Llegamos a Céret casi al mediodía. Nos sentamos las cinco en una bonita terraza de las afueras. Bajo la sombra de unos cerezos, veíamos la vuelta ciclista mientras bebíamos Coca-Cola directamente de la botellita de cristal. Admirábamos las hordas de ciclistas que pedaleaban sudorosos, sus gemelos marcados rodando a toda velocidad, hacían bailar el vestido de Berta a su paso. Fantaseábamos chulescas, adjudicándonos novios las unas a las otras.

  • ¡El del maillot verde y negro para mí! – decía riendo Lía. – Tú puedes quedarte con el pequeño de amarillo. – le imponía Lía, sin opción a réplica a una sumisa Berta, que a sabiendas de que era la menos agraciada de las cinco, aceptaba conforme con el pretendiente que le eligiéramos.

Entre risas, no pude evitar acordarme de cuando empezamos a juntarnos. De cuando se formó esa pandilla de descaradas.

A Berta la conocía desde que teníamos tres años, vivía tan solo 7 números más abajo de mi casa, en la misma calle. Ya por aquel entonces, Berta era una niña menudita, de mentón hacia dentro y rasgos de ratatuille. Tampoco era que despuntara en lucidez, desparpajo u optimismo. En la adolescencia, un poco por pena, un poco porque Llum, mi hermana gemela se llevaba extraordinariamente bien con ella, la invitábamos a nuestras salidas con otras dos hermanas, Lía y Conchita.

Al igual que Llum y que yo, Lía y Conchita se diferenciaban especialmente porque una de las dos era más paradita, afrontando la vida con actitud de perro pachón, mientras que la otra era mucho más nerviosa y espabilada que su semejante. Esas últimas, en cada caso, éramos Lía y yo.

Recuerdo esa vez en la que de nuevo, por mi culpa, mi hermana Llum y yo regresamos a casa quince minutos más tarde de lo que mi madre nos había marcado. Habríamos llegado puntualísimas si no hubiera sido por los hermanos López, dos seres desagradables donde los hubiera que cada vez que nos veían a Llum y a mí con nuestras dos trenzas hasta la cadera, bajar por la calle, gritaban:

  • ¡Dos de iguales para hoy! ¡Señores, tenemos a dos de iguales para hoy! – imitando el cántico que se hacía en la venta de cupones de “Los ciegos”.

A Llum, que como ya he dicho era un perro pachón, no le molestaba en absoluto pero a mí… a mí me hervía la sangre cuando veía sus sonrisas insolentes burlarse de nosotras. Bien, pues ese día en concreto empezaron a gritar la frasecita…

  • ¡Dos de iguales para hoy! ¡Señores tenemos a dos de… – ¡PLAASSS! El bofetón que le calcé al hermano mayor le hizo castañear los dientes como si, de repente, la temperatura hubiera bajado hasta 15 grados bajo 0.

El hermano menor, Antonio, quiso defender a Daniel así que tuvimos un pequeño ajuste de cuentas bajo la pasiva y asustada mirada de mi hermana, que duró exactamente los quince minutos que llegamos tarde a casa.

Por el camino nos cruzamos con Berta que subía con la huevera de plástico vacía, para comprar huevos frescos de la tienda de ultramarinos de la esquina, cerca de la “Plaça del Conill”. Nos avisó de que mi madre rondaba por las afueras de casa, esperándonos vara en mano.

Tuve que idear la estrategia en un corto espacio de tiempo al llegar a casa y comprobar que nuestra madre ya no se encontraba en la calle.

  • Llum, ahora cuando mamá abra la puerta, ponte detrás de mí – mi pobre hermana asintió fervientemente. – así, cuando me pegue a mí primero, tú podrás correr y encerrarte en el cuarto.
  • Venga, llama a la puerta. – respondió ella, agradecida.

Cuando Pilar abrió la puerta y vi el reflejo amenazador de sus gafas, corrí como una gacela pasando por debajo de su brazo fofo hasta llegar a la última habitación, al fondo del pasillo. La cerré de un portazo y pasé el pestillo oxidado exhalando como un asno asmático. Apoyada en la puerta, escuché un único azote de la vara hundirse en la carne mullida de las nalgas de mi hermana, que ella aguantó casi sin queja alguna. A Pilar le hubiera gustado que fuera yo y no Llum, la que recibiera el castigo, pues ella siempre fue la niña de sus ojos. Ese fue el motivo por el que dejé a mi hermana a merced de la furia de nuestra madre. Bien sabe Dios que si oigo que le da más de uno, habría salido en su defensa, como la hermana valiente que yo era. Un azote era más que suficiente en ella, mientras que yo me habría llevado unos cuantos más. Unos segundos más tarde tocó la puerta, deslicé el pestillo de nuevo y entró cabizbaja, sonriéndome con los labios apretados, sin echarme en cara la jugarreta que le había hecho. Pobre Llum. Me arrepentí al ver como se sentaba afligida en la cama y abría su libro de “Al este del Edén” de Steinbeck.

  • Perdona… me asusté y entré corriendo. – me disculpé. – sabes que si me quedo habría recibido más que tu.
  • No pasa nada. – dijo ella sin levantar la mirada.

A eso me refiero cuando digo que Lía y yo éramos más avispadas que nuestras hermanas. Más buenas quizá no, pero más vivas sí. Dicen que los gemelos nacen juntos y puede que sean físicamente iguales, pero uno de los dos suele ser más flaquito, otro más valiente y atrevido. Como si en el útero uno se alimentara con todos los nutrientes y el otro con los restos, con lo que el gemelo dominante le cediera.

Ya de adolescentes salíamos las cinco juntas. Los viernes, al salir del trabajo que había conseguido como costurera en la fábrica Fred Perry de Olot, Lía, Conchita, Berta y Llum venían a buscarme para ir al cine. Después de la película, recorríamos cogidas del brazo la calle San Rafael mirando escaparates hasta llegar a la Plaza Mayor, donde nos sentábamos a tomar una Coca-Cola mientras comentábamos la película. Ese era el único capricho que podía permitirme con dieciséis años. Pagar dos entradas de cine y dos coca-colas, las de mi hermana y las mías. El resto debía dárselo a mi madre, que sin falta cada fin de mes comprobaba que no le escondía ninguna moneda, rebuscando en la cajita de mi mesilla, donde guardaba la paga. Lo que Pilar no sabía era que yo siempre guardaba entre las páginas del libro de Llum, las 190 pesetas que nos costaría a las dos ir cuatro veces al cine y las ocho Coca-Colas contadas que nos tomaríamos a lo largo del mes siguiente. También yo diseñaba y creaba nuestra ropa, así casi no teníamos que comprar nada ni ponernos sólo los trapos que mi madre nos obligaba a vestir. Igualitas, por supuesto.

Si mi padre ni siquiera era capaz de distinguirnos vestidas cada una con ropa diferente, vestidas como dos clones… ya ni os cuento.

Con el tiempo y muy progresivamente, empecé a rebelarme a la tiranía de Pilar y aunque nos prohibiera salir, yo cogía a mi hermana y la llevaba conmigo allá donde fuera. Con vara, sin vara, con gritos o no gritos.

Esa mañana de junio montamos las cinco en el 600 de Conchita y pusimos rumbo a la ciudad francesa de Céret. Acabábamos de cumplir los veinte y por primera vez, sentíamos el poder de la libertad, éramos dueñas de un destino que nos había costado mucho esfuerzo conseguir. Lía, Llum y yo vestíamos los vaqueros blancos, aquéllos que fueron tendencia ese verano del 66, blusas sin mangas de cuello redondo y colores pastel. Yo además, que siempre había sido friolera y precavida, opté por cubrirme los hombros con un jersey de punto de color marfil, por si acaso por la tarde refrescaba. Berta y Conchita escogieron un vestido y una falda de tubo, respectivamente, que Berta complementó con una cinta para el pelo hecha con la misma tela antigua con la que en su día, se fabricaría el vestido. Conchita, que era tan elegante como su hermana Lía, coronó la falda con un top de cuadros sin mangas atado con un nudo en la parte baja del vientre. Maxi gafas de sol de las que ahora llamaríamos “vintage”, pendientes de perlas y el pelo recogido en un moño bajo con la parte superior con extra volumen, complementaban un look perfecto. Todas, cardábamos nuestros cabellos con esmero para ir a la moda, especialmente cuando íbamos a Francia y salíamos de la mediocridad de la España de aquellos tiempos.

Al recordarlo, pienso en lo rápido que pasa el tiempo, en lo felices que éramos con un refresco pasando la tarde, soñando despiertas sobre nuestro futuro, asignándonos ciclistas que nos parecían hombretones, cuando probablemente no tendrían más de veinticinco o veintisiete años, en la inocencia de la juventud, en el poder de la amistad, que en tantas ocasiones nos salvó en los tiempos más difíciles. Juntas creíamos comernos el mundo.

Pienso en Lía que se quedó viuda a los cuarenta, se le murió un hijo de cáncer y la hija que le queda no quiere saber nada de ella. Pienso en Berta que desapareció a los veintiocho cuando un hombre se interesó por ella y pensó que una de las otras cuatro se lo quitaría. Pienso en Conchita que a los sesenta y cinco fue diagnosticada de alzheimer y aún hoy, sus recuerdos siguen escapándose de su memoria. Sin freno. Sin cura. Pienso en mi hermana Llum que una meningitis, hace diez años, se la llevó dejando a la gemela fuerte sola en el mundo, viendo como una tras otra, todas se iban yendo. De una u otra manera.

Y no es justo. Tú y yo teníamos un trato.

Vendríamos al mundo juntas y nos iríamos juntas. Y no te culpo. Solo es que me habría gustado que hoy hubieras recordado conmigo esa tarde de verano en Céret, cuando la brisa que levantaban las ruedas de los ciclistas acariciaba nuestras mejillas, tan turgentes y sonrosadas. Que hubiéramos abierto un botellín de Coca-Cola, aunque hace tantos años que no tomo que ya ni recuerdo su sabor, sentadas en el sofá de casa. Que nos hubiéramos reído juntas, recordando a mamá haciéndonos las malditas trenzas a tirones antes de salir moqueando para el colegio. Y te hubiera pedido perdón por haber sido yo y no tú la hermana imperante. La que a veces hacía que tú, tan buena e inocente, pagara los platos rotos.

Y te habría dicho que tú, mi hermana, mi amiga, siempre fuiste la fuente de mi valentía.

Te habría dicho que, cuando te fueras, una parte de mí también se iría contigo.

Céret, Francia 1966.

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