Y un poco más allá del parque, en un amplio descampado que llamábamos pampón, la maleza que era arrojada allí tras podar los jardines de nuestras casas nos servía de combustible para reinventar el fuego, y una vez propagado a mansalva contemplábamos cómo el humo respondía pronto a nuestro clandestino conjuro, e iba convirtiéndose brumoso...
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