Papá, papá, quiero una mascota.
Llevaba repitiendo ese mantra mucho, mucho tiempo. Era una frase que retumbaba en mi cabeza constantemente. Todos los días al desayunar, cuando volvía del trabajo y durante la cena.
En cierto modo la comprendía, ella llegaba a casa dos horas antes que yo y se aburría estando sola. Al fin me convenció y accedí a sus peticiones. Sin embargo, le puse una condición: Tú no vendrás a por él, iré solo, y antes de que se te ocurra replicarme, te recuerdo lo que sucedió cuando eras más pequeña y te encaprichaste con que nos lleváramos a los tres hermanos por no separarlos.
Ella gimoteó y yo recordé que, tras una desastrosa semana, murieron dos de ellos y al tercero hubo que devolverlo. Tuvimos una larga conversación después de aquel suceso y me juró y perjuró que había aprendido la lección. Ahora su mirada fue lo que acabó de convencerme de que iba a ser responsable.
Al día siguiente me preparé rápidamente antes de que se despertara y emprendí el viaje a la reserva natural. Era un paraje al que en la antigüedad me hubiera costado años llegar. Sin embargo, gracias a la tecnología, pude hacerlo en apenas unas horas.
Una de las condiciones para acceder a este idílico paraje es que la presencia de uno tenía que pasar desapercibida. El vídeo explicativo rezaba: Ningún personal interferirá en el sano y normal desarrollo de la vida.
Allí estaban en su entorno y había una mayor variedad. Tenían libre albedrío y campaban a sus anchas. Sin duda alguna, eran más felices que los que había confinados en las tiendas de la ciudad; aquellos se encontraban siempre famélicos, rabiosos o simplemente habían abandonado sus ganas de vivir. Sus expresiones eran de desánimo y agotamiento, rendidos a su condición de productos para el disfrute.
Mi hija suplicaba y rogaba por favor que fuera negro, suerte para mí ya que abundaban en bastantes sectores así que, tras otear el mapa, me decidí por el 7-B y me dirigí hacia allí. Cuando estaba observando discretamente comprobé que en aquel momento la mayoría estaban durmiendo. A diferencia de otras especies, esta tenía una vida diurna frenética seguida de un descanso nocturno. Aun así, tuve bastante suerte ya que rápidamente encontré un espécimen joven, de un color azabache, que se encontraba comenzando el rito de cortejo a una hembra.
Observé sigilosamente durante un buen rato. Se encontraban en su guarida, en un pequeño lecho y tras un instante empezaron a copular frenéticamente. Es curioso, observando aquel coito, me di cuenta de que al fin y al cabo todos somos animales.
No me lo pensé más y en cuanto se quedaron dormidos, con cuidado, lo capturé para meterle en la jaula. Todo había salido según lo planeado. Estaba casi tan emocionado como lo estaría ella en unas horas. Comprobé que había dejado aquel lugar intacto sin rastro de mi presencia que pudiera perturbar al resto de la vida local y una vez dejado todo tal y como lo encontré me sentí dispuesto a emprender el viaje de vuelta. Al poco rato escuché un ruido en la parte de atrás. Por los primeros golpes comprobé que se había despertado. Poco a poco esos golpes se transformaron en chillidos. Los chillidos en extraños sonidos. Juraría que quería comunicarse conmigo. Me quité ese extraño pensamiento de mi cabeza y aceleré para llegar pronto.
Ella me esperaba en la puerta, impaciente, pero le dije que su mascota se había vuelto a quedar dormida durante el trayecto y sería mejor dejarla descansar hasta el día siguiente. Me temí que empezara a protestar pero me lleve la grata sorpresa de que comprendió que era lo conveniente y me dio las gracias sin queja alguna. A la mañana siguiente fuimos a por él y lo sacamos. Era diminuto, unas diez veces más pequeño que yo. Se le veía indefenso y asustadizo, incluso no pudo evitar orinarse encima, lo que me hizo extrañarme de que, a pesar de su aspecto inofensivo, algunos los tacharan de peligrosos. Lo subí al cuarto de mi hija mientras ella daba saltos a mi alrededor deseando jugar con él. Lo metí dentro de una pequeña casita que había preparado y velozmente se escondió dentro de ella.
Pudimos avistar sus pequeños ojos en la oscuridad, observando fascinado y temeroso. Le acercamos un cuenco con agua y otro con algo de comida. Al comienzo rechazó ambos pero tras un largo rato se acercó lentamente y probó algo de líquido, como no fiándose de nuestra buena voluntad. Probó un poco y tras comprobar que le sentó bien bebió como si no lo hubiera hecho nunca.
Me despedí de su sonrisa, estaba feliz como nunca y, con la satisfacción de un trabajo bien hecho, marché abajo. A la media hora escuché un grito, era mi hija, subí las escaleras lo más rápido que pude asustado por lo que había podido suceder.
Al llegar vi a mi hija tirada en el suelo, sufriendo, gritando, retorciéndose de dolor. Le di la vuelta y contemplé con horror que estaba tapándose su único ojo con uno de sus doce pequeños tentáculos, uno por cada año de vida que tenía. Debajo de la mesa, el pequeño humano se encontraba en posición amenazante con una astilla de su mismo tamaño llena de fluidos verdes.
Sin darle tiempo a reaccionar, desabroché mi compartimento lateral y apreté el gatillo del desintegrador molecular. Un pequeño agujero negro se situó en el centro de su pecho absorbiendo lentamente órganos, huesos y carne por igual. Esa espiral de muerte sonaba como cuando hacíamos símbolos en los campos de maíz de la reserva para marcar sectores y distritos. La cara desencajada del humano fue lo último que se acabó convirtiendo en una nube de polvo rojo.
Tras meses de tratamiento me dieron la terrible comunicación. Recuerdo perfectamente aquel día: el holograma, los llantos, la tristeza. Su pequeña ha quedado ciega para siempre. Ese día fatídico, ciega, ese día, para siempre, fue el comienzo de mi venganza contra el planeta tierra.
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