«Es como que tuvieras diabetes» fue la frase que me dio esperanza después de diez años y media docena de médicos especialistas.
Debía rendir los exámenes de grado del colegio, solo asistía a la hora del examen, en esos días me sentía la mujer más independiente que podía haber. Eran días fabulosos, aunque sabía que algo estaba por terminar me sentía enormemente feliz y poderosa.
Ahora tengo 29 años y sigo sin entenderlo por completo, la diferencia es que hoy ya no me cuestiono tanto, en realidad ya no reniego. Hoy quiero vivir en paz.
Mi casa era un lugar de armonía, no era perfecto pero me sentía protegida. Un día cualquiera, sorpresivamente en un bus, empecé a sudar frío, mi corazón latía tan fuerte dolía. Mi mente y mi cuerpo se asustaron, un temor inexplicable y en mi cabeza solo existía la idea de que en casa todo estaría bien. Tomé el camino de vuelta, rodeada de pánico y apenas abrí la puerta de casa, ese sentimiento desapareció.
Al ser tan repentino, quise pensar que fue un mal día y que jamás volvería a sentirme así, hasta que sucedió de nuevo. Mi cuerpo no era el mismo, mis sueños se convertían en pesadillas y cada vez me sentía así con más frecuencia.
No soportaba el no entender que sucedía en mí, por eso un día decidí contárselo a mi madre, ahogada en temor salimos a dar un paseo porque le comenté que quería conversar con ella. Mientras caminábamos, las lágrimas eran inevitables. Recuerdo su confusión mezclada de preocupación y pena, acepté pasear con ella en autobús hasta que me desmayé, tal era mi desesperación y angustia de haberle confesado eso a mi mamá, que mi cuerpo no resistió.
Días después fuimos al médico, el que conoce todos los males y secretos de la familia. Mi manera de llorar me espantaba por dentro. Me recetó tabletas de valeriana para los nervios y una que otra cosa natural para hacer la prueba, sin embargo nos recomendó consultar esto con un psiquiatra.
¡Un psiquiatra! ¿Yo? Que tantos los había criticado porque amaba la psicología y me había casi enamorado de Freud. Desconozco de qué lista obtuvimos su nombre, pero ahí estaba, esperando la primera cita con mi primer psiquiatra.
Después de haber llorado y gritado de miedo en el carro de mis padres, ingresamos y al estar tan descontrolada, el médico empezó a llenar la orden de ingreso a un hospital psiquiátrico. Gracias a una pastilla, no recuerdo más.
Llegué a casa, sin recuerdos de las últimas horas y sintiéndome miserable, culpable por hacer sufrir a mis papás y hermanos.
Cuando encontramos otro médico, al fin me daban un diagnóstico: sufría un trastorno de pánico y ansiedad. El nuevo psiquiatra me preguntó que sentía y a duras penas pronuncié unas sílabas, no podía hablar.
Él decidió tratar mi problema ambulatoriamente, dijo que debería tomar unas pastillitas tres veces al día y tener reposo absoluto hasta que me encontrara más estable. Así, sin ningún tipo de examen, ni revisión, me dijo que presentaba un cuadro de crisis de pánico lo que suponía cierto tipo de desorden a nivel cerebral.
La tristeza la empecé a sentir después de un mes, los primeros días no tenía tiempo para hacerlo. Tres pastillas de Xanax diarias se encargaban de que mis días se esfumaran, me levantaba por pequeños momentos y dormía con mamá para sentirme protegida. Ahora sé que mientras yo dormía por tanta medicina ella lloraba y sentía mi dolor.
Cuando comencé a despertar de la medicina recibí visitas pero no soportaba ver a nadie. Estoy segura que en momentos de tristeza más de una persona ha deseado morir, yo tenía ese deseo tan real, tan presente, no quería verme en una cama dormida, dejando de sentir la vida.
Sé que estas palabras pueden rayar en el drama, pero era lo que sentía en aquel momento, sólo quería que mi vida terminara. Hace deiz años no he dejado de tener momentos duros, perdidas irremediables y aun así sé que solo en ese momento quise desaparecer. Mi sonrisa se borró por meses. No aceptaba estar sin mi mamá presente y me daba cuenta que le estaba haciendo mucho daño. Una vez me pidió que me dejara ayudarla a cargar esta cruz que Dios había puesto en mi vida, pero hasta ahora sigo pensando que no es, ni fue justo.
Las dosis de Xanax eran menores y podía mantener por más tiempo mi lucidez. Así que entré a trabajar a un bar como mesera, ya podía tomar bus sola, llegar sana y salva a mi destino en aquel tiempo era un hazaña.
No puedo negar que cada despertar era incierto, repudiaba la idea de vivir con miedo. Poco a poco iban siendo menos frecuentes, pero cuando llegaban el mundo se derrumbaba de nuevo, era como construir un castillo de arena que se derrocaba en segundos cuando los ataques de pánico me visitaban.
El psiquiatra me explicó científicamente lo que le ocurría a mi cerebro pero sus consultas duraban diez minutos, él aseguraba que la medicación haría su trabajo y se limitaba a escribir con su letra chueca la receta. Empecé a investigar sobre los ataques de pánico y eran más comunes de lo que yo pensaba.
Sentía que dejaba de brillar, que las lunas llenas ya no me alegraban como antes, que el temor le ganaba a mi voluntad pero intenté mentalizarme que todo estaría bien si en mi cartera nunca faltaría una pastilla de Xanax, viví atada a esa idea por años.
Luego el Reiki fue mi opción, la primera vez que mi maestro tomó mi mano, soltó una lista de todas mis virtudes y defectos, así de sencillo, sin saber mi nombre. Necesitaba creer en algo y él recobró eso en mí, todos los tratamientos que recibí, las palabras que escuché, su poder sanador, su forma de ver la vida fue lo que en parte me curó. Hacía cosas inexplicables, calmaba mi dolor, ahuyentaba mi tristeza y le trajo la paz a mi vida, paz que había perdido hace mucho tiempo. Todo mejoraba hasta que perdí la batalla contra la constancia de ir a sus consultas. Por más fe que tenía en él, mi desapego a la vida volvió y dejé de ir.
Era hora de entrar a la universidad, las crisis no habían perseguido mi vida en un buen tiempo, aún seguía tomando medicación y mis reproches a la vida eran cada vez menos fuertes, dejé de preguntarme por qué me pasó esto a mí y decidí que disfrutaría la universidad como una abeja disfruta de una flor.
Pero…regresaron, así sin que nadie las deseara, sin que yo las necesitara y en lo más alto de una montaña me visitaron. Derramé infinitas lágrimas hasta poder llegar al refugio donde prendimos el auto y regresamos de inmediato a mi casa.
De estos episodios hay algunos pero no creo que vale la pena detallarlos todos, me sumergía en profunda ansiedad y depresión, después de cuatro o cinco días mi vida volvía a la normalidad. Siempre me dio miedo de que algo malo ocurriera en frente de mis compañeros porque yo era la imagen de una chica divertida, fuerte y sin problemas; era difícil imaginarme que tendría que explicarle a todo el mundo lo que me acontecía. Esa idea se volvió aún más aterradora cuando de verdad me enamoré, un amor que tuvo que destruirme para darme cuenta de que existía en mi interior realmente, de cual era mi esencia y el por qué me seguía aferrando a la vida aunque en ocasiones tenía la idea de quitármela, u, que me pegó tan duro hasta tocar fondo pero después me hizo alcanzar las nubes.
No recuerdo cómo se lo conté, pero le dije todo lo que me había sucedido durante años, algo que no se lo hubiera contado a nadie con la sinceridad con que lo hice frente a él. Sentí que lo más lógico era dejarme pero hace pocos minutos me deseó las buenas noches.
Visité dos médicos más para que de maneras alternativas trataran mi problema, a veces estaba en clases y entraba a las consultas por emergencia, tan intensos eran mis gritos y mi dolor que alarmaban a cualquiera. La Carlita era mi psicóloga en ese entonces, lucía más joven que yo y tenía una energía tan positiva que desde la primer vez que fui recompensaba la triste ida al psiquiatra. No recuerdo sus palabras exactas pero sé que al igual que los otros médicos, construyeron una nueva “yo”. Mauricio, hacía un tratamiento en mi cuerpo y mente a base de energía y solo con procesos naturales, ayudaba a calmarme de inmediato solo acostándome en una alfombra tan cálida y pasar las manos por encima de mi cuerpo con piedras de cuarzo o amuletos.
Mi medicina era tomar un paseo, respirar profundo y tratar de pensar en todo lo alejado al temor, pero para mí era casi imposible, era desesperante que nadie entendiera que hasta el respirar dolía, hacía daño. Sentía el alma marchita, la cama era mi mejor aliada, mientras más tiempo pasara dormida menos dolorosa era mi vida.
Renuncié a seguir visitándo a todos los médicos. No podía quedarme a la deriva, sabía que por más que renegara mi vida era peculiar y necesitaba ayuda, suena tan fácil pero no saben cuántos intentos tuve para aceptarlo.
En una pared de piedra llena de flores, en una calle poco transitada en Quito, tras un estudio de Yoga, encontré a mi doctor número 6 y mi centésimo intento de ver la vida de otra manera. Estaba acostumbrada a que la gente fuera condescendiente conmigo, quiero creer que no es pena ni lástima, pero admitámoslo, cuando alguien sufre, las palabras son de aliento, de cariño, de mimos.
Cuando entré a su consultorio en aquel sillón verde, pude percibir que él era distinto, nunca me dijo que todo estaría bien, ni que me entendía, ni me mostró su afecto. Salí un poco desconcertada y obvio con mi receta en mano, ya no de Xanax, pero medicina al fin y al cabo. La medicación se iba a regular según como él lo considerara.
La segunda consulta llegó, mis padres acudieron conmigo y entendí que mi primera impresión era correcta, se mostraba serio y determinante, hasta el punto de incomodar a mi papá y sobre todo a mi mamá. No hablo de él, del doctor número 6, porque sea más importante, no podría calificar a las personas que pasaron por mi vida en estos años porque sé que desde su experiencia, conocimiento y corazón, solo intentaron ayudarme.
Pero quiero creer que con él acaba mi recorrido por los psiquiatras, psicólogos, maestros de medicina natural o de ciencias astrales. En las primeras citas, esa hora parecía eterna, ahora se me enreda la lengua para contarle todo.
“Es como que tuvieras diabetes”, me dijo en una de sus sesiones. “Los diabéticos deben cuidarse y cuando tienen una recaída se busca la solución”, me dijo. En mi cabeza, que a ratos parece un collage de dibujos de cómo quiero que sea mi vida y otros un video de los recuerdos que tengo, todo se detuvo. Entendí que absolutamente todos, mujeres, niños, niñas, hombres, viejos, jóvenes, enfermos, sanos, tienen su propia historia, su propio dolor pero también sus propias alegrías. Entendí que debo luchar por mi paz.
Hubiera querido darme cuenta de esto antes, pero ese fue mi camino, duros diez años, 6 médicos, costosas inversiones, llantos, risas, caídas, vuelos extremos, cientos de pastillas y calmantes, recaídas y días de gloria. Todo para tratar de entenderme a mí misma, y aun no acabo.
Mentiría si digo cuál es el sentido de mi vida pero si sé que mi vida ahora tiene sentido, gracias a las piedras, las caricias, los abrazos, los retos y por supuesto, mis crisis, no sería quien soy ahora. Siento que ahora abrazo mi historia y acaricio mis cicatrices sin lamentarme mil veces por qué tuvo que sucederme a mí.
OPINIONES Y COMENTARIOS