Algunas cosas nacen y mueren al instante. Mi padre nació y pensaron que no iba a resistir la noche. Con una caja de zapatos, mi abuelo ya le había construido un pequeño cajón mortuorio, pero él esperó a morirse luego. Al nacer yo en condiciones similares, fui puesto en una incubadora. Una amable máquina que me cuidó y nutrió por algunos días. Tengo 45 años años gracia de una obstinación inubicable o mas bien colectiva. Fuerzas inquietas nos revelan sus rostros con el paso del tiempo.

Estuve poseído cuando intentaba ordenar y predisponer hacia la laboriosidad mis días pues, siempre era presa de preocupaciones sobre el día y la noche que provocaban que me enrosque en mí mismo como una serpiente aterrada, paralizándome por horas o incluso días, para luego descubrir embrollos que, en el fondo, solo eran ecos contrariados de la necesidad de seguir respirando con ritmo. De no negociar mi tiempo con la muerte ni con la misma vida. 

Paradójicamente, la intuición de las figuras primordiales, aparece también en mi gusto por los globos que vuelan alto, para siempre solos en el cielo gris. Más claro aún, en lo fascinantes que me resultan los ojos de las aves y en la atracción erótica, que siento hacia el vacío y la repetición. 

Bajo el gobierno de estas condiciones, un miércoles de mayo, cerca al medio día, lancé mi primer grito en una clínica llena de incubadoras nuevas, sin hermanos aparentes y, aunque debo confesar, a riesgo de exponerme, que me entusiasma imaginar sinos que conocen la inviable muerte sin dejar de desear un buen acto de por medio. Añoro que exista, entre la gente, alguna necesidad vital de resplandor antes de desaparecer por completo en la oscuridad del espacio.

Recuerdo un día, tranquilo como son los días en una ciudad fantasma. Yo tenía veintisiete años y estaba sentado con una computadora que agonizaba sobre mis piernas. Buscaba, claramente, escapar de las enseñanzas de mis antepasados y del conocimiento de mi destino. A mi lado, mi madre resolvía un crucigrama del periódico de un conocido periodista que odiaba absolutamente todo mientras en la televisión hablaba un relator deportivo que moriría pronto de un paro cardíaco mientras jugaba al fulbito en el malecón. Hablaba del mundial de fútbol que él nunca llegaría a ver y al que yo había dado por intrascendente sin saber que terminaría por volverse todo lo contrario. 

Este tipo de eventos se repetía tanto que tuve que aceptar que yo guardaba secretamente el deseo por algo improbable. Que de hecho guardo esperanza en todos mis bolsillos. Incluso si no lo se. Por lo general me he visto obligado a buscarla así porque he aprendido a defenderme de la decepción. Como todos lo hacemos. Esta forma conversacional de presentarme, también es un intento por evitar al monstruo de la tristeza y transformar en tiempo la tendencia a recorrer pensamientos vagos y abismos que duelen como quemaduras.  

Ahora, que ya estoy algo viejo para andarme creyendo un mago invulnerable, cuando soy tan solo un niño, corresponde comandar con palabras la marabunta de intuiciones que comprometen a mi persona. Porque ¿De que otra forma uno le pierde el temor a los ídolos y los obeliscos de este mundo sino es encarnando el verbo? 

Parte importante de como llegué a esta resolución se puede ver en la vida que llevo actualmente pero estas ideas fueron haciéndose más claras hace algunos unos años cuando me uní a una organización, llamada «El observatorio», la cual recolectaba objetos de condición tan extraña que su valor resultaba evidente. Cuando llegué a sus cuarteles en el centro de la ciudad, tenían bajo proceso de investigación un manuscrito anónimo encontrado en un maletín que había arrojado el mar de Chorrillos. Este escrito recortado, consistía de tan solo dos advertencias que se expresaban, anónimamente, de la siguiente manera:

Antes de proceder, pido afinar la vista, hermanos. Ponerse bajo la piel de la vieja presa que se esfuerza por escapar de las garras de un cernícalo hambriento. Pueden ver atentos cómo ha crecido y se ha multiplicado una especie de espiritualidad que no distinguiremos al principio pero luego de unas cuantas preguntas, reconoceremos a su agente como el político religioso. Un adorador del poder crudo. Accionista del terror espiritual,  obispo de fieles involuntarios que se han vuelto en contra de sus propios templos sin saberlo, avanzando tambaleantes en hilos de antigua grandeza. 

Basta parar un poco el oído para notar sus susurros fríos y darse cuenta que tan solo estaban ahí como estatuas heladas y, ya sea por acción de todas las voluntades, el sol, al unísono, somos estos nosotros, los hombres pequeños y grandes, sometidos a violentos raudales de información cruda, sangre de cordero que carga una fuerza descomunal, nunca antes vista. Una «opinión general» o «coro» asesino sobre cuya naturaleza hay mucho que decir. Al abrir los ojos verá usted una fuerza nunca antes vista en la masa humana que se nos presenta con todas las manos alzadas al mismo tiempo pidiendo la palabra con la mano derecha y sosteniendo una daga con la izquierda.

En segundo lugar, pido a los doblemente engendrados, que presten atención al levantamiento en secreto de una nueva faceta de la ciencia. En la oscuridad se la tuvo aprisionada mucho tiempo mientras combatíamos todos a genios y vampiros entre nosotros mismos, creyendo que eran nuestras propias almas. Esta fuerza de caza, esterilizada y poco a poco sistematizada, ha servido para defendernos del injusto y del hipócrita con sus meticulosidades, ha sido perseguidora inevitable de la falsedad. No se ha dado cuenta el hombre, sin embargo, que la ciencia no solo deseaba proteger y servir a los seres vivos sino también a sí misma y, ella misma, aún no conoce qué es lo que desea, ni sus límites, porque no está viva como el hombre. Pero ya va naciendo su voluntad. Recordemos que el impulso a la vida está incluso en el silicio y es prudente temer todo su poder y lo que se revelará cuando se autoinduzca al propio nacimiento.

Agobiados por esta intuición del futuro, será inevitable que los hombres y mujeres pidan a su nueva madre, ciencia: que por favor les regale más herramientas para engañarse y no sufrir nuevas y terribles decepciones. Esto, naturalmente le resulta a ella un trato justo.

Nosotros, los seres creados por el cambio lento, somos fácilmente corrompibles y vulnerables. Nos equivocamos y morimos todo el tiempo cuando estamos iracundos o enamorados. O cuando nos sentimos ofendidos y avergonzados. Así que, aquí estamos como suspendidos sobre una torre de sillas. No podemos confiarnos más en las autoridades, los dioses, ni en la ciencia, ni en nosotros mismos. 

De forma curiosa, esta tarde intuimos juntos el tiempo que vamos atravesando, que es el último tiempo. Sospecho que estamos de acuerdo en la atemporalidad la mayoría de cosas y en los verdaderos cambios, aquellos que incluso experimentan los peces y las arañas. Sabemos que sólo en ellos podremos amar lo que toda cosa que existe registra. El espacio que tiene involucrado afectos tan impersonales e imperecederos que vuelcan incluso a Dios hacia la transformación.

Eso era todo lo que se tenía y estoy seguro que hay mucho por decir sobre esta organización y  sobre este documento en particular pero, para mí, ya es hora que me sumerja en el agua transformativa. Cerraré los ojos, solo un instante…

THE OBSERVATORY (international slogan): Fools rush in where wise men never goes.

Volvió en sí del pensamiento que lo había atrapado un instante. Iba arrastrando su gabardina sobre el cemento mojado. Como un animal cansado, entró al callejón con paso firme. Seguro de lo que estaba por hacer, se expandía algo en su corazón parecido al ímpetu. Los puños apretados aprisionándolo todo. Porque de los suelos de su mente antigua, salían serpientes doradas que golpeaban sus paredes exteriores. Aún les tenía miedo. Temía que si las dejaba salir, si el relámpago no lo iluminaba esta noche, la oscuridad lo devorase todo. Avanzó e intentó reconocer con la vista el lugar casi a ciegas: Un callejón angosto, un olor a cosas viejas y almacenadas para su total olvido. Todo olía a basura y mar. No se podía ver muy adentro, en la oscuridad.

Paso a paso, avanzó el viejo cuero de sus zapatos sobre los charcos de agua con barro. Hasta que se detuvo. De repente tintineó una luz amarilla cómo oro derretido en una olla. Un farol en la pared del fondo, prendiéndose y apagándose, colgado arriba de una pequeña puerta de metal; incrustada en una pared de ladrillo rojo. Todo le daba la impresión de estar ante la puerta trasera de un castillo abandonado por muchas eras.

No era la primera vez que estaba ahí. Había frecuentado el lugar antes de acabar en el hospital. ¿Es necesario? se preguntaba hoy. Esta noche de mayo, una tristeza enorme pesaba sobre su pecho. Tenía, a cada paso hacia adentro, la sensación de alguien que pisa su casa por ultima vez. El frío lo invadió profundamente mientras caminaba hacia las sombras. Puso música en sus auriculares (Michelle, ma belle…) – Caballo de pecho negro, perra de luna, conejo de azufre…- (This are words that come together…). -Semilla dorada, cenizas del árbol blanco, sérpico fluorescente…-. Mientras recitaba estas metáforas, avanzaba por grandes agujeros en la vereda negra, llenos de basura mojada, fundida ya con el suelo. Avanzaba atravesando ese viento marino monstruoso, empozado. Como de seres acuáticos muy antiguos que se pudren varados en la orilla. Hablaba y, en un súbito instante, sus palabras ya no volvieron con el eco.

Un olor dulce y sofisticado lo envolvió por el cuello. Reconoció el aroma. La luz parecía oro que emana de una laguna negra, sentía que su voluntad había sido encerrada en maceración por eternidades. Estaba sobrecojido por una inquietante presencia que cambiaba hasta el color del aire que los rodeaba. Sabía de quien era ese perfume y dispuso una rodilla contra el suelo diciendo – Araú, han sido muchos años -. 

Bajó la cabeza y guardó silencio mientras un viento verdoso recorrió frío por su pelo. Cerró los ojos y fue transportado a un sueño. En él, estaba sentado en una silla blanca de madera dentro de una habitación pequeña, sin muebles y con una sola puerta. En el piso un gran número de hormigas marchaban en frenesí llevando muchas cosas. Algunas transportaban hojas enormes, otras llevaban personas desnudas y pálidas como una larva. Habían otras que cargaban hormigas más grandes que hablaban con una voz grave y miserable pidiendo permiso. A pesar de levantarse lentamente de la silla, fascinado por lo real que se sentía la escena, todas los insectos se detuvieron y voltearon a verlo con sus ojos primitivos, definitivamente a la expectativa de algo. Con paso cuidadoso atravesó la habitación y abrió la puerta. Tras ella se desplegó un horizonte infinito con aguas doradas que le llegaban hasta la cintura. No existía nada más que el agua, el horizonte y una figura que se le iba acercando con paciencia. Movía el agua con los dedos, era una mujer muy bella.Vestida tan solo con un manto blanco, con largas uñas rojas como garras repetía – prueba tu suerte, muchacho – pero el tiempo del sueño se distendía y no terminaba de llegar a él. Pareció que esperó cien años, luego corrió hacia ella en vano y le empezó a pesar la mirada del dolor. Con la vista ya borrosa tuvo que cerrar los ojos mientras unas letras brillantes se dibujaban en la bruma…

Ramsés: Rey de reyes soy yo, Ozymandias. Si alguien quiere saber cuán grande soy y dónde yazgo, que supere alguna de mis obras.

Paré el auto al lado de la vereda con los ojos muy abiertos. Acabo de tener un extraño dejavú y siento que debo buscar en mi mochila. Lo hago porque he aprendido que ceder ante estas aparentes obsesiones es también una técnica de deducción tibetana, así que, si uno hace caso de este tipo de intuiciones, podría encontrar respuesta a preguntas que aún ni siquiera se han podido formular.

En el fondo encuentro un cuadernillo que tiene la palabra MUTA en su portada. Adentro, solo hay una página escrita. Son frases sobre la disciplina de la soledad, las danzas de los esqueletos y el poder avasallador de las hormigas reina. Una parte en mí no sabe quién escribió todo esto aunque tengo que haber sido yo.

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