Pocas personas recordaban Tong Tian, pero el colosal salto había sido el destino de peregrinación más importante en el continente asiático durante siglos. Ahora poco más que un puñado de escaladores recurrían al enclave para poner a prueba sus habilidades. Y luego estaba yo.
Jadeante, miré hacia arriba y la impresionante altura me terminó por cortar la respiración. Temblaba. La imponente pared cercenaba el horizonte y se alzaba, formidable, hasta perderse entre el blanco de las nubes.
«Sangre fría», me repetí.
Respiré profundamente y, como un autómata, me dispuse a preparar el equipo, ritual que había ensayado hasta la saciedad en los últimos meses. Una fuerza invisible dominaba mis manos, que se movían con un control y una técnica envidiables.
«Joder, esto lo debería estar viendo Fer, habría flipado…», sonreí para mí orgullosa. Por un instante, me detuve a recodar a mi pobre amigo e instructor de escalada, que había asumido con absoluta resignación la tarea de prepararme para coronar un 8a. Nadie entendía muy bien por qué estaba haciendo todo aquello, pero él era el único que no me había cuestionado.
—Hazlo, fin —había zanjado Fer la conversación.
Y ahí estaba yo, a tan sólo 972 metros de mi objetivo.
Comencé el ascenso resuelta. Había entrenado a conciencia, conocía los movimientos y confiaba en mis manos callosas, pero la enormidad de la naturaleza parecía estar decidida a aplastar este insignificante cuerpo humano. El granito y alguna que otra raíz me arañaban inclementes la piel desnuda. No podía sucumbir al cansancio. No había lugar para dudas. Ahora no.
Finalmente, tras cuatro horas de lento progreso, logré vencer al gigante de piedra. Ya en la cima, sudada y pletórica, el espectáculo que se abrió ante mí resultó aún más singular de lo que podría haber imaginado: cuatro pasarelas elevadas de granito dividían la amplia explanada y trazaban una cruz perfecta. En el centro me esperaba un tímido altar tallado en la misma piedra.
«Los huecos entre las pasarelas tuvieron que albergar el mercurio en otro tiempo», recordé de mis muchas lecturas.
Caminé ceremoniosamente y, según avanzaba, fui dejando caer el resto de objetos pesados que me habían acompañado en la subida. Sólo tenía ojos para el pequeño cuenco de granito que remataba el altar. Con las manos sudorosas, arañé el musgo salvaje que crecía alrededor de las hendiduras y lo pude leer.
«fa yuan»
Un espasmo de júbilo recorrió mi cuerpo y estalló en una sonora risa. Así que era verdad…
***
Cuenta la leyenda que el emperador Yan Shi, último de su dinastía, gobernaba desde las alturas de este lugar tan sobrecogedor. Un mar de plata líquida inundaba su particular sala de recepción, de la que sólo se salvaban cuatro pasarelas elevadas que confluían en el sobrio trono de granito. Cada atardecer, el emperador recogía cuidadosamente con su cuenco de barro unas gotas de ese mar de plata y dejaba que tomaran las formas más diversas. Así decidía sobre la vida y la muerte, la época de siembra y cosecha, el amor y la guerra.
Una noche de luna nueva, las aguas de plata se revolvieron y el magnético reflejo mostró un mensaje que primero le dejó perplejo y después desató su furia: «fa yuan». Durante días, el emperador se dedicó a recorrer taciturno las pasarelas alrededor de su trono, mientras mascullaba la palabra con desasosiego. Las semanas transcurrían veloces y la arruga del entrecejo de Yan Shi se acentuaba cada vez más. La intranquilidad pasó a reinar entre los súbditos.
Sabios, adivinos, magos y curanderos respondieron casi inmediatamente a la llamada urgente del emperador y recorrieron largas distancias para personarse en la corte y descifrar el enigma. Sin embargo, con cada bienintencionado que comparecía ante él, Yan Shi perdía un poco más la esperanza y se preguntaba si no le habrían visitado ya todos los inútiles del imperio.
El terror que infundía el emperador era evidente. Las habladurías contaban que Yan Shi dominaba esas aguas de metal a su antojo, que podía crear figuras a su voluntad y atormentar los sueños de jóvenes y mayores. Algunas personas decían haber visto la silueta del emperador perderse en la noche cerrada, a lomos de una majestuosa bestia plateada; otras, haber vislumbrado uno de los famosos espectáculos de sombras que sus lenguas de plata protagonizaban en lo alto de Tong Tian. Leyenda o no, lo que era indiscutible era el poder que el emperador ejercía sobre los acobardados súbditos, quienes no osaban contradecir su voluntad.
Con el atardecer del vigesimosexto día, un extraño viajero ascendió la magnífica roca sin ningún esfuerzo y se presentó ante el emperador con la esperada respuesta.
—Origen, «fa yuan» significa origen. Su Excelencia debe retornar al origen de su poder.
El emperador, que de sobra conocía el significado de la palabra, no había logrado interpretar su sentido hasta entonces. Ahora entendía que las aguas plateadas le estaban concediendo un poder supremo con el que siempre había soñado, la inmortalidad. El brillo delirante en los ojos del emperador animó al recién llegado, quien concluyó que, si su Excelencia así lo deseaba, elaboraría un poderoso elixir a partir del mismo líquido plateado.
Bajo orden imperial, Zi Wo se sumergió durante varios días en un laboratorio construido expresamente para aquella misión. Trabajó día y noche hasta dar por fin con una fórmula perfecta de jade y mercurio. Ni siquiera se permitió un instante de celebración. Inmediatamente, se precipitó a la sala de recepción y comunicó al emperador su hallazgo. Yan Shin, lejos de escuchar las advertencias del resto de sabios, se apresuró a beber la mezcla milagrosa con avidez.
El trágico desenlace no se hizo esperar.
Unas horas más tarde, la noticia de la muerte del emperador corría por el imperio como la pólvora y prendía de esperanza los corazones de sus habitantes. Cuando el mensajero imperial llegó a una humilde aldea pesquera al sur de Tong Tian, el pueblo ya estaba encendido. Sólo una persona se había retirado de la muchedumbre enardecida.
La anciana mujer estaba de espaldas, con los pies en remojo. Contemplaba las aguas calmas del estanque. Sin girarse, escuchó impávida el anuncio imperial que el enviado estaba obligado a leer. Igual de silenciosa, una lágrima solitaria corrió por su mejilla en recuerdo de aquel hijo suyo al que tanto había invocado y que no había sabido interpretar su llamada. No volvería.
Los últimos rayos del atardecer incendiaron el espejo de agua. La vida bullía en el aire perfumado de la tarde y danzaba frenética en un escenario de luces y sombras. Cuando el sol se escondió por fin tras los juncos, el tiempo se reanudó y su cuerpo jadeó en busca de vida. Respiró y el universo respiró con ella. Instantes después, un cuenco de barro resbaló entre sus manos y, ante su mirada resignada, se hundió en las profundidades.
***
Pasé la noche en las alturas. Mientras miraba el cielo estrellado, inmenso sobre mí, no pude evitar reflexionar sobre la futilidad humana y las ansías de grandeza. Eché de menos los veranos de mi niñez, cuando al abrigo del hogar contemplaba embelesada la cúpula nocturna. En aquel entonces, me gustaba pensar que el cosmos estaba habitado por unos dioses traviesos que se dedicaban a amasar los astros hasta dejarlos bien redonditos y después competían por ver quién los lanzaba más lejos en el firmamento.
«¿Si no cómo se explica que tengan esa forma redondeada?»
Basta. No había tiempo para enredarse en disertaciones astronómicas de gran rigor científico. No podía olvidar a qué había venido. A regañadientes, abandoné el saco de dormir y me situé delante del cuenco de granito. El silencio inmutable de la noche vistió el momento de solemnidad.
No dudé.
Tomé entre mis manos el ego que había cargado hasta la cima y lo deposité con sumo cuidado en el interior. Al abrigo de la oscuridad, en una ceremonia íntima y sencilla, recordé a las personas que en vano me habían esperado en el estanque, perdoné las veces que no pude, no supe, no quise regresar. Tras lo que pudieron ser largas horas o breves segundos, un sueño profundo se adueñó de mí.
Con las primeras luces del alba, ya estaba preparándome para el descenso. Revisé una última vez el equipo. Todo en orden. Incluso a esas horas tempranas, el sol ya anunciaba el calor del día. Debía darme prisa si quería estar al resguardo de la sombra a una hora prudente. Comprobé los nudos y la cuerda. Había llegado el momento.
Me colgué de la pared infinita y, antes de desaparecer, miré una última vez atrás. Ahí estaban. Cuatro pasarelas elevadas, el altar y…
Abrí los ojos, con asombro.
En el cuenco, un reflejo de plata.
***
Gracias a W. por responder pacientemente todas mis preguntas y traducir las siguientes palabras para mí:
camino al cielo – tong tian
roca – yan shi
origen – fa yuan
ego – zi wo
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