El destino del pájaro

El destino del pájaro

Vismundo Cisne

19/11/2020

Apenas los escuché llegar, el alma me volvió al cuerpo. Pasamos la noche solos, Conrado y yo, en esa casa perdida entre las sierras. No pegué un ojo. Ni siquiera tenía señal. Una cagada todo. Y encima Shirley, la muy forra que al principio me dijo que sí, que me acompañaba y después se echó para atrás como la mejor, que no, que tengo que estudiar, que rendir, que se yo cuantas huevadas más. Todo verso. Y yo que ya estaba cansada de la ciudad y de los apuntes, me quería ir, ya tenía todo listo y viene esta otra y me dice que no. Me dejó regalada.

Era viernes por la mañana y estaba nublado. El clima perfecto para escapar de una ciudad. Así que lo hice. Le mande un mensaje a Pedro pidiéndole el número de Conrado, para avisarle que iba en camino.

En medio del viaje (dos horas hasta la terminal de Mina Clavero) se despejó. Un sol fuertísimo apareció de repente. Llegué a la terminal y me bajé del colectivo. Sentí de golpe la diferencia de climas. Afuera, el calor, la humedad, eran excesivos. Caminé hacia la entrada en busca de algo de sombra para sentarme a esperar a Conrado. No pasó mucho tiempo hasta que lo vi aparecer por la esquina en una camioneta blanca no muy grande. Venía con ambas ventanillas bajas, la camisa de mangas cortas desprendida como siempre, el brazo derecho recto sobre el volante y el codo izquierdo asomando. Traía gafas de sol. Apenas frenó en seco delante de mí (creo que éramos las únicas personas en la entrada de esa terminal a esa hora) pude ver su frente brillando por la transpiración. Giró lentamente su rostro bronceado hacia mí, levantó la ceja derecha y me dijo vamos, arriba, haciéndome una seña con la cara. Me pareció gracioso. Creo que sonreí y dije algo como que tarado o sos loco o algo así y me subí a la camioneta. Arrancamos, dijo él mirándome. Yo miraba hacia adelante, vamos, dije. Arrancó y nos internamos por un camino polvoriento que se perdía en dirección a las sierras.

Llegamos a la casa. Parecía brotar del suelo. Se notaba que había pasado demasiado tiempo cerrada, pero no por eso perdía cierto encanto. Plantas creciendo sin control, trepando paredes y muros externos, las ramas de los eucaliptos cubriendo más de la mitad del techo y una alfombra de hojas por los alrededores. No se me ocurría otra forma de existir para esa casa. Hasta llegué a pensar que siempre había sido así, desde el día en que la construyeron. El terreno era enorme, alrededor de una hectárea. Árboles y un pequeño monte la circundaban. Atravesándolo se llegaba al río que no estaba a más de doscientos metros. El vecino más cercano se encontraba a ochocientos, en la otra loma.

Yo estaba parada afuera, a la sombra, viendo un tronco enorme (y cuando digo enorme quiero decir enorme) tirado en el inmenso jardín, cerca del asador. Tenía una parte negra, carbonizada. Le cayó un rayo a eso. No sé porqué pero sentí la necesidad de disimular el susto que me pegó la voz de Conrado apareciendo de la nada. Ah, mirá, le dije dándole la espalda, me gusta, mientras recorría con mis dedos la madera reseca. Comencé a caminar por el costado del árbol caído, el tronco era mucho más alto que yo (tampoco es que yo sea muy alta, un metro sesenta y dos, lo normal) hasta que Conrado dijo hace una banda que está ahí tirado, creo que desde que yo era chico. Dudé si era posible. No dije nada. Me detuve un momento a observar un caminito de hormigas negras que entraban en el tronco. ¿Es hueco por dentro? Le pregunté. En una parte sí, contestó él, pero más allá y señaló en dirección hacia la punta que se perdía entre los matorrales. Igual vamos para adentro, así te acomodás en la pieza, dijo de repente mirando en dirección a la casa.

Era agradable, la casa digo. De ambientes pequeños pero confortables. A pocos pasos de la entrada principal, pasando el living, a la izquierda estaba la habitación principal, derecho el baño y a la derecha, contra la pared, había una salamandra de hierro. Antes de la salamandra un arco bajo daba ingreso a un corto pasillo, por donde se accedía a la cocina de un lado, al segundo piso por la escalera en el medio y el comedor del otro lado. El clima era fresco. Aunque afuera la humedad no cedía, ahí dentro se sentía similar al interior de una caverna, pero una caverna con todas las comodidades. Conrado apareció sin perder su costumbre, en silencio, mientras yo recorría la biblioteca del comedor, unos cuatro estantes con varios libros, la mayoría de terror psicológico y sangriento, Koontz y King y esas cosas. Por lo que alcancé a observar casi todos eran de ediciones bastante viejas. Tu, Conrado se corrigió, digo, su pieza es por acá, es la de abajo, la única que tiene cama de dos plazas, exclamó mientras caminaba por el pasillito en dirección al living. Yo lo seguí hasta la puerta de la habitación que él abrió como suelen hacer los botones en los hoteles. «Madmoasel benvenut» dijo literalmente e improvisó una vaga reverencia. La habitación era amplia, el techo alto. En medio, contra la pared, una vieja cama de hierro, al costado la ventana que daba al jardín, frente a la cama un ropero antiguo y en la puerta del ropero, un espejo. Contra la pared a mi izquierda una cómoda de nueve cajones, del mismo juego que el placar y a su lado una silla pintada de blanco. Ahí está, ponete cómoda, yo voy a limpiar el asador así hacemos algo más tarde cuando pinte la gula, dijo y salió afuera. Yo entré y cerré la puerta. Dejé la mochila en la sillita y recorrí la habitación. Se sentía como si Conrado hubiera dedicado mucho tiempo a limpiarla. De repente lo imaginé repasando cada rincón con detalle, asegurándose de que la pulcritud fuese perfecta. Lo imaginé barriendo, y pasando un trapo con blem sobre la cajonera y el placar, acuclillado acomodando milimétricamente el velador en la mesa de luz. Me senté sobre la cama a mirar el velador. Tenía dos estatuas de porcelana, una pareja de emperadores orientales. Aunque sabía que era de las que se venden en cualquier casa de chucherías, me parecía hermosa, me fascinaba la irregular delicadeza de la pintura. Por la ventana ingresaban los sonidos del jardín, los pájaros, la siesta serrana. Fue en ese momento que un ruido proveniente de la pared, muy bajo, similar a un rasqueteo, captó mi atención. Acerqué lentamente la cara hacia el muro por encima del velador y apoyé mi oído. Podía escuchar un pequeño crujir, similar al de las hojas secas. Pensé en cañerías de agua. Separé la cabeza de la pared y me di cuenta que del otro lado estaba el baño. Era lógico. Me levanté de la cama y miré por la ventana. Podía ver el tronco gigante tirado en medio del jardín. Más allá, el monte imperturbable bajo el sol.

Conrado sacó dos reposeras, un par de birras y nos pasamos la tarde conversando, jugando un rato a las cartas, en silencio admirando el paisaje y escuchando los pájaros, etc. Aparecieron benteveos y calandrias y reyes del bosque. Estaba plagado de cotorras. A eso de las ocho me preguntó si tenía hambre a lo que yo respondí que sí, hacemos el fuego entonces dijo él. Antes que se levantara le comenté lo del sonidito que había escuchado en la habitación. El me miró como desconcertado al principio, muy concentrado luego, bastante resuelto al final determinó ir a investigar de que se trataba la cuestión. Me pidió que lo acompañe. Entramos los dos en la habitación y el prendió la luz. ¿Donde? Me preguntó. Ahí, señale detrás del velador en dirección a la pared. Conrado se acercó, movió con cuidado la mesa de luz y apoyó la cabeza en el mismo lugar en yo lo había hecho horas atrás. Era como, atiné a decir pero el inmediatamente se llevo el índice a los labios en señal de silencio. Cerró los ojos y se tapó el oído. Sólo se escuchaban los grillos, las ranas y alguna que otra chicharra. Yo lo miraba en silencio. De repente, despegó la oreja de la pared y con absoluta seguridad manifestó: no, no escucho nada, puede ser algún caño, aunque los caños los cambiaron hace unos años, por lo qué…no sé, es raro, concluyó, aunque se quedó pensativo durante unos segundos. No duró mucho en este estado. El mismo sonidito (aunque ligeramente más elevado esta vez) que yo había escuchado esa siesta volvió a sentirse de pronto. Nos miramos sin decir nada. Conrado volvió nuevamente hacia la pared y yo me acerqué por detrás. Apoyó la oreja, puso la mesa de luz hacia el lado de la ventana y comenzó a descender hasta que se detuvo a unos diez centímetros del zócalo. Sin despegarse del muro me hizo una seña con la mano. Me agaché y esta vez en cuclillas, nuevamente quedamos mirándonos en silencio, intentando descifrar la procedencia de aquel extraño crujido. Yo no sé si voy a poder dormir acá esta noche, le dije mientras me incorporaba. El no dijo nada. Se quedó en la misma posición, con la mano en la barbilla, mirando hacia el sitio en cuestión. Vamos del otro lado, dijo como en una revelación y se levantó rápidamente. Aunque en realidad quería comenzar con los preparativos para la cena, cualesquiera que fueran, no dije nada y lo seguí. En cierto modo, necesitaba ver en que acababa la cosa. Una vez en el baño (un baño pequeño decorado con cerámicos bastante coloridos, no diría que antiguos pero si muy viejos) se agachó y colocó, justo sobre un arreglo mal tapado con cemento, su cabeza contra la pared más o menos a la altura en que se oía el sonido del otro lado. Yo quedé en modo estatua al igual que en la habitación. Súbitamente, al igual que en la habitación, dejando atrás los sonidos de la noche, se escuchó el rasgar y ahora con mucha más fuerza. Levemente estremecida yo, con una expresión confusa él, escuchábamos eso que provenía de la pared, del lugar, según dijo Conrado, donde estaban los viejos caños de agua, que habían sido reemplazados por unos exteriores, tal como había supuesto anteriormente. Yo lo miré y pensé y hasta dije, bueno, misterio resuelto, alguna rata o alguna cucaracha debe andar por ahí, vamos a prender el fuego tengo hambre. Bueno, está bien dijo él, pero el misterio no está resuelto. Volvimos afuera y me senté en las reposeras. ¿Qué hago? Le pregunte. ¿Qué hacés con qué? Me respondió. Digo si te ayudo para hacer la comida. Ah, no vos tranca, relájate nomás yo me encargo dijo y comenzó a acomodar los palitos para encender el fuego. Luego de un rato, un par de vasos de birra y mientras el fuego brillaba en su máximo esplendor, Conrado se fue para adentro. Yo me quedé en el jardín perdida en la visión de las llamas.

No sé cuánto tiempo pasó. De la nada comencé a escuchar unos martillazos muy fuertes provenientes del interior. Este chabón está loco pensé. Me levanté y con cautela pero no sin curiosidad me acerqué a la puerta del living que estaba abierta de par en par. Oía los golpes a medida que me acercaba. Al pararme en la puerta lo vi a Conrado, agachado con una maza y un fierro, dándole a la parte mal parchada de la pared del baño. Volaban pedazos y pedacitos de cemento que quedaban desperdigados por todo el piso. ¿Qué hacés? Le digo, no vas a romper un caño y nos inundamos, sin poder creer lo que veía. Esto hay que resolverlo, exclamó el sin voltearse. Verlo en esa posición me daba una sensación rara. Pensar en nosotros dos solos en esa casa en medio de la nada y el en esa posición que parecía un plomero (me reí cuando pensé esto) pero también parecía un marido (acá ya no me causó tanta gracia) y pensé en el cómo marido y la verdad es que, más allá de todo, de toda la rareza que parecía vivir rodeándolo, no lo vi cómo un mal marido, para nada. Pero ahí nomás pensé en Pedro y todo me dio, no diría que asco, ni repulsión, si no algo más leve, pero no por eso menos molesto. Mientras pensaba en estas cosas y me reprochaba el haber ido sola, el no haber esperado hasta el otro día a Pedro y los otros, Conrado exclama ¡ya está!, alargando y haciendo especial énfasis en la a final. Ya está, me dice y puedo notar la excitación en su mirada. Me acerco caminando lentamente, no sé por qué. Vení, mirá el huecazo que le hice a la pared. El seguía arrodillado en el suelo, rodeado de polvillo y restos de material. A medida que me acercaba, descubrí sobre el muro, oculto tras su cuerpo, un hueco del tamaño de dos puños adultos. Desde donde yo estaba solo veía oscuridad dentro de la pared. Pasame el celu, ¿lo tenés ahí? pregunto él, pero yo no podía sacar los ojos del orificio. Oigo o veo o presiento algo moverse en el interior. El sonido parecía haber cesado debido a los martillazos porque en ese momento entre la calma de la noche y los grillos y las chicharras comenzó a ascender nuevamente. Y esta vez, con el agujero como una ventana abierta, se escuchaba bastante claro: el restregar de dientes, de pinzas, de millones de ínfimas, minúsculas pinzas y patas y antenas. Ese era el sonido. Lo supe antes (y creo que de cierto modo lo sabía ya esa mañana en mi departamento) de que Conrado, habiendo ido él a buscar el celular para iluminar dentro, descubriera dentro de la pared, en el túnel que los antiguos caños ocupaban, un pájaro muerto, no tan pequeño, la mitad casi devorada, absolutamente cubierto de hormigas negras, unas hormigas oscurísimas, más oscuras que toda la negrura que de seguro reptaba entre las paredes de esa casa.

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