En el bachillerato del Colegio Margil teníamos a un prefecto muy bueno y muy simpático, Fray Guillermo Hernández, a quien apodábamos el “Mimoso”, por su parecido con un ratoncito de peluche de una serie de televisión de los años setenta y ochenta, llamada “Odisea Burbujas”.

En su función de establecer el orden y la disciplina dentro de la institución, el Padre Memo se pasaba el día recorriendo los corredores, salones y patios de la escuela, metiendo a los “pinteros” a clase, llamando la atención a los mal portados y aconsejando a los alumnos para que aprovecharan de la mejor manera su vida de estudiantes.

Hay quien decía que era muy enojón, pues siempre se mostraba severo y estricto. La verdad, era un maravilloso amigo que se preocupaba por nosotros, un compañero inolvidable de esa etapa de nuestras vidas.

Al llegar al fin de la jornada, después de tanto ir y venir, de subir y bajar escaleras, de celebrar sus misas y hacer sus oficios, el Padre quedaba bastante cansado. Sus brazos y sus piernas eran un poco más chicos que los normales, lo que le representaba mayores esfuerzos en su actividad física. Así es que cuando por la noche regresaba al convento, era común que se quejara con sus compañeros del dolor de sus piernas.

Ahí mismo, dentro del Convento de San Diego, había un sacerdote de gran estatura y rasgos indígenas, conocido como Fray Domingo. Era una persona de una gran bondad y espíritu se servicio. De sus misiones en la Sierra Tarahumara y su trabajo en otras comunidades había aprendido mucho sobre hierbas y remedios naturales, por lo que los feligreses lo buscaban no solamente para curar sus males espirituales, sino también sus enfermedades corporales. Al darse cuenta del padecimiento de Fray Guillermo, el Padre Domingo le dijo:

– ¡Mire hermano! Me he dado cuenta que últimamente está padeciendo mucho de sus piernas -.

– ¡Si Domingo! ¡Me duelen tanto y me siento tan cansado, que hay noches que no puedo ni dormir! -.

– ¡No se preocupe Padre! ¡Tengo un remedio infalible para eso! En cuanto lo prepare se lo llevo a su celda. ¡Va a ver que se va a sentir como nuevo! ¡Le va a caer muy bien! -.

– ¡Muchas gracias Padre! ¡Dios te lo ha de pagar! -.

    En cuanto tuvo tiempo, Fray Domingo puso una hojas de marihuana en un frasco ámbar con alcohol y lo dejó serenar por unos días. Luego, cuando estuvo listo, se lo llevó a Fray Guillermo a su cuarto y, al no encontrarlo, se lo dejó sobre el buró con una nota que decía: “Aquí está el remedio para sus piernas”.

    A la mañana siguiente, cuando el Padre Domingo pasaba por la celda de Fray Guillermo lo encontró muy mal. Estaba ansioso, débil, pálido, con náuseas y vómitos; se encontraba prácticamente abrazado al retrete.

    – Pero ¿qué le pasa Padre? -. Dijo Fray Domingo intrigado.

    – ¿Qué qué me pasa? Que no he podido dormir en toda la noche. Me he sentido mareado y no he parado de tener alucinaciones. Y todo por culpa de tu maldito remedio -.

    – Pero ¿por qué? ¿Qué es lo que hice mal? -.

    – ¡Yo no sé ¡ Pero después de un rato que me lo tomé me puse como estoy -.

    – ¿Cómo que se lo tomó hermano? Si el remedio era para untarse en las piernas, no para beber.

    Alcohol con marihuana para friegas musculares (cannabislandia).

    Templo de San Diego, Aguascalientes, México (Wikipedia).

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