Al momento de escuchar la respuesta a mi desafortunada pregunta, me sentí un estúpido que teme y se preocupa por algo que cualquiera celebraría. Quería hacerla, quería sacarme la duda, pero esperaba con total seguridad una negativa categórica suavizada con palabras dulces y un tono de culpa en su melódica voz. Hay veces que la curiosidad nos puede costar mucho y temo que esta sea una de esas ocasiones.
Estábamos en una cafetería, de esas que tanto me gustan, donde los mozos son unos cincuentones que toman la orden con la mayor de las indiferencias. Yo tomaba un café negro y ella un cortado con dos medialunas de manteca. Charlabamos de cualquier cosa, con ella, una chica como cualquier otra, sin ninguna aspiración demasiado profunda, podía hablar de lo que sea, cualquier banalidad proveniente de sus labios y pronunciada con su melodiosa voz sonaba como una verdad que ni la ciencia más avanzada podría descubrir (o inventar). Nos reíamos a carcajadas de alguna ocurrencia mía, bastante boba pero divertida, mientras cada uno terminaba su café. Pagué la cuenta de ambos, a pesar de la negativa y las quejas de mi acompañante. Salimos.
Caminamos por un parque que quedaba cerca de la cafetería. Un enorme parque con árboles de copas violáceas ideales para aplacar el abrumador sol de verano. Lo bordeamos hasta dar con la entrada del museo de ciencias naturales, siempre me maravilló esa entrada con esos dos imponentes búhos coronando las columnas al costado de esas puertas metálicas decoradas con unas especies de telarañas. Entramos y esta vez le dí el gusto y permití, no sin discutir unos segundos, pagar su entrada. Cincuenta pesos, poder apreciar un poco de cultura es mucho más económico que dos pocillos de café y a pesar de eso las personas cultas escasean. No hay demasiado que ver ( quizá no para alguien que, como yo, entró infinidad de veces) : hay un acuario, en el que nos divertimos intentando reconocer las pocas especies de peces que conocemos, un pez payaso por aca, un cirujano azul por allá, un telescopio, un dorado; una zona, que siempre me pareció bastante perturbadora, con insectos estacados en alfileres; Por último, la que siempre, desde que era un nenito, más me gustó, esa gran sala llena de enormes esqueletos de dinosaurios cada uno con una plaquita donde decía su nombre y una breve reseña sobre esos grandes lagartos (que de lagartos tienen poco). Mi acompañante soltó grandes y sonoras carcajadas al verme tirado en un arenero desenterrando unos pequeños huesos atornillados al suelo como solía hacer cuando todavía era un nene. Hay más zonas que recorrimos sin darle demasiada importancia.
Salimos y seguimos bordeando el parque en la misma dirección hasta toparnos con la feria de libros, ojeamos al azar algunos libros. Cuando por casualidad encontraba alguno que ya había leído se lo enseñaba y ella mostrando gran interés y curiosidad me hacía cientos de preguntas acerca de cada uno, no por interés real por el libro, no era amante de la literatura, sino porque sabía el placer que me causaba hablar de ellos. No compartíamos un solo gusto, pero no regocijaba ( o al menos a mí) escuchar hablar al otro apasionadamente de lo que fuese. Compré algún libro y seguimos caminando.
Entramos al parque y nos sentamos frente al lago que hay dentro. Mirábamos un islote en el medio de la laguna de dónde salían grupos de patos y aprovechando el momento de silencio que había, me dispuse a hacer la dichosa pregunta, carraspee un poco, tragué saliva y la solté con la naturalidad de quien pregunta el estado del clima o la hora: «¿Querés ser mi novia?». Quedó estupefacta, pero no por la pregunta, que supongo la estaría esperando hace tiempo, sino por el desinterés con el que fue pronunciada, muy diferente a lo que uno espera o ve en una película melosa de cine americano. La escupí, así, sin más, ya que sabía ( o creía saber) que su respuesta sería negativa y que ese momento quedaría en el recuerdo de ambos como un episodio vergonzoso y nada más. Pero me equivoqué, tras vacilar un momento, susurro un apenas ininteligible «Sí», que me cayó como un balde de agua fría, esa pregunta que solo me atreví a formular por mi equívoca seguridad de su respuesta negativa estaba haciendo temblar todo mi cuerpo. La amo, la amo con locura y jamás amé a nadie como a ella, pero temo que ese «sí» susurrado, signifique el comienzo del fin del mayor amor que tuve. Temo que ese «sí» pronunciado con vergüenza, desgaste mi amor por esta chica (y el de ella hacia mí), voy a estar atado a ella y ella a mí. Temo que ella deje de ser ella y pase a ser «esa». Temo que yo deje de ser yo y pase a ser «esto». Temo que dejemos de ser dos enamorados y pasemos a ser dos objetos que se pertenecen mutuamente. Temo haber sacrificado nuestro amor por ejercer un control sobre ella (y permitir que ella lo ejerza sobre mí) que realmente no me interesa ejercer. No quiero ser dueño ni de ella ni de nadie si tengo que pagar con nuestro amor, es un costo que nadie debería estar dispuesto a pagar.
Al notar la cara de preocupación de ella al ver que no me alegraba el maldito «sí», puse mi mejor sonrisa falsa y la besé.
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