Aunque todavía era pronto, su mujer ya se había levantado porque a duras penas soportaba ocho horas de ayuno. Raúl siguió durmiendo un rato, o fingiendo que lo hacía, hasta que el café y el azúcar de las tostadas le hubieran hecho efecto a Diana. Cuando llegó al salón, vio que se había empleado a fondo: había exprimido naranjas, tenía un racimo de uvas y un plato con unas tostadas untadas con tomate. También había puesto la cafetera. Diana se estaba metiendo en la boca las uvas rojas una a una, despacio, y él pensó que podría llegar a resultar erótico. Qué pronto te has levantado, dijo. ¿También hay pronto para levantarse?, me dolía la cabeza y por eso me he levantado, contestó ella, tienes café recién hecho en la cocina. Puede que te duela la cabeza porque el día está muy cubierto, dijo él. Sin respuesta por parte de ella, el hombre fue a la cocina y desayunó una magdalena y un vaso de leche con cacao.
Se vistió y le dijo a Diana que iba a salir a tomar unas cervezas con los vecinos, pero que volvería a la hora de comer. Ésta se encontraba en el jardín y de nuevo cortaba esquejes, que plantaba luego en otras macetas. La casa, y no solo el jardín, estaba llena de estos recién nacidos, hijos legítimos de las plantas baratas con las que decoraron las habitaciones cuando se mudaron cuatro años atrás. Casi podría decirse que no cabía una planta más en la casa. Si alguna no arraigaba sobre la nueva tierra, o se moría porque Diana les echaba demasiada agua, inmediatamente ella las sustituía con otros dos o tres tiestos nuevos. Y luego estaba la costumbre de Diana de regar las plantas con la maceta puesta sobre su regazo, mientras les susurraba cosas ininteligibles a los tallos y a las incipientes hojas, limpiando con un trapo el exceso de agua que se vertía por la base.
Comeremos hacía las dos, contestó ella, no te olvides de traer el pan. Él se la quedó mirando un rato y luego se atrevió a decir: ¿No te gustaría poner otras plantas diferentes?, tenemos por toda la casa los tres mismos tipos una y otra vez. Si quieres, esta tarde podíamos ir al vivero y comprar…Y, ¿para qué iba a querer ir al vivero contigo, Raúl? Todas estas plantas son mías. Si algún día me fuera, tú no las ibas a cuidar.
Él salió a la calle, pero en lugar de dirigirse a la zona de bares, fue dando un paseo hasta el parque de la urbanización. Una vez allí, abrió el periódico que había comprado y, de vez en cuando, echaba un vistazo a los niños que jugaban en los toboganes. Sus gritos estridentes lo distraían de la lectura, y no podía evitar mirarlos, intentando adivinar el rol social de cada niño, ¿quién era el líder, quiénes los seguidores? ¿cuál sería el paria del grupo, qué haría de mayor? Todos parecían seguir un guion implícito en el juego, pensó Raúl. En el banco de enfrente, al otro lado de la valla que rodeaba la zona de columpios, una mujer de unos cuarenta años, atractiva y vestida con ropa elegante, daba de mamar a un bebé. Tenía otro hijo mayor, de tres o cuatro años, que iba a decirle a su madre alguna cosa de tanto en tanto, para volver corriendo a los columpios, y jugar ignorando al resto de niños. La madre parecía despreocupada, pasando apaciblemente la mañana del domingo con sus dos hijos. Raúl se preguntó dónde estaría el padre y la situación le recordó vagamente a algo que había soñado esa noche; sin embargo, no supo dar forma a los límites difusos del sueño en ese momento. Intentó concentrarse en el periódico, pero la imagen de la mujer dando de mamar al bebé y los gritos de los niños le impedían seguir leyendo.
Se levantó y comenzó a caminar hacia la parte más salvaje y menos transitada del parque, pensando en Diana e intentando provocarse algún sentimiento. Avanzaba, sin darse cuenta, por senderos marcados en el suelo que, recorridos por muchos otros antes, parecían conducir a algún destino concreto. Al final del camino, en el lugar en el que todas las demás rutas convergían, encontró un imponente granado y no pudo evitar detenerse frente a él. El árbol, con profundos surcos en la corteza como estrías dilatadas por el paso de los años, tenía aspecto de llevar arraigado a esa tierra más tiempo que los chalés siameses de ladrillo rojo que crecían alrededor del parque; sin embargo, todavía se le veía robusto y lleno de vida. Unas pequeñas granadas verdes colgaban de la mayoría de sus ramas. Raúl se quedó mirando al granado durante varios minutos, sin moverse, inspirando aire como si lo hiciera por primera vez. Finalmente cortó dos o tres de las ramas más accesibles y volvió a casa.
Buscó a Diana en el salón o en el jardín, pero la encontró en la habitación tumbada en la cama, de espaldas a la puerta. Entró de puntillas por si estaba dormida, y ella se giró al oír el ruido de sus pies descalzos sobre la alfombra. Encima de la colcha había una hoja de papel con una lista de ropa y otros enseres o algo por el estilo, le pareció leer a Raúl. Te he traído unas ramas de granado, dijo, he pensado que podíamos plantarlas juntos a ver si crece algo. Ella le miró sin decir nada. He estado en el parque esta mañana, continuó. Había un montón de niños gritando y me he dado un paseo por la zona más alejada y he estado pensando que… Bueno, he visto el granado y creo que te gustaría tener uno en casa. Parecía un árbol viejo, pero muy fértil. Diana se incorporó y, todavía desde la cama, tomó las ramas en sus manos. No están bien cortadas para hacer un esqueje, dijo devolviéndoselas. Tras unos minutos en silencio, Raúl hizo ademán de salir de la alcoba con las ramas en la mano. ¡Espera! Diana se levantó y le besó suavemente en los labios. Pensándolo mejor, este granado va a tardar en crecer, pero es posible que tenga alguna oportunidad de arraigar en casa.
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