El hombre que vio a Dios

El hombre que vio a Dios

PolitikSad

09/06/2020

Cuando las aves callan y los perros dejan de mover la cola, cuando las personas evitan levantar la vista y los niños dejan de jugar, era entonces cuando Miguel pasaba.

Con los pies en el suelo, la tierra que se adhería a sus plantas era más un símbolo de pureza que de suciedad. Sus uñas limpias le brindaban la imagen de ser intocable.

La suciedad era un objeto externo a él. Aunque la suciedad estuviera, no lo tocaba. La suavidad de sus pasos pero la firmeza de los mismos confirmaban esta noble voluntad de su ser. 

Una belleza impregnada en vanidad camina con ligereza, la amabilidad tosca, se para torpemente en el suelo.

Los pasos de Miguel eran correctos, como la buena postura.  ¿Quién no dobla levemente uno de sus pies adentro o afuera? ¿Quién no tropieza alguna vez con una piedra o cae en un hueco? Incluso el tiempo es difícil de manejar, el hombre camina muy rápido o muy lento, balanceándose en sus talones o colocándose de puntillas.

Su caminar era simplemente correcto.

Una simpleza sin simplicidad, porque lo correcto parecía a este punto de la historia del mundo, algo no humano.

Todos conocían su caminar, detallaron concienzudamente sus pies. Probablemente porque muy pocos se atrevían a ver su cara.

Su rostro era bello, no como las piezas de arte, no como la mente de los hombres imaginaban a los ángeles ni con las facciones de los bellos amantes. Era bello en su bondad. La correlación entre los dos modos de ser se volvían uno en su semblante, feliz y tranquilo, la pureza de la serenidad.

Nadie podría decir por qué Miguel era bello, solo lo era, de tal forma que la gente bajaba la mirada y veía sus pies. Su belleza no era sólo expresada en su carne, sino en su alma ¿y como se expresa la belleza del alma? En el modo genuino del ser. En aquello que los otros sólo podían fantasear con la ilusión de que lo que proyectaban sus mentes era una representación de lo real. Por eso les había resultado a todos hasta ahora tan ajena a ellos, tan ajena a lo humano.

Así que cuando él pasaba no levantaban la vista, miraban sus pies.

Ese día, como lo hacía una vez cada dos días, Miguel fue a buscar agua del pozo. Esta vez el mozo que sacaba agua del pozo no se encontraba. 

Se iba a retirar, le parecía una descortesía tomar agua cuando el amable mozo que lo custodiaba no se encontraba. No obstante, halló una nota en un costado de la estructura de piedra “tome el agua, el mozo está enfermo” reconocía la letra, era el Padre.

Tomar agua estaba bien. De hecho, sería insensible no hacerlo ¿si el mozo se enteraba que alguien se había quedado sin agua por su ausencia? No, no podía permitir causar esa preocupación.

Cogería el agua por primera vez.

Al inclinarse en el pozo vio su reflejo.

El balde se cayó de sus manos de la impresión, impactando con el agua y distorsionando la imagen.

Inmediatamente cayó Miguel hacia atrás, su respiración al compás de su corazón conmocionado.

¿Cómo podría ser? ¿era realmente? ¿es? Temblando, Miguel se acercó al pozo pero antes de asomarse nuevamente se detuvo ¿por qué dudaba? La duda era humana, no estaba mal dudar, pero la fe también lo era y una fuerte voluntad imponía la fe a la duda.

Su corazón al verlo lo confirmó. No podía permitirse dudar, aún si fuera indigno. No, no necesitaba una confirmación, porque su fe era la confirmación en sí misma.

Miguel sabía que debía hacer, se dirigió a la iglesia.

Vio al padre dándole de comer a las aves, esas que se animaban con su llegada. El padre sintió a Miguel quien corría, si bien era un joven sano y alegre que manifestaba su vitalidad, no solía mostrar desenfreno o premura juvenil.

El padre, anciano y miope miró al joven. A pesar de su nublada visión, podía reconocer la belleza de Miguel, él mismo lo había bautizado. Un bebé sano en todos los sentidos, un ser humano maravilloso en su realización de solo ser humano.

Sabía que la premura del chico debía deberse a algo.

-¿qué ocurre?

-Padre no se si deba decirlo, por ello he venido a usted

-¿qué sucede?

-He visto a Dios

Una sentencia ¿cuantos hombres han afirmado ver a Dios? Locos todos, nadie cuerdo tomaría en serio aquella afirmación, lo interpretarían como una expresión, una broma o una poética alegoría. Si la persona seguía insistiendo en la veracidad de sus palabras, se llegaría a asumir que estaba loco.

Pero este no era el caso. Si a un hombre le preguntaran si lo que está escuchando es verdadero y debiese responder sin dato adicional a la afirmación ¿podría acertar? Si es un hombre versado en pragmática, algunos rasgos en la gesticulación al locutor emitir la sentencia le harían tener una mayor impresión sobre la veracidad de la misma, pero nunca con seguridad. Si fuese el receptor un necio podría estar seguro de su juicio, pero de facto ¿qué tan correcto podría ser? Al final, el «no sé» era la respuesta más segura.

Pero este no era el caso.

Habían hombres que lograron ver, sentir o escuchar a Dios aunque fuese imposible, el verbo podía romper el concepto. Era la palabra el elemento constitutivo de la realidad, el mundo, el acto y la posibilidad.

Y así se revelaba ahora ante los ojos de su creación. Su hermosa creación, la creación que se asemejaba a sí mismo, no en carne sino en pensamiento. La tendencia de la mente del hombre de emular la del creador.

El padre no pudo hacer más que creer, la actividad más hermosa, la que consumaba el amor, la creencia. Al padre se le llenaron de lágrimas los ojos, el agua capaz de limpiar el mundo era la lluvia, el agua capaz de limpiar las almas era el llanto.

-¿Ocurre algo malo? ¿debo temer?

-No debes temer Miguel, nunca debes temer, caminas con Dios y te ha mostrado su cobijo

-«Aunque pase por el valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo; tu vara y tu cayado me infunden aliento.»

El padre al escuchar las palabras que él mismo había rezado desde temprana edad volvió a sobre encogerse en sí.

-Nuestro señor se le presenta a sus hijos pródigos

-Pero mi voz no se asemeja a la de las aves, mis palabras no  conmueven a las almas, mi fuerza no equipara la de los grandes hombres, ni mi mente la de los listos

-Pero la bondad de Dios se refleja en tus ojos

El padre profundamente conmovido le llevó la noticia a los padres de Miguel quienes aunque no comprendían, no dudaban de las palabras del padre y daban fe de la inocencia de su hijo. Lágrimas de felicidad bañaron sus ojos y la madre toco su vientre enternecida.

Pronto el pueblo lo supo, y todos aquellos quienes alguna vez habían visto a Miguel, o mejor dicho, sus pies, no dudaron un segundo de ello. “El chico de las uñas limpias había visto a dios” Esa afirmación pasaba de boca en boca, no como un chisme sino como un consuelo.

Era un chico.

No hacía milagros, no guiaba a un pueblo, no tenía visiones.

Era tan humano.

Y aún así había visto a Dios.

Los hombres se repetían entre ellos que el chico de uñas limpias había visto a dios, entonces reían y lloraban. Se abrazaban y reconocían.

Eran humanos y eran hijos de Dios.

Caminando descalzos por los pisos de tierra.

Personas de otros lugares se enteraron del suceso, que era demasiado grande para un lugar tan pequeño.

Ofendidos por la asunción iban a ver a los blasfemos. En cuanto conocían a Miguel se sentían sucios e impotentes, bajaban sus ojos sintiéndose incapaces de ver al chico. Un rey incluso, llegó a la aldea con sus guardas y caballería, listo para llevarse a los impíos que nombraban a Dios en vano, terminó llorando en el suelo al contemplar la impecable uña del dedo pulgar de Miguel que relucía a pesar de la suciedad acumulada en sus plantas.

Miguel por su parte no decía nada ¿qué podía decir? No entendía el mundo, ni los corazones de los hombres más de lo que lo hacía con el propio. Rezaba cada noche para que se le revelase su misión en el mundo, pero con los años se dio cuenta que su misión en el mundo era igual a la de todos, estar en el.

Muchos profetas habían escrito, otros hablado, recorrieron grandes distancias llevando la palabra del señor al mundo. Pero Miguel no era un profeta, era un hombre y siguió viviendo como tal. Su amigo más cercano, el padre, murió en medio de su adolescencia pero otro padre más joven y vivaz pero igual de devoto le había reemplazado y con Miguel también se habían vuelto cercanos.

A pesar de que el nuevo padre, al igual que todos lo que rodeaban a Miguel no lo veía a los ojos. En pequeñas ocasiones, cuando este no lo estaba viendo, se atrevía a alzar la mirada por unas fracciones de segundo para luego bajarla avergonzado.

El padre como un amante del arte estaba convencido de que la pureza de Miguel debía ser conservada más allá de su vida mortal. Pero debido a su naturaleza, sencilla y humilde, el mismo no se había atrevido nunca a escribir o dejar constancia de algo ´propio en el mundo más allá de las huellas que dejaba al caminar.

El padre entonces busco a alguien, un artista para retratarlo. Su imagen quedaría en la historia como el hombre que vio a dios.

Miguel no estaba tan seguro.

-¿no será este un acto narcisista padre?

El padre lo miró con una sonrisa

-¿no has visto Miguel los retratos de los santos, los reyes, los grandes señores?

Asintió

-pero ellos son grandes hombres

-¿Qué más grande que ver a nuestro creador? ¿o crees que el señor se equivocó al concederte el don?

Miguel inmediatamente negó pidiendo perdón por las implicaciones de sus palabras. 

Los días anteriores, mientras el pintor se trasladaba, Miguel se encontraba nervioso. Había vivido muchas situaciones extenuantes desde el momento que vio el rostro de Dios pero a pesar de eso, su vida pudo continuar con bastante normalidad. A pesar que reyes le habían ofrecido sumas inmensas de dinero a cambio de irse con ellos, al él expresar que quería seguir viviendo su vida lo dejaban tranquilo. No obstante, no valía de nada preocuparse de dichos asuntos, así que para aliviar sus disidentes pensamientos recurrió a aquello que le brindaba consuelo, y en sus rodillas rezo para que se hiciera la voluntad de Dios y que su corazón la aceptase.

Así, cuando llegó el día de la pintura se encontraba pleno y su semblante lo reflejaba. El pintor, quien apenas podía alzar la mirada por momentos para verlo rechazo cualquier pago.

Varios días demoró la realización del retrato, era pequeño, de los hombros al rostro. El fondo fue dejado blanco, el pintor solo podía concentrarse en él, aunque de algún modo se sintiera febril por esto.

Cuando el padre vio la pintura sonrió. No fue puesta en la iglesia, donde solo habían representaciones de santos, se colocó en la casa parroquial.

Miguel no había visto el cuadro. Solo se concebía a sí como una herramienta en ese proceso y lista su labor continuó su vida.

Al menos, hasta que un domingo luego de misa fue a la casa parroquial.

En ese momento, por segunda vez en su vida, su paso trastabilló.

Su cuerpo se paralizó ante el retrato. Cuando el padre lo vio asustado fue a su lado.

-¿Qué ocurre?

Miguel señaló al cuadro con su respiración entrecortada, era diferente pero allí estaba, no habían dudas, está vez no.

-es el rostro de Dios

El padre sin comprender vio el cuadro.

-pero Miguel, ese es tu retrato.

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