EL AIRE DEL CORTESANO


Chesca y Franki eran una pareja de adolescentes que salían juntos desde hacía un año y medio más o menos. Sin llegar al satanismo compartían gustos morbosos por todo lo relacionado con la muerte, lo esotérico y lo paranormal. También compartían el intento de ocultar su común nombre de pila y el infinito aburrimiento de vivir en una pequeña ciudad o un pueblo grande según se mire en la que lo más excitante que se les ofrecía era gritarle ¡coja! en el paseo a la pobre Doña Sole, su profesora de Inglés en el instituto.

Formaban una pareja más bien extraña. Se juntaban poco con su pandilla de amigos a los que consideraban unos niñatos insustanciales. Vestían de negro, con profusión de cadenas de varios grosores y algún que otro piercing que habían arrancado a sus familias a base de chantajes emocionales. Entre ellos no había exactamente amor, eran más bien colegas. Usaban el sexo como una pareja de estorninos, rutinario, reglado, casi por cumplir. Sólo los sacaba de su abulia casi congénita la última publicación del Darkness Events o el último crimen múltiple en alguna escuela de los Estados Unidos. Despreciaban las fiestas y los botellones. Sólo aparecían en ellos a última hora como salidos de la oscuridad, de otra dimensión… o al menos eso pretendían hacer pensar a sus compañeros del instituto. Se tomaban unos tragos, daban dos caladas al canuto que rodaba y tras comprobar que nada había cambiado desde el último sábado abandonaban la reunión con el mismo sigilo rebuscadamente misterioso con el que habían llegado. La casi inexistente conversación entre ellos era monocorde. Se componía fundamentalmente de monosílabos que confirmaban su acuerdo de fondo sobre las cuestiones básicas de la vida: el mal rollo de los viejos, la plasta del instituto, el coñazo que era el pueblo, los pringaos de sus amigos o el último capítulo de Expediente X.

– ¿Dónde vamos?

– No sé.

– ¿Donde el Bolas?

– ¿Otra vez?

– Pues a ver

– ¿Le dijiste algo a la Chon?

– Es una mierda de tía. No vale la pena.

– Ya.

– ¿Tienes tres libras?

– No. ¿Para qué?

– No sé. Para hacer algo

– Pero ¿qué?

– Pillar un litro donde Lucas. A lo mejor nos pone el vídeo ese de Texas.

– Ya lo hemos visto mil veces. Mi viejo dice que está trucado.

– Tu viejo no tiene ni puta idea. A mí me mola aunque sea una pasada.

– Tengo frío.

– Vamos al Bolas.

Y allí encontraban la misma gente de siempre con la que sólo compartían el hastío, el humo del local y la música del Bolas.

Este era todo un personaje del lugar, antiguo hippye reconvertido al negocio hostelero tras pasar dos veces por la vicaría y llevar a tres niños a la pila de D. Marcial. Con todo, era el tipo más cercano a la modernidad que había en aquel pueblo. Tampoco era de muchas palabras el Bolas. Raramente contaba sus andanzas en Ibiza o en Katmandú. Se complacía en cultivar una imagen de hombre de vuelta de todo que dejaba un margen para la imaginación y la leyenda en torno a su vida anterior que le hacía atractivo ante los jóvenes y sobre todo ante Chesca y Franki. Llevaba su negocio con discreción, no permitía meterse nada que fuera inyectable y mantenía una parroquia de fieles que habían hecho de su local casi un lugar de culto. Sus hijos, un bigardo de diecisiete años y dos mellizos preadolescentes semisalvajes, a pesar de haber sido bautizados, comulgados y confirmados de una tacada por D. Marcial, campaban a sus anchas por el bar y sus alrededores disfrutando de la educación hiperliberal que su padre había mamado en sus años locos. Su primera mujer, una rubia regordeta y antipática que trajo del más allá (así consideraban en el pueblo a todo lugar que estuviera fuera del término municipal), murió al poco de llegar. La segunda, típica hija descarriada de la familia más carca del lugar, lo había dejado dos años antes. Se decía que le daba muy mala vida y que entre sus hijos y él le habían hecho perder el poco seso que ya tenía. Pero todo en torno al Bolas era desmedido y su ruptura con la Charo no podía serlo menos.

El caso es que, frisando los cincuenta, Claudio Martín, el Bolas, de estatura media, pelo cano y complexión fuerte, según rezaba la ficha policial que exhibía con orgullo de vez en cuando a sus parroquianos, se había convertido en el referente de la cultura de la marginalidad que malvivía en el pueblo aplastada por los convencionalismos y la mediocridad de la pequeña burguesía dominante. Era una especie de rara avis que servía de ejemplo para los más jóvenes y de tío del saco para los mayores, que amenazaban a sus vástagos con que seguirían sus pasos si no estudiaban, si fumaban porros, si iban al paseo por la noche con el novio, si, si, si…

Y la verdad es que el pobre Bolas no había hecho nada para merecer esa fama. En seis años ni un escándalo, ni una pelea, ni una denuncia en el bar, ni siquiera la seducción de alguna de las muchas malcasadas que se le habían puesto a tiro en los primeros tiempos. Es más, para disipar cualquier recelo (y para poder casarse con la Charo) había consentido en poner a bien con Dios y con D. Marcial de un plumazo a sus tres criaturitas. Pero ni por esas. Parecía como si su pasado desconocido, que no forzosamente oscuro, sirviera para desatar la imaginación morbosa de todo un pueblo que necesitaba de alguien con el que compararse para reafirmar la excelencia de sus rancias y muy católicas costumbres. En un universo cerrado como aquel en el que todos se conocían desde la cuna era conveniente tener a alguien que, llegado del más allá, ofreciera zonas de sombra en su biografía para llenarlas con retazos de historias vistas en el Imperial, con las propias frustraciones colectivas o con peripecias vitales robadas de los reality shows de la televisión. Así se decía que el Bolas había sido desde traficante de armas en Angola a dueño de un burdel en Jamaica o aspirante a lama en un monasterio budista del Tíbet. Y todo se susurraba en un tono de reprobación y escándalo que no ocultaba la atracción por ese mundo exterior que todos miraban con fascinación pacata desde aquel agujero en mitad de ningún sitio.

Y a todo esto el Bolas se dejaba querer. Se sentía en cierto modo halagado, si ese sentimiento hubiera estado en su repertorio emocional, al ver que despertaba ese interés malsano entre sus vecinos. Aunque había comprobado ya con cierta decepción que ese interés no lo suscitaba en realidad él como Claudio Martín sino en su condición de forastero de pasado desconocido y que respondía a una necesidad del pueblo más que a su magnetismo personal. Su leyenda crecía libre con independencia de lo que hiciera o dejara de hacer. Los primeros meses la alimentó la novedad, su larga coleta y su mujer rubia, gorda y antipática. En esa época era una especie de bohemio que huía de un pasado tormentoso en las regiones del más allá y fumaba hierba como sustituto de sustancias más excitantes a las que sin duda había sido adicto. La muerte prematura de la rubia, de la que nunca se supo el nombre y a la que nadie lloró, excitó las meninges, desató las lenguas y provocó una mezcla de compasión y de “quien mal anda…”. Ciertos excesos con el alcohol y la hierba a raíz de la viudedad alarmaron a la población. Entonces era un exetarra que se escondía allí por temor a un ajuste de cuentas de sus antiguos compinches y los niños no eran suyos sino que los tenía como rehenes para protegerse. Así se explicaba además la ficha policial que exhibía de vez en cuando. Un periodo de ascetismo y reclusión lo elevó a la categoría de enviado de una secta budista para buscar al nuevo lama. Los niños eran candidatos que estaban en periodo de pruebas. Cuando comenzó a salir con la Charo se destapó su faceta de proxeneta en busca de mujeres exóticas para un burdel de la India. El baño sacramental que se dio a sí mismo y a sus hijos con motivo de la boda desconcertó a los lugareños pero la apertura del negocio acabó por convencerles de que estaban ante un peligroso traficante de armas o de órganos humanos que buscaba una tapadera para blanquear sus beneficios. La separación de la Charo ya disparó seriamente las alarmas. Se trataba de un maníaco sexual que había seducido con malas artes a la pobre Charito, que “siempre había sido un poco ligera de cascos”, pero que cuando vio que él pretendía introducir a los niños en sus orgías no pudo más y lo abandonó. “Al fin y al cabo ella es de aquí”. Todo esto provocó que los padres prohibieran a sus hijos y sobre todo hijas adolescentes ir al bar del Bolas lo que disparó su clientela de esta edad ya que a su charla amable y su música de última generación se añadía el placer de la transgresión y la rebeldía. Tras dos años de trabajo callado y ausencia de escándalos los lugareños se preguntaba inquietos qué clase de pecado que a ellos se les escapaba podría estar purgando el Bolas para tratar de pasar tan desapercibido, porque en realidad… seguía llevando la coleta casi hasta la cintura.



Aquel atardecer Chesca y Franki se arrastraban cansinamente entre la bruma del incipiente otoño hacia los dominios del Bolas. En aquella parte de la ciudad las farolas eran escasas y en contra de su oficio natural daban más bien sombras que se alargaban y mezclaban creando en la calle un ambiente fantasmal muy del gusto de nuestra pareja. De repente, al volver una esquina, lo vieron. Estaba de pie apoyado en el quicio de un portal como un animal acechante y a la vez listo para esconderse en la oscuridad al menor peligro. Chesca y Franki dispusieron de unos diez pasos para estudiarlo. La escasa luz le caía desde arriba y achataba sus facciones dándole un aspecto entre cómico e inquietante. Ya más cerca de él notaron que le faltaba algo. Tenía todo lo que hace parecer persona a una persona excepto la edad. Cualquier observador con los mismos argumentos podría haberle echado de 25 a 60 años. Cautivados por apariencia tan extraordinaria los dos amigos no le habían quitado ojo desde que lo vieron. Vestía de forma curiosa pero no estridente y fumaba con displicencia mirando al suelo. Cuando estaban a pocos pasos levantó la cabeza y los miró por primera vez aunque ellos tuvieron la sensación de que los había estado estudiando desde que doblaron la esquina. Lucía barba de varios días y apuntó una media sonrisa muy cinematográfica conforme se acercaban a él. Chesca había agarrado con fuerza la mano de Franki sin poder apartar la mirada de aquel sujeto. Cuando ya estaban casi a su altura por fin el pudor le hizo bajar los ojos y en ese momento el desconocido dijo en voz alta:

  • Dos papeles por vuestras palabras y otros dos por vuestro silencio.

Un intenso calor subió a las mejillas de los dos adolescentes y un repentino vacío se adueñó de sus estómagos. En un primer momento siguieron andando pero a los tres pasos y al unísono, sin ponerse de acuerdo, se volvieron:

  • – ¿Cómo ha dicho?
  • – Que quiero que habléis y luego calléis y estoy dispuesto a pagar por las dos cosas.

No se había movido de su posición inicial, mantenía su media sonrisa y parecía muy seguro de sí mismo. Su voz era ronca y tenía un acento extranjero indefinido que le hacía arrastrar las eses como si las masticara en lugar de pronunciarlas. Se encaró definitivamente con Franki y ante su silencio medroso añadió:

– Esto no es una película de gángsters pero quiero que me habléis de una persona que a lo mejor conocéis.

Su tono era neutro, como su edad. Hablaba como con desgana, con un aire profesional que hizo pensar a Franki que estaba ante un madero aunque nunca hubiera conocido a ninguno. Chesca seguía aferrada a su mano y le daba ligeros tironcitos como urgiéndole a salir corriendo de allí. Pero el muchacho mantuvo el tipo aguijoneado por la curiosidad y la excitación del momento.

– Usted dirá.

– ¡Buenos chicos! Busco a un amigo de la infancia. Le debo algo y quiero pagárselo. Hace veinte años que no lo veo. Se llama Gorky, es bajito y entonces llevaba una larga melena.

Chesca y Franki cruzaron una mirada furtiva y cada uno adivinó lo que pensaba el otro. Como si se hubieran puesto de acuerdo semejaron una corta reflexión y dijeron casi al unísono:

– No. No conocemos a nadie así.

El forastero no había abandonado su posición ni su media sonrisa.

– Tendrá unos cincuenta años y me han dicho que puede estar en este pueblo.

Los tirones de Chesca se hacían más imperiosos al tiempo que Franki, ya con un hilo de voz, dijo casi disculpándose:

– No, no, de verdad que no lo conocemos.

– Lástima. No se puede ganar siempre, ¿verdad?

El último empujón de Chesca hizo que los dos amigos se giraran para alejarse de allí. Apenas habían andado tres pasos cuando Franki se volvió para preguntar algo al desconocido pero este y su media sonrisa habían desaparecido. 

– ¿Está loco? ¿Qué querías ahora? ¿No ves la pinta que tenía?- le espetó Chesca liberando la tensión acumulada.

– No importa. Pero ese busca al Bolas. Hay que avisarle.

Apretaron el paso y se dirigieron al bar sin dejar de mirar hacia atrás de vez en vez. La noche se había cerrado y apenas se cruzaron con nadie por la calle. En el bar había aún poca gente. El Bolas y sus tres hijos, dos parejas muy amarteladas y tres amigos que hablaban a voces en la barra. Pero cuando se acostumbraron a la semipenumbra del lugar distinguieron en un rincón una figura achaparrada que les fue familiar. Era él, no había duda. Acodado en la barra fumaba lánguidamente y daba frecuentes sorbos a su bebida. El Bolas estaba en el otro extremo de la barra y no parecía prestarle atención. Aunque su primera intención fue salir de allí, tras una mirada cómplice, dieron un rodeo para evitar ser vistos por el forastero y se situaron en un pequeño reservado lejos de miradas indiscretas.

– A lo mejor no lo ha reconocido, susurró Chesca.

– O a lo mejor está esperando al cierre para cargárselo.

– Él dijo que le quería dar algo.

– Ya, y tú te lo has creído.

– ¿Qué hacemos?

– Hay que advertirle.

En ese momento el Bolas les preguntó desde la barra:

– ¿Queréis algo?

Ellos con un gesto casi imperceptible le pidieron que se acercara a la mesa. Una vez allí y ante la actitud expectante del Bolas comenzaron a hacerle gestos dirigiendo los ojos teatralmente al forastero.

– ¿Qué coño os pasa? – bramó el Bolas, poco dado a acertijos a esa hora de la noche.

El improperio se había ahogado entre la música y los gritos de los tres amigos de la barrra pero a Cheska y Franki les pareció que lo habían oído hasta en el Ayuntamiento. Le mandaron callar con un siseo nervioso y lo acercaron a ellos para susurrarle en tono confidencial y señalando con la cabeza al forastero:

– Ese te anda buscando.

El Bolas volvió la cabeza, miró al hombre que seguía acodado en la barra y dijo:

– No lo conozco. Antes le he servido una copa y no me ha dicho nada aunque algo raro ya me ha parecido.

Animado por esta revelación, Franki le resumió su encuentro con el forastero. El Bolas lo escuchó sin inmutarse con su desgana habitual y concluyó:

– Tenéis vistas muchas películas de espías vosotros. Gente con cincuenta años que tuviera el pelo largo hace veinte la hay a patadas. Además yo no me llamo Gorky ¿verdad?

– Tú verás pero ese tipo es muy raro y además yo creo que puede ser un madero- dijo Franki en tono petulante.

Tal vez escamado por esta posibilidad el Bolas se volvió para estudiar al forastero con más detenimiento pero este había desaparecido de la barra. Dentro del vaso había dejado una servilleta cuidadosamente doblada. El Bolas se acercó, la desplegó y la leyó atentamente. Tras esto se la guardó y salió pausadamente del bar sin mirar siquiera a Chesca y Franki.

Tras aquel extraño incidente todo pareció volver a la normalidad. Aparentemente El Bolas, haciendo gala de su sangre de horchata, no le había dado mayor importancia al asunto. Chesca y Franki estaban desconcertados y desilusionados. Se sabían únicos en el pueblo por compartir un secreto con el personaje más admirado y fascinante del lugar, al menos entre la gente de su edad. Pero este parecía no querer hacerles partícipes de su relación real con el forastero. Su trato con ellos a partir de aquel día fue el mismo de siempre y no volvió a hacer referencia al tema, como si no fuera con él. La indiferencia del Bolas los exasperaba pero no difundieron el incidente confiados en que tarde o temprano se convertirían en cómplices de algún oscuro asunto. Hicieron cábalas y más cábalas sobre el contenido de la nota, escrutaron con detalle las reacciones del Bolas en los días siguientes y activaron sendos ojos en sus cogotes para poder tener una visión de 360 grados que les permitiera detectar al forastero si volvía a aparecer. Pero todo fue inútil. Ninguna posible explicación a la nota les parecía lo suficientemente truculenta como para cuadrar con el tipo de asunto que podría llevarse entre manos el Bolas, este mantenía su habitual actitud indolente y no había ni rastro del misterioso forastero.

Tres semanas después de su aparición un trágico suceso conmovió la tranquilidad del pueblo y avivó la leyenda negra del Bolas. Su hijo Marcos y una desconocida aparecieron muertos en un coche. Estaban semidesnudos, tumbados sobre los asientos reclinados y sin signos de violencia. Con estos datos y la ubicación del vehículo a las afueras del pueblo en una zona muy discreta pocas dudas cabían sobre lo que estaban haciendo allí. Además, los que los descubrieron dijeron que sus rostros estaban plácidos y como extasiados. Chesca y Franki conocían a Marcos desde que llegó al pueblo. No habían llegado a intimar pero por tener una edad similar habían compartido con él muchas horas de juego y charla en el bar. De todas formas Marcos era un muchacho más bien retraído, que había dejado el instituto el año anterior y se dedicaba a zascandilear por aquí y por allá sin mucho fundamento.

La primera explicación que dio la Guardia Civil hablaba de un accidente por inhalación de gases que se habrían introducido en el coche cerrado por causas desconocidas. De la chica no se sabía nada, no llevaba documentación y la del coche estaba a nombre de una persona cuya desaparición había sido denunciada hacía seis meses en un pueblo del norte. Si se averiguó su identidad nunca se dio a conocer y su cuerpo fue enviado al depósito de la capital hasta que alguien lo reclamara. Con todos estos elementos la continuación del culebrón Bolas y Familia estaba servida. ¿Quién era aquella chica?, ¿cómo se introdujeron los gases en el coche?, ¿porqué los resultados de la autopsia tardaron mucho más de lo normal en conocerse?, ¿porqué Marcos, teniendo una gran casa y total libertad para utilizarla, se había ido a un descampado a hacer lo que podría haber hecho cómodamente en ella? Todas estas preguntas y muchas más traían de cabeza a los lugareños.

También la imaginación de Chesca y Franki parecía una olla a punto de reventar. Estaban seguros de que aquel “accidente” no era tal y de que tenía algo que ver con el forastero pero no tenían ninguna prueba ni siquiera indicio de que ello fuera así. La Guardia Civil les había tomado declaración, junto a otros compañeros, sobre sus relaciones con Marcos, se había decretado secreto del sumario y aparentemente el caso se había archivado como accidente.

Sin embargo durante el entierro de Marcos un extraño incidente avivó sus sospechas hasta convertirlas en certezas. Dadas las morbosas circunstancias de la muerte y la personalidad del finado y su familia, al sepelio había acudido prácticamente todo el pueblo. En la fría mañana otoñal la gente formaba corrillos en los que se comentaban en voz baja los últimos acontecimientos y se elucubraba con disparatadas versiones sobre los hechos. Ya en la iglesia, El Bolas y sus dos hijos se mantenían firmes y serenos mientras las plañideras oficiosas del pueblo lloraban cansinamente en las primeras bancas por alguien a quien apenas habían conocido y aún así habrían criticado en numerosas ocasiones. Al acabar el oficio se formó la comitiva hacia el cementerio encabezada por D. Marcial y sus acólitos y seguida por la familia, sus allegados y los más recalcitrantes de los asistentes que no querían perderse el último acto del espectáculo. El trayecto era largo y se hizo en silencio. La fina bruma apenas estaba levantándose a esa hora de la mañana y se prometía un día soleado. Ya en el camposanto y tras el ritual de la inhumación se formó una larga cola de asistentes para dar el pésame a la familia. Chesca y Franki pasaron de los primeros y se quedaron a las puertas para esperar a unos amigos. Desde allí apenas podían distinguir a nadie pero sí pudieron ver que el último en dar el pésame era un hombre bajito y tocado de un sombrero indefinible que creyeron identificar como el misterioso forastero de aquella noche. Este cogió discretamente al Bolas del brazo y lo apartó unos pasos de sus hijos. Allí en tono confidencial le susurró algo al oído y pareció que le entregaba un pequeño paquete o una nota. Chesca y Franki, muy nerviosos e inquietos por lo que pudiera pasar, intentaron acercarse a la escena. Debían ir contra corriente de todos los que estaban abandonando el cementerio y perdieron de vista unos segundos al Bolas y su acompañante. Cuando por fin los recuperaron el forastero había desaparecido y el Bolas estaba sentado, más bien derrumbado, en el suelo con la cabeza entre las manos y gimoteando como un niño. Todos pensaron que era el estallido de la tensión acumulada y que al fin el Bolas mostraba su cara más humana pero Chesca y Franki sabían que aquello tenía que ver de alguna forma con el forastero y que no pararían hasta saber la verdad.

En los días que siguieron a estos hechos todo pareció volver otra vez a la normalidad, al marasmo en que se convertía el pueblo con la llegada del otoño. La rutina de cada uno se hacía más aplastante. La vuelta al instituto y el adelanto de la hora parecían una condena para los jóvenes como Chesca y Franki que veían como se les robaba una hora de luz y de vida. Porque el pueblo en otoño parecía replegarse sobre sí mismo. Se preparaba para el largo invierno sumiéndose en un letargo cálido a base de castañas asadas al calor de la mesa camilla durante los atardeceres lentos y prematuros de esa época del año. La vida social, ya de por sí poco animada durante el verano, se angostaba un poco más y se hacía pesada y espesa como una mala digestión. Los espacios públicos se vaciaban y las ocasiones de reunirse con los otros se espaciaban adaptándose a la cadencia litúrgica de la misa de los domingos. Los ateos, descreídos y marginales varios también debían adoptar involuntariamente este ritmo que marcaba de forma inexorable la hora del paseo dominical, la apertura de los bares o la indumentaria más apropiada para cada momento. Se diría que todo el pueblo era un gran recinto monástico regido por los toques de campana solemnes que ordenaban el fluir de la vida.

Chesca y Franki y con ellos la gente de su edad intentaban resistirse pero acababan sucumbiendo también a esa modorra social que imperaba en el pueblo durante los meses oscuros. Tras el corto paréntesis veraniego en el que apenas habían salido dos fines de semana con sus padres a la costa retomaban los hábitos de siempre, instituto, paseos al atardecer, una cerveza donde el Bolas y un discreto magreo en el camino de vuelta a casa con el fondo musical de las campanadas de la medianoche.

Pero este año algo había cambiado. No estaba Marcos, con el que en otro tiempo habían compartido largas partidas de Monopoly en el bar. No estaba tampoco, al menos para ellos, el Bolas que desde la muerte de su hijo se había vuelto aún más taciturno que antes y se cerraba en un mutismo absoluto. Y tampoco estaba el forastero sin edad que había sembrado en ellos la inquietud y la duda y había introducido en sus vidas el cosquilleo de lo desconocido. De todos ellos hablaban en sus largos paseos por el jardín de la Muralla y hacían mil cábalas sobre sus relaciones. Esperaban que algo pasara pero las hojas del calendario caían lánguidamente, como las de los árboles, al ritmo de las campanas de D. Marcial.

Por esas fechas el Ayuntamiento, tal vez preocupado por la somnolencia que parecía invadir el pueblo como una niebla espesa, programó la Iª Feria de la Artesanía Popular de los Países de Habla Hispana. En realidad el nombre era más extenso que la propia Feria ya que esta se componía de siete u ocho tenderetes en los que los artesanos de la región y algunos de los suramericanos que habitualmente asistían al mercadillo de los viernes exponían sus mercaderías con la intención de eliminar stocks y hacer caja antes de retirarse a sus cuarteles de invierno o emigrar a tierras menos inhóspitas. Se completaba el evento con la silbante música de una bandada de bolivianos y un chiringuito de chucherías y churros para hacer las delicias de grandes y chicos.

A pesar de la novedad y la expectación levantada por esta primera edición de la Feria para Chesca y Franki el recorrido por el paseo de la Alforja donde estaba ubicada resultó bastante deprimente. Ellos, desde su altura intelectual, consideraban estos actos excesivamente populares, demasiado apegados a la prosaica realidad. Estaban en esa etapa intolerante y estúpida de la adolescencia en la que se vuelve a la egolatría de la primera infancia y no se admite nada que no venga de uno mismo o de su grupo de iguales. Como en este caso su grupo se reducía a ellos dos, despreciaban a las parejas que paseaban con sus retoños, a las ruidosas pandillas de quinceañeros que brincaban de puesto en puesto y a los jubilados que protestaban por ver invadido su hábitat natural.

Tan sólo se animaron algo el segundo día de la Feria cuando vieron que un nuevo puesto se había instalado en ella. Era ya noche cerrada y al final del paseo, en un extremo de la Feria y como semioculto entre dos grandes robles, descubrieron un pequeño tenderete apenas iluminado por un camping gas que anunciaba en un tosco cartel: “Ciencias Ocultas. Quiromancia”. Atraídos por tan sugerente rótulo se acercaron a él. Sobre una mesa de tamaño regular se amontonaban amuletos de piedras semipreciosas de dudosa procedencia y con supuestos poderes en disciplinas tan diversas como el amor, los males de ojo, la fertilidad, la cocina, las hemorroides o la impotencia. También había los consabidos colgantes con los símbolos más dispares y algunas barajas de tarot y otras especialidades del ramo que no supieron identificar. Al lado había otra mesa más pequeña y en ella el encargado del puesto leía la mano a una señora mayor a la luz de la inevitable vela. La mujer parecía hipnotizada por la voz del quiromante que le susurraba algo que le debía agradar en extremo y a lo que asentía con la cabeza, complaciente. La idílica escena fue interrumpida abruptamente por el supuesto marido de la mujer, un garañón de casi dos metros que la agarró del brazo sin muchas contemplaciones, tiró cien duros sobre la mesa y se alejó de allí maldiciendo entre dientes.

– No corren buenos tiempos para la poesía ¿verdad?- dijo, dirigiéndose a ellos, el hombre que leía la mano.

Ahora que la mujer se había ido y aún a la escasa luz de la vela y el quinqué Chesca y Franki pudieron ver que se trataba de un hombre de mediana edad. Llevaba a la cabeza un largo pañuelo estilo pirata que casi le cubría las cejas y se cubría los hombros con una especie de chal dorado. Del pañuelo colgaba un elegante parche metálico que le cubría el ojo izquierdo. Los dos jóvenes se preguntaron si era realmente tuerto o si la prótesis respondía a exigencias de la puesta en escena. En conjunto la apariencia era extravagante pero muy adecuada al aire de misterio que se pretendía dar a aquel puesto. El feriante, como ensimismado y ya sin dirigirse directamente a ellos, continuó:

– Ahora esa pobre mujer tendrá que aguantar que el patán de su marido le eche una bronca por haber estado aquí conmigo o que le monte una escena de celos. Le preguntará qué le he dicho y ella contestará con evasivas cuando aquí ha oído las cosas más hermosas de toda su vida junto a ese pedazo de leño. ¡Qué mundo este, verdad! Las flores que no se riegan se amustian y mueren como esa pobre mujer. Yo sólo doy alegría, les digo lo que quieren oír, lo que necesitan oír de vez en cuando para no volverse locas. Las riego. Hoy la gente no mira hacia dentro, sólo mira la televisión. Yo puedo ver sus vidas, me asomo al vacío de sus vidas e intento llenarlo de algo de ilusión. ¿Hago mal a alguien?

El hombre quedó unos instantes como absorto mirando fijamente la vela. Chesca y Franki lo miraban sin saber qué hacer. Por fin continuó dirigiéndose a ellos pero sin mirarles.

– Vosotros sois muy jóvenes y a lo mejor no entendéis lo que digo ¿verdad? Aunque por vuestro aspecto y por la forma de cogeros la mano debéis tener mucha vida interior. A vuestra edad todo el mundo tiene esperanza ¿verdad? Es después cuando muere o cuando la mata un energúmeno como ese que habéis visto.

Su voz sonaba lenta y grave como salida de una gruta insondable de antigua sabiduría. Con el parche del ojo y las sombras que en su cara dibujaba la vela parecía una máscara de tragedia griega. Los dos jóvenes escuchaban arrobados el alegato tan poco convencional que el hombre desgranaba frente a ellos. Por fin Chesca dijo:

– ¿Cuánto cuesta leer la mano?

– Yo no leo las manos. Leo en el corazón y eso no tiene precio. La mano, las cartas, la bola son patrañas de charlatanes de feria, trucos para embaucar a pobres mujeres como la de antes. Vosotros, aunque os atraiga el mundo de las ciencias ocultas y toda su parafernalia, sabéis en el fondo que es una gran mentira. No creéis en él porque os han educado en las ciencias visibles, en lo palpable. La escuela crea contables y mercachifles no poetas. Vosotros por vuestra edad os rebeláis y buscáis lo que no se ve pero tarde o temprano acabaréis de pasantes de un notario o de cajeros de un supermercado. Sólo os interesa lo material y medible, cuánto os voy a cobrar, y no lo que os puedo decir. El dinero es la quintaesencia de lo real, es la abstracción perfecta del espíritu materialista. Tras él todo el mundo ve algo que puede comprar, una pizza, un coche o los servicios de una fulana, da igual, lo importante es la posesión permanente o efímera de algo. Sólo el amor puro se libra de este mercadeo. Nadie puede comprar con dinero el amor de verdad. Sólo se compra el amor mercenario de las putas durante un rato o el amor de conveniencia de una pareja para toda la vida. Pero este no es de verdad. El auténtico, el que tiene fecha de caducidad, no tiene precio. Como decía la copla ni se compra ni se vende. Pero, en fin, vosotros sois aún muy jóvenes… aunque veo que sois de pocas palabras y sabéis escuchar. Y eso está muy bien porque ya sabéis lo que decía no sé quién: Si Dios nos ha dado dos orejas y una boca es para que escuchemos más que hablamos. Me parece que os gusta lo oculto ¿verdad? Y me parece también que ahora mismo hay algo desconocido que os tiene muy, pero que muy intrigados.

Chesca y Franki se miraron desconcertados. ¿Cómo podía saber aquel tipo algo tan íntimo de sus vidas? Ellos no lo habían comentado con nadie y aunque así fuera él era un forastero. El feriante advirtió su turbación y continuó:

– Veo que he acertado ¿verdad? De todas formas no es muy difícil porque a vuestra edad todo el mundo tiene muchas cosas desconocidas en su vida que le intrigan. Pero vosotros creo que sois algo diferentes. Queréis entrar en otras vidas, queréis ser como Dios. Conocer para poder juzgar y ya sabéis que el que juzga también puede ser juzgado.

La pareja se sentía cada vez más incómoda pero también más atraída por aquel extraño personaje, cuya voz ejercía una misteriosa atracción sobre cuantos le escuchaban. Percibían lo último que había dicho como una amenaza y eso les resultaba excitante. Se creían al borde un abismo, a punto de recibir una revelación casi mística. Eran incapaces de moverse de su asiento, estaban como clavados a él.

El hombre, que parecía darse cuenta perfectamente del estado de ánimo que había creado en ellos, prosiguió:

– Cada uno es responsable de su pasado y se debe a él. A veces este pasado vuelve a pedir cuentas y hay que atenderle como es debido porque es parte de nosotros. Pero veo que esto es muy abstracto y os podéis aburrir. Si me permitís os voy a contar una historia que os puede ayudar a calmar vuestras inquietudes.

Hace ya muchos años, en un reino lejano, vivía un joven cortesano que era muy infeliz. Su familia era rica y le dio una educación refinada. Disfrutaba de todos los placeres de la vida, viajes, caballos, amigos… pero no había encontrado el amor. Era apuesto y muchas doncellas se lo disputaban pero él estaba confuso y no sabía elegir porque ninguna le atraía especialmente. Entonces apareció en el reino un bello príncipe de larga melena que erraba de lugar en lugar para expiar un oscuro pecado que había cometido en su país. Nuestro cortesano lo conoció y quedó prendado de él. También el príncipe, que era espigado y hermoso como un lirio, se rindió ante el amor. Vivieron un romance intenso y clandestino. Se amaban en los ríos, entre las verdes espigas, en los altos riscos. Llegaron al fondo de la pasión, allí donde ya no parece haber nada más en el mundo. Hasta el más inhóspito lugar del reino y el más humilde pajarillo fueron testigos de su amor desmedido. Pero al cabo de un año justo el príncipe conoció a una rubia princesa, altiva y desdeñosa y desapareció como había llegado. El cortesano se sumió en un profundo tormento. Nada le contentaba. Había perdido el color, el apetito y hasta el aire le faltaba, aquel que había compartido con su príncipe durante las cuatro estaciones justas que tiene un año. Loco de dolor partió a conocer otros mundos y otros príncipes. Pero ninguno era como el suyo. Durante muchos años exploró los confines de las tierras y los de los hombres persiguiendo tan sólo un reflejo de él pero en ninguna parte lo encontró. Así que decidió buscarlo. Sólo él, que le pertenecía, podía devolverle el aire para vivir, ese aire que se llevó con él cuando partió con la rubia princesa. Tras muchas jornadas de búsqueda lo encontró por fin. Estaba más viejo y ya no vivía como un príncipe pero aún conservaba su larga melena. La rubia princesa no estaba con él pero le había dejado un hijo con su mismo aire altivo y desdeñoso. El cortesano le pidió el aire que le faltaba pero el antiguo príncipe lo despreció y tildó de “locuras de juventud” su antiguo romance. Ahora sólo vivía para su hijo y quería olvidar el pasado. Pero el pasado estaba allí y pedía volver o que al menos no se mancillara el recuerdo que le había mantenido vivo los últimos veinte años. Así que el pobre cortesano en vez de curar su vieja herida la vio agravada por el desdén y el olvido. La amargura y el rencor se apoderaron de su corazón. Una princesa rubia y desdeñosa le había robado el aire y ahora su antiguo príncipe le robaba hasta el recuerdo de ese aire. Donde había esperanza se alojó la inquina y donde había amor se instaló el odio. El cortesano, sintiéndose herido en lo más profundo, fraguó una venganza terrible. Si la rubia princesa altiva y desdeñosa le había quitado el aire para vivir con él una loca pasión, él bien podía disponer del fruto de esa pasión. Así, mató arteramente al hijo del antiguo príncipe, pensando en infligir dolor a la rubia princesa allá donde estuviera y en recuperar a su amado príncipe ahora ya libre de toda atadura. Pero este volvió a rechazarlo y además lo culpó de haber llevado la desgracia a su casa. Por fin, torturado por el remordimiento y cegado por el odio, se convenció de que sólo la muerte del traidor podría devolverle el aire. Lo citó con la añagaza de despedirse de él en un lugar alto y solitario y allí, fundidos en el último abrazo, se despeñaron juntos hacia las rocas. Cuando los encontraron el cortesano tenía la boca muy abierta como queriendo aspirar en una última bocanada el aire que por fin había recuperado.

El feriante dio por terminada su historia con un gesto y Chesca y Franki se intercambiaron una mirada entre cómplice y aterrada. Los dos sabían que aquel hombre era el forastero misterioso y que les acababa de confesar un crimen y anunciado otro. Y además sabían que él sabía que lo sabían y que trataba de utilizarlos o amenazarlos o las dos cosas. Todo eso se dijeron en esa mirada furtiva. Tras ella el forastero continuó:

– ¿Qué os ha parecido la historia? Es triste ¿verdad? Ahora vosotros debéis sacar vuestras conclusiones. El pasado es algo que siempre vuelve a pedir cuentas y no se debe uno inmiscuir en sus asuntos. Y ahora, si me disculpáis, es tarde y debo cerrar el puesto.

Apagó el quinqué, sopló la vela y, sin recoger nada de los que tenía en las mesas, se alejó lentamente dejando a los dos jóvenes sumidos en un mar de sensaciones contradictorias.

Por un lado estaban fascinados por la personalidad del forastero. Su voz grave y cargada de matices, su aspecto enigmático y las cosas que decía les habían subyugado, acostumbrados como estaban a la ramplonería de las conversaciones en el pueblo. Pero por otro no cabía duda de que estaban ante un asesino, un loco que, movido por los celos y el rencor, había matado a su amigo Marcos y amenazaba con hacer lo mismo con el Bolas, sin contar con lo que podía hacerles a ellos que ahora se convertían en únicos testigos de cargo contra él.

No se habían movido de sus asientos ni se habían mirado desde que el forastero se marchó. Estaban como paralizados por el estupor y sin acabarse de creer lo que habían oído. En aquel extremo de la feria no quedaba nadie, estaban solos y sumidos en una oscuridad casi absoluta. Por fin Chesca rompió el denso silencio susurrando nerviosamente:

– ¿Era él, verdad?

– ¿Tú que crees?- respondió despectivamente su amigo.

– Y esa historia era la suya con el Bolas ¿no?

– Puede – dejó caer Franki que, aún en estas circunstancias, gustaba de hacerse el interesante.

– Yo estoy acojonada. ¿Qué vamos a hacer? Deberíamos ir a la Guardia Civil.

– ¿Sí? ¿Y qué les decimos? ¿Que un cortesano ha matado al hijo de un príncipe porque este no quería tener un rollo con él? ¡Venga ya! Este tío es muy listo y nos ha dejado con las manos atadas. No podemos hacer nada.

– ¿Y si se arrepiente de lo que nos ha dicho y viene a por nosotros? – dijo Chesca ya a punto de llorar.

– ¡No te pongas histérica, vale! – respondió Franki cogiendo su cara entre las manos- Vámonos a casa y mañana veremos lo que se hace.

A pesar de estar solos hablaban con un cuchicheo nervioso. Se levantaron y, cogidos de la cintura como buscando protección mutua, se alejaron del lugar a grandes zancadas mirando hacia atrás con recelo. Después de tanto hablar de lo oculto y lo sobrenatural estaban por fin paladeando el sabor del miedo, ese que deja la boca reseca y el estómago contraído. Estaban viviendo una experiencia nueva y real, demasiado real, que en aquellos momentos hubieran preferido estar viendo por televisión como tantas otras veces. Pero su curiosidad o el azar los había puesto ahí y ahora no sabían qué hacer. Habían pasado de ser meros espectadores a ser actores de un drama cuyo desenlace no podían adivinar y en el que no sabían exactamente cual era su papel.

Al día siguiente se vieron como siempre al caer la tarde. Pero en contra de su costumbre, en esta ocasión, no buscaron la soledad sino que deambularon por el paseo de la Alforja que a esas horas estaba repleto de gente. Ninguno de los dos había podido dormir y la rutina diaria, el instituto, la comida en familia, las tareas de Dña. Sole se les había hecho más insoportable que de costumbre. Tras un breve intercambio de opiniones acordaron que lo mejor sería ir a hablar con el Bolas para advertirle, pedirle explicaciones o no sabían muy bien a qué. Esperaron, Alforja arriba, Alforja abajo, a que dieran las nueve, ya que a esa hora el bar estaría más tranquilo, y se dirigieron hacia allí. Al entrar no vieron al Bolas. Había una pareja de habituales, los mellizos jugando en una maquinita y la muchacha que servía la barra.

– ¿Y el Bolas? – inquirió Franki.

– Lo han llamado por teléfono y ha salido pitando – respondió la camarera con desgana.

– ¿Sabes si tardará?

– Por mí como si no vuelve, pero no andará lejos porque no ha cogido las llaves del coche.

– ¿Sabes quién le ha llamado?

– ¡Yo qué sé! Yo soy su camarera no su consejera espiritual.

Entre Chesca y Franki se cruzó una mirada intensa en la que flotaba la última cita de la que habló el forastero la noche anterior. Salieron precipitadamente del local y en la calle volvieron a encararse ahora ya con la angustia dibujada en sus rostros. Era noche cerrada y aquella podía ser la última para el Bolas. Pero ellos no podían hacer nada porque realmente seguían siendo sólo espectadores, aunque de excepción, de un drama del que sólo conocían parte del guión y en forma de cuento de hadas. Se sentían como dentro de una de esas pesadillas en las que el cuerpo parece pesado e incapaz de reaccionar para evitar el ataque de un monstruo, la caída al precipicio o el atropello de un tren.

Presos de una gran agitación y sin saber qué hacer se alejaron del lugar y, abandonando las precauciones que habían guardado toda la tarde, se dirigieron a las afueras del pueblo buscando un poco de sosiego para poder pensar. Al final de una calle, en una plazoleta mal iluminada y cubierta por plátanos gigantescos, vieron al Bolas. Estaba de pie apoyado en una farola. Ya habían apretado el paso para alcanzarlo cuando vieron al forastero que salía de una esquina y se acercaba al Bolas por la espalda. Franki se quedó paralizado por el pánico y a Chesca se le ahogó en la garganta el grito que pretendía avisar al Bolas del peligro. Bajo la incierta luz de la farola la sombra del forastero se aproximaba a su presa. Para ellos todo estaba pasando como a cámara lenta y aún así no podían reaccionar, seguían suspendidos, colgados en el espacio y en el tiempo a veinte metros de la tragedia que se adivinaba. Por fin el forastero se abalanzó sobre el Bolas, pero lo que se presumía un ataque pareció más bien un abrazo. Sus brazos rodearon el cuello del Bolas tiernamente, con suavidad, y este se dejó hacer sin volverse, como reconociendo caricias ya sentidas. Se deslizó delicadamente por la espalda de su amado absorbiendo cada centímetro de su cuerpo hasta quedar abrazado a sus piernas, de rodillas. El Bolas se volvió y tras levantar al ángel caído lo besó largamente, sin apasionamiento pero con esa devoción que da la ternura revivida.

Chesca y Franki retrocedieron unos pasos. Estaban como aturdidos. Era la primera vez que veían besarse a dos hombres y el espectáculo, tras la tensión sufrida, les había producido un punto de repulsión instintiva. Se apartaron un poco para no ser vistos y observaron como los dos hombres, sentados muy juntos en un banco, iniciaban una larga confidencia. Cuando creyeron que ya nada iba a pasar se alejaron lentamente dejando en la penumbra las dos sombras fundidas en una.

De vuelta a casa ninguno habló. Se sentían entre aliviados, defraudados y avergonzados por lo que acababan de presenciar. Pero sobre todo estaban desconcertados. Todo el montaje que se habían hecho a raíz del cuento del forastero se les venía abajo. O bien el Bolas estaba colgado del asesino de su hijo sin saberlo o bien este se había burlado de ellos no sabían muy bien con qué propósito. Todo se confundía en una gran maraña y les hacía sentirse como marionetas en manos de fuerzas que escapaban a su control. Decidieron no hacer nada y dejar que las cosas siguieran su curso. Al fin y al cabo sólo tenían la revelación fantasiosa de un extraño y la escena que acababan de espiar. El resto sólo eran elucubraciones, dudas, sospechas, nada. Pero el siguiente capítulo de la historia no tardó en llegar.

La noche siguiente, cuando se dirigían al Bolas, como de costumbre, y estaban a punto de entrar, este les salió al paso. Parecía haberlos estado esperando. Los cogió bruscamente de los brazos casi con violencia y los llevó a la parte trasera del bar. Estaba muy excitado. Se encaró con ellos y les espetó a bocajarro, separando mucho las palabras y como una caldera a punto de estallar:

  • ¿Puede saberse a qué coño estáis jugando?

Tenían su cara a un palmo de las suyas y podían oír su respiración agitada y ver las venas hinchadas de su cuello.

– ¿Por qué coño no os metéis en vuestros asuntos, niñatos de mierda? ¿Quién os manda husmear en la basura ajena?

Chesca y Franki estaban sorprendidos y asustados. Nunca habían visto al Bolas así. Parecía un león a punto de saltar sobre ellos.

– ¿No os han dicho nunca que no se debe uno meter donde no le llaman porque puede salir escaldado? Un par de hostias cada uno es lo que vais a sacar de esto.

Había bajado ya la voz y parecía recuperar la calma. Franki lo aprovechó para intentar explicarse:

– A nosotros nos preguntó ese hombre…

– Ese hombre no existe. No hay ningún hombre. ¿Entendido? – cortó en seco el Bolas, ahora ya en tono algo más tranquilo.

Recuperada del susto inicial Chesca trató de intervenir:

– A nosotros nos da igual pero ese hombre nos contó en la Feria que…

– Ya sé lo que os contó en la Feria. Una sarta de mentiras o de verdades a medias o de mentiras que él cree verdades ¿yo qué sé?- ahora su aspecto y su tono parecían cansados, como el que repite cosas que está harto de decirse a sí mismo- Está loco y ha vuelto para volverme loco a mí también. Pero vosotros no debéis hacerle caso y menos ir con el cuento a nadie.

Calló un momento y pareció sopesar la conveniencia de continuar con sus revelaciones. Por fin continuó:

– Conocí a Max en Rotterdam hace muchos años. Yo estaba harto de todo, en un mal momento. El era brillante y me atrajo desde el principio. Vivimos juntos casi un año. Quise a ese hombre como no he querido nunca a ninguna mujer pero aquello acabó muy mal. Llegó un momento en que quiso absorberme de tal modo que tuve que huir. Era posesivo y comenzó a tener unas neuras extrañas. Se volvió celoso y ya era imposible vivir con él- conforme hablaba se iba hundiendo más, mostrando el sufrimiento de sacar a la luz cosas largamente ocultadas.

Chesca y Franki escuchaban fascinados el relato del Bolas. Era la primera vez que podían ver su cara humana. Aquel hombre de hielo les estaba abriendo su vida y completando una historia que ellos sólo habían conocido a retazos. Ahora por fin creían tener todas las piezas del rompecabezas. El Bolas o Claudio o Gorki retomó el hilo de la historia:

– No lo había vuelto a ver hasta que se presentó en el bar después de hablar con vosotros. Está más viejo pero sigue teniendo la misma fuerza de antes. Me pidió volver a empezar donde lo habíamos dejado y olvidar este paréntesis de veinte años. Algo se conmovió en mí pero me negué. No quiero remover el pasado. Entonces sucedió lo de Marcos y en su entierro Max me dijo que la mujer que murió con él en el coche era su hija. Tenía con ella una relación extraña, casi patológica, como con todo el mundo con el que se relaciona. Como nadie los conocía aquí y nunca los habían visto juntos no reclamó el cadáver. Yo creo que para poderme dar la noticia de esa forma teatral que tanto le gusta a Max. Así que Marcos y ella se conocieron sin saber nada de los demonios que sus padres tenían ocultos bajo el colchón. Ahora Max está obsesionado con que él ha tenido la culpa de lo ocurrido. Cree que los ha matado y que debe pagar por ello. Me habla de extrañas venganzas del destino, de fuerzas ocultas que mueven nuestras vidas. Está completamente trastornado. Sufre mucho y yo no sé qué hacer para ayudarle. Sigo queriéndolo pero no voy a volver atrás. Tampoco puedo dejarlo ahora en este estado porque puede hacer una barbaridad. Ahora ya lo sabéis todo pero debéis olvidarlo, dejarnos en paz y seguir callados como lo habéis hecho hasta ahora. Nosotros resolveremos la cuestión. Vosotros no tenéis ya nada que hacer. Así que no os volváis a entrometer ¿entendido?

Estas últimas frases las había dicho tratando de recuperar de forma poco convincente el tono de amenaza con el que había comenzado la conversación. En realidad se le veía abatido pero aliviado, como el que se descarga de un gran peso que lleva encima largo tiempo. Se alejó hacia el bar dejando a Chesca y Franki aturdidos por lo que les había dicho y cómo se lo había dicho.

También ellos se dirigieron de vuelta a casa pensando que ya habían tenido suficientes emociones por esa noche. Durante el trayecto mantuvieron un silencio denso hasta que Chesca exclamó:

– Es muy fuerte ¿no?

– ¿El qué?

– Pues toda esta historia. Me parece que va a acabar muy mal.

– ¿Por qué?

– Pues porque el tal Max está loco de atar y, como ha dicho el Bolas, puede hacer cualquier cosa.

– A mí ya me da igual y además no quiero saber nada más de este asunto. Que lo arreglen ellos que ya son mayorcitos.

– Pero nosotros estamos en medio y lo sabemos todo.

– Pues yo me quito de en medio ahora mismo ¿vale? Y tú deberías hacer lo mismo.

De repente, al volver una esquina, se toparon con Max. Estaba arrebujado en un portal, como lo vieron la primera vez. Ahora que conocían algo más de él les pareció más cercano aunque no pudieron impedir que un escalofrío de temor les recorriera la espalda y les hiciera juntarse un poco más. Esta vez había elegido para la puesta en escena un impecable traje blanco un tanto fuera de lugar. El ojo izquierdo estaba en su sitio y como detalle que rompía el equilibrio de su porte lucía un absurdo clavel rojo en la solapa.

Ante de que pudieran decir nada, si es que hubieran tenido algo que decir, el forastero les susurró con sorna:

– ¡Vaya, vaya! Si son mis dos jóvenes y entrometidos amigos.

A Chesca y Franki el segundo adjetivo les sonó a reproche o amenaza, lo que hizo que se juntaran un poco más y se cogieran de la mano.

– La primera vez que os vi os ofrecí dos papeles por vuestro silencio ¿recordáis? Ahora quiero que habléis gratis porque entre los amigos no debe haber secretos y porque además el dinero corrompe la amistad. Sé que habéis estado con Gorki pero no sé lo que os ha dicho. A decir verdad él no sabe lo que dice porque no sabe lo que quiere, nunca lo ha sabido. Quiere ayudarme pero no sabe que soy yo el que debo ayudarle a él- mientras hablaba, Franki no dejaba de mirar su mano derecha que no había sacado del bolsillo de la chaqueta desde el principio- Pero no puedo ayudarle si no sé lo que piensa. Si conoces el pensamiento de un hombre tienes la llave para hundirlo o para levantarlo. Y vosotros, que sois como dos pajarillos que sobrevuelan estos días nuestras vidas, debéis conocerlo ¿verdad?

Con el tono de la última frase dejó aleteando la pregunta en el aire como un ave negra cargada de malos presagios. Chesca y Franki estaban paralizados por el terror. Sus manos sudorosas se agarraban crispadamente y la mano derecha del forastero, tercamente hundida en el bolsillo, no contribuía a tranquilizarlos.

Tras un largo silencio en el que Max no movió un solo músculo y no dejó de mirarlos fija e intensamente a los ojos, Chesca murmuró con un hilo de voz:

– Él no quiere volver con usted.

– Ya os he dicho que él no sabe lo que quiere- su voz había sonado ahora más tensa y como dejando entrever una ligera impaciencia que asustó aún más a los dos amigos- Ningún príncipe sabe lo que quiere. Pasan por la vida saltando de flor en flor. Son como las mariposas cuya única función es alegrarnos la vista. Pero no tienen corazón. ¿Alguien ha visto alguna vez el corazón de una mariposa? ¿Y el de un príncipe? Viven ensimismados en su belleza y para ellos no existe el ayer ni el mañana. Por eso siempre debe haber un cortesano que les guíe y les recuerde que algún día deben morir para expiar el pecado de su arrogancia infinita. Vosotros ya conocéis al príncipe y al cortesano y sabéis que han sido sus hijos los que han pagado por sus culpas. ¿Qué creéis que deben hacer ahora ellos?

Su voz había abandonado el tono amenazante del principio y ahora parecía otra vez el charlatán de feria que los había cautivado días atrás. Algo más tranquilo, aunque sin quitar la vista de la mano oculta del forastero, Franki respondió:

– Nadie más debe morir.

– Para los jóvenes nunca nadie debería morir ¿verdad? Vosotros no tenéis ayer y queréis vivir el mañana pero… ¿y el que tiene un ayer largo y oscuro que no le dejará vivir otro mañana? ¿no sellará en él la muerte las heridas abiertas por donde se le va la vida? Todos los príncipes tienen heridas propias o ajenas que sellar y el buen cortesano debe ayudarles en esta tarea. Todo el mundo, hasta los pajarillos que revolotean a su alrededor, deben ayudarle a encontrar el camino. Vosotros podéis hacerlo desvelándome su pensamiento pero no queréis porque tenéis miedo. Os gusta hurgar en la vida ajena pero os asusta participar cuando deja de ser un juego. Ya os dije una vez que el juzga puede ser juzgado y el que condena puede ser condenado. Pero… en fin, yo ya he dicho lo que tenia que decir y haré lo que tenga que hacer. Gorki lo sabe pero no lo entiende. Sólo os pido una última cosa antes de partir. Debéis entregarle algo de mi parte. Hay cosas que duele demasiado decir cara a cara.

Estaba como ajeno a todo e incluso al hacer esta petición parecía hablar consigo mismo como si Chesca y Franki no fueran sino instrumentos de una fuerza superior que él dirigía a su antojo. En ese momento sacó la mano del bolsillo y los dos amigos hicieron un movimiento instintivo hacia atrás que no le pasó desapercibido. Extendió la mano hacia ellos y luciendo por primera vez su media sonrisa de celuloide les dio una carta. Estaba abierta y en el sobre sólo se podía leer: Gorki.

– Es para él pero como veis os dejo un último dilema. Si queréis sobrevolar como hasta ahora el borde del abismo, entregadla y no sabréis más de mí. Si queréis echar pie a tierra y asomaros a él leedla y tal vez conozcáis su fondo.

Y como si se tratara de un actor de teatro hizo mutis lentamente dejando otra vez a Chesca y Franki sumidos en la angustia de estar asistiendo a una obra cuyo argumento los envolvía poco a poco en una espesa telaraña y cuyo final desconocían y no acababa nunca de llegar.

Chesca se abrazó a su novio y rompió a llorar nerviosamente. Por primera vez se veía realmente desbordada por la situación. Quería despertarse de ese mal sueño en el que todos la amenazaban y para el que ella preveía un final trágico. Franki intentó tranquilizarla:

– Ya te he dicho que vamos a olvidar todo esto. Le daremos la carta al Bolas y no volveremos por allí hasta que todo se calme.

– Pero ¿y si lo mata? Nos lo dice bien claro todas las veces. Parece que quiere que lo denunciemos o lo evitemos de alguna forma.

– Ese tío sólo quiere ser la estrella siempre ¿no lo ves? Tiene mucho teatro. Yo creo que no hará nada. Está demasiado colgado del Bolas. No sé lo que quiere de nosotros ni porqué nos ha metido en todo esto. Sólo sé que quiero salir ya.

La carta estaba en la mano de Franki en la misma posición que se la había dejado el forastero, abierta como una trampa para conejos. Los dos la miraron con aprensión, parecía quemarles. Decidieron llevarla al bar y dejársela allí al Bolas. No querían verlo después de todo lo ocurrido esa noche ni tener que darle más explicaciones. Se encaminaron hacia allí y en la última esquina se detuvieron en un rincón. Presentían que no iba a acabar todo tan fácilmente como les había dicho el forastero. La carta seguía abierta, atrayéndolos como la fruta prohibida. Tras una mirada de complicidad y sin decir nada Franki la abrió y comenzó a leer en un susurro:

“Querido Gorki, mi príncipe:

Te hago llegar esta misiva por medio de estos dos pajarillos que nos miran con los ojos muy abiertos. Ellos no han podido evitar leerla aunque te digan lo contrario. Son curiosos y quieren asomarse al abismo en el que nos encontramos. Espero que puedan aprender de nosotros algo más que nuestros hijos.

Después de nuestro último encuentro sé que no crees o no quieres creer la verdad y que necesitas pruebas. No quieres creer que mi amor por ti haya sido el causante de la tragedia porque entonces tú serías su cómplice y eres demasiado cobarde para admitirlo. Pero yo te daré las pruebas que necesitas. Mañana te espero en nuestra plaza sobre la media noche. Con mi adiós te daré la certeza de que el destino nos ha castigado haciendo que acabemos por mi mano, por nuestra mano, con los frutos de nuestra separación. De este crimen sólo tú y yo debemos dar cuentas.

Tuyo siempre, Max”

Chesca y Franki intuyeron que esta vez sí, el fin estaba próximo. Y también comprendieron que el forastero les proponía un enésimo dilema. Pero estaban muy cansados como para decidir si acudirían o no a esa última cita. Seguían sin saber su papel en el drama pero presentían que al menos como espectadores estarían en el último acto. Franki entró al bar discretamente y dejó la carta sobre la barra sin ser visto. Cuando, desde un rincón, se aseguró que el Bolas la cogía salió del bar.

El día siguiente amaneció triste como una premonición. Había llovido por la noche y el aire traía del norte el olor a tierra mojada propio del otoño. Una delicada neblina desdibujaba los contornos del paisaje urbano, tan familiar, aportándole un algo de misterio que habitualmente habría sido muy del gusto de Chesca y Franki. Pero aquella mañana de sábado ni los olores, ni los colores, ni esa agradable indolencia propia de los despertares tardíos entre sábanas cálidas de los días sin clase lograban evitar en los dos amigos una punzante sensación de que algo horrible iba a suceder.

Durante todo el día evitaron seguir la rutina habitual de un sábado corriente. No fueron al aperitivo en la Alforja, ni al paseo de la tarde ni mucho menos a la partida de Rol en el Bolas. Se vieron ya bien caída la tarde en un pequeño parterre alejado de miradas indiscretas que estaba situado a la salida del pueblo. Estaban como ajenos el uno del otro, intentando barruntar lo que iba a suceder unas horas después. Sin decirse nada, como siempre, habían llegado a la conclusión de que acudirían juntos a la última cita. La telaraña que los envolvía no les permitía a estas alturas la huida. Se sentían obligados por las palabras del forastero, por su ingenua lealtad al Bolas, por lo que ya sabían y por lo que querían saber. Pero aquella excitación de los primeros episodios de la historia había desaparecido. Aquel orgullo pueril de sentirse únicos en el pueblo había dejado paso a la ansiedad y a la sensación de tener que llegar hasta el fin aún en contra de su voluntad.

Sentados en un banco, dejaron pasar el tiempo sin apenas hablar, como el condenado que apura sus últimas horas. Cuando creyeron llegado el momento se dirigieron a la plaza de los plátanos dando un gran rodeo para evitar encuentros inoportunos. Se situaron cerca del lugar donde habían estado la vez anterior pero más próximos a la plazoleta, escondidos en un portal donde podían ver sin ser vistos. Con el corazón latiendo desbocado se dispusieron a esperar.

La plaza estaba en penumbra. Las cuatro farolas que la alumbraban apenas dejaban ver su luz ocultas tras las enormes hojas de los plátanos. Las sombras de estas proyectaban una lúgubre danza sobre la tierra húmeda agitadas por un viento que empezaba a soplar con fuerza. Faltaban pocos minutos para la media noche y la plaza seguía desierta como un teatro antes de la función. Chesca y Franki comenzaban a sentir un frío intenso que agarrotaba sus músculos. Su respiración agitada producía grandes bocanadas de vaho que temieron que delatara su presencia. Súbitamente se quedaron quietos conteniendo el aliento. De lejos sonaron unos pasos solemnes y espaciados. En el silencio de la noche el taconeo se acercaba lentamente por una callejuela que enfrentaba con la que ellos estaban. El ritmo era como de paseo por lo que temieron que se tratara de algún viandante ajeno al drama. Pero cuando se asomaron pudieron distinguir recortada sobre la escasa luz de la callejuela la silueta achaparrada del Bolas que accedía a la plaza. Miró pausadamente en derredor y se acodó indolente en una de las farolas. Por fin uno de los personajes hacía su aparición. Pero ¿y el otro? Era ya bien pasada la media noche y no daba señales de vida. ¿No habría sido otro de sus montajes? ¿Una puesta en escena en la que él sería la estrella precisamente por su ausencia? De estos augurios los sacaron bruscamente unos pasos rápidos, como de carrera, que saliendo de alguna de las callejas de la plaza se echaron encima del Bolas. En unos segundos estaba rodeado por tres guardias civiles, el sargento del puesto y dos números. El primero, claramente sorprendido y contrariado, le preguntó:

  • ¿Y tú? ¿Qué haces aquí?

El Bolas, que apenas se había movido de su posición, contestó con un desdén mal disimulado:

– Tomando el fresco, ¿y usted?

– No me toques las pelotas, Bolas, que a lo mejor te arrimo una hostia que se te van las ganas de vacilar- respondió irritado el sargento que era de la vieja escuela.

– Es un poco tarde para la ronda ¿no?- dijo el Bolas más comedido.

– ¿Nos has citado tú aquí?

– Yo no. ¿Para qué habría de citarles?

– Esta mañana se ha recibido en el puesto una nota de alguien que daba señales ciertas de conocer a la chica que apareció muerta con tu hijo y nos citaba aquí si queríamos saber más del asunto.

Chesca y Franki seguían la escena desde su escondite. Este nuevo giro los había sorprendido y tranquilizado a la vez. Si estaba la Guardia Civil nada malo podía suceder. De repente, como si surgiera del más allá y reproducida por varios altavoces, clamó la voz profunda del forastero:

– Ya están juntos el príncipe y la ley. Por fin se hará justicia.

Los actores secundarios se quedaron petrificados. Tras el primer momento de estupor los guardias echaron mano de sus armas y giraron sobre sí mismos tratando de localizar el origen de la voz. Pero esta salía de varios puntos de la plaza produciendo ecos enfrentados que le conferían un macabro sonido de ultratumba.

– No busquéis la fuente de la verdad porque está en todos los rincones y ahora va a sacudir vuestras conciencias dormidas. ¡Gorki, Gorki! Mi príncipe de la traición. Huiste de mí tras un año de luz dejándome en las tinieblas. He andado casi veinte años por la cara oculta de la luna, buscándote. Quería recuperar el sol y sólo he encontrado el desprecio frío y oscuro de tu corazón. Los príncipes os creéis por encima de todo y de todos pero también os llega el momento de pagar por vuestros crímenes. Tú me has muerto en vida y yo he muerto la vida que engendraste. Marcos murió por mi mano, que amañó el coche para convertirlo en un féretro de dos plazas y por la de una zorrita sin nombre que por cuatro duros lo sedujo para acompañarlo inconscientemente en su último viaje. Los dos pagaron por ti sin saberlo. Y ahora, al rechazar mi amor que es el único que podría redimirte, debes ser tú el que pague por tu traición. El cortesano te indicará el camino. He convocado a la ley de los hombres para que en su memoria quede tu infamia y a los dos pajarillos para que conozcan el fondo del abismo al que nos has empujado. Que ellos sean testigos de la justicia del cortesano.

Tras el discurso se impuso un silencio denso sólo roto por el aullido del viento en las hojas de los plátanos. El Bolas y los guardias, que habían escuchado todo inmóviles y expectantes, comenzaron a removerse inquietos. Chesca y Franki, paralizados por el frío y el terror en su escondite, presentían el fin trágico del último acto.

El primer disparo sonó como un trueno a las espaldas del Bolas. El fogonazo iluminó la escena por un instante permitiendo ver al forastero que avanzaba, pistola en mano y sin dejar de disparar, hacia el grupo de la plaza. El sargento montó el arma y le apuntó fríamente. El Bolas le golpeó el brazo, desviando el disparo y se abalanzó sobre el forastero. Su ¡Max! desgarrado se perdió entre la ráfaga de subfusil que atravesó limpiamente los dos cuerpos unidos por el último abrazo. Tendidas en el suelo quedaron la pistola de fogueo del forastero y una historia de veinte de años de amor y olvido.

Chesca y Franki quedaron extrañamente tranquilos, como si hubieran asistido a algo inexorable que tenia que suceder porque estaba en el orden natural de las cosas. La escena vivida había sido para ellos como una liberación tras la tensión y la incertidumbre vividas. La mano maestra del forastero había escrito el guión de la obra, diseñado los escenarios, escogido el público y provocado el desenlace, reservándose para sí el papel de protagonista principal. Pero también les había dejado conscientemente muchas preguntas que les perseguirían largo tiempo.

De vuelta a casa, sin hablar como siempre, los dos rumiaban la más inquietante de todas. ¿porqué ellos?

Fernando Navarro

Córdoba, octubre 2.001

Etiquetas: adolescencia relato

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