Es la hora exacta de tu frágil y esperada aparición, estoy ansioso contando los minutos y los repentinos segundos, para que por fin te muestres poderosa y esbelta ante mí como una evocadora y súbita ninfa que trae dolorosas memorias; o que aparezcas simplemente como la borrosa silueta que eres, abandonada y evasiva de sí misma. Por vez primera, siento que nuestro tormentoso amor sale de la nada hacia un mundo de imágenes plenas, te hablo de esa sacrificada nada a la que estábamos acostumbrados antes de casarnos, distorsionada y caprichosa, pueril y sin sentido; mas me parece que ya representas esa plúmbea vaguedad muy bien, tan indeleble y perfectamente, inmersa en el extraño horario del vágulo «sin tiempo»; esa vaguedad y nada fantasmal que te funde y se constituye y forma en lo que eres. Procuro que este criminal amor inspirador que nos une más allá de la vida y de la muerte, siga respirando, nutriendo nuestras almas perdidas. Tal vez la celestial esencia del amor te devuelva el cuerpo entero, a veces lo pienso con inocente superstición, quizá configure de nuevo tu altanero espíritu de doncella atrapada en los instintos malévolos de la pasión, y llene todo tu ser de sensaciones y emociones vívidas y encantadoras. Te devuelva la carne de tu carne, la espléndida piel rosada, los laberínticos tejidos, los esenciales miembros, los fuertes músculos y los marmólicos huesos, la indispensable savia sangrante de tu sutil y efímera vida que irremediablemente ya habita entre las brisas del espacio y su oquedad, y entre las voces plañideras del viento mortuorio. Quizás, quizás…, ya dejes de ser polvo y tierra, marisma y hálito, soplo y brisa oscura, pero creo que no sucederá así… eso sólo ocurre en la procaz imaginación y en los sueños delirantes de los hombres atolondrados. Debo aceptar, con firmeza, que ahora, lamentablemente, no eres ni el polvo del olvido y de la nada, aceptar con resignación sufriente que ya no estás aquí ni perteneces a este sórdido territorio de los seres vivos; aunque abrigo esa parca y vacía esperanza de que retornes físicamente a este plano existencial. Por eso esperé, ¡necio de mí!, que pasaran milimétricos y milésimos segundos a que aparecieras de nuevo, fría y estacionaria, rodeada de una nébula misteriosa; impaciente y estacionado entre las brumas de esta alcoba derruida que antes fue nuestro nido de ensueño, viéndome pálido y mustio, sintiéndome descompuesto y absorto, queriendo vanamente recobrarte. Será posible nuestro reencuentro mientras me perdonas, mientras me exonero a mí mismo. Quiero que sepas que este vacío no lo supero, tu ausencia brilla en todas las cosas que abordo. De invocarte con tanta premura, de esperar con ansiedad cavilosa, por fin tu fugada silueta se posa sobre las lánguidas y amarillentas sábanas de nuestra cama nupcial abandonada. «Pósate a mi lado…, no tengas miedo… soy yo… ¡tu esposo asesino! Aunque estés sangrando todavía… Acércate…”, te digo con voz melosa y entrecortada. Sé de antemano que sólo eres una sombra extraviada, me encargue de eso desde hace tiempo, de que te perdieras a ti misma, de que lo sintieras exasperadamente. Eres lo que mi enferma voluntad permite. «Sé que eres tú… Bella doncella desposada. Ven a mi lado… Esposa mía… Difícil no me es reconocer tu rostro macilento y tu cabellera negra, abundante y alargada. ¡Pero… cómo has cambiado, eres otra mujer, más delgada y débil! Te confieso que te he esperado demasiado… Mucho…, mucho tiempo… Imagino que estarías recorriendo alados meandros donde los penitentes se reúnen a reconocerse mutuamente, podrás hablar y gesticular vocablos, palabras sueltas, desde tus estropeados filamentos vocales… desconociendo que te llamaba, ignorándome… ¡Me lo merezco, por estrangularte y asesinar a tu amante, ese pobre diablo por el que me has cambiado! ¡Te importó un cuerno nuestra boda! Ambos estamos condenados a sufrir y repetir una y otra vez nuestros errores… Quizá necesito tu perdón. Y sólo sea eso lo que me permite continuar este juego ceremonial entre los dos. Tu garganta sangra, tu boca sangra, tus ojos sangrantes, ¡tu corazón sangra!, ¡oh, Dios mío!, ¿dónde está tu corazón? Has perdido lo único que te quedaba, demás que por estar de locuela traviesa lo has extraviado inspeccionando los inservibles pantanos de la muerte. Imagino que lo has dejado tirado entre las agujas de los humeantes precipicios, para que algún desamparado descorazonado lo recoja y haga suyo. ¿O se lo has brindado a tu mancebo amante? ¡Me haces rabiar y enloquecer…! ¡Y tus manos sangran…, tan delgadas! Oh, no, no… no eres la misma que apretaron mis manos, mis manos que se aferraron en tu bello cuello esa noche fatal». Sólo el silencio respondió a mis desesperados y martirizantes reclamos, un silencio anacrónico de muerte lapidaria. Al cabo de unos instantes, zumbó un ventarrón espasmódico. “Te he llamado a viva voz desde mi calvario viviente a esta hora exacta de la noche desbordada y deslizante de oscuridades, para que aparezcas pusilánime y arrepentida, gélida y sin constitución esquelética. Era de esperarse, que volvieras desarticulada, desposeída de gracia y belleza. ¡Antaño, qué maravillosa mujer eras! No quedan vestigios de tu anterior hermosura y encanto. Aunque no importa, tu sola silueta me basta. Acércate, esta vez no te haré daño, ¡te lo juro! Has sufrido tanto por mi culpa, he sufrido tanto por tu infiel ausencia inhóspita”. Vuelvo a invocar de repente, esta noche sin estrellas donde sólo se escuchan mis lamentos, el pronto instante en que tu dejavu se manifieste y sacuda todos mis remordimientos. Entonces en medio de la noche catalítica retumbaron relojes destornillados y doblaron campanas undívagas de un campanario cercano, resonó en mi afiebrada cabeza un tic tac de impaciencia febril, acelerados ritmos cardíacos atosigaban mis palabras de súplica. “¡Estabas muerta y distante, acaso sea lo mismo!, ¡yo mismo, con mis propias manos ocasioné que no respiraras!, estaban empapados tus vestidos con tu último llanto, corrieron ríos de sangre entre tus brazos y los míos, entre mis manos que temblaban de locura y paroxismo. Debiste haber pedido clemencia, pero era tanto tu amor por aquel mancebo… ¡Debiste haber pedido clemencia por ti y por tu amante! No puedo hacer nada si sigues en pánico, es imposible que te devuelva la vida que te he quitado, no esperes de mí la resurrección… Los pecadores no tenemos el poder de resucitar a las personas buenas y nobles, desvariadamente enamoradas; mi pecado es vivir la muerte a cada suspiro que exhalo. Estoy condenado a verte y no verte, a escucharte desde el mutismo recriminante más inexorable”. La silueta se desencajaba taimada, parecía estar esfumándose entre un manto grisáceo de gotículas salvajes. «Vuélvete a tu casa de tinieblas osadas, te he esperado desde siempre, mucho…, mucho tiempo… esta cárcel de mi vida no es humana, no soy humano… ¡Soy una bestia, soy un asesino; y las bestias asesinas no tienen alma, aunque quisieran! «. Te digo con desmedida sorna. Y me retuerzo y convulsiono, y espumeo babas grises por la lengua mordisqueada de cólera e impotencia, y me agito desconsolado en mis indicios de amor profano y fallido, miserable y condenado. La silueta permanece muda e impávida entre las sábanas amarillentas de la cama nupcial despotricada mientras se evapora lentamente…
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