Una suave brisa de verano ondeaba las cortinas de su habitación mientras intentaba conciliar el sueño, agotado después de una larga jornada como administrador contable en una pequeña empresa agropecuaria a la que pertenecía.

A través de la ventana abierta, el ruido de un Boeing 737 sobrevolando la ruta aérea que atravesaba por encima de su casa inundaba cada rincón de la sala. Para él no existía mejor canción de cuna que aquél sonido, producto de las aspas cercenando ráfagas de aire y emitiendo ondas sonoras capaces de recorrer los largos kilómetros que lo distanciaban de aquellos ignorantes privilegiados.

Recordó aquella vez cuando de niño vió lo que, para él, un retoño del campo, fuera un «pájaro metálico». Fue entonces cuando la piel erizada, el sudor en sus manos, el temblor de sus piernas y el pulso incesante de su corazón a punto de estallar en un pecho enardecido, le hicieron saber, a tan temprana edad, que ser piloto era su cometido. Mientras tanto, en el horizonte color ocaso, la avioneta unimotor y su piloto se perdían enterrados detrás de un monte de álamos, desconociendo que su silueta sembraba un sueño con la esperanza de que algún día florezca.

Sin embargo, su destino no fue otro que el de cualquier niño crecido en las afueras del conurbano. Criado a guiso y rebenques, la temprana muerte de su padre lo había obligado a quitar la vista del cielo para labrar la tierra y contar cabezas de ganado. Sin pena ni gloria, su vida había transcurrido largo tiempo entre siembras y cosechas, hasta que la muerte de su madre y una profunda pena lo empujaron a mudarse a la ciudad.

Es allí donde, recostado en su habitación, su conciencia se aletargaba lentamente mientras el sonido del arrullo se disipaba arrastrado por el vaivén del viento transformándose en un eco distante. Fue entonces que, con el juicio nublado entre sueños y realidades, sintió su presencia.

Divisó su sombra en la ventana, tal vez invitada por las rumiaciones que lo mantenían insomne.

¿Qué haces aquí? Es medianoche. – exclamó todavía incorporándose contra el respaldo de la cama.
Solo será por un rato.
– contestó susurrándole al oído mientras acomodaba su cuerpo atemplado junto a él.
¡Se van a enterar!
– intentó defenderse, aunque la debilidad en su voz delataba su vacilación.
Antes de que amanezca ya me habré ido.
– sentenció.

Aunque lo intentara, no pudo resistirse. Y fue así como el despertador lo encontraba despabilado junto a ella, una vez más.

Las tostadas y el café negro le esperaban en la cocina, listo para comenzar una rutina hartas veces repetida. «Ya son 50 años, no puedo andarme en esas tonterías.» se decía mientras leía el encabezado de un diario que, de noticia, poca novedad traía.

Y todas las noches ella regresaba. Poniendo a prueba su fidelidad ante una promesa incumplida. La culpa y el reproche se convirtieron en rutina. Espejismos que escondían la amargura de un sueño evaporado.

Ella, por su parte, regresaba una y otra vez con la intención de que algún día se echara a volar.

Suena el despertador. Las tostadas y el café negro esperan.

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