Las campanas sonaban lejanas, tan lejos que Justino y su primo aun no lograban reconocer bien su sonido. Habían perdido noción del tiempo y estaban arrinconados en un parapeto, resguardados de la lluvia. Justino recordó que dos noches antes había soñado con su abuelo muerto, quien iba descendiendo de prisa por una colina, ciego y con un bastón en las manos; él intentaba detenerlo para que no se despeñara, pero no lograba alcanzarlo, al final se despertó del susto mientras le gritaba a su abuelo que caía por un desfiladero.

La lluvia se había desgajado con fuerza desde el día anterior, justo antes del crepúsculo, cuando salieron de cacería. Apenas entraron en la manigua detrás del rastro de una guagua con su cría, Justino con torpeza cayó en un foso. Las botas se hundieron en el barro del fondo. En su desespero por evitar que la escopeta se mojara se le cayó la linterna y extravió el reloj de pulsera que había heredado de su abuelo. Logró salir con la ayuda de su primo pero una de sus botas quedó enterrada en el fango. Desde ese momento un diluvio los cercó. La lluvia se transformó en tormenta y sacudía los árboles. La quebrada que bordeaban creció de súbito y el caudal les llegó a la cintura. Empezaron a trepar por el costado de una colina aferrados a las raíces que sobresalían, pero era imposible ascender, el agua empujada por el desnivel escurría como cascada por todas partes. Buscando refugio se adentraron más en la selva. Durante el resto de la noche, en medio de un cielo encapotado y oscuro, estuvieron huyendo de la creciente hasta que encontraron unos troncos caídos bajo un chanul frondoso y se echaron a descansar.

Justino siempre había tenido facilidad para distinguir los olores en el monte. Desde muy pequeño su abuelo le había enseñado a diferenciar el aroma de los árboles para reconocer la madera fina, las hierbas que curan y las que ahuyentan insectos del cuerpo, el almizcle distinto de cada animal para seguir su pista en el monte. En medio de la lluvia distinguió un peculiar aroma a marisco que lo alertó. Empezó a vigilar entre los matorrales y alcanzó a mandar un machetazo que arrancó de cuajo la cabeza de una serpiente. Marcial, su primo, miró atónito cómo se retorcía el cuerpo de una X de casi dos metros, tan sólo a tres cuartas de donde estaba sentado. Le dijo a su primo que era la segunda vez que le salvaba la vida. No había pasado un año aun de la vez en que buscando fortuna, llevando un embarque de droga en una lancha rápida hasta Costa Rica, la guardia costera les había disparado y habían tenido que hundir la mercancía. Huyeron aferrados a dos maderos. Marcial hubiera muerto ahogado de no ser porque Justino lo mantuvo a flote hasta que la corriente los llevó a la costa chocoana.

Desde esa vez, después de regresar a su pueblo en la ribera del río Naya, se ganaban la vida cazando presa de monte o sacando madera. Ambos se sentían culpables de que las malas noticias de la aventura de la droga y el no saber si vivían, hubiera deteriorado la salud de su abuelo, quien murió en la soledad de su rancho una noche de verano, espantando con sus manos los chimbilacos mientras agonizaba sobre el piso de madera.

Iban a pasar la segunda noche en medio de un aguacero torrencial, como si hubiera llegado el fin del mundo, pero decidieron empezar a caminar por intuición hacia donde consideraban que estaba amarrada la lancha. En un repecho encontraron una casucha de madera casi podrida y techo de paja, levantada por encima del piso. Parecía más bien una bodega como las que se usan para guardar combustible y herramientas. Entraron y apenas si cabían los dos. Se tiraron al piso y toda la casa se estremeció como si los horcones de madera hubieran cedido. Justino pensó de nuevo en su abuelo. Desde que supo que había fallecido siempre quiso hablar con él en sueños y, hasta ahora, la única visión que había tenido, le había dejado una presión en el pecho y un sabor amargo por haberlo abandonado.

Medio dormido por el cansancio y en medio del vaivén del viento sobre el techo de paja, Justino creyó escuchar un sonido opaco y distante que se repetía. No sabía si apenas empezaba la noche o ya se iba a terminar. Al incorporarse, en un intento por escuchar ese lejano sonido, el piso se resquebrajó y las paredes de la casucha colapsaron. Todo se desplomó y cayeron de bruces entre los escombro. La tierra debajo de uno de los horcones había cedido y el peso de la madera terminó por derrumbar todo alrededor. Aturdido por el golpe y al recoger la escopeta, Justino descubrió entre la tierra removida un cofre pequeño lleno de barro y herrumbre. Lo limpio con la camisa bajo la lluvia. Al abrirlo encontró diez doblones españoles de oro. No daba crédito a lo que veían sus ojos. Marcial sacó una de las monedas y la mordió. Luego soltó una profunda risotada, abrazó a su primo y ambos rodaron por el piso enlodado. No importaba ya la lluvia. Justino miro el cielo como avergonzado. Rezó para sí mismo un padre nuestro, un ave maría y agradeció su suerte. Ahora tenían que encontrar el camino de regreso. Volvió a escuchar el sonido opaco a pesar del ruido del viento y la lluvia. “Son las campanas de la iglesia” le dijo a su primo. Guardaron las monedas de oro en el cofre, lo cubrieron con un trapo viejo y la echaron dentro del bolso que llevaba Marcial. Caminaron unas dos horas detrás de aquel sonido que se hacía cada vez más nítido. Ambos sabían que en el monte el eco hace trampas con los sonidos y en vez de acercarse podían estar alejándose hacia la zona de manglares. A lo lejos, las campanas de la iglesia de Merizalde llevaban dos días repicando para servir de brújula a los perdidos.

Justino encontró un sendero estrecho y bajito. Le dijo a su primo que era un camino de zaino, que seguramente los llevaría hasta algún sembrado de papa china o maíz. Media hora después sorteando zanjas lograron divisar un potrillo varado contra las ramas de un sembrado de papa china. En ese momento el sonido de las campanas ese hizo más fuerte. Iban por buen camino. Con los machetes rozaron dos troncos largos y los usaron para impulsar el potrillo. La lluvia había terminado y una claridad empezaba a despuntar por en medio de las nubes. En un recodo de la quebrada la maraña de árboles se despejó y Justino pudo apreciar, a una distancia de unos dos kilómetros, sobre una colina y levantado en la parte más alta de la iglesia de Merizalde, la imponente figura del Sagrado Corazón de Jesús.

La playa de Merizalde sobre el río Naya los recibió como dos náufragos. Tendidos sobre la arena, exhaustos y hambrientos, resoplaron y rieron mientras el sol les daba en el rostro. Las campanadas cesaron y un grupo de mujeres negras llegaron en alboroto para bañarse en el río. Justino hizo cuentas mentalmente sin saber exactamente el valor de lo que habían encontrado. Una moneda para la iglesia. Otra moneda para arreglar la casa y la tumba del abuelo. Cuatro monedas para Marcial y cuatro monedas para él. En la casa, cuando sacaron el cofre de nuevo, Justino lo revisó y encontró una inscripción apenas visible en letra cursiva en la parte interior, debajo las monedas: Alea iacta est . Pero algo que si lo sorprendió fue la firma debajo de la inscripción, era el nombre de Isabelino Angulo, su abuelo.

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