En sus ojos iracundos, una danza caótica entre números deformes e imágenes bélicas se difundía con el fulgor de las llamas que devoraban Moscú; un océano de plomo surcaba el cielo sobre el heno necesario para la caballería, batallones de infantería cargaban contra la nieve mortuoria de un invierno inminente, miles de cadáveres se retorcían ante la sinfonía del juicio final, para todo ello, acabar en un remolino de fuego que escupía una y otra vez hacia el oscuro firmamento aquello prohibido… su derrota.

Al alba, entre los chasquidos de la madera carbonizada que inundaban Moscú, el eco de unos pasos solitarios se perdía en las calles. Bajo las suelas del madrugador, miles de historias crujían, gritos de auxilio y rabia escalaban por sus piernas tratando de captar su atención sin éxito. En parte, eran ahogados por una orquesta personal: hebillas de metal chocando con la tela azul y blanca del uniforme, más un silbido rítmico saliendo de una nariz aguileña para terminar surcando un fino bigote. Por la otra, Jérémie era un joven infante de la gran armada francesa, alguien acostumbrado a pisar desgracias ajenas.

Minutos antes, Jérémie se dirigía a por la manteca que acompañaría al pan para el desayuno, y no queriendo demorarse atajó entre las tiendas del campamento francés. Terminando la travesía con una última recta que le sacaría del valle de tela, unos gritos le sobresaltaron por la izquierda: «¡Una rosa rusa! ¡Encuéntrenme una rosa rusa ahora mismo!, ¡la victoria depende de ello!». Jérémie reconoció al instante la voz de Napoleón, ese aire de grandeza que dirigía la conquista de toda una nación no le era ajeno. Ante ello, sus resortes de soldado raso saltaron transformando a Jérémie en una tabla. No consiguió flexionar las piernas hasta que las extrañas órdenes dejaron de retumbar en su gaznate. Y a pesar del enmudecimiento repentino en el interior de la tienda, Jérémie estaba seguro de lo escuchado, y aún más importante, del portavoz. Entonces, su primer impulso fue echar una ojeada alrededor suyo. No había nadie más, era su secreto. Poseedor de un deseo imperial, sus ojos se posaron instintivamente en su pecho libre de condecoraciones. Jérémie Decidió su destino. Dio un primer paso en dirección contraria renegando así de la manteca y con el segundo fijó en su mente: «El emperador recibirá la rosa rusa de mis propias manos».

En esas estaba Jérémie, andando sin ver, sumido en un laberinto de conjeturas donde el suelo y las paredes eran rosas que, tras abandonar el campamento habiendo decidido compartir el secreto con su compañero de brigada Gustave, a los veinte pasos ya se había olvidado de él. 

Tanto Jérémie como Gustave habían ingresado al ejército meses atrás con la aparición de la campaña rusa. De familias humildes y sin contacto alguno en el ambiente militar, fueron asignados al destacamento de infantería, en concreto, al cuarto batallón de fusileros. Formar parte de la gran armada francesa, fábrica de héroes y leyendas, hizo que su entrada al más bajo rango no mermase su pasión por un futuro prometedor. Con solo unos pocos pasos hacia la nueva conquista, los sueños de una vida anterior fueron sepultados por las grandes promesas que albergaba el campo de batalla. Jérémie, fervor amante de las abejas, vio en las relucientes condecoraciones el panal del esfuerzo humano; Gustave deseoso desde niño de representar a Hamlet sobre la tarima y ver la admiración en el rostro del público, se vio inmortalizado en una estatua tras volver victorioso a su pueblo natal. Pero la guerra, la guerra y el hastío de contemplar el mismo paisaje agostado según avanzaban, hicieron estragos en su relación. 

Llevado por sus piernas Jérémie llegó finalmente al edificio donde Gustave había pasado la noche. Una fachada gris con las ventanas tapiadas por tablones le daba el recibimiento. Jerémié vaciló, seguía sin encontrar la razón por la que Gustave había escogido esa casa apartada del campamento. El empuje necesario llegó con el recuerdo de sus primeras charlas sobre sus proezas en la campaña. Irguió la espalda, posó una mano donde colgarían las condecoraciones y tras una leve sonrisa, entró. Tras una puerta sin pomo encontró a su camarada. Gustave, un hombre algo más bajo que él, pero de mayor complexión, permanecía recostado en la cama mirando por la ventana. Fuera, sinuosas columnas de humo subían hasta perderse en el cielo.

—Gustave, ¡eh! ¡Gustave!, toma anda, come algo y vístete. Tenemos una misión.

—¿Las ves? ¿Ves cómo suben hasta tapar las nubes? ¡Pues este maldito olor es igual!, ¡está en todas partes! Lo huelo hasta en la almohada.

—Deberías estar acostumbrado.

—Si, claro. Pero esto es una ciudad. Entiéndeme Jérémie, ¡es Moscú la que arde!

—Y el olor a ceniza es el mismo. No cambia, sean pueblos o ciudades. Venga, deja de mirar al humo, ¡vámonos!

—¿Pero has conseguido dormir algo? Yo no he cerrado los ojos por si entraban los moscovitas.

—¡Por Dios!, ¿te quedarías tú cuando el enemigo invade tú ciudad? Si hay gente entre los escombros serán cadáveres o peor, gente abandonada. Quien tuvo la posibilidad de huir, lo hizo.

—Alguna moza habrá con suerte.

—No creo que estuviesen por la labor.

—Ese no es mi problema.

—Un soldado de la gran armada, Gustave, no debería insinuar tales cosas.

—Un soldado de la gran armada, Jérémie, necesita desfogarse con algo más que su propia mano durante seis meses.

—Venga, vámonos.

— ¿Pero marchamos de nuevo tras los franceses?, ¿ni un día de descanso?

—No, no. Algo bien diferente, tras una rosa. Ahora te explico, en marcha.

—Un momento, ¿solo pan?, ¿se te ha caído la manteca?

—¡La maldita manteca! Te acabo de soltar una orden imperial y tú con la manteca. ¡La victoria de nuestro pueblo depende de una rosa, no de la manteca! ¡No había tiempo para ella! 

—¿Y yo cómo sé que es una orden importante? Además, ¿qué dices de una rosa?, ¿tú te oyes?

—De los labios del mismísimo Napoleón, Gustave, de apellido ¡Bo-na-par-te! ¡No pienso discutir! Se lo que escuché y quien lo dijo. Me voy.

—Tranquilo, te acompaño. Solo he necesitado una noche para hartarme de esta habitación. Pero a ver, ¿nos vamos de paseo a buscar rosas?, ¿son para los caídos de Borodino?

—La verdad, no sé para qué es la rosa. ¿Acaso importa? Será Napoleón quien la de uso, no nosotros.

—¡Ja, ja, ja! ¡Una rosa! ¿Para qué son las rosas? Lo está pasando peor que yo…. Bien ya estoy, salgamos a buscarla. Pero una cosa te digo, para nada esto nos dará la victoria.

Dejado el edificio a sus espaldas, Jérémie narró de forma atropellada cómo había sucedido todo mientras giraba la cabeza de un lado a otro en busca de un jardín. Gustave siguiendo el ritmo de la marcha, miraba a sus botas y lo pisado sin mostrar emoción alguna, pero una vez terminada la narración, se plantó, alzó la cabeza y enarbolando el índice de su mano derecha, acusó sin preámbulos a Napoleón:

—¡Maldito sea ese enano cojo! Escucha bien lo que digo, ¡nos comanda un loco! ¿Qué hay a nuestro alrededor? ¿Cuántas veces hemos visto la misma escena? Este olor lo tengo metido en la sangre. ¡Pero no me mires a mí!, mira lo que pisas, mira a las casas. ¿Nos saluda alguien al pasar? Ni una maldita mujer en seis meses, ¡solo ruinas y cenizas!, nada más… ¿Tú crees qué está en sus cabales? ¡Nos mandó a la muerte con un ataque frontal! Los rusos metían las balas en los cañones con una sonrisa al vernos venir de frente. ¡Y ahora una rosa! Nos alimentamos de pan y algo congelado que sabe a mierda de cerdo, ¡y el enano desea una rosa! ¿Sabes para qué la quiere acaso?

—¡Basta!

—Para intentar traer de vuelta a su exmujer, ¿Josefina, sabes? Ella tenía un jardín destinado a todos los tipos de rosas del mundo. Y lo más gracioso Jérémie, es que, si le damos una rosa al emperador, solo la utilizará para afilarse los cuernos con las espinas.

—¡Mentiras! No sé qué he hecho diciéndotelo.

—¡Cómo va a ser una orden buscar una rosa! Tal tontería no habrá salido de la tienda.

—Tú no oíste su tono, lo necesita. Adiós.

—No, no. Voy contigo, por nada me pierdo esto. Solo era para hacerte saber que vamos tras el antojo de un loco.

 Al cabo de un rato bajando y subiendo callejuelas donde los únicos ojos de terceros pertenecían a felinos, se encontraron, tras un portón derrumbado, un recinto con un parque interior de lo más barroco. El jardín estaba presidido por una fuente de mármol de una mujer desnuda, la cual, les daba la espalda, y alrededor de ella, como las secciones de una tarta cortada, había jardincillos individuales con su respectiva flor. Hechizados por la estampa, Gustave comenzó a pasear la mirada por las fachadas queriendo saber algo sobre los dueños. Todas las puertas estaban cerradas menos la que daba a la cara de la mujer de la fuente. Subiendo la mirada el hechizo se rompió al ver el humo cubrir parte del cielo.

—Bueno, ¿y ahora?

—Espinas, espinas en los tallos.

Separándose y agachándose en cada sección, se encontraron de nuevo al otro lado del jardín. Ambos se miraron y denegaron con la cabeza. Siguiendo a Jérémie a la salida, Gustave se detuvo al reparar en un jardincillo aun sin revisar, era la sección antes inexistente tapada por la estatua. Las flores estaban cortadas. Se agachó y acercó su mano a los tallos. Espinas. Al levantar la mirada contempló los ojos de la mujer petrificada. Le pareció que lloraban. Siguió el curso de su mirada hasta dar con la puerta abierta del edificio que había enfrente suya. Un pétalo blanco yacía posado en la entrada.

—¡Espera Jérémie!, no te vayas. Estos tallos de aquí tienen espinas y mira en la puerta ¿Ves eso blanco?, ¿no es…? ¡Un momento! ¿A dónde vas? ¡Las ha cortado alguien! Puede haber… ¡Maldito seas!

Siguiendo las fuertes pisadas de su compañero, Gustave subió tres pisos con la mano echada a la cintura donde residía su puñal. Fugazmente vio como la mano de Jérémie, llena de pétalos blancos, desaparecía tras el marco de una puerta. Corrió hasta ella y desenvainó, preparándose para lo peor. Al cruzar la puerta se encontró a su compañero estático. 

En medio del salón, un círculo de rosas esparcidas por el suelo rodeaba una bañera de bronce. Toda su atención era captada por la mujer que estaba en su interior. Una joven escuálida de la misma blancura que los pétalos sostenía a un bebe, el cual, era de un azul pálido. Una sábana de pétalos cubría el agua de la bañera y ocultando el sexo de la joven. Sus ojos grises permanecían fijos en los intrusos, redondos como la luna llena. Entonces dejando al niño flotar con los pétalos, se levantó. Un cuchillo despuntó con los rayos de sol que se colaban por los agujeros del tejado. La mujer salió de la bañera empapando así las rosas situadas bajo ella. Sin decir nada, alzó el cuchillo amenazante:

—Aquí la tienes Jérémie. A la rosa rusa con espinas y todo, ¡ja, ja!

—Por dios, ¿no has visto al bebe? ¡Un respeto! Oye, ¿qué haces quitándote los pantalones?

— Lo que llevo soñando todos estos meses.

—Gustave, venimos a por las rosas…

—Tú a tú rosa y yo a la mía…

Los gritos de auxilio y odio crujían de nuevo bajo los pies de Jérémie, pero ahora llegaban triunfantes hasta sus oídos atormentándolo. Andando sin compañía, avanzaba guiado por sus propias lágrimas. Dejó atrás los cuerpos la casa, la fuente y el jardín… todo ello desaparecería. A su espalda, una nueva columna de humo crecía por momentos para reunirse con sus hermanas. 

Con el uniforme desgarrado y cuatro cortes en el brazo, Jérémie veía cómo varios hilos de sangre bajaban por su brazo hasta llegar al ramo de flores. Encorvado como un anciano, al joven le pesaban unas condecoraciones todavía inexistentes.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS