En la vieja casa de los abuelos ya no vivía nadie. Mi tía, la última en habitarla, se había mudado meses atrás y ahora habíamos decidido ponerla en venta. Yo, que pasaba la mayor parte del tiempo en otra ciudad, me ofrecí voluntaria para recibir a un agente inmobiliario una mañana temprano aprovechando mis vacaciones. Siempre me sentía en deuda con mi familia por no poder asistir a cumpleaños, revisiones médicas o simplemente por no estar, así que no quise desperdiciar la oportunidad de demostrar que seguía estando a la altura e insistí en ser la anfitriona. Con lo que yo no conté es que no iba a poder compaginar horarios salvo si pasaba allí la noche, era la única opción posible.

De camino hasta allí recordé lo poco que me gustaba estar en la casa cuando no había nadie. Y no solo iba estar sola, además iba a estarlo de noche. La calle estaba vagamente iluminada por un par de farolas, y las casas, todas de alrededor de unos sesenta años de antigüedad, tenían un aspecto descuidado, sombrío y siniestro. Al bajarme del coche tuve la sensación de que todas estaban deshabitadas. No se veían luces a través de las ventanas y no encontré un solo alma caminando por allí. Si ya estaba tensa, la sensación de aislamiento me turbó aún más. Desde luego no era el lugar de antaño ni el que yo guardaba en mi memoria y mucho menos era el lugar donde me apetecía pasar la noche.

Cuando cerré la puerta principal supe que la noche iba a ser larga. Sentí el fuerte olor de una casa que llevaba meses cerrada, el olor a humedad, a abandono, el que debemos dejar tras años habitando entre las mismas paredes. Esperaba poder acostumbrarme rápidamente a ese hedor tan penetrante en el que sentía que había incrustados años, pasado e historia. Me fui directa al salón y puse la televisión, necesitaba un poco de ruido como acompañamiento. Estaba acostumbrada a estar en soledad e incluso disfrutaba con ello, pero no aquí, no en este sitio.

Me senté en el sillón contiguo al principal. Nunca me había sentido con derecho a sentarme en el que está frente al televisor. Ese sillón solo podía estar ocupado por Ella e incluso ahora, en su perpetua ausencia, seguía siendo su sitio. Teniendo como única compañía el fuerte volumen al que sonaba la televisión me dispuse a cenar del propio recipiente que había traído. Pero al dar el primer bocado se fue dibujando de fondo en mi retina la imagen que tenía frente a mí, la forma de una cama con una figura encima. Me asusté y levanté rápidamente la mirada y ahí estaba Inés, mirándome.

– Inés…- susurré atemorizada mientras me ponía en pie.

    Nunca me ha gustado la disposición de la casa. La puerta del salón daba directamente a la cama de una habitación en cuyo centro, medida de una forma casi milimétrica, yacía la pequeña muñeca Inés. La habitación tenía la luz apagada pero la del salón se reflejaba en los ojos de Inés y no pude evitar estremecerme. Me acerqué y la cogí entre mis brazos a pesar del polvo que cubría sus rubias trenzas y me transporté a años luz de allí, a un tiempo feliz, de juegos, primos y algarabía. Lo cierto es que había una expresión dulce en su rostro blanquecino y sus ojos, aún sin tener vida, transmitían cierta quietud y serenidad. La dejé minuciosamente donde estaba, buscando la simetría y la exactitud en la que había descansado todo este tiempo para evitar perturbarla lo menos posible. Me gustaba dar animación a algunos objetos y además, tenía la sensación de que allí dentro había algo parecido a la vida, las cosas no solo estaban, también eran. Convencida de la poca maldad de la muñeca, no lo estaba tanto de la tranquilidad de tenerla fijamente en el rabillo del ojo, por lo que salí de la habitación y preferí cerrar la puerta. Regresé al salón tratando de serenarme y recapacitar, estaba sugestionándome demasiado.

    Terminé de cenar mucho más calmada concentrada en la televisión y en ese absurdo programa en el que se encuentran cosas valiosas en viejos trasteros que han subastado previamente sin saber qué hay dentro. Me sentí tan tranquila que hasta me animé a mirar las viejas fotografías que había colgadas en las enmohecidas paredes, casi todas de bodas, bautizos y comuniones. Me animé también a abrir los cajones del mueble donde recordaba las galletas que mi abuela solía comprar para los domingos y lógicamente ya no había ninguna. Y me sorprendí de la cantidad de souvenirs, de pequeñas figuras de porcelana y de relojes que tenía por todo el salón, algunos cubiertos de pequeñas telarañas.

    Contenta o más bien satisfecha de haber roto la barrera inicial entre la casa y yo, pasadas las doce cogí mis cosas y decidí irme al cuarto de invitados. Apagué la lámpara del salón y todo se quedó a oscuras y sumido en un inquieto silencio. Di unos pasos hasta el pasillo para buscar la luz, pero mi memoria no era tan prodigiosa como para recordar a qué altura de la pared estaba el interruptor, así que avancé a tientas deslizando mis manos sobre ella. La encontré algo húmeda y con el gotelé agrietado y noté como mis manos se manchaban de una fina capa de polvo, moho o una mezcla de ambos. Siempre había tenido cierto temor a la oscuridad y empezaba a angustiarme el hecho de no encontrar el maldito interruptor estando totalmente a oscuras. Hice un gran esfuerzo por no imaginarme que al final del pasillo, entre toda esa negrura intensa, hubiese una figura muy quieta observándome, alguien con ropas oscuras, con la cabeza más bien baja, pero manteniendo su mirada firme sobre mí. Tanto imaginé que hasta oí un leve susurro que me paralizó. Necesitaba asegurarme que no había sido real y entonces lo volví a escuchar. era el sonido no muy lejano de una tela en movimiento. Se me aceleró el corazón y empecé a correr sin recordar aquel minúsculo escalón que me hizo caer.

    – ¡Maldita sea! – mascullé desde el suelo atemorizada.

    Apoyé las manos en el suelo para subir y rocé lo que a oscuras me pareció una pantufla.

    – ¡Pero qué demonios…! – gimoteé y corrí hacia delante alcanzando la habitación de invitados.

    Esta vez encontré la luz con una asombrosa facilidad que me resultó hasta irónica. Sentí un gran alivio al ver que una de las ventanas estaba abierta y hacía ondear las cortinas provocando el sonido que había escuchado. La habitación era de un tamaño minúsculo y tenía dos pequeñas camas con colchas azules de raso perfectamente estiradas. Sobre cada una de ellas colgaban, en una pared mugrienta, dos crucifijos. Los muebles eran de un marrón muy oscuro y había un espejo cuyo borde derecho estaba cubierto por una fila de estampas con imágenes de vírgenes y santos. No me resultó precisamente una habitación acogedora, pero hice una de las camas y me metí entre las sábanas. Empecé a imaginar que la figura negra que antes me esperaba en el pasillo vagaba por las noches libremente y descansaba en la cama de al lado a tan solo un metro de mí. Borré de inmediato esos oscuros pensamientos y tiempo después conseguí quedarme dormida.

    A las 3:09 el ruido de un portazo me despertó. Me incorporé un poco desubicada y con el corazón desbocándose en mi pecho. Se había cerrado de golpe la puerta de la habitación y deduje que debía haber algún tipo de corriente con alguna ventana de la casa. Abajo estaban todas cerradas excepto la del cuarto en el que estaba así que no dudé en que posiblemente alguna del piso de arriba estuviera abierta. Pensé que no tardaría nada en subir y echar un vistazo.

    Encendí la luz de la escalera. Era tan débil que apenas se iluminaba el contorno del aplique de un suave color ocre. Me quedé mirando fijamente el aura que provocaba la luz en las baldosas de la pared y seguidamente de nuevo la negrura que inundaba el final de la escalera. La imagen era indudablemente tétrica, pero me convencí a mí misma de lo inofensivo de la situación. Mis ojos se acostumbraron a la tenuidad y comencé a subir. Me resultó curioso lo largas que me parecían esas escaleras cuando era una niña y lo cerca que tenía ahora el rellano del piso de arriba.

    Mis padres me habían avisado de que la única habitación que había en la planta de arriba se había convertido en un auténtico trastero y que algún que otro poste sostenía una parte del tejado que se encontraba en mal estado, por lo que traté de no asustarme cuando intuí dos figuras alargadas que llegaban hasta el techo. Mis pulsaciones empezaron a subir mucho más rápidas que mis pies por la escalera. Algunos ruidos de la noche se sumaban al de mis pasos, un lento goteo en alguna parte, un crujido seco de madera, un constante zumbido de algún electrodoméstico y mi respiración acelerándose. Pero de pronto escuché un golpe fuerte en la habitación de arriba. Había sido claro y esta vez muy real.

    – ¿Quién anda ahí? – pregunté muy alto, sorprendiéndome a mí misma de escucharme en ese tono.

      De nuevo un silencio profundo. Me encontraba en la mitad de la escalera apretando mi móvil con fuerza y vislumbrando la entrada a la habitación. Era extraño, casi paranormal, que una casa que llevaba deshabitada tanto tiempo pudiera provocar un ruido así, como una caída de algo desde una altura considerable. En ese momento me hubiera encantado que alguien, días atrás, hubiera cejado mi empeño en querer ser la anfitriona para la inmobiliaria. Di un paso más al mismo tiempo que sonaba otro golpe seco parecido al de antes. Sentí náuseas, algo no iba bien. Mandé un mensaje a Rubén, mi novio, y aunque no quería sonar alarmante le escribí: “Rubén, estoy asustada, creo que hay alguien en casa de mi abuela”. Eran poco más de las tres, pero tenía esperanza de que pudiera leerlo. Sin embargo, la cobertura era tan baja que ni siquiera le llegó. Aproveché la luz del móvil y con miedo apunté hacia el final de la escalera. Tal como me imaginaba la puerta de la terraza estaba abierta de par en par, pero no fue eso lo que me llamó la atención. En el suelo, entre la terraza y la habitación, había cristales.

      Estaba tan paralizada que me pareció tan mala idea darme la vuelta como seguir subiendo y averiguar qué pasaba.

      – ¿Hola? …musité, esta vez suavemente, casi ahogada por un nudo en la garganta.

        Nadie contestó. Con las piernas temblorosas decidí subir el siguiente escalón manteniendo mis ojos clavados en la puerta medio abierta de la habitación. Otro paso más. Ahora no sonaba nada más que el aire saliendo por mi boca. Solo un paso más y llegaría arriba. Los latidos no podían ir más rápido, me sentía mareada, con la sangre fluyendo rápidamente por mi cabeza y palpitándome en las sienes. De repente se encendió una luz muy suave en el interior. Decidida, agarré el pomo de la puerta y la terminé de abrir. Entre desconcertada, horrorizada y al mismo tiempo aliviada por ver una cara conocida exclamé apunto de llorar:

        – ¿Qué haces aquí?

        Periódico «Al Día» 30- septiembre- 2019

        “Hallan el cadáver de una joven en el interior de una casa familiar deshabitada. El cuerpo sin vida fue encontrado en la segunda planta con un profundo corte en el cuello. El hallazgo de un trozo de cristal en su mano derecha y la trayectoria del corte señalan el suicidio como motivo principal de la muerte. Todo apunta a que pudo desplazarse hasta allí para acabar con su vida. La familia, totalmente contraria a esa teoría, pide que se inicie una investigación para poder esclarecer el caso y poder dar descanso a la joven.”

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