Estar con ella era la vida al revés, vuelcos inesperados, de la nada te hacía un todo y no quedaba otra que seguirle el juego, dejarla fluir, sino venía el sacudón. Estar con la thunder era una danza de alto voltaje. De todas formas el sino no era necesario, era para mí un placer seguir sus divagaciones, perderse con ella era excepcionalmente fácil, natural, reconfortante. Alguna que otra droga (ella la principal), libros, perdernos, la vida no podía ser mucho mejor que eso.
  Vivíamos entonces en un estudio Paris, cerca de Montmartre, poco importan los pormenores. La única ventana del departamento de un ambiente nos bendecía con tres o cuatro horas de rayos de sol de la tarde, entre las dos y las seis en general, que nutrían las pocas plantas que cabían en el tímido alféizar parisino: una albahaca, una menta, ajíes y una planta de origen desconocido que germinó una primavera, creciendo fuerte para convertirse en unos meses en nuestra musa de los colores, vistiéndose de azules, o grises, o verdes, raramente de rojo, en función del humor. La thunder siempre mostró un alguna vez mencionado pero en general callado interés por el ciclo al que estaban condenadas nuestras plantas, siempre que era demasiado tarde para dormir y muy temprano para levantarse solía preguntarme (o preguntarse, siempre sentí que era el publico de su espectáculo) las más insólitas cuestiones, inmersa en sus divagaciones de siempre, dispuesta a perderse con tal de encontrar lo que sea, perpetuamente persiguiendo un qué o un por qué, un cómo o un quién.

     Qué iba a saber yo cuál era el propósito de morir y revivir, de crear y destruir, qué iba a saber yo qué era para las plantas la muerte: entonces la miraba a esos ojos que te deconstruían y devoraban, me tomaba un segundo y hacía lo posible para responderle algo acorde a su abstracción pero fiel a mi coherencia. Sin darnos cuenta estábamos en ese terreno medio donde lo que es no es realmente pero podría ser, teniendo duelos cuya intensidad y consistencia eran solo comparables a aquellas de las que hace prueba la naturaleza.

Entonces ella partía un par de soles para yo verterles el océano encima, mezcla a la que luego de añadirle una cantidad considerable de nevadas, oro aceitoso, pequeñas victorias y una pizca de tiempo, se horneaba y dejaba enfriar para disfrutar más tarde del fresco sosiego, de la maravilla de la creación, de lo esponjoso de su masa, de una parsimonia que no conocía de otra forma.

      La esencia que retengo de esa época sabe a una perpetua humareda, un amor percibido y sentido sin necesidad de ser exprimido, sus cabellos rubios y eléctricos que ella declaraba estalactitas amables, y yo añadía de oro, traduciéndose en caricias sobre mis hombros, un gusto a café nostálgico, un gusto al tiempo escapándosenos sin mayor importancia, al tiempo libre de ir. Llegamos naturalmente a la atemporalidad, dentro del humo el tiempo no pasaba, o pasaba todo el tiempo que viene a ser lo mismo, y viviendo de nuestras plantas todo lo que nos hacía falta lo teníamos en nuestra burbuja personal. ¿Cómo no ser dioses cuando habíamos recreado el mundo? Y un mundo infinitamente mejor al que conocíamos antes. Tabaco tras tabaco, flore tras flor íbamos quemando nuestro tiempo, fumando nuestros días, viajando en esos catorce metros cuadrados.

       Yo administraba el microverso de dos metros cuadrados que había creado en una esquina dentro de una carpa cuadrada. De una semilla podía crear lo que quisiera, siguiendo nuestros protocolos todo era posible, de las semillas crecíamos la comida y nuestro techo, las semillas nos sustentaban y se sustentaban perpetuamente a si mismas en el perpetuo ciclo del perfecto microverso que había creado. La thunder se encariñó, como era natural, con las cuatro fundadoras del microverso. El cariño les hizo bien por supuesto, y crecieron como ninguna y fundaron un imperio que solo moriría mucho tiempo después, pero cuando llegó la hora de que cerraran su ciclo, cuando ya habían cumplido con su función y era hora de que se convirtieran en lo que fuera necesario, tuve que presentarle una defensa compuesta de argumentos irrefutables del por qué era ético y tenía derecho legítimo a convertir a mi voluntad esas flores en lo que nos fuera necesario. Luego de un vaivén que me pareció infinito, y no tengo dudas de que lo fue, pude convencerla de la inmortalidad de las plantas, de que su muerte o mi asesinato eran solo reales en sus realidades relativas, solo después de compararnos a un dios inconsciente que imponía el eterno retorno pude dejarla tranquila con la idea de que consumíamos vida para hacer vida. Y aún después de eso, aunque no me lo decía, yo sabía que le seguía dando vueltas: su electricidad me erizaba de pies a cabeza con sus mirada cargadas de pensamientos, las sentía quemarme la espalda mientras jugaba a explotar el potencial de las flores. Después de esa cosecha se le pasó, las madres fundadoras se habían ido y era más fácil para ella procesarlo viendo que seguían vivas en las docenas de clones que había creado. Hasta terminó agarrándole el gusto al crear para consumir.

    A la hora de fumarnos los cadáveres de sus tan queridas chicas nunca tuvo problemas claro, es una de las paradojas de la thunder, dominaba el doblepensar sin saberlo, pero un doblepensar inocente, sutil, un doblepiensa que sospecho existía gracias a falencias lógicas, a su incapacidad de seguir la línea sin perderse. Aunque estos defectos solo parecían afectarle cuando ella así lo quería, como en un juego, pero fiel a su doblepiensa un juego que jugaba sinceramente sin saber que lo hacía pero sabiendo que no lo sabía, un juego cuya regla principal era no recordar que se estaba jugando y solo entonces tenía la capacidad de jugar a ser alguien.

     
Siempre que le pasaba la flor enrolada me miraba con esos ojos lunáticos, ojos que siempre supe que le había robado a algunas de sus musas, entonces, siempre mirándome, recibía el cono mágico entre sus dedos y se lo ponía entre los labios, esperando mi llama que sin necesidad de ser pedida llegaba unos segundos después. Entonces el cono iba y volvía y nosotros nos dejábamos perder cada vez más sumergidos en la humareda, se ponía denso y nosotros nos alivianábamos, la inhalaba y me exhalaba, me exhalaba y la inhalaba, y cuando, al final, apenas podíamos vernos, solo cuando lo último de flor sería ceniza y nos dejábamos subir junto al humo, ahí era cuando podíamos ver lo único que realmente valía la pena ver, eso lo dijo ella en una de esas deshoras. Y era cierto, como no si en nuestro mundo todo era cierto, ahí yo podía verla a ella y ella me podía ver a mí, siempre por primera vez, siempre esa cara, sus estalactitas doradas detrás del gris, la thunder y sus abstracciones, sus lunas oceánicas, sus montañas de carne y su todo en mi nada. Lo que pasó entonces nunca se supo, cuando entre viajes y pasiones pasábamos a ser uno la abstracción era mucha para ser traducida así que solía callar y conformarme con contemplar, pero esta vez sabía, sabíamos que estaba, estábamos abriendo una o muchas puertas que quizás no podría, podríamos volver a cerrar pero era tan cómodo, tan atractivo que intuíamos que había que quedarse, abrí los ojos y no veía, los cerré y la vi, o quizás me vi, poco importa ahora porque tal como sospeché la puerta no se volvería a cerrar y nos quedaríamos perpetuamente en las flores, no está mal ser una flor y un techo y comida y algunas veces una estalactita que acaricia un hombro pero pienso que cuando me toque ser las palabras que crean voy a crearme finalmente, quizás así me concretice en una historia, lo que sea que le de sentido a este ciclo de crecer para ser fumado, de vivir para buscar, de crear para utilizar, de ser, y ser, y ser.

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