Soñé un sueño maldito. Uno que se repite intermitentemente desde que María me dejó. No me refiero a dejar físicamente, pues ya nuestros destinos estaban separados. Además, este tipo de abandono representa el obstáculo menos doloroso de superar. No. Me refiero a los abandonos profundos y desconcertantes. Esos que se acercan peligrosamente a los terrenos de la farsa. Quizás exagere, pero esta última palabra -al escribirla- me produjo un corte en la respiración, como si acertase lo que, finalmente, pasó entre nosotros.
La mayoría de las veces, este sueño repite el mismo patrón: la busco desesperadamente en una isla, cuando finalmente aparece, como obligada por mis pensamientos, llega el recurrente desenlace de su indiferencia. Despierto acongojado y siempre ese día es distinto de aquellos en que no la sueño. Como si fuera que el sueño todavía me habitara. Pero esa mañana me sentía más raro que de costumbre. Hacía ya bastante tiempo que no soñaba con ella. No recordaba la isla, el mar ni nada que me hiciera volver a ese sitio. Como si me hubiera olvidado y escapado de todo aquello. Y, sin embargo, esa mañana también me sentía optimista, como si en el fondo –ahí donde van a parar todas las podredumbres– esperara con ansia ese momento.
Me recosté en la cama con la sensación de quien descubre una verdad difícil y secretamente oculta. Sentí un malestar que recorría mi sangre y me golpeaba de manera punzante la sien hasta convertirse en sudor.
El aplique de luz del techo, redondo y antiguo, parecía recordarme el sueño. De repente, el cielorraso se fue transformando en un océano azul y la luz -cada vez más incandescente- comenzó a tomar forma de isla. Lentamente sentía que regresaba a ese sitio, a ese encuentro que me angustiaba, pero al que, sin embargo, parecía querer volver. Y la palabra muerte volvía a mi mente como intentando frenar el viaje y también volvía la sudoración.
El sueño…
Me encontraba sentado en la parte seca de una piedra que daba al mar. El día estaba despejado y el sol rebotaba con furia en la arena. Yo miraba hacia el horizonte por si venía alguien a buscarme. Toda la isla estaba en calma como si nadie respirara en ese lugar. Me acosté y cerré los ojos. Tenía todo el tiempo del mundo y ya me había acostumbrado a estar con nadie.
A esa monótona calma -y sin que pudiera explicarlo muy bien- un viento comenzó a desintegrarla completamente. Y su retumbante chillido iba trayendo nubes oscuras y envolventes. Me incorporé apesadumbrado. La isla y yo, ya no éramos los mismos. Las nubes se fueron enterrando en el océano que ahora se mostraba triste, y de las profundidades emergieron barcos de otros siglos. Su tripulación estaba enmohecida y su piel carcomida por el tiempo. No recuerdo bien cómo, pero de un momento a otro, me incorporé a esos seres desconocidos y lejanos. Por primera vez no estaba solo y eso me animaba. Por primera vez no me hacía tantas preguntas ni me sometía a largos y penosos juzgamientos. Era un momento de efervescencia y tal vez ese estado fue lo que me condujo a ella.
En el medio había una escena que no logro recordar. Un intermedio de dos sueños, de puertas que conectaban diferentes pasadizos de la isla y mi mente. Entré a uno de ellos y mi cuerpo se estiraba por una oscuridad silenciosa. Un fuego alumbraba la poca luz que existía y un grupo de gitanos giraba en torno a cantos y melancolías. Me senté al lado de ellos. Una mujer que llevaba un pañuelo rosado envuelto en su cabeza se dio vuelta y para mi sorpresa era María. Me dijo que me sentara y soltó una breve sonrisa para luego seguir con los cánticos. En ese remolino de emociones confusas y aceleradas volví a recobrar el sentido. En el fondo deseaba que esta vez fuera distinto. La sentía a María más sonriente, más amable, más, en otras palabras, como la había conocido. Le sugerí dar un paseo y respondió que prefería quedarse con el grupo. Dije que no había problema y por dentro comencé a desbarrancarme.
Permanecí alrededor del fuego, pero esta vez ya no cantaba, no hablaba, estaba hundido en pensamientos. Cada tanto observaba a María como intentando penetrar su mente -viajar en ella- y descubrir qué era lo que bloqueaba nuestros encuentros.
Comencé a sentirme triste. La isla se fue enrareciendo y todo se fue tornando desconocido como los seres que llegaron en barcos y que ahora estaban ausentes. Decidí caminar e intentar salir de ese lugar. Me resultaba imposible escapar de mi propio sueño. Me senté en la piedra y miré nuevamente el horizonte -esta vez lo hallaba sombrío y distante-. En eso apareció María y me invitó a entrar al mar. Dije que sí a pesar de mi pena. El malestar duró hasta que me tomó de la mano y el agua del mar se enredó en nuestros pies.
Luego nos sentamos en la arena y fue como si se detuviera el tiempo. No había nadie allí más que nosotros dos. María estaba espléndida y sus ojos tenían el color del mar. Su mirada triste me conducía a un mundo sensible. Iba a decirle eso cuando me habló; ¿Seguís buscando a la que vuela? Dijo en un tono huidizo y distante. Su pregunta me envolvió de nostalgia y empecé a sentirme solo nuevamente. No respondí nada. Solo un gesto de cansancio ¿Querés que me vaya? Sus preguntas eran crueles y parecían venir de alguien que no conocía. Le respondí algo; no recuerdo qué y callé resignadamente. Pasaron unos minutos donde no nos miramos. Luego me abrazó y sollozó en silencio largo rato.
La siguiente escena se me presenta particularmente borrosa. Solo una imagen imprecisa: María subiendo a una embarcación y lamentando tener que irse, y yo diciéndole que eso pasaba siempre y haciendo un esfuerzo para no despertarme.
Abrí los ojos y me encontré mojado de transpiración. Agitado, me senté en la cama y respiré profundamente. Miré la hora y estaba llegando tarde al trabajo. En un momento tuve el impulso de ausentarme y luego sentí la necesidad de no estar en la casa.
Me di una ducha y me alisté rápidamente. Salí a la vereda y el día me pareció -tristemente- normal. Caminé hacia el auto y la angustia era una capa que se anteponía a los rayos del sol. Me sentía dos personas esa mañana y en ninguna me encontraba seguro. Una era una persona infeliz en un mundo -aparentemente- feliz y la otra era una persona -con lapsos de felicidad y abismos- en un mundo inalcanzable.
Encendí la radio del auto y alguien pronosticaba un espléndido día.
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