Era la noche de un jueves de julio. Ana intentaba dormir pero el calor sofocaba su habitación, pese a que las cortinas permanecían abiertas dejando pasar una brisa tibia que por lo menos mantenía a raya el olor que despedía el sudor de sus sábanas húmedas. Era un tenue destilar que apenas si hacía cosquillas en su nariz. Habían cortado la electricidad otra vez, el ventilador yacía apagado, inerte en la oscuridad. Las aspas colgadas del techo parecían mirarla con ironía y burla. Era la tercera vez esa semana. Encendió la pantalla estrellada de su celular, daban las 3 de la mañana y en ese momento, los vecinos del cuarto contiguo comenzaron a pelearse a gritos. No era una novedad, solía ocurrir mucho y todo se escuchaba a través de las delgadas paredes de su cuarto.
Su cuarto era pequeño, como de estudiante. Tenía una sola ventana junto a la puerta que estaba de frente a la cama. La cama era el centro de aquel cuarto sin muebles. Tenía sólo un guardarropa blanco del lado derecho y del lado izquierdo había una estufa y el lavamanos con un par de platos y vasos sin lavar. Había también, casi pegada a la cama, una mesita con dos sillas altas para comer. Frente a su cama, a un costado de la puerta, estaba adosada a la pared una pantalla de 24 pulgadas. Un poco más a la izquierda estaba el baño colindando con la estrecha cocina. Era lo más que podía pagar con su sueldo en una tienda de conveniencia. A sus treinta y tantos años había pasado ya por mucho en la vida: malas experiencias amorosas, empleos mal pagados, estafas, ingenuidad, tandas, antidepresivos, deudas con el banco. Pero no pediría ayuda jamás. Estaba sola, siempre sola.
Fue esa misma noche que los dolores comenzaron. Se dice que al entrar a los treinta te asechan los dolores comunes del desgaste por la edad, dolor de huesos, los típicos chistes del dolor de la rodilla son verídicos. Pero esa noche fue el hombro izquierdo. El dolor era punzante y persistente pues al alzar el brazo de inmediato sentía aquella descarga que le volvía a pegar el codo al tronco, ¿a qué se debía? no podría deducirlo, llegó de repente y llegó para quedarse. Fue esa noche, la noche del jueves.
Al día siguiente se levantó, con el pesar de haber dormido apenas un par de horas. Le tocaba el turno matutino, a las 6 de la mañana tenía que estar en la tienda y sólo faltaban 45 minutos para eso, así que se lavó la cara y se desenmarañó el cabello, largo hasta los hombros y ondulado o más bien caótico, como siempre. Al mirarse al espejo notó las manchas verdosas que aparecieron bajo sus ojos, unos ojos hinchados y cansados. Le costó trabajo quitarse la bata por el dolor del hombro que decidió acompañarla desde entonces. Ya era tarde, pero no podía irse sin bañarse, ya se veía lo suficientemente miserable como para encima llegar oliendo a rayos. Con dificultad logró lavarse el cabello y al menos tallar sus axilas para quitar cualquier vestigio de sudor y mal olor. Cuando faltaban sólo cinco minutos para las seis ya estaba saliendo del cuarto, con el estómago vacío y los ojos irritados por el rocío de aquella mañana.
Al llegar al trabajo, Lola su compañera, la miró con ganas de asesinarla pues ya pasaba de su hora de salida y quería ir a dormir. Sin embargo al mirarla de cerca, sintió lástima y no le dijo nada.
Ana compró analgésicos y una botella de agua, ese fue su desayuno de aquel día. Tenía malos hábitos alimenticios pues, aunque siempre se le advirtió que el desayuno era la comida más importante, ella prefería comer sólo cuando sintiese hambre. No era precisamente un ejemplo de vida saludable. Y cómo le dolía el hombro.
Durante ese día, la gente entraba y salía una tras otra, pues como era fin de semana y además quincena…
Al mediodía su brazo estaba rígido, pegado a su tronco prácticamente inmóvil e inútil. Faltaban dos horas para que pudiera irse a casa pero no desesperaba, pues ya había pasado la mayor parte del día, ¿qué eran un par de horas más?
Por fin dieron las 2 de la tarde, para entonces un temblor inoportuno afectaba sus pulgares y un hormigueo recorría sus manos. Tenía una fatiga muscular imposible de ocultar, sentía que alzar los brazos mientras hacía su corte de caja, le desgastaba toda la fuerza de su cuerpo. Su relevo llegó casi a tiempo con ganas de platicar pero Ana no estaba de humor. Salió del lugar lo más pronto posible y pensó en tomar un taxi pero no quería gastar de más, así que caminó a la parada del autobús. Al llegar, gruesas gotas de sudor escurrían por su espalda y sentía las axilas húmedas. Quizá era momento de cambiar de desodorante. El día era tan blanco y reluciente que le comenzaba a doler la cabeza y arder los ojos. Esperó un largo rato antes de que el autobús que la llevaba a su barrio hiciera acto de presencia. Estaba lleno… pero no quería seguir esperando, así que se subió. Sentía náuseas, le dolía la cabeza y el brazo. El dolor ya era casi insoportable. Le tocó ir parada todo el camino, aferrada a la agarradera con una sola mano. La gente pasaba rozando su cuerpo contra el de ella, se sentía pegajosa y asqueada.
Al fin llegó a su destino y al bajar soltó un gran suspiro. Le comenzaba a doler el otro hombro, el derecho. Culpaba al autobús mientras caminaba lentamente a su casa, el camino nunca le había parecido tan largo. Entró a la unidad habitacional, parecía que no había ni un alma. Llegó al edificio A y comenzó a subir las escaleras con pesadez. Todo seguía de la misma forma en que lo dejó: trastes sucios en el lavabo, el piso lleno de pelusa y la cama un desastre pero el foco del baño estaba encendido, así como el ventilador. Había regresado la electricidad.
Se dirigió al baño y con mucha dificultad se desvistió. Se miró al espejo, su piel cambiaba de tonalidad en donde le llegaban las mangas. El sol nunca fue muy piadoso con ella.
El cuerpo que miraba ya le resultaba extraño, es cuestión de la edad, supuso. La gravedad también parecía estar metiendo su cuchara en lo que veía en el espejo.
Se metió a la regadera y giró la llave con ambas manos, emitiendo quejidos de dolor y se quedó ahí bajo el agua un largo rato. Le dolían los hombros, los dedos y las muñecas de ambos brazos. Le empezaban a doler también las plantas de los pies. Al intentar agarrar el shampoo, este se le cayó de las manos, pues estaba tan pesado y resbaloso. Lo dejó ser y decidió ponerse el jabón líquido como shampoo. Con brazos rígidos, casi sin separarlos del resto de su cuerpo, lavó su cabello una vez más.
Una hora más tarde se encontraba haciendo una sopa instantánea para comer con galletas. Había encendido la televisión, sólo para apagar un poco el silencio que carcomía sus soledad y comió lentamente. Sus brazos no daban a más, ¿sería momento de visitar a un médico? no, no podía darse el lujo de hacer gastos innecesarios. Seguramente era sólo el cansancio y el desvelo.
Terminó de comer y añadió más platos a la exhibición que tenía en el lavabo, donde la única asistente era una mosca ruidosa. Ana pensó para sí que más tarde lavaría los platos, soltando un bostezo. El mal de puerco la atacó de inmediato, así que se echó en su cama boca arriba y cerró los ojos. No pasaron ni dos minutos cuando tuvo la sensación de que se estaba cayendo, así que se sobresaltó y abrió los ojos al instante. El dolor punzante de aquel sobresalto la hizo emitir un quejido y sentía los brazos tan rígidos que no sabía si podía levantarse. Para entonces las rodillas también le dolían. Decidió quedarse un rato más acostada sobre su espalda y aunque sentía que ya llevaba mucho rato en esa posición sudando sus sábanas, no se atrevió a intentar girarse. Cerró los ojos para lograr descansar, pero entonces sintió ese olor. Ese olor le hizo pensar en algo viscoso y putrefacto, ¿pero qué era? ¿estaba sudando tanto? Abrió los ojos de nuevo y esta vez hizo un gran esfuerzo para sentarse. Respiró profundo y el olor era fuerte y penetrante. Volteó a ver los platos sucios y se obligó a levantarse para lavarlos. A duras penas logró salir de la cama, no podía concebirlo, ¿cómo de repente le dolía todo el cuerpo?
Con gran dificultad lavó los platos y mientras lo hacía seguía respirando ese hedor, ¿de dónde provenía? No parecía disiparse, al contrario, era cada vez más fuerte. Cuando hubo lavado el último vaso, decidió sacar la basura directo al tanque de su piso. Llevó la bolsa, cojeando y con los brazos prácticamente pegados a su torso. Lentamente alzó el brazo hasta donde pudo y dejó caer la bolsa dentro del tanque y de una se regresó a su cuarto, haciendo muecas de dolor al caminar. Se quedó en el umbral olfateando, el olor persistía. Así que se puso a llenar una cubeta para trapear el piso, quizá había estado descuidando la limpieza últimamente. Cuando quiso mover la cubeta, sintió como si sus brazos se quisieran zafar de su cuerpo. Estaba tan pesada que no pudo ni levantarla del suelo, así que se rindió. Cerró la puerta y puso el ventilador en su máxima potencia y se sentó en el borde de la cama. Precisó alzar una pierna con las manos, lentamente y luego la otra para tenderlas sobre la cama. Con dificultad arrastró su cuerpo hasta donde quería y se recostó. Sonrió irónicamente al pensar que una mujer de treinta años yacía un viernes a las 5 de la tarde, tirada en su cama sin poder moverse. Logró quedarse dormida y soñó con ratas enormes que roían las patas de su cama y se comían a otras ratas que ya estaban muertas. Eran como las 3 de la mañana cuando abrió los ojos en medio de la oscuridad encontrándose de golpe con el olor a putrefacción que invadía todo su cuarto. Haciendo gemidos de dolor estiró el brazo pero no logró encender la luz, pues le dio un punzazo terrible en el hombro y el cuello. Su brazo instintivamente volvió a pegarse a su tronco. Con los ojos apretados por el dolor, tragó varias veces hasta que se le pasó un poco. Sentía las encías resecas y la parte interna de sus labios adheridos a los dientes de tan seca que tenía la boca. Quería moverse pero le era imposible, sentía su cuerpo tan rígido que tenía la sensación de que si hacía un mayor esfuerzo, sus huesos se romperían. La almohada estaba empapada de sudor pero no podía quitarla, simplemente no podía moverse y aquel olor tan profundo a humedad, a agua bomba, a muerte y trapos sucios estaba volviéndose insoportable. Se mantuvo inerte en la oscuridad, daban casi las cuatro treinta, era sábado pero no se escuchaban los gritos de los vecinos, lo cual era inusual. Poco a poco recuperó la movilidad y bajó despacito las piernas tocando el suelo con sus pies descalzos. Se dispuso a arreglarse para ir al trabajo, no quería pasar ni un minuto más en casa, pues el hedor nada más no se disipaba. Mientras hacía esfuerzos por lavarse el cuerpo adolorido, las ideas más descabelladas hacían nido en su cabeza; ¿y si mataron a la vecina? ¿y si su cuerpo está pudriéndose en el calor del verano?
Se apresuró a vestirse y lavarse los dientes y salió de casa, nuevamente con el estómago vacío y los ojos hinchados, hundidos en medio de esas manchas verdosas.
Bajó las escaleras del edificio lentamente como las bajaría una anciana de 70 años con osteoartritis, golpeando sus zapatos que resonaban en cada escalón acompañados del eco de las paredes. Sólo eran las cinco y cuarto de la mañana. Caminó a la parada de autobús y aunque se acababa de bañar hace unos minutos, ya sentía el sudor cayendo sobre su frente. Le dolía todo y el olor a putrefacción se había quedado impregnado en su nariz. El autobús pasó rápido, ella subió con dificultad y logró sentarse en el asiento destinado a personas de la tercera edad y embarazadas, sin importarle las miradas de desaprobación. Aquel olor no se iba. Intentó abrir la ventanilla pero su brazo amenazó con zafársele, así que desistió. Cuando hubo llegado a su destino bajó lentamente y atravesó la plaza para llegar a su lugar de trabajo. Lola volvió a mirarla con lástima y se despidió de ella.
En el transcurso del día, el dolor incrementó y por Dios que el hedor espantoso que cubría su nariz nunca se fue. Ana se sentía terrible, por el dolor y porque comenzaba a sentir un temor, el temor de que aquel horrible olor no era ambiental, sino que provenía de ella. En una oportunidad, trancó la puerta con llave y se internó en el baño. La lámpara de luz blanca parpadeaba, como siempre lo hacía, hasta que se compensó. Ana se miró en el espejo, estaba sudando, con el cabello grasiento, sujeto en una cola de caballo y los ojos llorosos. Alzó pausadamente su brazo, podía sentir cómo crujían los huesos de su hombro y pese al dolor punzante, llevó su antebrazo hasta su nariz. Estaba ahí, emanando de su piel, tan fuerte y penetrante. Ana dio arcadas y se puso a lavarse los brazos con jabón, se talló tan fuerte que los dejó rojos y calientes. Sentía cómo su piel palpitaba y ardía y ese olor no se iba. Tenía la boca seca y comenzó a sentir un sabor amargo. Salió del baño, ya había una fila tras las puertas de cristal. Tomó un aromatizante ambiental y roció el lugar para disimular el mal olor. Se dirigió a la puerta y la gente entró, de una forma que a ella le pareció agresiva. Ana se colocó en su área de trabajo, aguantando el dolor y soportando ese terrible hedor y el sabor amargo que formaba saliva aún más amarga en su boca. La gente hacía sus compras y se formaba para pagar, ella los miraba directamente esperando que alguno se tapase la nariz o le devolviera una mirada de asco, pero nadie lo hizo. Un bip tras otro del lector de código de barras, las personas se limitaban a pagar y agradecer, algunos hasta le sonreían. Ana sentía los brazos adormecidos, el dolor estaba un tanto apaciguado gracias a los analgésicos, pero ese hedor era intolerable. A pesar del aire acondicionado, ella se sentía pegajosa, con el sudor escurriéndole por la frente y la espalda y el olor a putrefacción emanando no sólo de su piel sino de sus cavidades.
Eran la una y media de la tarde y Ana ya estaba alistando su corte de caja, esperando que su relevo llegase lo más pronto posible. Pero esta vez no tuvo suerte, faltaba poco antes de las tres de la tarde cuando apareció rezando excusas que Ana ignoró por completo y se dispuso a irse, cojeando, sintiendo cómo sus rodillas crujían a cada paso que daba y los talones le ardían al pisar. Llegó a paso lento a la parada del autobús, el sol estaba muy brillante quemándole la nuca. El calor incrementaba la potencia del hedor, sudaba y el sudor le caía en los ojos. Al fin pasó el autobús, ella subió con dificultad y tomó asiento, afortunadamente no iba tan lleno como el día anterior. En ese asiento iba una señora, sentada del lado de la ventana y volteó a verla al sentir el roce de su brazo, Ana se sintió incómoda y desvió la mirada. Pensó que la señora había sentido el hedor espantoso que despedía su cuerpo. El recorrido fue largo y asqueante, pero finalmente llegó a su barrio y bajó con cuidado de no caer. Sentía los brazos rígidos pero flojos de las articulaciones, como si se fuesen a desprender en cualquier momento y ya no podía separarlos de su torso; comenzaba a arrastrar el pie izquierdo porque le era imposible articular la rodilla. Llegó a la unidad habitacional, había una que otra persona que salió a casa a comer, pero sólo eran sombras para Ana. Cuando llegó al edificio A, sintió que no iba a poder levantar las piernas para subir las escaleras. Se quedó recargada en la barda y comenzó a llorar. Se llevó con dolor las manos al rostro para enjugarse, pero al tocarse las mejillas, sintió como si tuviera cicatrices en la cara, se las quiso rascar pero la piel se le comenzó a desprender. Lanzó un grito de horror que nadie pareció darle importancia y con dolor, con ese espantoso sonido de sus huesos crujiendo, subió casi gateando las escaleras hasta llegar a su cuarto. Se sostuvo apretando su hombro contra la puerta y al intentar levantarse, sus piernas se doblaron pero logró mantenerse de pie. Sacó la llave, temblando y abrió, metiéndose rápidamente hacia el baño y se miró en el espejo, le devolvió la mirada estupefacta aquel rostro cadavérico, verdoso, podrido, con pedazos de piel colgando, los ojos hundidos y empequeñecidos llenos de lagañas y gusanos saliéndole de la nariz. Ana gritó nuevamente hasta que la mandíbula se le desprendió. Sus piernas no la soportaron más y se rompieron, dejándola caer al suelo. Se arrastró como pudo hacia la salida y se dejó caer por las escaleras, tronando sus huesos con el eco de las paredes.
«¡Se cayó!» se escuchaba como debajo del agua»¡Llamen una ambulancia!» Luego sólo pudo ver la oscuridad. Abrió los ojos, estaba en el hospital, le dolía todo el cuerpo y tenía un sabor amargo acunándose dentro de su boca. El doctor le hacía preguntas que ella no respondía, no entendía por qué nadie notaba que ya estaba muerta y que se estaba pudriendo. Que no podía escapar del dolor y de ese hedor… no podía huir de ese asqueroso olor a podrido que provenía desde adentro.
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