La luz se reflejaba a través de la ventana. A causa de las rejas, formaba sombras extrañas sobre la mesa. Las cortinas de flores sólo le daban un aspecto más paradisíaco a la cocina.

Comían lo que cosechaban. Tras su jubilación, a Margarita le gustaba llevar la vida lo más natural posible. Decían que hacía bien al alma y al corazón. El jardín estaba muy bien cuidado. Ella dedicaba todas sus energías en mantenerlo lo más pulcro posible.

Habrá sido lo que le dio el nombre, o su simple belleza atrayente, pero las margaritas eran su lugar predilecto. Les cantaba y las regaba con amor. Las plantas crecen mejor así. El sol siempre parecía brillar sobre ellas. E incluso en invierno, cuando estas marchitaban, sus tallos verdes intentaban rozar las nubes.

Su hija estaba sentada junto a la ventana. Al ser un cálido día de verano, jugaban a las cartas y bebían algo fresco. Las puertas estaban abiertas para dejar entrar el aire y la luz a la habitación.

En esa época del año, cuando todo parecía brillar junto al sol, sus pensamientos tendían a rondar sobre la misma idea. Será el calor agobiante, que no la dejaba pensar en otra cosa, o el simple hecho de que ante un paisaje tan encantador, los problemas casi desaparecen.

La vajilla colocada en los estantes, estampada con diseños florales, le mostraba su reflejo. Y Margarita se miraba a través de los ojos de sus flores.

Siempre fue muy querida. La gente adoraba estar a su alrededor, e intentaban mantenerla cerca. Le hacían regalos, cumplidos, postres. Le obsequiaban su tiempo, y cualquier sacrificio era válido para quedarse a su lado.

Toda esta lluvia de amor la atosigaba. Uno esperaría que se sintiese agradecida, y bastante feliz. Pero así como duele la falta de amor, el amor de sobra molesta. La asfixiaban de cariño y la atrapaban en una dependencia extrema.

No culpaba a los demás. La culpa era únicamente suya. Aquella maldición, había arruinado su vida. Y la había condenado a vivirla.

Margarita hacía que las demás personas experimentaran primaveras. Cuando alguien la conocía, todo en su vida parecía florecer. Las inseguridades desaparecían, el éxito llegaba, la alegría les colmaba los ojos.

Todos consideraban que conocerla, haber compartido algún café, haberse cruzado en el cine, era un antes y un después en su vida. El “Efecto Margarita” no tenía límites. Una banda que escuchase en vivo, al poco tiempo era famosa. Una pareja en busca del divorcio, tras conocerla sentían amarse como en el primer día. Un anciano deprimido, comenzaba a bailar con tan solo escucharla hablar.

Este regalo de alegría y placer a los demás, conllevaba un gran sufrimiento para su portadora. Una desconfianza que no hacía más que crecer, le ataba el pecho. ¿Cuántas de esas personas, estarían con ella por mero beneficio propio?

-Mamá, ¿Estás conmigo? -su hija la sacó de su cabeza.

-Sí, hija perdón. Muy cansada nomás -respondió.

Al verla se removía un poco el alma de Margarita. Su hija era su más grande regalo. Alguien tuvo algo de piedad, y la maldición murió en ella. Sin embargo, su hija tenía una suerte extraordinaria en todo lo que se proponía. Eso no era ninguna molestia.

Cuando conoció a su gran y único amor, tenía 17 años. Para ese entonces, solo se consideraba una persona amable y con muy buena fortuna. Al verlo a él, su mundo se paralizaba. Y se hundía en esos ojos verdes que la hacían sentir como si todo floreciera. Sus cabellos rubios asemejaban al sol. Y en otoño, cuando las hojas caían, su cuerpo parecía estar en sintonía con tanta soltura. El enamoramiento fue repentino y duradero.

Regaba su relación como regaba a sus plantas, con amor, cariño y paciencia. Con él vivía en constante primavera, y no existía el frío. La traía a tierra, con su razonamiento práctico y realista. Y la acompañaba a soñar un rato de vez en cuando.

Fue su fiel compañero por 6 veranos y 7 inviernos. Lo vio crecer, alcanzar todos sus logros. Jamás atribuyó que su gloria fuese debida a ella. Y con lealtad lo siguió en su camino.

Corrían los fines de un invierno álgido, y ya se olían los inicios de la temporada cálida. Hacía tiempo que él la miraba distinto. La duda habitaba en sus ojos, y sus caricias eran distantes.

-Me gustaría ser como vos. Todo el mundo te quiere, todo lo haces bien. A veces me sorprendo de que quieras estar conmigo – le dijo un día mientras bebían un café.

Ese fue el principio del fin. Los celos alojaban su alma. Se sentía insuficiente e incapaz de igualar todo el amor que la gente le regalaba a ella. Estaba convencido que con su amor no alcanzaba, que ella jamás sería capaz de amarlo entre un mar de pretendientes. Y la envidia de su éxito, eclipsaba sus propios logros.

Intentó hacerle entender, demostrarle que ella lo elegía. Pero cada vez más gente la rodeaba. Y más gente buscaba su cariño. Cuando dejó de llevarle flores, supo que ya había terminado.

Fue cuestión de tiempo. Eventualmente, él conoció a alguien que lo hacía sentir superior, y que lo acompañaba desde la admiración. Se dijeron adiós bajo un mandarino. Pasaron 2 meses y sus conocidos también lo despidieron, pero en un aeropuerto.

Su suplicio comenzó allí. Cuando notó que estaba rodeada de amor, pero no el amor de quien quería. Y en las noches solitarias, nadie podría llenarla como lo hacía él.

Ella se cansó de triunfar, se agotó de las felicitaciones y del éxito terrenal. Pero a su alrededor todo y todos prosperaban. Y cuando creyó que nada más podría florecer en ella, descubrió que su amado le había regalado una semilla.

Buscando entre los recuerdos de sus enigmáticos orígenes, encontró una carta de su madre. Era una religiosa devota, que había muerto durante el parto. Estaba dirigida a un sacerdote, pidiéndole plegarias y bendiciones para permitir la llegada de su hijo al mundo.

Tuvo un embarazo riesgoso, siempre al borde del abismo. Y prometió a tanto santo y dios que se le cruzaba, hacer cualquier sacrificio con tal de que le concedieran un bebé. Juró veneración, bondad, amabilidad y cosas absurdas como jamás volver a beber vino. Y a pesar de haberlas cumplido, sus negociantes no cumplieron la otra parte del trato.

Margarita creció en un orfanato, y fue criada por monjas. Su madre pidió un único favor: que su hija continuase con sus plegarias y promesas a los dioses, que una deuda con el más allá era perpetua. Contra todo pronóstico, tuvo una infancia excepcional.

Tiró de todos los hilos, indagando aún más en su nacimiento. Y comenzó a sospechar que, así como vivía con las promesas y juramentos heredados de su madre, vivía con sus sacrificios.

Después de meses buscando el sentido de su padecimiento, notó que su malestar solo provenía de los demás. De cómo la querían como ella jamás podría querer a alguien. De cómo la bañaban en amor, y conseguían ahogarla.

Su primera sospecha la confirmó el tiempo. El sufrimiento casi bíblico que tenía que soportar, incrementaba con el pasar de los años. Su mera presencia otorgaba bendiciones a todos, pero ella jamás conocería ni sería digna de un amor honesto y real.

Su hija nació para brindarle algo de luz en medio de su oscuridad. Y a pesar de intentarlo, hasta dudaba del verdadero amor de su niña.

Vivía en una jaula de amor, en un constante dar, pero jamás recibir. Se encontraba en una soledad eterna, que la forzaba a seguir regando a los demás.

Sus únicas amigas desinteresadas, eran las margaritas. Y en su pequeño refugio, esperaba que llegase un final al cuento, mientras acariciaba su jardín con la mirada y las flores agradecidas la embriagaban con su perfume.

Por Emilia Trad

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