Tenía en la espalda un par de largas cicatrices pálidas…

Tenía en la espalda un par de largas cicatrices pálidas…

José Gonzalez

22/06/2020

Tenía en la espalda un par de largas cicatrices pálidas que en otro tiempo habían recibido cuidados presurosos y desiguales, de los que se dan a las desgracias imprevistas. Por un par de sospechas previas no me atrevía a dudar del origen de aquellas cicatrices. En realidad, resultaban más fáciles de aceptar sus grandes ojos pálidos y aventurados bajo la extensa frente y el cabello suelto, y ese mentón prominentemente afirmado que se adelantaba sobre la corriente del viento, si en la primera ocasión de la historia uno aceptaba que allí donde su espalda se quedaba sin sentido habían flotado un par de alas.

No dudé entonces entonces de aquel origen sobrenatural, y él me ayudó en mi credulidad contándome apenas aquel par de detalles que justificaban las blancas marcas sobre la piel morena. Aquellos fueron años tan lentos. Sin hablar de maldad, sin decirme dolores, apenas con un par de gestos secos como los hachazos que le habían quitado para siempre su estatus de estrella volante.

Después, mucho tiempo pasado, me atreví, y se atrevió, discretamente a levantarle los brazos y a retorcerle la piel de la espalda desde la nuca hasta la cintura buscándole al misterio mayúsculo de sus heridas insalvables la explicación racional, lógica, estructural y entonces todavía necesaria de ese par de cicatrices como arañazos hacia los pulmones que él siempre cubría pudorosamente con la tela amplia de sus camisas o con la sombra de los cuartos penumbrosos en las tardes calientes que el verano insistía en repetir. Claro que para entonces ya había pasado mucho tiempo y el lenguaje de nuestras historias era otro, mucho más asentado en la costumbre del asombro cotidiano que en la estupefacta visión del primer dolor en el otro.

No lo entendí nunca. De cualquier forma que intenté, nada de este mundo podía explicar satisfactoriamente esas extremidades extintas, pero que yo adivinaba magníficas. Y ahora que ningún resto de esos días sobrevive, más que mi asombro en estas líneas esforzadas, he comprendido ya que aquel par de emplumadas fortalezas óseas y vigorosas tenían una cabal explicación en sus propios ojos. En la completa y fugaz expresión de su miseria abandonada a la melancolía que invadía inexorablemente nuestras tardes de enero estaba el resultado eximio y ceniciento de esa roza que se llevó para siempre sus extensiones de magnificencia.

Pero aún quedaba algo, de un pasado remoto. Una visión fugaz que podía identificarse en la liviandad torpe de sus brazos, en el descanso y el frescor de sus palmas extendidas cuando se dormía sentado en un sillón bajo la galería para despertarse sobresaltado en media tarde y atisbar el rectángulo del cielo sobre el patio de aquella casa nuestra sin descuidos y con tristezas infinitas en los ojos incoloros del sueño cortado.

Como digo, en aquel encuentro entre su melancolía, que lo seguía como encerrada dentro de las sombras, y el majestosos balanceo de su frente a lo alto de su figura me pareció una tarde hallar la respuesta. No lo entendí hasta mucho tiempo después, cuando todas las cosas se habían sucedido y mis asombros me parecieron más sabios.

No era de este mundo entonces; nada de estas piedras, de estas gentes, de estos árboles, nada de esto podía acercarse a la plenitud de su carne como una explicación o como un ejemplo. Podía intentar explicarse el origen de sus largas cicatrices blancas con la desolación lamentable de la arena, o con el crujido visceral de los huesos bajo la tierra. Pero aquel par de alas, que se hubiesen extendido frente a mí y que ya no se podía, apenas conservaban de sí mismas esa melancolía recóndita en la mirada de su ángel perdido y de mi ángel huido. Esa melancolía y un par de largas cicatrices blancas que nunca se borraron, y que en un invierno frío de algún año que ahora se me pierde entre todos volvieron a dolerle debajo de la espalda.

Recuerdo bien que entonces se levantó despacio, y con aquellos pasos repentinos de quien afronta decisivamente el abandono del frío se fue yendo entre los árboles hacia cualquier parte, creí más en búsqueda de alguna distracción que de un alivio. Y yo pensaba al verlo irse que si a la tarde no volviese sería porque ya disuelto en la luz al ponerse el sol había encontrado algún recodo del destino que en virtud de su naturaleza para mí ignota en su totalidad pero que atisbaba magnífica. Y que yo podría entonces cerrar las ventanas y envejecer preguntándome sin respuesta posible que tan loco había estado que recordaba haber visto dormir aquel ángel con las alas cortadas.

Pero recuerdo con mayor claridad que no se disipó en la luz, sino que esa tarde, cuando yo comenzaba a resistirme a la duda urgente por tapiar las aberturas de la casa, volvió despacioso y alegremente por el mismo camino de antes. Y cuando fui a buscarlo en la puerta con las luces últimas del atardecer vino riéndose generosamente entre los árboles adormecidos y el pasto que ya oscurecía mientras su gesto de estirar el brazo para tocar mi hombro y decirme ternuras se convertía sin que lo supiéramos en una claudicación definitiva.

Porque no volvió a volar, ni a dispersar la luz que imagino todavía a las alturas. Y los brazos se le fortalecieron, los pasos quizá fueron menos torpes. Conservó para siempre la altivez de la frente, el gesto desprendido del cabello revuelto en lo alto, hasta incluso el color incompresible de los ojos.

Esa tarde, que hacía tanto frío, cuando volvió de entre el resto del mundo había terminado una edad del tiempo. Como ese par de cicatrices intraducibles que en su espalda se desplegaban muertas y petrificadas con su corazón de hueso cortado, así en algún lugar de su melancolía escondió él mismo la desazón que el dolor deja. 

Y si fue como claudicar en una causa noble perdida para siempre, y si fue como la resignación mayúscula de quién ya no pudo, eso lo sabía solo él y yo lo adivinaba.

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