Sonata de un loco enjaulado

Sonata de un loco enjaulado

Alex O Connor

30/07/2020

Mi pluma escribía sin mí.

Las palabras eran la única parte de mí que seguía siendo libre.

Estaba atrapado.

Malditamente atrapado.

No sé cómo llegué aquí.

O si, alguna vez, estuve fuera.

No sé quién fui.

Ni quién se espera que sea.

Lancé la pluma, no queriendo ser testigo de sus blasfemias. Ella chocó contra el barrote de mi celda. Me levanté del suelo, arrastrando mis pies desnudos contra la tierra. Me agarré a los barrotes. Mis manos se habían encallado de tanto hacerlo.

Al otro lado, se extendía una llanura infinita. Desértica. Todo estaba iluminado por una potente luz naranja, noche y día. Incluida mi jaula.

Solo podía oler el metal y mi propio sudor. Solo podía ver el eterno naranja.

Pero lo peor era la sensación continua que se clavaba en mi cuerpo: la asfixiante agonía de estar encerrado.

No podía respirar.

No sabía escapar.

Tiré de los barrotes con todas mis fuerzas. Grité, rasgando mi voz. Sabiendo que él me podía escuchar. Esperando que lo hiciera.

La sangre afloró por mi cansada garganta. Se agrietó la tierra bajo mis pies. Mis músculos se llenaron de calambres ante su tensión. Una niebla naranja inundó mi vista.

Podía escuchar el eco de mi propia voz. Mis latidos. Las palabras sinuosas.

No sé cuánto tiempo estuve así. Solo sé que cuando, rendido, me dejé caer de rodillas al suelo, mi boca estaba seca y mi cabeza latía quejumbrosa.

Mis rodillas se magullaron ante la caída. No me importó.


El dolor es un reflejo del alma.


Abrí los ojos. Él estaba allí, mirándome con el mismo semblante de siempre: con la mezcla exacta de asco y odio con la que se observa a un asesino.

¿Yo lo era?

Llevaba ropas gastadas, el pelo largo y descuidado, los pies desnudos. La única diferencia entre él y yo, era que él estaba fuera de la jaula.

Era mi reflejo.

Llevaba tanto tiempo aquí como yo. Pero no siempre lo veía. A veces, desaparecía por días. En ocasiones, permanecía allí, dirigiéndome su hiriente mirada.

Me arrastré hacia él, dejando un rastro de sangre. Me sujeté de los barrotes una vez más.

Mis músculos se resintieron.

El aire era turbio entre nosotros. Pesado. Grumoso, incluso.

Sus ojos se clavaban directos en mi pecho. Mi corazón sangraba. Repleto de culpa, odio, reproche, vergüenza.

¿Qué otra cosa podría sentir un loco como yo? Alguien que jamás encajaría en ninguna sociedad.

Le rogué, con palabras difusas, que me dejara salir de allí. Que me explicara, al menos, qué había hecho para merecer aquello. Por qué estaba enjaulado. Quién era.

Él esperó su turno, con su impasible rostro recordándome que no merecía hablar. Que no tenía derecho.

Cuando, desesperanzado, callé, su grito fue atronador. El aire me golpeó con tal fuerza que salí despedido. Pero el golpe contra el suelo no dolió tanto como sus palabras.

–Loco, raro, monstruo, engendro, inútil, desecho –decía.

El aire se hizo más pesado sobre mí, aplastándome el pecho.

–No te mereces vivir. No debiste nacer.

La tierra comenzó a formar remolinos alrededor de mi cabeza, nublando mi visión.

–Aborto del destino, adefesio, insignificante.

No podía ver ni respirar. La arena entraba por mis fosas nasales, arañando mi garganta.

–¿Cuántas veces te has equivocado en tu vida? ¿Cuánto daño has hecho?

Tuve la fugaz idea de levantarme.

No sirvió de nada. Estaba paralizado.

Me asfixiaba.

–Inoportuno, irreverente, criminal.

La tierra bloqueó mi garganta. Todo era negro.

–Nunca supiste seguir el camino recto.


Cuando la culpa infecta el organismo, no hay esperanza que lo salve.


Mi pluma dibujaba trazos que no quería leer. 

Versos clamando ayuda.

Quiero dejar de escuchar

los gritos. ¡Los gritos!

No los puedo acallar

porque soy yo mismo.



Embriagado por una furtiva necesidad, enterré la pluma. Quizá así dejara de escribir tales falacias. 

Me arrastré, como cada día, al frente de la jaula. Concentrándome en el metal que sostenían mis manos. Que me impedía ver más allá.

Una curiosidad innata, envolvente, se adueñó de mí. Moví el rostro, de modo que los barrotes dejaran de cubrir mis ojos. Ante mí, se extendía aquella llanura naranja, sin obstáculos. Lisa y amplia. Llamando a ser descubierta.

Una súbita quemazón me obligó a alejarme. Tomé el colgante entre mis manos, cuya cuerda quemaba mi cuello. No podía mirar más allá.

¿Qué ocurriría si, lo que había más allá, los decepcionaba?

Un ciclón comenzó a formarse desde mi barriga. Invadiendo todo lo demás.

¿Qué había más allá?

La tierra golpeó mi rostro, hincando sus granos en mi piel.

No podía.

No debía ver.

El ciclón continuó atrayendo tierra, espesándose. Cada vez era más oscuro. 

La arena entraba en mi garganta, quebrándola. Mi cuerpo era abofeteado por cada ráfaga. No podía respirar. No lograba moverme. Quería salir de allí.

Grité con todas mis fuerzas. El ciclón se elevó en el aire, pero las rocas que transportaba caían sobre mí. Aplastaban mis pulmones, mi estómago, mi cuello.

Pronto, recibí mis gritos de vuelta: ecos resurgidos del mismo Averno. Estos, se unieron con las habituales voces que pululaban por el lugar, aquellas a las que yo pretendía ignorar. Tan solo el sonido de mi corazón, que resonaba por toda la llanura, era más potente que aquellos desgarrados y atronadores gritos.

Mi cabeza se expandió, amenazando con explotar.

El tacto de la pluma en mi mano lo detuvo todo. Regalándome un segundo de cordura.


No hay mayor dolor que el de no escucharse.


Cuando desperté, mi eterna sonata continuaba inundándolo todo: los gritos quejumbrosos, las voces sinuosas, los latidos palpitantes. Todos se mezclaban para hacer una melodía enloquecedora. Una sonata sin fin.

Levanté la cabeza del suelo. Tenía el cabello ensortijado en tierra. Me dolía el cráneo.

Delante de mí, estaba la puerta de la jaula. Verla así, abierta, hacía que mi estómago punzara ácido. Cada vez que lo hacía, las voces sonaban más y los torbellinos amenazaban con formarse a lo lejos.

Como cada día, le di la espalda, girándome hacia el frente de la celda. 

Él ya estaba allí. 

Sus brazos cruzados cortaban mi respiración casi tanto como su mirada acusadora. Una montaña se formó entre nosotros, por dentro de la celda.

–Quiero salir de aquí. Dime por qué estoy encerrado.

Él señaló con su barbilla la puerta tras de mí, en un gesto de apática burla.

Antes siquiera de girar mi cabeza, el colgante comenzó a quemar. Lo agarré, deteniéndome. Los decepcionaría.

–No. No puedo hacerlo.

–No debes –gruñó él–. Estás loco. No te deben ver.

Agaché la cabeza. Comenzó a llover tierra sobre mí. Cada vez, pesaba más. Me hundía. Mi caja torácica comenzó a aprisionarse contra el suelo. Mis músculos pedían ayuda. Mis huesos amenazaban con quebrarse.

En pocos segundos, una torre se había formado sobre mí. Mi cuerpo estaba comprimido. Inmóvil. No tenía espacio suficiente para respirar.

Quise dar la orden de arrastrarme para salir de allí. Ninguno de mis músculos me obedeció.

Le dirigí una súplica. Nuestros ojos se cruzaron, pero los suyos me dejaron claro que ahí era donde debía estar. Observé su espalda mientras se alejaba y, de pronto, ya no había nadie allí.

Estaba solo. Solo y asfixiándome. 


No hay mayor paralizante que el miedo. 


Mi rostro estaba entumecido, a causa de todo el tiempo que llevaba allí tirado. Mi vista se había perdido en el horizonte. Toda la llanura estaba vacía, a excepción de mi jaula.

Tan vacía como yo.

Gemí cuando el colgante quemó mi piel. Me giré, tirando la tierra de mi espalda, y cubrí mis ojos. No debía ver más allá. No sabía qué podía encontrar.

Pero la sensación de vacío seguía ahí. Desoladora. 

Sentía como si un agujero negro estuviera creciendo en mi interior. Comiéndoselo todo.

Aterrado por la sensación, abrí los ojos. Lo vi. En el centro de mi abdomen, había comenzado a crecer un agujero. Un terremoto comenzó a sacudir todo el lugar. A gatas, y con la usual neblina naranja cubriendo mis ojos, busqué a tientas por la jaula.

Solo había algo que pudiera salvarme. Que pudiera ayudarme a sacar aquellos sentimientos, alejándolos de mí.

Cuando mis dedos rozaron la pluma, un muro de aire inundó mis pulmones. La dejé cabalgar por mi piel, aún sin ver, relatando frases que desconocía:

No hay mayor tormento

que sentirse preso de ti mismo,

preso del vacío y del destino,

preso en tu camino.

La niebla se hizo paulatinamente menos espesa conforme las letras surgían. El terremoto amainó. Mis pulmones volvieron a respirar por sí mismos. Con miedo, me obligué a mirar mi abdomen. Pude ver cómo el vacío se llenaba poco a poco, mientras la pluma acariciaba mi piel. 

Una vez pasada la tempestad, con mi cuerpo rehecho y sin fenómenos amenazando mi vida, me atreví a leer aquellos cuatro versos.

No sé a dónde arrojé la pluma.

Ella siempre mentía.


Soy víctima, y soy verdugo.


Él llegó con más fuerza que nunca.

Envuelto en un ciclón, cuyos vórtices golpeaban mi rostro sin descanso, comenzó a gritar.

Cada palabra hundía una daga en mi corazón.

–¡Raro, infame! Lo volviste a hacer: ¡Pensaste!

Me agaché, pegándome al suelo para protegerme de sus látigos. Escondí la cabeza entre los brazos.

–Lo si-

–¡Cállate! 

La tierra comenzó a invadir mis fosas nasales, llegando a mi garganta para arañarla. Mis pulmones se llenaban, cortándome la respiración. Haciéndome sentir pesado y moribundo.

–¡Nunca debiste existir! ¡Loco!

La arena golpeaba mis ojos, haciéndolos chillar. Mis oídos latían ante el temblor de sus gritos, el ciclón y las palabras sinuosas. Abrí la boca para tomar aire; pero comenzó a salir tierra por ella, bloqueando la entrada.

Iba a morir.

–¡Mejor si mueres! 

La niebla en mi cabeza era cada vez mayor. No comprendía. ¿Qué había hecho para merecer aquello?

–Lo si- 

Él pateó el aire, lanzándolo hacia mí. Caí sobre mi costado. Un calambre recorrió todo mi cuerpo. 

–¿Qué he h-

Una bocanada de tierra me obligó a callar. Pero no perdí aquel detalle: un fugaz brillo de ignorancia en su mirada.

Mi leal pluma voló hacia mí, incrustándose en mi mano antes de que exhalara mi último aliento.

Sus ataques se hicieron más constantes mientras ella escribía. Feroces, ardientes. No lo escuché.

Por más que me suplico,

no rompo las cadenas.

Por más que me critico,

no conozco mi condena.

Aquel verso rompió algo en mí, desatando las lágrimas que antaño creí perdidas. Bajo mi rostro, el suelo comenzó a llorar, creando un charco al que se unió mi llanto. Continuó creciendo, incesante, bajo sus atronadores gritos, hasta que mis glándulas se secaron. Y, entonces, al ver mis ojos mirándome en el reflejo, con reproche, lo entendí.

La tierra se alejó.

–Ayúdame a salir de aquí. Tú estás tan enjaulado como yo. Tú eres yo. 

Él me miró con rudeza, apretando su fiera mandíbula. Preparándose para atacar.

–No estoy loco. –Enarcó sus cejas, advirtiéndome–. No, y tú tampoco lo estás. No somos… «Normales». Pero, ¿qué hay de malo en eso?

Su bufido levantó un nuevo ciclón a lo lejos. Me dio la espalda, dispuesto a irse.

–¡No, no! –Pedí, levantando las manos en son de clemencia– Tienes razón, no seguimos el camino. Pero no estamos locos: estamos perdidos. Ayúdame a encontrar nuestro camino.

Aquella, fue la primera vez que me miré sin odio, sin repulsión o pesar. El ciclón amainó. El aire comenzó a hacerse menos pesado. Dejé de asfixiarme.

Ambos estábamos dentro de la jaula ahora. Pero mi otro yo me tendía la mano. La tomé.

No fui consciente de haberme levantado. Al mirar en torno a mí, me di cuenta de que ya no éramos dos. Era solo yo.

Yo y una puerta abierta, que me invitaba a salir.

Quise arrancar el colgante de mi cuello, lanzarlo lejos; pero ya no estaba allí. Como no estaba esa sensación de profundo vacío. Ahora, recordaba mi nombre.

Una suave brisa revoloteó en mi cabello, incitándome a caminar. Di pasos inseguros, pero constantes. Tres respiraciones después, estaba fuera de la jaula.

Dispuesto a inspeccionar el resto de mi mundo interno.

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