La revolución del amor

La revolución del amor

Cris Ollero

14/06/2020

Eran las ocho en punto de la tarde de un sábado primaveral del mes de abril. Enfundado en traje azul a rayas y corbata gris, el presentador del telediario de la cadena nacional contaba las noticias del día a los telespectadores. Los cuatro miembros de la familia Zubieta le escuchaban atentamente, en completo silencio y casi sin pestañear, tal era la expectación. Eran tiempos convulsos, el país y el mundo entero estaban en plena revolución. Las revueltas, encabezadas por jóvenes de todas las procedencias, clases sociales y razas, se sucedían día tras día en las calles de las principales ciudades.

Sentados en el sofá de piel del pequeño salón despellejado a trozos por el uso, los Zubieta miraban incrédulos las imágenes en pantalla de varios chavales paseando a cara descubierta por las calles de Madrid. Iban en grupos de ocho, diez y hasta doce personas a la vez. Los famosos huevos rotos de la yaya Marisa –la cena de esa noche– se enfriaban en la mesa. La imagen de un par de chicos abrazándose con efusividad, que no debían sobrepasar la treintena, hizo que la abuela Marisa se levantase de un brinco del sofá.

–¡Por Dios, dónde vamos a llegar!, ¡esta juventud no entiende nada! –dijo la abuela, visiblemente alterada por lo que sus ojos acababan de ver.

Las arrugas recorrían sus mejillas como una ruta trazada sobre un mapa; iban desde la parte superior de la nariz, atravesando los pómulos y terminando casi en la oreja, exactamente a la altura donde Marisa se colocaba la mascarilla con la maestría de toda una veterana. Esas arrugas eran el símbolo de una generación entera de abuelos y abuelas que años atrás fueron jóvenes; una generación que había vivido dos vidas muy diferentes: la del pasado –veinte años atrás– que se antojaba borrosa, lejana y ficticia, y la del presente, mucho más real.

–¡No lo entiendes abuela!, ¡las cosas están cambiando!…, ¡el mundo entero lo está haciendo! Esto es sólo el principio… –respondió Claudia con voz decidida.

–¡Los que no lo entendéis sois los jóvenes! –continuó la abuela– ¿Qué va a ser lo siguiente?, ¿saludarnos con dos besos?, ¿arrejuntarnos en los espacios cerrados con completos desconocidos? dijo la abuela mientras negaba con la cabeza, muy disgustada.

–¡Shhhh! ¡Dejadme escuchar! Les mandó callar Clara, la hija y madre de ambas, colocándose el dedo índice sobre la boca en señal de silencio.

Las imágenes aparecían una tras otra en la pantalla del televisor: Londres, París, Río de Janeiro, Nueva York y Madrid; las calles de las grandes ciudades se habían convertido en el epicentro de la nueva revolución de cada país –“La revolución del amor”, como la habían apodado los medios de comunicación–. Los manifestantes recorrían las avenidas alzando sus mascarillas al aire, en signo de protesta, y entrelazando sus manos los unos a los otros al canto de “All we need is love”, la famosa canción de Los Beatles, que se había convertido en el himno del movimiento. Por muchos años que transcurrieran, Los Beatles nunca pasarían de moda. “Necesito un abrazo”, “bésame, bésame mucho” o “coge mi mano”, rezaban algunas de las pancartas que blandían los manifestantes.

Aquellas protestas reclamaban algo tan básico e inherente al ser humano como es el contacto, el afecto; en definitiva, el amor. Lo que en un primer momento –hacía veinte años– comenzó como una imposición fruto de la pandemia global, se había normalizado hasta tal punto que cualquier gesto que contradecía las normas de distanciamiento social era fuertemente rechazado por toda la sociedad. Dar un beso en la mejilla a un ser querido, compartir una ración de patatas bravas con los amigos o bailar un pasodoble en la verbena de las fiestas del pueblo se habían convertido en placeres prohibidos para muchos. Hacía años que había acabado la pandemia y la lógica decía que todo debería haber vuelto a la normalidad; pero el miedo seguía ahí intacto, como una fragancia en el aire, que se huele y cuya presencia se siente, pero que no se puede ver. El miedo se mantenía puro e indestructible, al menos para la generación de Marisa, que aun seguía lamiéndose las heridas de un pasado difícil de olvidar.

Cada noche, la yaya Marisa rememoraba aquella época con la nostalgia que sólo provocan los recuerdos felices…, esa que es inconfundible porque comienza con la mirada perdida y acaba con un suspiro largo. Recordaba las multitudinarias reuniones en la casona familiar en época estival, con una paella en el centro de la mesa de madera del amplio porche, una copa de Rioja en la mano y la brisa del mar Cantábrico acariciando sus mejillas desnudas. Ese era el lugar en el que se juntaban todos, una familia tan grande como la suya. Añoraba los viajes a los lugares más recónditos del mundo, ella que había tenido un gran espíritu aventurero en lo que parecía ya otra vida. Recordaba el verdor intenso de los campos de arroz del interior de Tailandia; el amarillo centelleante de los neones del barrio de Shinjuku, en Tokio; y el blanco mármol de los guijarros de la playa de Zlatni Rat, en Croacia.

Marisa también echaba de menos su activa vida social: la cena de los viernes en algún restaurante de postín con “su Paco”, el vermut de los sábados con sus amigas de toda la vida y las tardes de “domingo cultural” –como ella las llamaba– en el teatro, el cine o en cualquier museo de la ciudad ¡Todo aquello lo añoraba! Pero si algo echaba de menos Marisa era el contacto piel con piel, los besos apasionados, los abrazos que se prolongan en el tiempo y las caricias a sus nietos. 

Marisa guardaba con celo todos esos recuerdos en una cajita en su corazón, de la que sólo ella tenía la llave; porque por mucho que echara de menos todo aquello, la razón se imponía al corazón. Su generación había sufrido los efectos de la peor pandemia de la historia moderna, una pandemia sin precedentes que puso su mundo patas arriba, de tal forma que ya nada volvió a ser igual.

Al día siguiente se armó de nuevo la revolución, pero esta vez no fue en las calles, sino en casa de los Zubieta. Claudia había acudido a una de las manifestaciones.

–¡¡Estás loca niña!! En la tele dicen que había mil quinientos manifestantes… ¡Dime que al menos llevabas puesta una mascarilla “de las buenas” y que estuviste apartada de todo el mogollón! –dijo Marisa.

–¿De que serviría entonces abuela? Necesitamos demostrar a los escépticos, como tu, que no deben temer al cambio ¡Debemos demostrarlo con hechos, no sólo con palabras! –respondió Claudia, citando parte del discurso del líder de la revolución.

–Ni siquiera habías nacido cuando ocurrió… Aunque lo hayas leído en los libros de historia, ¡no tienes ni idea de cómo fue aquello!, ¡si hubieras vivido una pandemia lo entenderías! –sentenció la abuela Marisa.

–Lo sé, abuela… ¡pero la sociedad está lista para el cambio! Somos más fuertes que antes y estamos más preparados que nunca por si algo así volviera a ocurrir –contestó Claudia.

Esa noche, ni Claudia ni Marisa consiguieron conciliar el sueño. Bajo el edredón de su cama, Claudia rememoraba, una y otra vez, lo vivido en la manifestación. Reconocía que al principio había sentido miedo, tanto o más que aquella vez que creyó haber escuchado a unos ladrones entrar en casa. Nunca antes había estado rodeada de tantos desconocidos al mismo tiempo, con tan poca distancia y sin el uniforme habitual de mascarilla y guantes. Al fin y al cabo, ella había nacido en un mundo muy distinto al que había conocido su abuela.

Sintió mariposas revoloteando en su estómago mientras las imágenes de aquella tarde aparecían en su mente, como el trailer de una película en la que ella era la protagonista. Esa tarde, sus ojos resplandecieron con un destello especial al ver a la muchedumbre bajar por las calles, su respiración se aceleró como un coche de carreras al lanzar su mascarilla al aire y su corazón se sobresaltó como el de una adolescente perdidamente enamorada al notar el roce de la mano del completo desconocido que tenía a su lado entrelazando la suya. Estaba eufórica; sus pies querían echar a correr, sus piernas querían saltar y sentía un deseo irrefrenable de cantar a voz en grito. “All you need is love” resonaba una y otra vez en su cabeza.

Claudia sintió que no podía esperar ni un minuto más, se levantó de su cama y salió en su búsqueda recorriendo la casa a oscuras. La encontró en el salón, sentada en su silla favorita, con la mirada perdida en el horizonte. Las luces de las farolas de la calle se colaban al interior de la estancia e iluminaban la cara de la yaya Marisa. Abuela y nieta se miraron, cómplices, y se dijeron muchas cosas sin necesidad de articular una sola palabra… Se dijeron que se comprendían la una a la otra, a pesar de los años, a pesar de ser hijas de una distinta sociedad. Se dijeron que se querían, que se añoraban, que lo sentían… Se abrazaron allí mismo sin mascarilla, guantes ni protección.

Una lágrima resbaló por la mejilla de Marisa hasta posarse en la arruga de sus pómulos, ¡aquella maldita arruga! ¡Cuánto había echado de menos abrazar a su nieta!, ¡cuántos días, meses y años había vivido sin sentir el calor que desprenden los brazos al enredarse alrededor del cuello de un ser querido!, ¡qué sensación tan extraña y desconocida en aquel mundo nuevo, pero tan familiar y reconfortante a la vez!

Y entonces… decidió que ya era hora de avanzar y dejar el pasado atrás. Había llegado el momento de trazar una nueva ruta en aquel mapa que era su vida. Ya era hora de sucumbir a la revolución del amor.

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