La razón por la que el doctor Valeriano Romeral pasó a la historia no fue su perspicacia médica, ya que como doctor convencional era pésimo; sino por su agudeza mental para curar enfermedades de Realidad Enredada. Decidió cursar un grado en medicina que nunca terminaría al confundir su desarrolladísimo sentido común con tener ojo clínico. Y es que podía darle explicación y solución a todo tipo de aflicciones, por muy anómalas que fuesen, siempre y cuando la causa no fuese médica sino sobrenatural. Entró en la universidad esperando cambiar el mundo y a los dos años renunció, volviendo al hogar cabizbajo pero con el título de Médico otorgado por un curso por correspondencia de validez dudosa. Cuando sus padres le echaban en cara todo el dinero derrochado en sus decisiones, él descolgaba el título enmarcado y decía “Pero aquí soy el único doctor, ¿no? Pues ya está.”
De todas maneras, Valeriano aguantó poco tiempo siendo el paria de la familia. La fama le empezó a preceder nada más volver al pueblo, cuando se topó de pura casualidad con un capricho del universo: Su vecino contrajo el primer caso de enfermedad del sastre. El joven médico tuvo la oportunidad de hacer su primer análisis, diagnóstico y tratamiento cuando un vecino se presentó en su casa para pedir prestado un rastrillo y empezó a toser botones violentamente. Casi medio siglo más tarde, en una de las conferencias de medicina alternativa más importantes del continente, él lo explicaría así: “El paciente sufría una tos ocasional en la que expulsaba botones que no había ingerido previamente. Los botones eran, aún cubiertos de flema, muy bonitos: Pequeños, rosados o nacarados y con hilillos dorados enredados entre los agujeros, claramente pertenecientes a un atuendo femenino. Expliqué al paciente que probablemente se debía a que alguna mujer en su familia con afinidad costurera le había defraudado. Él respondió que todo lo contrario, que la única mujer en su vida era su fiel esposa y esta era tan torpe con la aguja que desgraciaba toda tela que tocase y tenía que visitar al sastre constantemente, en algunas ocasiones hasta dos veces al día. Según acabó el relato, él mismo se dio cuenta de lo que ocurría. Mandé al cornudo a casa con una receta para la esposa, y tanto la tos como las visitas extramatrimoniales cesaron.”
A partir de entonces, las personas que acudían a su consultorio lo hacían con una enfermedad única que siempre sanaba. Sus curas, igual de insólitas que las patologías, funcionaban siempre y cuando la persona no tuviese una enfermedad clínica. Nunca contó con la simpatía de sus compañeros de profesión porque si no estaba presente esa singularidad, sus pacientes no se curaban. Debido a esta tara adquirió más fama de brujo que de doctor, pero esta atribución no podía distar más de la realidad. Valeriano era un hombre pausado, culto y, ante todo, metódico. Documentó todos y cada uno de sus casos con absoluto detalle en una serie de tomos, ordenándolos de menor a mayor dificultad, desde la enfermedad del sastre en la primera página hasta el síndrome de venganza cósmica en la última. Cuando al hombre se le tragó el olvido, sus libros fueron la única manera de reconstruir su vida y distinguir la realidad de la leyenda.
En los tomos sencillos terminó estableciendo una pauta de tratamiento que podía aplicarse de forma general: “Seguir siempre la secuencia de pensamientos más lógica”. Así pues, a una señora cuyas palabras eran perseguidas por un eco, le recomendaba visitar el fondo de un desfiladero y una vez allí gritar a todo pulmón para abandonar el eco entre las paredes. Para evitar que volviese a ocurrir, también le sugería que cambiase de amistades, puesto que le ponían a caer de un burro a la mínima. A un niño con un trastorno digestivo que le creaba un rechazo a cualquier comida que no empezase por la R, le mandaba tomar una sopa de letras con cada comida, acompañada de sus rábanos, sus platos de rape y sus raviolis para habituar al estómago a la variedad lingüística.
Los tomos de dificultad intermedia adquirieron más seriedad. El caso más notable entre éstos es el del hombre nórdico que no hacía más que ser invocado. Su nombre, por pura casualidad fonética, era también el nombre de la entidad demoníaca principal de una secta extendida por el Tíbet. Cuando le llamaban en sus cánticos, el alma del pobre hombre era desgarrada de su cuerpo y transportada al continente asiático. Los invocadores tampoco estaban muy contentos cuando, en vez del Devorador de Almas, aparecía en su círculo de sangre un hombre rubio y barrigón a medio cenar. Hasta que el doctor Valeriano no halló la dichosa coincidencia de nombre, no pudo mandar al pobre señor a que se desligase de éste a todos los efectos.
Finalmente, estaban los volúmenes pesados, los que contenían los casos verdaderamente difíciles, aquellos en los que Valeriano pasaba días cavilando. Su esfuerzo se veía reflejado en los textos de apuntes eternos, de consideraciones desechadas e ideas azarosas. El paciente más grave entre tanta página fue, sin duda, Pancho Villalobos, un primo del doctor que tenía un caso de mala fortuna crónica tan serio que se encontraba al borde de la muerte todos los días. Antes de que esto ocurriese, había vivido bajo la bendición de los astros. Ganaba en todos los juegos de cartas, apostaba siempre al caballo vencedor y se jugaba la vida con la soltura de quien sabe que no va a morir. Un día, en un subidón de euforia, después ganar doce partidas de dados seguidas, gritó a los cielos que no había nadie en este jodido mundo que le pudiese parar. A los cielos, que le estaban escuchando, no les hizo gracia la exhibición de altanería. A la mañana siguiente, Pancho despertó por los truenos de la tormenta que solo llovía sobre su casa. Todo empezó a salir mal. Su casa se incendió en dos ocasiones por ponerse a asar un pollo, y cuando intentó reconstruirla por segunda vez, le alcanzó semejante chaparrón de granizo que destruyó el tejado recién colocado y agujereó los muebles. Su mala suerte era tan inconcebible que llegó a contradecirse a sí misma. En una ocasión, el ser atropellado por un coche de caballos le salvó de ser atravesado por un meteorito que iba en dirección a su cabeza. Para poner fin a la mala racha, el doctor Romeral recetó al paciente unas raíces súper alucinógenas y con la ayuda de un compañero de oficio astrólogo, guiaron a Pancho en su viaje intergaláctico para que pidiese perdón a los astros uno a uno.
En el último libro que escribió, figuraban dos únicos casos: el que le empujó a la jubilación y el que le llevó a la tumba. El primero se trataba de un chaval que le pidió ayuda para morirse. Ni siquiera se puede hablar de ello como un caso como tal, ya que Valeriano no lo llegó a aceptar, incluso después de escuchar la historia lacrimógena sobre la vida del chico. Su existencia estaba plagada de tragedias, infortunios y calamidades, y no había desgracia por la que no hubiese pasado, salvo la muerte propia. Y aquí residía el quid de la cuestión. No era capaz de morirse. Pese a intentarlo numerosas veces y de mil maneras distintas, el joven disfrutaba de una inmortalidad non grata. El doctor le negó su ayuda en un suicidio asistido; pero la curiosidad le picaba demasiado como para no investigar el motivo. Revisó todos los volúmenes que plagaban su consulta en busca de cualquier causa posible que se mantuviese en el plano de la realidad tangible; pero apenas pasados unos días, cedió a lo que su instinto le había dicho desde el principio. La opción final, literalmente: tenía que preguntarle a la propia Muerte. Esto le inquietaba profundamente, tanto por su edad avanzada como por su afortunada falta de experiencia con ella; pero, si algo había aprendido de tantos años de rarezas increíbles, era que hacer lo más insospechado era posible, si lo tratabas como una acción mundana.
Así pues, en el culmen de su carrera, el doctor Romeral invocó a la Muerte. Y como no hay forma de diálogo más propicia que la que ofrece una merienda, la invitó a tomar té. Fue más fácil de lo que había pensado porque la Segadora de Almas se sentía sola con frecuencia y nunca dejaba pasar una oportunidad para charlar. En los momentos de espera en el salón, mientras el espacio‐tiempo se abría, Valeriano comprendió, por fin, por qué se le atribuía fama de brujo. El tentempié fue, en contra de todo pronóstico, bastante agradable. Cuando Valeriano le preguntó por su paciente con ansias suicidas, la Muerte le proporcionó una respuesta mucho más concisa y satisfactoria de lo que esperaba: “No puedo dejar que ese chico muera todavía, estoy enamorada de él”. Esquivando los pormenores de aquel encaprichamiento extraño, la conversación derivó de forma natural en la labor pseudo-médica del doctor. Que la muerte estuviese al tanto de las idas y venidas del hombre que estaba contrariando los caprichos del Universo creó un dinamismo muy divertido para el piscolabis. Pero una vez se hubo acabado el té y las palabras de cortesía, la Parca cambió el tono de la conversación para añadir algo más antes de desaparecer: “Recuerde, Valeriano, que nada de lo que hace pasa desapercibido. A mí, sus hazañas me hacen mucha gracia, pero ha estado inmiscuyéndose en donde no debía”. Las últimas palabras apenas fueron un susurro antes de que el tiempo volviese a fluir en el salón. Cuando el doctor Romeral vio al paciente de nuevo, no le contó la causa; pero le confirmó que era inmortal por un tiempo, que esa cualidad le abría muchas puertas y que era, en sí misma, el mejor motivo para seguir viviendo.
Aunque el asunto estuviese zanjado, la advertencia de la Muerte continuó resonando en su interior, amplificándose más y más cada día. Su vida se trastocó completamente. Se planteó por primera vez que las fuerzas del Universo contra las que luchaba le sobrepasaban totalmente. Este entendimiento le llevó a jubilarse y convertirse en un hombre ermitaño y paranoico. Pensó que si dejaba de entrometerse, a lo mejor, podría librarse del castigo; pero una vida de despreocupación ante el Universo no se puede enmendar como si nada. Su instinto sobrenatural ya le avisó de lo que venía antes de que pasase.
El primer síntoma del Síndrome de Venganza Cósmica fue, por supuesto, escupir botones. Le siguieron tantas otras anomalías que había tratado, y también algunas nuevas. Durante su último año de vida, Valeriano fue acosado por un eco, soñó al revés, se volvió más y más transparente, tuvo las sombras desorientadas, empezó a distinguir el sabor de las palabras, desarrolló una brutal alergia al color azul y a la letra D, fue invocado en rituales… La premonición fatalista que le había acompañado desde el aviso de la Muerte cobró forma cuando le empezaron a seguir las tormentas. La racha de mala suerte fue el último palo. El hombre del desenfado eterno se redujo a un anciano tembloroso y triste, constantemente acosado por las fuerzas del cosmos. La única entre ellas que le tuvo compasión fue la muerte. En sus últimos días, Valeriano la veía por los rincones, consolándolo con el pensamiento de que él sí podría morirse. Esto último ocurrió pocos minutos antes de que un terremoto sacudiera la tierra sobre la que se encontraba la casa del doctor, ahorrándole el dolor que le aguardaba bajo los escombros. La Segadora se presentó delante de él y, bajo el pretexto de invitarle a un té, le cogió de la mano. Le alejó con un suave tirón de su mundo extraño y feroz, de su vida célebre y cruel, de sus tomos eternos, de su muerte marcada por el destino, y en la Tierra siguieron ocurriendo sucesos inexplicables y retorcidos que nadie más pudo curar.
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