las rodillas y dejaba sus pantorrillas al descubierto. Sus zapatos negros brillaban como recién lustrados.

La luz del sol reflejo por un instante su mejilla, y en ella, la marca que su marido le había dejado la noche anterior.

La ventana, de un gran marco, estaba abierta y las cortinas, blancas como el vestido de la mujer, jugaban en el viento. Iban y venían.

La corriente de aire hacia que las partituras sobre el piano se movieran suavemente. Estaban ahí, aunque Clara no las leía. Las sabía de memoria. No era la primera vez que tocaba la canción.

Cuando sus dedos se detuvieron, Clara abrió los ojos y observo la habitación. Estaba vacía. No había nada más que el piano y una mesa de madera de pino barnizada sobre la que apoyaba las demás partituras.

Se levantó y camino hacia la ventana para cerrarla. Cuando termino, las cortinas, que seguían jugando con el viento, cayeron sobre los ventanales como pájaros heridos en pleno vuelo.

Sus ojos se dirigieron a la calle. A la esquina por la que siempre veía llegar a su esposo. No vio a nadie llegar. Solo estaban aquel buzón azul que el cartero visitaba cada mañana a las once, y el perro que alguien había abandonado hacía meses, y que visitaba las casas de la cuadra en busca de comida. Su marido no aparecía.

-¿Vendrá? – se preguntaba a sí misma mientras seguía admirando la esquina solitaria.

La ignorancia del bienestar de su esposo la preocupaba. No había tenido noticias de él en toda la noche, y tenía esperanzas de que apareciera con la mañana, pidiendo perdón.

Ya no quería reprochar nada, solo quería ver a su esposo. Habría pagado por volverlo a ver.

Ella sabía lo riesgoso que era vagar por las calles de noche. Había conocido a muchos que jamás volvieron, solo por adentrarse en la noche, solitarios.

Aun así esperaba, no pensaba salir de su casa en todo el día. Ella tenía esperanzas de que su

esposo volviera. Que doblaría aquella esquina y caminaría los cuarenta metros hasta el umbral de la casa para abrazarla una vez más y volver a intentar las cosas, como tantas veces lo habían intentado ya.

-Espero que estés bien- dijo en voz baja mientras volvía a sentarse frente al piano. Apoyó sus delicados dedos sobre las teclas, cerró los ojos y volvió a tocar aquella melodía de hace un rato. Y el aire se volvió a llenar de notas armoniosas y hermosas.

VI

El sonido crujiente de las hojas y las pequeñas ramas secas rompiéndose bajo los zapatos de Carlos era incesante. La tarde estaba cayendo y el cansancio ya reinaba en los cuerpos de ambos.

La bala, todavía alojada en el hombro de Carlos, generaba un dolor insoportable que aumentaba con cada hora que pasaba.

La camisa blanca tenía ahora una gran mancha roja obscura que se veía a gran distancia. Hernán caminaba unos pasos más delante de su compañero. No quería parar a descansar. Sabía que si paraban podían ser descubiertos. Y eso no estaba en sus planes.

Sus botas negras ya estaban salpicadas por demasiada tierra, y su brillo ya se había perdido hacía rato. Se lamentó. Había pasado casi media hora lustrándolas.

Caminaron unos minutos más hasta llegar a un claro de luna. Unos troncos caídos les sirvieron de asientos.

-No soporto el dolor- Dijo Carlos. Su acompañante noto un temblor en su voz.

-No es tanto- respondió fríamente Hernán.

-Es fácil decirlo, la bala no está en tu hombro.-

-Aun así, supongo que no es para tanto.-

-Supones mal.-

Hernán se levantó y camino varios metros para sentarse junto a Carlos.

-Déjame verlo- pidió.

El herido se giró para que su compañero pudiera observar el orificio que la bala había generado en el impacto.

Hernán se metió la mano en el bolsillo y sacó una navaja con un mango rojo brillante. Cuando Carlos la vio no hizo más que fruncir el ceño y levantarse rápidamente.

-Habíamos dicho que sin armas.- Reprochó.

-Sí, lo sé- Respondió.-No iba a lastimar a nadie-.

-¿Tanto te cuesta obedecer una simple regla?- pregunto Carlos.

-¿Qué quieres decir? No me conoces lo suficiente como para hablarme de esa manera.-

Carlos sabía que tenía razón. No lo conocía lo suficiente, y la desconfianza aumentaba cada vez más por esto.

-Deja la navaja- Ordeno el herido.

-Ni en sueños- dijo Hernán.

-Que la dejes-.

-¡No!-.

Carlos le lanzó un puñetazo a la cara que hizo que el hombre retrocediera dos pasos.

-Sabía que no podía confiar en ustedes.- Recrimino Hernán.- Oscar está muerto por tu error. ¡Y ahora esto!-.

La culpa invadió a Carlos. En algún punto tenía razón, y eso lo carcomió por dentro.

-Ni siquiera te conozco bien. No sé quién eres, ni de dónde vienes. Como sé que no ibas a atentar

contra nosotros dos durante el plan, con esa navaja y esa mirada de psicópata que llevas encima.- respondió Carlos.

Hernán tomó a su, ahora rival, por el cuello de la camisa y volvió a empujarlo con violencia. Carlos cerró el puño y embistió la cara de su enemigo con tanta furia, que este último cayó al suelo.

-No te vuelvas a acercar. Toma tu propio camino.- Dijo fríamente el hombre de pie, y dándole la espalda a su rival, se alejó caminando.

Hernán diviso una piedra del tamaño de su mano, a unos metros de él y se arrastró para llegar a ella. Cuando por fin la obtuvo, se levantó y corrió sigilosamente hacia Carlos. Cuando lo alcanzó, golpeó su cabeza con furia. El hombre cayó al suelo, en una cama de hojas y ramas secas y ya no recordó nada.

Hernán soltó la piedra, y sin pensar en nada más, se alejó del lugar hacia la ciudad. Abandonó a Carlos en ese lugar, sin importarle si este último estaba vivo o muerto.

La noche había caído, el cielo estaba estrellado. Hernán recorrió el borde de la ruta con un solo objetivo.

Las luces de la ciudad podían divisarse a lo lejos. Los quince kilómetros no parecían acabar, pero tenía que llegar, de una manera u otra.

VII

Una corriente de aire agito las copas de los árboles, otra más pequeña recorrió el suelo y levantó algunas hojas muertas.

Un búho se posó sobre alguna rama y el sonido chirriante que lanzo al aire despertó al hombre tendido en el suelo.

La luna dibujaba un círculo perfecto en el piso. Iluminaba a los viejos troncos caídos.

Cuando Carlos despertó, hizo un gran esfuerzo por voltearse y ponerse boca arriba. Si no podía levantarse, al menos así, podría ver donde estaba. El cielo estrellado le brindo los pocos segundos que uno necesita para recordar todo lo sucedido antes de dormirse.

Cuando logró sentarse, su cabeza le dolió como si alguien le hubiese dado un martillazo. Luego recordó su hombro. La bala seguía allí.

Observó todo a su alrededor y guardó silencio. Buscaba percibir algo. No sabía hacia dónde ir. Desconocía si la ruta estaba lejos o cerca.

Se puso de pie y comenzó a caminar. Cada cinco minuto se detenía, escuchaba todo y seguía. Luego de treinta minutos de caminar, acompañado solo por la luz de la luna, que atravesaba las copas de los arboles e iluminaba un poco el camino, por fin escuchó el motor de un auto.

Corrió en la dirección de donde provenía el sonido.

Cuando logro encontrar el asfalto, se detuvo y observó a ambos lados. No parecía que pasarían muchos vehículos a esa hora.

Carlos comenzó a caminar hacia la ciudad. El brillo que generaban las luces de ésta, hacía que los edificios pudieran divisarse a kilómetros.

El hombre se sentía muy cansado. Su cabeza le dolía, su hombro aún más. Pero tenía que soportar, tenía que volver a la ciudad.

Caminó quince minutos por el borde del camino. Hasta que la luz de un auto iluminó todo a su espalda. Se giró a ver y, al asegurarse de que no eran los vigilantes, hizo señas para que lo llevaran. Cuando el campesino estacionó su camioneta unos metros más delante de Carlos, éste corrió hacia la puerta del acompañante.

-¿Puede llevarme a la ciudad?- Preguntó.

El conductor lo observó por un instante. –Suba- Ordenó.

Carlos abrió la puerta con la mano derecha, acción que le costó un poco. El hombro lastimado le impedía utilizar su brazo izquierdo. Una lástima, ya que era zurdo.

El campesino notó la gran mancha roja que acompañaba a la tierra salpicada sobre la camisa blanca de Carlos.

-¿Intentaste escapar por el bosque?- Preguntó el hombre.

-¿Cómo lo sabe?-

-No eres el primero que lo intenta-

-Un oficial nos descubrió-

-¿Eran varios?-

-Tres- Respondió Carlos.-Logro matar a uno. Y los otros escapamos.-

-Y supongo que el mismo oficial fue el que te disparo-

-Exactamente-

-¿La bala sigue ahí?- Preguntó el campesino.

-Si- Respondió el hombre.

-Yo puedo sacarla. Si no te molesta.-

-Adelante-

Carlos no dudó en aceptar. Cualquier cosa que aliviara el dolor era bien aceptada. Se giró sobre el asiento para que el conductor hiciera el trabajo.

Nadie en todo el territorio quería a los militares. Y nadie se negaría en ayudar a alguien que pudiera escapar del lugar.

Las luces de la camioneta iluminaban el asfalto a medida que avanzaban. Carlos apoyo su cabeza en la ventana y observo las estrellas. Hacía mucho tiempo que no veía un cielo así.

La bala ya no estaba en su hombro. El campesino vendó precariamente la herida con lo poco que tenía en la guantera.

Carlos solo podía pensar en la poca energía que le quedaba. El conductor se había ofrecido a llevarlo a donde quisiera. El hombre pensó por un momento en su casa. Pero cambió de idea rápidamente. No quería ver a su mujer, sabía que no lo perdonaría.

Recordó el hotel destrozado, y le dio la dirección al campesino.

Cuando llegaron, la camioneta se detuvo bajo un faro apagado. El dueño de la camioneta le cambió la camisa a Carlos por la de él. Decía que si alguien lo encontraba con esa gran mancha de sangre iba a levantar sospechas.

Carlos agradeció al campesino y se metió rápidamente al edificio. Subió las escaleras en busca de alguna habitación cómoda. En el hotel no había nadie. Igual que la noche anterior.

Cuando encontró una cama, se recostó, observo el techo blanco y solo pensó en descansar. Encontraría como arreglar las cosas a la mañana siguiente.

VIII

Para cuando Carlos abrió los ojos el sol había invadido la habitación con su luz y afuera la gente ya volvía a llenar las calles con sus vidas rutinarias y apuradas.

El techo blanco volvía a decir presente y el hombre se sentía un poco confuso. Como si su aventura del día anterior nunca hubiese sucedido. Se sentó en el borde de la cama y miro las pocas nubes blancas que podía divisar desde la ventana. El desorden de la habitación hizo que se sintiera incómodo. Se puso de pie y se acercó a la ventana para observar a la gente. Era la única persona del hotel y eso le resultaba un poco extraño.

Sólo unos pocos minutos bastaron para que pudiera observar una situación realmente alarmante. Un camión del ejercito se detuvo bruscamente en una de las esquinas. De el descendieron 6 soldados al mismo tiempo que el acompañante del conductor, que ya se encontraba sobre la vereda, les ordenaba a varias personas, que esperaban a que el semáforo cambiará para poder cruzar, que levantarán las manos y las apoyarán en la pared más cercana.

Carlos observó toda la secuencia desde la ventana. Los oficiales se encargaron de revisar a todas y cada una de las 9 personas que habían detenido. Luego de la revisión uno de ellos pidió los papeles de todos y los analizó con mucho cuidado, como si no quisiera perder ningún detalle.

Unos minutos después el camión, junto con los soldados, ya se había retirado. De las 9 personas, sólo 6 habían podido seguir su camino. Las demás subieron al vehículo sin que nadie lo impidiera. Toda la situación refresco la memoria de Carlos. Su plan había fallado y su amigo estaba muerto. La culpa invadió su mente. El desgano le llegaba de a poco. Se derrumbaba por dentro pero las lágrimas se negaban a salir. Volvió a sentarse en el borde de la cama y se quedó ahí durante horas. Sabía que su oportunidad se había fugado y que ya no habría otra.

IX

Incluso antes de que el tono de llamada comenzara a oírse a Clara ya le temblaban las manos. La sensación de derrota iba ganando terreno dentro de su cabeza y a cada segundo se sentía mas decidida.

La voz de su madre sonó como sonaba siempre, medio dulce, medio triste. En cada situación parecida, pensó Clara, su madre tomaba la misma postura.

Clara nunca fue de esas personas que tienen una buena relación con sus padres, o por lo menos así lo sentía. Ellos eran personas de clase alta y Clara descubrió a sus 18 años que no quería parecerse en nada a ninguno de los dos.

Sin embargo, con el tiempo, descubrió que su madre era una mujer a la cual podía confiarle sus problemas y a la cual podía llamar si las cosas se complicaban.

El pedido de Clara fue conciso y directo: Quería irse, irse lejos y no volver.

Su madre, como de costumbre, se negó sutilmente desviando la conversación. Tratando de explicarle a su hija lo complicado que podría ser el viaje y enumerando las cosas que podrían salir mal, aún si lograra salir del país.

Clara insistió. Su madre le pidió con la voz quebrada que pensara, pero la mujer estaba mas que decidida.

Hablaron durante casi una hora del mismo tema. Clara se fatigaba con cada negativa de su madre. Las voces que corrían a través del cable telefónico se oían cada vez mas cansadas y quebradas.

Para cuando la noche invadió la calle, Clara entendió que debía pensar un poco mas en como solucionar las cosas que estaban ocurriendo alrededor y colgó el teléfono secándose las lagrimas con las mangas y sintiendo que, del otro lado, su madre disfrutaba en silencio de la victoria.

La madrugada llegó mas fría que la noche anterior. Julio se acercaba y el frio empezaba a hacerse presente en cada casa de la ciudad.

Clara sintió la cama mas vacía que nunca. Quizás, si Carlos estuviera presente, apoyaría su idea de irse desde un principio, sin reproches. Carlos siempre fue así, apoyaba a su mujer en casi todo lo que le hiciera bien y Clara era consciente de ello, aunque pensar en eso la llevara a extrañarlo todavía más.

Clara logró dormirse entre sollozos y tristezas nocturnas. Quizás el sol de la mañana traería noticias de su marido.

X

Las calles estaban enfermas de gente. Carlos pensó que los Lunes habían sido siempre así en la ciudad. Los viejos arboles adornaban las veredas del centro dando refugio del sol a los transeúntes hundidos en distracciones de comercios y vidrieras.

El sol pegaba fuerte en las esquinas y arruinaban los pensamientos del hombre. Los edificios se mecían al viento cuando nadie los miraba y provocaban sensaciones de encierro cuando uno levantaba la vista hacia ellos.

Carlos caminaba mirando sus zapatos sin lustrar, hundido en el pensamiento constante del intento de escape, lo que fue y lo que pudo haber sido. La culpa no lo abandonó en ningún momento.

Ahora estaba totalmente vacío, no se animaba a volver atrás y mucho menos a regresar a los brazos de su hermosa Clara, no después de lo que había hecho.

La cobardía y el miedo juntos pueden doblegar a cualquiera, Carlos no era la excepción. Sus pies pesaban hoy mas que nunca, las calles se volvían interminables, y su rumbo era cada vez mas incierto.

Cuando la tarde estaba en su punto mas avanzado el hombre cruzó la puerta de su bar favorito, se sentó en la mesa con la ventana mas alejada de la barra y llamó al mozo para pedirle un café mediano. La vista desde aquella ventana hacia la calle principal siempre le había parecido excelente, desde aquel lugar se puede ser testigo de muchas cosas y con el tiempo Carlos había tomado experiencia en esto.

El café llego un poco frio, como siempre, pero ni siquiera pidió que lo arreglaran. Giró la cabeza hacia la calle y observó con mucho detalle a la gente que pasaba por esas veredas.

Le gustaba inventarles historias, historias que solo él conocía y que quizás no coincidían en lo que esas personas estaban viviendo en ese momento. Pero para Carlos era una buena manera de matar el tiempo.

Cuando Hernán dobló la esquina Carlos lo observó con detenimiento y sorprendido por saber que seguía en la ciudad. Lo vio recorrer toda la vereda a paso lento mientras se alejaba mas y mas del bar. Carlos quedó muy confundido por esta situación. Aquel hombre lo había traicionado y aún así Carlos ni siquiera intentó levantarse de su asiento para perseguirlo.

El mozo se acercó a cobrar el café cuando Carlos pidió la cuenta, dejó algo de propina y se retiró del lugar. Se detuvo en la vereda unos segundos a pensar: debía seguir a Hernán? De qué serviría?. Al final Carlos se decidió por seguir su caminata en dirección contraria a quien, dos noches antes, lo había abandonado en el bosque.

El sol ya se escondía detrás de los edificios cuando Carlos regresaba al hotel buscando refugio una noche mas sin saber si al día siguiente tendría el valor de encontrar su camino de vuelta a casa.

XI

Clara recorría las veredas del barrio cargando con las bolsas del mercado. El clima estaba cálido, la noche anterior se había liberado una pequeña lluvia por lo que el césped de todos estaba humedecido y brillante. Las nubes se veían limpias a pesar de ser muchas.

Clara se sentía cansada, desganada, fatigada. La soledad de su casa era cada vez mas grande y no estaba aprendiendo a lidiar con ella, mucho menos a compartir un mismo espacio con semejante vacío aberrante.

El pequeño camino que conectaba la vereda con la puerta de su casa le resultó interminable. Una de las bolsas cedió ante tanto peso y las frutas fueron a rodar por todo el camino y el césped de ambos lados. Justo en ese momento de lamento para Clara, un desconocido que caminaba cerca se acercó saludando y dispuesto a ayudar a la mujer. Clara aceptó la ayuda de buena gana. Cuando las frutas estuvieron todas juntas en una bolsa nueva invitó al extraño a pasar y dejarlas en la mesa de la cocina. El hombre depositó la bolsa sobre la mesa de mármol y aceptó la oferta de Clara de tomar algo fresco. Cuando por fin se presentaron Clara comenzó a ordenar todo lo que había comprado aquella mañana. El hombre vació su vaso y comenzó a recorrer con su mirada las fotos que decoraban las paredes del living. Sus ojos se posaron en el hombre que sonreía abrazado a Clara en una foto que parecía haber sido tomada varios años atrás. Preguntó a la mujer sobre la foto y Clara contó con entusiasmo la historia resumida de la foto. La habían tomado en la playa, hacia mas de diez años, en un viaje que habían hecho con Carlos, su marido. Según Clara un viaje corto pero disfrutable e inolvidable.

El hombre sonrió al reconocer en Clara un halo de nostalgia. La mujer volvió a poner la foto en su lugar sonriendo levemente.

Cuando Clara retomó su labor de ordenar las cosas en la cocina el hombre se quedó de pie ante las fotos observando con detenimiento una por una. Carlos aparecía en todas ellas aunque no siempre con Clara cerca. El hombre sonrió con maldad al observar las fotos. Por un golpe de suerte para él había descubierto el hogar de Carlos, había conocido a su mujer y ahora, Hernán, tenia una ventaja que no dudaría en aprovechar.

Detuvo su mirada en una foto en la que Carlos abrazaba a Clara por detrás. Tenia un mensaje escrito a un lado de ambos: “Algún día nos iremos lejos”. Hernán dio media vuelta para observar a Clara y se acercó con cara de preocupación. La mujer se puse de pie para preguntarle si todo iba bien.

– Creo que deberías sentarte un minuto. Tengo que confesarte algo.

Clara estaba preocupada y sorprendida de que aquel hombre al que acababa de conocer tuviera algo que contarle. Pero estaba dispuesta a escuchar.

Para cuando Hernán terminó de contarle su versión de lo ocurrido en el bosque las lágrimas de Clara brotaron de sus ojos como desesperadas. Hernán contó con detalles específicos cómo Carlos había salido del país dejando a sus compañeros atrás.

Clara se levantó de su silla secándose las lagrimas con ambas manos e invitó a Hernán a retirarse de la casa. Cuando cruzó el umbral, Hernán dio media vuelta y mirando a Clara preguntó.

-¿Qué vas a hacer?

Clara lo miró fijo a los ojos y cerró la puerta con lentitud sin contestar a la pregunta del hombre.

XII

El teléfono sonó con fuerza y Ana corrió a levantarlo.

-Necesito irme, esta misma tarde.

La voz de su hija se escuchaba temblorosa.

-No entiendo. ¿Por qué?

-Carlos se fue. Cruzó la frontera y no va a volver. Quiero cruzar yo también, hacer mi vida en otro lugar.

-¡No! – Gritó Ana.

-Sé que se puede. Lo único que necesito es algo de efectivo. Prometo devolvértelo.

-Hija, tenés que pensar.

-Ya lo pensé. Lo pensé muy bien.

-¿Y a dónde vas a ir?

-A cualquier lugar que no sea este. A un lugar donde pueda hacer la vida que quiero sin que nadie me esté vigilando constantemente.

Esta vez Clara estaba más decidida que la última y no cedería ante la negativa de su madre.

La conversación continuó unos instantes. Ana estaba segura de que podía sacar a su hija del país y de manera legal. Tenía el dinero necesario. Pero se negaba a que Clara se fuera.

-Por favor mamá. Es lo último que te pido.

-Está bien- Aceptó. -Te llamo más tarde y arreglamos tu partida.

-¿Esta misma tarde?.

-Esta misma tarde.

Ana colgó el teléfono y empezó a arreglar el viaje de su hija.

Clara dibujo una sonrisa en su cara. La noticia de Hernán la había dejado impresionada. Fue totalmente inesperada. No sentía rencor contra su marido, pero si mucha desilusión.

Estaba totalmente decidida. Se iba del país y trataría de encontrar una vida diferente en otro lugar.

El timbre sonó y caminó hasta la puerta para ver quién era. La figura de Hernán en el umbral la sorprendió todavía más.

-¿Qué pasa? Preguntó Clara.

-Me quede preocupado. No me dijiste que ibas a hacer.

-Me voy.

-¿Donde?

-Fuera del país.

Hernán la miró con asombro. Se había quedado sin palabras.

-Tengo que preparar mis cosas. Me voy esta tarde.

-¿Necesitas ayuda? – Preguntó Hernán.

Clara dudo unos segundos. Pero aceptó la ayuda de todas maneras.

El hombre cruzó el umbral y se adentró en la casa. La puerta se cerró con suavidad.

XIII

Cuando salió de la farmacia la vereda estaba casi vacía. Caminó varias cuadras y ya se sentía cansado otra vez. Tenía que volver al hotel y cambiar el vendaje.

La tarde estaba empezando a caer y el calor ya estaba disminuyendo.

Carlos seguía desarreglado aunque con algo de ropa limpia encima. Encontró algo entre las habitaciones abandonadas del hotel. Los pies le pesaban demasiado. Quería volver y descansar. Había estado caminando varias horas aunque sin saber dónde ir.

La noche cubrió toda la ciudad. La herida de bala ya estaba cubierta con nuevas vendas. Carlos se sentó en el borde de la cama y observaba todo desde la ventana.

Pensaba en todo lo sucedido. Pensaba en Clara y se preguntaba que estaría haciendo en ese momento.

Ya no podía seguir como estaba. Seguir escondiéndose en ese hotel no tenía ningún sentido. Se puso de pie y salió por el pasillo hacia la calle. Estaba decidido, volvería a su casa y le pediría perdón a Clara por todo lo que pasó.

Tardó casi una hora en llegar hasta su cuadra. El buzón azul seguía ahí, como esperando.

Las luces del hogar estaban todas apagadas y las ventanas cubiertas. Golpeó la puerta esperando a que su mujer abriera, pero no hubo respuesta. Examinó las ventanas y se acercó como queriendo ver algo del otro lado, pero con las luces apagadas no conseguía ver nada.

Se paró en medio de la calle a pensar, – la casa de Ana!- pensó.

Corrió todo lo que pudo hasta llegar a la casa de su suegra y toco el timbre. Cuando la mujer salió no lo podía creer.

-¡Carlos!.

-¿Clara está con vos?.- Preguntó.

-Creí que habías cruzado la frontera. Carlos no entendía lo que Ana decía.

-¿Donde esta Clara?.- Volvió a preguntar.

-Clara se fue. Salió del país.

-¿Qué?, ¿Cuándo?

-Hace algunas horas. Me pidió que la ayudara. Pensó que te habías ido, que la habías abandonado.

-Yo nunca crucé. No pude.

-Y entonces, ¿por qué me dijo que habías cruzado?

Carlos se sentó en el escalón unos segundos. Quería comprender lo que estaba pasando. Su mujer se había ido.

-¿Hay alguna posibilidad de ir a buscarla? -Preguntó.

-Ya es muy tarde. -Contestó la mujer. La mueca en su cara era de desilusión.

Carlos no entendía por qué su mujer se había ido. Se quedó mirando el piso, totalmente

desorientado.

Unos momentos después se levantó, miro a los ojos a la mujer, le dio las gracias y le pidió que en cuanto supiera algo de su hija que lo llamara.

Se fue recorriendo la vereda lentamente, con la cabeza gacha y pensando en que ya no volvería a ver a su mujer.

XIV

Septiembre invadía el aire del domingo. Carlos estaba cansado. El sol brillaba alto pero era agradable sentirlo en la piel. La primavera había llegado de nuevo y no se sentía tan mal.

El portón de la casa se cerró con suavidad detrás de Carlos y su perro. Pasaron varios meses desde la partida de Clara y Carlos la pensaba un poco cada día, la extrañaba.

La correa se tensaba entre el cuello del perro y la mano de Carlos. El inmenso animal negro tenia fuerza suficiente para cansar a Carlos en pocas cuadras. Cuando llegaron a la plaza descubrieron que, a pesar de ser domingo, estaba casi vacía así que no se detuvieron en ella.

Las veredas del barrio nuevo estaban llenas de flores y arbustos bien cuidados. Carlos se había mudado hacía pocos días y sentía la necesidad de recorrerlo, de terminar de conocerlo alguna vez.

El perro se sentía bien caminando y Carlos tenía algo para distraerse. Sentía que debía dejar de lado sus pensamientos por lo menos una vez al día aunque muy en el fondo no se sentía él mismo. Los recuerdos de su mujer le invadían la mente y lo tiraban hacia abajo aunque tratara de volver a la realidad. Carlos caminó unas cuadras más esforzándose por no soltar la correa. No conseguía disfrutar del paseo, sin Clara le costaba disfrutar de todo lo que hacía y en el fondo sabía que su partida había sido, en parte, culpa suya.

Cuando el sol comenzó a esconderse se decidieron a volver a casa. Los jardines del barrio, abundantes de colores, adornaban las casas de una manera espectacular, aunque a Carlos no le parecían nada impresionantes.

El portón volvió a cerrarse detrás de Carlos y su perro, soltó su correa y el animal volvió a ser libre. La llave giró con lentitud y la puerta de la casa se abrió sin ganas. Carlos depositó las llaves en la mesa y encendió las luces de cada habitación a la que ingresaba. Se recostó en su cama a tratar de dormir. Sus ojos se negaron a cerrarse y el techo de la habitación se tornó aburrido y descolorido.

XV

Carlos se despertó la mañana del lunes un poco más renovado. Como si hubiese muerto un poco el domingo para renacer aquel día de semana. El techo seguía siendo totalmente aburrido, con un color blanco pálido. Las cortinas pesadas no dejaban entrar al sol y mantenían la habitación totalmente a oscuras. El perro descansaba recostado en un rincón mientras Carlos lo observaba respirar lentamente. El aire se sentía un poco pesado y Carlos sintió la necesidad de levantarse de la cama y salir al patio. Observó al sol en su punto más alto, las nubes cubrían el azul del cielo suavemente. Entrecerró los ojos para poder mirar hacia arriba mientras cubría al sol con su mano derecha mientras se decidía a volver al interior de su casa.

El comedor estaba desordenado como de costumbre, <Si clara estuviera esto sería muy diferente> pensó. Descubrió, entre todas las cosas que ocupaban la mesa, su cuaderno de notas. Lo abrió en la página más reciente y leyó lo que había escrito unos días atrás: “¿Dónde estás?”. Tomo una lapicera azul y comenzó a escribir una carta que, muy por dentro sabía, nunca entregaría:

lunes 28 de septiembre. 1982.

Querida Clara, mi hermosa y querida Clara:

En estos días que me queda solo el recuerdo de los días que vivimos juntos, me puse a pensar en el día que te conocí. Hermosa casualidad la que me llevó a vos.

Fue el primer día del tercer año que ya llevaba en esa escuela. El pasillo se sentía vació a pesar de que éramos muchos los que lo invadíamos. Apareciste doblando la esquina más lejana y mis ojos te encontraron casi automáticamente. Tenías puesto tu viejo vestido verde con flores blancas y tu pelo rubio brillaba aún en el interior del edificio.

Mis amigos estaban, creo, más molestos que de costumbre. Cuando te detuviste cerca de uno de ellos a saludarlo recuerdo que mi corazón latía con fuerza por lo cerca que sentía al tuyo. Mi corazón fue siempre así, delator. Los pocos segundos que duraron tu pausa fueron inmensamente suficientes para enamorarme, a mí, que tanto me cuesta amar incluso hasta el día de hoy.

Cuando tus pies continuaron su marcha hacia quien sabe que salón, mis ojos torpes persiguieron tu caminar hasta que tu figura volvió a

desaparecer doblando la esquina del pasillo.

Las charlas con mis amigos sobre vos se volvieron absolutamente agotadoras para los oídos de quienes aguantaran mis preguntas sobre tu persona. Mi insistencia en esto último fue lo que me llevó a averiguar casi todo de vos.

Recuerdo con claridad la primera vez que logré hablarte. Pregunte tu nombre y no pude emitir ninguna otra palabra al escucharte decir “Clara” con tanta suavidad. Sonreíste esperando a que dijera algo más y te marchaste al verme parado ahí, inmóvil y sonriente.

Fueron pasando los meses y las risas hasta el día en que por fin tomé el coraje necesario para preguntarte si querías ser mi novia. Mis piernas temblaban pero estaba seguro de poder preguntártelo sin miedos, miedos que se

fueron cuando me rodeaste con tus brazos y me diste aquel primer beso mientras de fondo sonaba una canción olvidada.

Han pasado más de 20 años desde aquellos meses tan gloriosos para ambos y mi cabeza todavía no logra explicar el amor que siento por tu persona. Los sentimientos que envuelven a mi corazón son incansables, creo que sabe que algún día volveremos a vernos. Mientras tanto me quedo de este lado viviendo día a día la necesidad de encontrarte y contarte todo lo que he vivido estos meses. No puedo dejar de pensar en vos, aunque tengo la sensación

de que es eso lo que me mantiene en pie.

Tuyo para toda la vida.

Carlos.

Carlos cerró el cuaderno de tapa negra y depositó la lapicera a su costado. Se levantó de la silla y camino hacia la ventana que daba al patio. <Un café no vendría mal> pensó, y dio media

vuelta hacia la cocina.

XVI

Clara estaba recostada a oscuras, era viernes a la noche y ella seguía en la misma posición que la noche anterior. La depresión la invadía por todos lados. La almohada azul abría camino a las lágrimas que no llegaban a recorrer el camino hacia el colchón. Pensaba en todo lo que le había salido mal en estos meses. Había perdido el barco para salir del país a último momento debido a la insistencia de Hernán de tomar un café en el bar del puerto, aunque no había rencores, ese café derivó en una gran amistad que la había acompañado todo este tiempo.

La relación con su madre había terminado demasiado mal. El dinero que Ana tuvo que entregar para que su hija pudiera salir del país se había perdido y la mujer se negaba a perdonar a su hija por ser tan distraída, esto llevó a evitar darle a Ana una oportunidad para contarle a Clara sobre la visita de Carlos.

Clara sentía la necesidad de continuar con su vida, ya estaba más que segura de que Carlos no volvería jamás. Por mucho que Hernán insistiera ella quería esconderse del mundo exterior. “Ellos no tienen nada que ofrecerme, yo no tengo nada que ofrecerles a ellos” decía seguido. Si nadie entendía lo que cruzaba por la cabeza de Clara en esos días tan oscuros entonces ella no saldría a recorrer las calles vanas, no quería ver las caras vacías de la gente que no se preocupaba en absoluto por lo que pasaba.

Las llamadas de Hernán eran constantes y sofocantes en la mayoría de los casos, pero la paciencia es infinita en épocas de depresión. La resignación al funcionamiento del mundo hacía que Clara respondiera todas y cada una de las llamadas de su amigo con una negatividad constante a las distintas invitaciones a salir por parte del hombre.

Mientras más veía ese techo más pensaba en su marido y en todos los momentos que pasaron juntos riendo y soñando constantemente en el futuro que podrían construir juntos. Nunca habían sentido la necesidad de tener hijos aunque lo habían pensado muchas veces. La sola idea de formar una familia provocaba muchos nervios en la mujer pero sabía que el entusiasmo de Carlos siempre estaba presente cada vez que se planteaba la idea.

Ahora que los meses pasaron demasiado rápido y que la soledad era la única que corría por la casa, todos esos recuerdos de charlas y momentos vividos eran nada más que espejismos para Clara, pensamientos que iban y venían en espiral saltando de uno a otro sin un momento de respiro.

El teléfono volvió a sonar por última vez la noche del viernes y, quizás por cansancio, quizás por insistencia, Clara aceptó de buena manera a salir con Hernán. El hombre la había convencido de ir a tomar unas copas al bar más cercano a la casa de Clara. La mujer no estaba seguro de lo que hacía ni de cuáles eran las intenciones de Hernán, pero después de todo, pensó, era solo un amigo invitándola a tomar algo.

XVII

El sudor se evapora sobre la frente, las manos tiemblan y el pecho se agita. La botella se vació hace rato. Los ojos arden, la garganta arde, la mente arde. El paso del tiempo se siente más que ayer, los años le afectan de manera diferente al resto. ¿Y si algún día despertara y deseara cambiar todo?, ¿De dónde sacaría fuerzas? ¿Quién sería su impulso? Porque por alguien debe hacerlo, siente que hacerlo por el mismo no le alcanza.

Las piernas no aguantarían, la cama está muy lejos. Su mano presiona el vaso vacío y sienten la suavidad del cristal. Piensa en romper, piensa en crear. Derrumbar y volver a levantar. Inútil.

El vacío del pecho se hace más grande cada día, piensa, suspira y busca un trago mas donde no lo hay. Observa la calle a través de la ventana, obscuridad. Las estrellas cubren un cielo que no le pertenece y regalan una imagen que él nunca pide, pero que de todas formas disfruta.

Extraña, todos los días extraña. Piensa en Clara y la imagina dando vueltas por la casa. La ama, después todos esos días lejos de ella, la ama. Piensa en salvarla, ¿salvarla de qué?, inútil.

Se odia. Se odia por cobarde, por inerte, por infeliz. Se abraza a la botella y busca consuelo donde no lo hay.

El techo pesa, los hombros pesan, los parpados pesan. “Todo tiempo pasado fue mujer” escucha cantar. Se apoya en la mesa, intenta ponerse de pie. Solo por esta noche se pondrá de pie para intentar. El cuerpo cae desplomado, siente el golpe, no hay dolor. La cama está muy lejos.

El sudor invade la frente, las piernas comienzan a temblar. Carlos le da la bienvenida al domingo desde el suelo húmedo y frio de su casa. Duerme, sueña, extraña, Ama.

XVIII

El sol del domingo entró por la ventana de la cocina apuntando directo al rostro de Carlos.

Despertó frunciendo el ceño y sintiendo como su cabeza se partía en mil pedazos imposibles de reunir entre tanto mareo y cansancio. Impulso su cuerpo hacia arriba con la ayuda de sus manos y sintió un peso inmenso sobre la espalda, casi como si algo lo empujara de nuevo hacia abajo. Una vez sentado observó a su alrededor el caos que la noche le había regalado y se sintió desganado al pensar que debía poner todo en su lugar. Resignado, se puso de pie y decidió en el trayecto dejar todo como estaba. No sentía la obligación de acomodar las cosas, nadie vería aquel desorden y nadie le pediría que lo ordenara.

El mediodía no se había presentado y Carlos ya sentía la necesidad de beber cualquier cosa con alcohol. Revisó las alacenas y los cajones de la casa sin éxito, solo encontró las vacías de la noche anterior. Tanteó sus bolsillos en busca de billetes, encontró únicamente un papel de cigarro. Cerró la puerta detrás de él y encaró la calle con furia, necesitaba beber algo. Por dentro sentía una ansiedad inmensa por no tener nada a mano. Caminó por las veredas soleadas tratando de no recordar, de no pensar demasiado las cosas. Miraba sus zapatos desgastados y se sentía desganado, abandonado. Las manos temblaban levemente, y el calor del sol lo hacía sudar.

Pensaba en abandonarlo todo y se arrepentía al instante, aún existía algo que lo retenía en su lugar.

Cuando dobló la esquina y divisó la plaza del barrió recordó el hogar de su padre. Sabía que estaba vacía a esa hora, el trabajo de reparto del anciano le consumía muchas horas del día, siempre lo oyó quejarse de esto. Carlos sacó de su bolsillo el manojo de llaves y revisó una por una hasta encontrar la que abría la puerta de la casa. Caminó hasta poder observar de cerca el frente de aquella casa. Su padre había tenido tiempo de construir una casa grande y amplia aunque Carlos nunca había entendido por qué un hombre solo querría una casa tan extensa.

El portón se abrió con facilidad y más fácil lo hizo la puerta principal luego de que Carlos confirmara que la llave en su poder correspondía a esa cerradura. Cuando por fin ingresó, los recuerdos de su infancia invadieron su mente, recorrió el pasillo principal hasta el final pasando por todas las bifurcaciones que tenía el mismo. Aquel pasillo conectaba casi todas las habitaciones de la casa y sus paredes estaban cubiertas con fotos de la familia. Carlos de pequeño, sus padres abrazados en alguna playa, sus abuelos cubriendo la mesa familiar con comida y en una pequeña, Carlos abrazado a Clara. Observó la pequeña foto y suspiro mientras miraba al suelo derrotado.

Continuó su camino por el pasillo y entró por la última puerta. La escalera ascendía en caracol hasta el altillo. Una pequeña habitación recubierta de madera de nogal y con piso flotante.

Bastante lujosa para ser un simple altillo. Aquella era la habitación favorita de su padre, Carlos recordaba como el anciano pasaba horas y horas sentado en su sillón y bebiendo algún wiskhy o licor acompañado de su cigarro. Las paredes estaban cubiertas de vitrinas en las que el viejo guardaba tesoros personales. Un anillo de compromiso, un par de cartas, un catalejo antiguo y algunas libretas viejas, además de los distintos licores que su padre disfrutaba en soledad. Carlos

no dudó ni un segundo e invadió con destreza en lo que era propiedad del anciano. Un vaso le pareció absolutamente inútil. Cuando ingirió el primer trago del domingo encontró alivio absoluto a su ansiedad y durante la tarde continuó bebiendo sin pausas ni interrupciones.

La ventana, aunque pequeña, permitía divisar gran parte de la plaza al otro lado de la calle. Carlos sentía que había demasiada gente para ser un domingo. Sobre el marco superior de la abertura se exhibía el objeto mas preciado para su padre: un rifle Mannlicher Luxus. Un arma ligera y potente que el anciano utilizaba para cazar animales pequeños en su juventud. Cada vez que Carlos levantaba su vaso sus ojos se posaban en el rifle y sentía la necesidad de tomarlo entre sus manos para examinarlo. Cuando la botella agonizaba junto con sus sentidos Carlos se puso de pie y tomó el rifle decidido a observarlo mas de cerca. Sintió la madera de la culata con sus dedos, acariciando suavemente el lomo de jabalí, acercó la mira a su ojo derecho apuntando siempre al suelo. Observó la ventana y se acercó a ella con cautela. La gente abarrotaba la plaza del barrio, los niños corrían por el césped, un anciano solitario le daba pan a las palomas, una niña se escondía detrás de un árbol esperando a que alguien la encontrara tarde o temprano, una mujer paseaba a su varón en un carrito color rojo con una sonrisa inmensa entre los labios y mas allá una pareja se besaba apasionadamente como si en el mundo solo existieran ellos dos. Desde aquella ventana Carlos sintió asco por aquellas personas, los odiaba, todos tenían algo que él no, todos disfrutaban sus vidas y vivían sus momentos en los que eran felices. Las sensación de desprecio y pena que sentía por todas esas personas lo impulso a levantar el rifle, abrir la ventana y apuntar al azar a la gente, uno por uno mientras simulaba que les disparaba sin piedad. Su dedo se deslizaba por el gatillo suavemente tratando de no presionar demasiado. «Bang! Bang!» murmuraba mientras movía la punta del rifle levemente hacia arriba. Su dedo seguía acariciando el gatillo. En la mira se cruzaron distintas personas, no sentía compasión por ninguno, les había disparado imaginariamente a casi todos, niños, madres, amantes. Cuando posó la mira sobre la cabeza del anciano solitario se tomó un momento para pensar y darse cuenta del mal estado en que se encontraba. Sin embargo disparó, sintió el golpe de la culata en el hombro y sus ojos se abrieron ante la sorpresa de saber que la bala abandonaba el cañón del rifle. Carlos pensó, en todo momento, que el rifle estaba descargado. Observar como el anciano se desplomaba en el asiento segundos después de haber recibido el impacto lo derrumbo, en pocos segundos todo había cambiado. Luego de esto ya no habría vuelta atrás. Se apartó de la ventana tratando de ocultarse sin éxito, varios testigos lo habían visto desde la plaza y apuntaban hacia la casa. Carlos soltó el rifle y presiono su cabeza con sus manos sin poder entender del todo la grave situación en que se encontraba. La botella le regaló un ultimo trago. El daño estaba hecho.

XIX

El verano rugía fuerte entre las paredes de aquella cárcel. Las manos de Carlos buscaban llegar hasta la luz que la pequeña ventana de su celda le regalaba cada día. La obscuridad invadía el lugar y dejaba a cualquiera sin respuestas sobre lo que pasaba afuera. La intriga por tener noticias del exterior deterioraba la mente de Carlos. Sentía que jamás iba a volver a florecer nuevamente una vez pagada su condena.

La condena de diez años por asesinar a aquel abuelo en la plaza estaba llegando a su fin. Su cuerpo sentía el peso de los años y las marcas que la cárcel había dejado en él eran varias. Su frente presionaba la pared mientras sus ojos observaban el suelo. Todo era poco dentro de aquel lugar, inclusive las ganas de vivir. Las preguntas que tenía carecían de respuestas y los consejos que necesitaba nadie los ofrecía. Era inútil aguantar un día más dentro de aquellas paredes obscuras y frías. Pero sus días dentro de la prisión estaban terminando, solo debía esperar unos días más y sería libre otra vez.

El pequeño espejo de metal colgado en su pared le transmitía una imagen destruida de si mismo. Su rostro estaba cubierto por una barba larga y esbelta. Sus ojos ardían en un rojo que denotaba su falta de sueño y descanso y sus labios se mostraban resecos y agrietados. Los últimos diez años habían pasado de a poco, a veces demasiado, y habían dejado en Carlos nada mas que caos y derrota.

Cuando el reloj principal marcó la hora, Carlos tomó su ropa y caminó hasta donde el oficial le indicó. Con mucha amabilidad le devolvieron sus pertenencias que, aunque pocas, se habían convertido en lo único que Carlos poseía en todo el mundo. Estar encerrado no solo lo privó de vivir todos esos años sino también de todas las cosas que le pertenecían: la casa, su perro, su trabajo…Clara.

La reja se deslizó hacia un costado y el oficial de policía lo despidió fríamente. Carlos avanzó hacia la calle deteniéndose en la esquina a observar todo a su alrededor. Cerró los ojos y respiró profundamente, era libre al fin. Todos esos años dentro lo habían preparado para ese momento, el momento de disfrutar de su libertad, de aprender a apreciar mas la vida que le quedaba.

Todo era diferente en la ciudad, los arboles cubrían las veredas y sus ramas se inclinaban sobre las calles formando una especie de arco natural, casi parecía que los arboles trataban de abrazarse entre sí, la gente caminaba mas tranquila por las calles y el gobierno era otro. El ambiente de peligro y alerta había desaparecido y eso tranquilizaba a Carlos, sabía que podía volver a empezar desde cero sin que nadie se opusiera a sus ideales o proyectos. Una de las primeras cosas que hizo fue detenerse en un puesto de diarios y observar las principales tapas para poder entender un poco mas la actualidad. Tomó al azar un diario entre sus manos y lo abrió en una hoja cualquiera. Los ojos de Clara lo observaron, como por arte del destino, fijamente desde el pequeño articulo donde el editor del periódico hablaba de lo importante de su trabajo como psicóloga infantil. Carlos sintió que su pecho se presionaba a sí mismo y sus manos

comenzaron a temblar. Los años no habían pasado por el rostro de aquella mujer, la mujer que tanto había amado. Seguía siendo tan hermosa como recordaba, como recordó durante cada día de los últimos diez años. Devolvió el diario a su lugar y comenzó a caminar con prisa. A cada paso crecía la necesidad de volver a ver a Clara. Saber que estaba en la ciudad alimentaba sus ganas de volver a empezar, lo único que le faltaba era tener a alguien con quien hacerlo. Carlos caminó durante horas hasta encontrarse nuevamente frente a la casa de Ana. Presionó el timbre con suavidad y observó las paredes de aquella entrada, le sorprendió lo desgastadas que estaban.

Cuando Ana abrió la puerta sus ojos se sorprendieron de ver a Carlos, después de tantos años y tan derrotado físicamente. El primer impulso que tuvo fue el de abrazarlo pero se contuvo con facilidad. La conversación fue corta, Carlos no sentía necesidad de contarle a la anciana donde había estado los últimos diez años. El hombre se despidió luego de unos momentos y se retiró de aquella entrada con información valiosa que lo ayudaría a encontrar a Clara.

Cuando la noche empezaba a cubrir la ciudad y Carlos se acercaba más y más al hogar de Clara sentía como su corazón golpeaba desde adentro con fuerza. Imaginaba el momento, tuvo tiempo de planear las palabras que iba a utilizar para que Clara lo aceptara nuevamente. Su sonrisa crecía mas y mas al saber que la encontraría doblando la esquina. El jardín estaba cubierto de flores rojas, el césped estaba bien cuidado y las ventanas eran grandes. Carlos se acercó lentamente hacia una de ellas y observó hacia adentro mientras la gran sonrisa comenzaba a borrársele del rostro. Clara abrazaba tiernamente al niño mientras acariciaba su cabello rubio. Un hombre adulto bajaba lentamente las escaleras y se acercaba a Clara para besarla en la frente.

Carlos no podía observar su rostro y la intriga lo consumía por dentro.

Observó el suelo mientras procesaba la escena que transcurría detrás de aquella ventana. Las lagrimas brotaron sin previo aviso. En unas horas había encontrado y perdido a la mujer que lo había hecho tan feliz en sus años de juventud. La derrota punzaba su costado izquierdo y el desgano invadía su cuerpo. No quiso ver más, dio media vuelta y se adentró en la obscuridad de la noche sin tener idea de a donde ir.

Desde el otro lado de la gran ventana, Clara observó al extraño hombre que caminaba por su patio. Sintió curiosidad por saber quien era y cuando descubrió que era Carlos quien se alejaba de su hogar abrió la puerta y sintió el impulso de seguirlo. Dudó unos instantes y avanzó por el jardín hasta llegar a la vereda para ver como Carlos doblaba la esquina. Persiguió al hombre sin dar explicaciones de a donde iba.

Carlos arrastraba sus pies sintiendo como las cosas que mas amaba se alejaban de sí. Estaba desganado, si no tenía a Clara, había perdido todo. Las lluvia en sus ojos crecía a cada momento, su lamento era interminable y no veía esperanzas cercanas.

Caminó durante varios minutos sin prestar atención al resto del mundo ni a lo que sucedía a su al rededor.

La esquina le regaló la imagen de un galpón en construcción. Carlos se detuvo a pensar en todas las cosas. Pensar por pensar y lamentar por lamentar. Se adentró con cautela al interior de aquel galpón sin detenerse a observar si alguien lo vigilaba desde la calle. El lugar estaba vació y era frio. Las herramientas abandonadas cubrían paredes y algunos rincones del suelo húmedo. Las vigas eran grandes y fuertes y el techo era alto y gris. Carlos se detuvo en el centro del galpón a observar todo mientras escondía sus manos en los bolsillos. La derrota era infinita, las cosas que
había amado y apreciado habían desaparecido de su vida y Carlos sentía que ya no tenía nada por qué vivir. La cuerda que se posaba sobre la mesa de trabajo le pareció bastante fuerte. Mientras la observaba de lejos una lagrima brotaba de su ojo y recorría todo su rostro. Carlos suspiró mientras observaba el suelo del lugar y secaba sus lagrimas con sus manos. Caminó con lentitud hacia la mesa y tomó la cuerda entre sus manos. El nudo no fue difícil, lo difícil fue colgarla de la viga.

Estaba decidido, Carlos no seguiría viviendo sin las cosas que amaba, perder a Clara fue la gota que rebalsó el vaso y el desgano y la depresión invadían la mente del pobre hombre.

El banco era estable aunque pequeño, Carlos se subió a el con facilidad. La cuerda era áspera y gruesa. Mientras la sostenía entre sus manos los recuerdos de su vida comenzaron a llegar uno a uno haciéndolo sonreír y suspirar con cada momento feliz que lograba recordar. La imagen de Clara llegaba con frecuencia, el momento en que la vio por primera vez, la tarde en que la enamoró, la sonrisa infinita, su debilidad, sus planes de un futuro juntos y las noches de pasión entre las paredes del hogar que habían construido juntos.

A medida que los recuerdos invadían su mente comenzaba a soltar poco a poco aquella cuerda. El ultimo suspiro lo impulso a descender del banco del que iba a saltar. Apoyo los pies en el suelo, levantó la cabeza y mientras observaba el techo, cerró sus ojos para sonreír mientras recordaba a Clara por ultima vez. El cansancio que su cuerpo sentía lo obligó a sentarse lentamente en aquel banco. Cubrió su rostro con sus manos y pensó en tomarse unos momentos antes de terminar lo que había empezado. Mientras la mezcla de depresión y cobardía lo hacían dudar de lo que estaba por hacer, la puerta del galpón se abrió de par en par y la noche se mostraba obscura y lejana en el exterior. Carlos levantó la vista, secó sus lagrimas con sus manos y giró la cabeza mientras la voz de Clara hacía eco en todo el lugar.

FIN

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