Todo empezó con un tren que daba la vuelta al mundo. Con frecuencia se me aparecían sus vagones y sus vías que atravesaban el cielo. Montañas, acantilados, cascadas, arrecifes. Lo cierto es que no recuerdo la primera vez que aquella idea se abrió paso entre mis neuronas. Si me preguntan al respecto, les diré que aquel tren había existido desde siempre.
Por aquel entonces yo ya vivía cerca de la estación de ferrocarriles de Mirasol. Cogía la línea dirección Terrassa cada mañana para ir a la oficina donde trabajaba como becario. Las horas en aquella oficina llena de tipos en traje que guardaban un silencio eterno eran ya de por si soporíferas por no decir extremadamente tóxicas. Aquel día, sin embargo, había sido peor. Había tenido que redactar hasta tres veces las mismas ciento cincuenta fichas técnicas que describían carritos de bebé de todas las formas, colores y tamaños. Para eso había invertido ciento cincuenta horas en el curso de escritura creativa. Para eso.
Entré en casa como una tormenta, dejé las llaves en el cesto y, todavía con la chaqueta puesta, me senté en la silla que había delante del teclado. Encendí el ordenador que había en la mesa redonda del salón. Una hoja en blanco me miraba desde la pantalla. Como siempre. Nada nuevo bajo el Sol. Podía ver el cursor parpadear, náufrago en un mar de blancura. Me pedía ayuda, pero qué podía hacer yo si no sabía cómo ayudarlo. Abrí la ventana, tal vez buscando refuerzos entre los pájaros que canturreaban y los murciélagos que revoloteaban como kamikazes entre las farolas. Quiso la casualidad que, justo en el momento en el que la persiana se abrió del todo, un tren empezaba a frenar en su camino a la estación.
Desde el alféizar de la ventana, uno era más consciente de los viajeros que esperaban en el andén, y del chillido estridente que proyectaban las ruedecitas de los vagones al frenarse. Era más consciente del tren, de la electricidad que desprendían sus vagones, al irrumpir en la estación como una serpiente lo hace entre el follaje.
Empecé a pensar en todas las veces que había visto aquel tren masacrar el silencio. Después pensé en todos los trenes que yo había cogido durante toda mi vida. Se sucedían sus vagones fugaces como motas de polvo. Un tren, diez trenes, treinta trenes, doscientos. Mis recuerdos se detuvieron al encontrarse con aquel convoy que daba la vuelta al mundo y que serpenteaba entre montañas, acantilados, cascadas y arrecifes. El tren que me había acompañado durante toda mi infancia.
Miré la pantalla y a la hoja en blanco. Ahora era yo el que la miraba, desafiante. El cursor temblaba.
Supe enseguida que su locomotora cortaría el viento de Nueva York una tarde de abril y se lanzaría a los mares abriéndose paso entre los icebergs y las focas y los narvales que los habitan. Que se pararía por primera vez en el desierto helado de Groenlandia y llegaría hasta las islas británicas, previa parada en Reikiavik. Luego cruzaría Europa atravesando Londres, Berlín, París, Barcelona, Roma, Ginebra, Praga, Viena, Liubliana, Dubrovnik y Atenas, antes de llegar a Estambul. Una vez en Asia, las paradas serían incontables como incontables serían las horas de trayecto a través de las estepas, las montañas inalcanzables y los desiertos. Después sus vías seguirían engullendo kilómetros y vadearían las palmeras del sudeste asiático y Oceanía. Entonces se aventurarían hasta Hawaii, las Galápagos y América Latina, sobrevolando el Atlántico y haciendo escala en la isla de Santa Helena. La última parte del trayecto empezaría en las costas magrebíes y rodearían las tierras africanas hasta morir en Alejandría.
Pensé que aquellas vías, vistas desde la luna, deberían parecerse mucho a la gran serpiente que habían soñado los vikingos; la legendaria Midgard, que en tiempos pretéritos había rodeado la Tierra. Sin duda era un buen nombre: El tren Midgard.
Atardecía en Nueva York. Podía ver las decenas de transeúntes deambulando por el andén y oteando de vez en cuando el horizonte. Podía verlos colocarse en el mejor sitio posible, tratando de adivinar dónde iban a caer los vagones. Más que imaginarlo, sentí como el tren irrumpía en la Grand Central Terminal y reducía ostensiblemente su velocidad. Un chispazo cruzaba el cielo y se disolvía en las nubes que ocultaban el atardecer. Una de las puertas se detenía justo delante de mi, y a través de unos amplios ventanales se asomaban unos asientos de terciopelo y unas barandillas que, de tan brillantes, parecían espejos cilíndricos.
Sabía que mis piernas estaban en mi salón flexionadas y apoyándose en las patas de una silla, pero al mismo tiempo podía verlas deambular por el andén como planetas desorbitados. Sentía que mi mente habitaba otro cuerpo. Era yo, pero diferente. Aquel otro yo iba a llamarse Blai Enríquez. Primero me vino lo de Blai y después lo de Enríquez, en ese orden. Decidí hacer caso a aquella intuición.
Blai Enríquez se subía al primer tren Midgard de la historia y corría hasta el último piso para buscarse un sitio en uno de los famosos miradores. Era de los primeros en llegar. Plantaba sus codos sobre la barandilla y dejaba que sus ojos se perdieran al otro lado del cristal. Era como estar en una gran pecera con vistas a Manhattan. Los rascacielos parecían enormes lámparas al reflejarse un sol taciturno en sus pieles metálicas. Al cabo de unos minutos, el tren volvía a acelerar y se perdía Nueva York tras los cristales. Con la sonrisa efímera de la estatua de la Libertad diluyéndose en el aire, empezaba su viaje.
Podría hablar de los mares helados de las costas de Nuuk, de los volcanes de Islandia, o de las calles adoquinadas de Londres. Pero eso sería hacerles perder el tiempo. El caso es que en el día veintiséis de travesía, las vías del Midgard serpenteaban entre las islas griegas. Desde los amplios ventanales se intuirían apenas pinceladas azules, blancas y verdes. El tren Midgard se acercaba a las escarpadas costas de un islote, en su ruta hacia el Bósforo. Era entonces cuando Blai se topaba de bruces con unos ojos ámbar, y un rostro anciano salpicado por dos o tres cicatrices que le decía:
— Ven conmigo, Blai.
— ¿Pero a dónde?
El viejo no contestaba. Sus párpados arrugados como papel de plata se cerraban por un instante. Después se limitaba a caminar entre hombros ajenos y Blai lo seguía.
Se sentaban al cabo de un rato en uno de los vagones desiertos. Normalmente durante el día la gente prefería postrarse en los miradores y dejar que el sol les alumbrara las caras. Las imágenes se sucedían de los lugares más variopintos. Era una experiencia paisajística sin parangón, pero era cierto que empezaba a ser aburrida. Sin duda, la historia del tren Midgard necesitaba un giro.
— De aquí apenas unos segundos pasaremos por una estación abandonada. El tren aminorará la marcha. — decía el anciano — saltarás conmigo, ¿Blai?
Una estación al aire libre, en mitad de las colinas calvas y de los olivos, que apuntalaban la silueta de aquel islote perdido en el Egeo. Las malas hierbas se peleaban con las baldosas y los azulejos, y algunos fluorescentes parpadeaban colgados de las paredes como plantas enredaderas. Los vagones se escurrían entre ambos márgenes de las vías, pero no acababan de detenerse.
— Salta, Blai.
Y Blai saltaba, pero jamás lo vi aterrizar en aquel andén abandonado.
Sonó el timbre de casa. Debía ser Blanca, que se habría dejado las llaves. La misteriosa estación empezaba a desaparecer entre esa sucesión de pensamientos inevitables. Intenté agarrarla con mis dedos, pero fue inútil. Me levanté y abrí la puerta a regañadientes y oí el portazo que Blanca dejó tras de si. Solo entonces me di cuenta de que estaba agotado. Yo había sido Blai Enríquez, durante unos minutos. De momento, solo sabía que Blai saltaba al andén de aquella estación abandonada en medio del Egeo. ¿Pero qué ocurría después? ¿Qué escondía aquél misterioso andén?
Sumido en aquellas pesquisas me abroché los zapatos y me puse a pasear. Blanca ni siquiera se volvió para preguntarme a dónde iba. Desde que vivía en Mirasol el paseo era siempre el mismo. Ironías de la vida. Un camino que seguía el trazado que dibujaban las vías, abriéndose paso hasta la estación de Sant Cugat. Luego caracoleaba por las calles estrechas del centro, que te empujaban irremediablemente hacia la plaza del monasterio. Fue en el transcurso de aquel paseo vespertino, perdido entre las estanterías de una librería alargada y estrecha, que me llamó la atención la cubierta de un libro que descansaba en una de las mesas, en la sección de novedades. Una fotografía en blanco y negro de un tren ocupaba la mayor parte de la portada. Parecía evidente que la cosa iba de trenes, en aquellos días. Bromas aparte, nadie en este mundo podría haber imaginado lo que iba a ocurrir a continuación.
Me sacudí las ojeras, me froté los párpados. Quería asegurarme de aquello no era el producto de una tarde entregado a la ensoñación y al delirio. Aquel libro se titulaba El Tren Midgard. Y no es que no crea demasiado en las casualidades, no es que no pueda aceptar la coincidencia de un cúmulo de circunstancias. Es que cuando cogí la novela y le di la vuelta, empecé a leer la sinopsis grabada en letras doradas sobre aquella cubierta negra y resultó que aquella era la historia de un tren que salía de Nueva York una tarde de abril y se lanzaba a los mares abriéndose paso entre los icebergs y las focas y los narvales que los habitan. Se paraba por primera vez en el desierto helado de Groenlandia y llegaba hasta las islas británicas, previa parada en Reikiavik. Luego cruzaba Europa atravesando Londres, Berlín, París, Barcelona, Roma, Ginebra, Praga, Viena, Liubliana, Dubrovnik y Atenas, antes de llegar a Estambul. Una vez en Asia, las paradas eran incontables como incontables eran las horas de trayecto a través de las estepas, las montañas inalcanzables y los desiertos. Después sus vías seguían engullendo kilómetros y vadeaban las palmeras del sudeste asiático y Oceanía. Entonces se aventuraban hasta Hawaii, las Galápagos y América Latina, sobrevolaban el Atlántico haciendo escala en la isla de Santa Helena. La última parte del trayecto empezaba en las costas magrebíes y rodeaba las tierras africanas hasta morir en Alejandría.
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